Desde mi cielo (5 page)

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Authors: Alice Sebold

En casa, esa noche, se tumbó en el suelo de su dormitorio y se abrazó los pies debajo de su escritorio. Hizo diez tandas de abdominales boca arriba y a continuación se colocó para hacer flexiones de brazos. No de las que hacían las chicas. El señor Dewitt le había explicado las que había hecho en la Marina, con la cabeza levantada, o sosteniéndose con una sola mano o dando una palmada entre flexión y flexión. Después de hacer diez, se acercó a su estantería para coger los dos libros más pesados, su diccionario y un almanaque del mundo, y trabajó los bíceps hasta que le dolieron los brazos. Luego se concentró sólo en respirar. Inspirar, espirar.

Yo estaba sentada en el cenador de la plaza mayor de mi cielo (nuestros vecinos, los O'Dwyer, tenían un cenador y yo había crecido queriendo uno) y observé la ira de mi hermana.

Horas antes de que yo muriera, mi madre había colgado en la puerta de la nevera un dibujo de Buckley. En él, una gruesa línea azul separaba el aire del suelo. Los días que siguieron, observé cómo mi familia pasaba por delante de ese dibujo, y me convencí de que la gruesa línea azul era un lugar real, un Intermedio, donde el horizonte del cielo se juntaba con el de la Tierra. Quería adentrarme en el azul lavanda de las ceras Crayola, el azul marino, el turquesa, el cielo.

A menudo me sorprendía a mí misma deseando cosas simples, y las obtenía. Regalos en envoltorios peludos. Perros.

Por el parque que había en el exterior de mi habitación en mi cielo, cada día corrían perros grandes y pequeños, perros de todas las razas. Cuando abría la puerta, los veía gordos y felices, delgaduchos y peludos, esbeltos y hasta sin pelo. Los pitbulls se tumbaban de espaldas, las tetillas de las hembras dilatadas y oscuras, suplicando a sus cachorros que se acercaran a succionarlas, felices al sol. Los bassets tropezaban con sus orejas, avanzando con total parsimonia, empujando con delicadeza los cuartos traseros de los perros salchicha, los tobillos de los galgos y las cabezas de los pequineses. Y cuando Holly cogía su saxo tenor y se instalaba en la puerta que daba al parque a tocar blues, todos los perros se apresuraban a formar un coro. Se sentaban sobre sus cuartos traseros y aullaban. De pronto se abrían otras puertas y salían mujeres que vivían solas o con compañeras. Yo también salía, y Holly tocaba un interminable bis mientras se ponía el sol, y bailábamos con los perros, todos juntos. Los perseguíamos y ellos nos perseguían a su vez, y corríamos en círculo, cola con cola. Llevábamos trajes de lunares, trajes de flores, trajes a rayas y lisos. Cuando la luna estaba alta, la música cesaba. La danza se interrumpía. Nos quedábamos inmóviles.

La señora Bethel Utemeyer, la más antigua residente de mi cielo, sacaba entonces su violín. Holly colocaba un pie con delicadeza sobre su instrumento de viento y juntas tocaban un dúo: una mujer anciana y silenciosa, la otra apenas una niña. Entre las dos proporcionaban un enloquecedor consuelo esquizoide.

Poco a poco se retiraban todos los bailarines. La canción resonaba hasta que Holly la tocaba por última vez, y la señora Utemeyer, callada, erguida e historiada, terminaba con una giga.

La casa dormía para entonces; ésa era mi velada musical.

3

Lo extraño acerca de la Tierra era lo que veíamos cuando mirábamos hacia abajo. Además de la visión inicial que podéis imaginaros —el efecto de verlo todo del tamaño de una hormiga, como desde lo alto de un rascacielos—, por todo el mundo había almas abandonando sus cuerpos.

Holly y yo explorábamos la Tierra con la mirada, posándola un par de segundos en una escena u otra, buscando lo inesperado en el momento más trivial. Y de pronto un alma pasaba corriendo junto a un ser vivo, le rozaba el hombro o la mejilla, y seguía su camino hacia el cielo. Los vivos no ven exactamente a los muertos, pero mucha gente parece muy consciente de que ha cambiado algo a su alrededor. Hablan de una corriente de aire frío. Los amigos de los fallecidos despiertan de sus sueños y ven una figura al pie de su cama, o en un portal, o subiéndose como un fantasma a un autobús urbano.

Al abandonar la Tierra, yo rocé a una niña llamada Ruth. Iba a mi colegio, pero nunca habíamos sido amigas. Se cruzó en mi camino la noche que mi alma salió gritando de la Tierra, y no pude evitar rozarla. Cuando abandoné la vida, que me había sido arrebatada con tanta violencia, no fui capaz de calcular mis pasos. No tuve tiempo para contemplar nada. Cuando hay violencia, en lo que te concentras es en huir. Cuando empiezas a acercarte al borde, la vida se aleja de ti como un bote se aleja inevitablemente de la orilla, y te agarras con fuerza a la muerte como si fuera una cuerda que te transportará y de la que te soltarás, confiando únicamente en aterrizar lejos de donde estás.

Como una llamada telefónica que recibes de la cárcel, pasé junto a Ruth Connors rozándola: número equivocado, llamada fortuita. La vi allí de pie, cerca del Fiat rojo y oxidado. Cuando pasé como un rayo por su lado, mi mano salió disparada para tocarla, tocar la última cara, tener el último contacto con la Tierra en esa adolescente tan poco convencional.

La mañana del 7 de diciembre, Ruth se quejó a su madre de que había tenido una pesadilla demasiado real para ser un sueño. Cuando su madre le preguntó qué quería decir, Ruth respondió:

—Estaba cruzando el aparcamiento del profesorado y de pronto vi en el campo de fútbol un fantasma pálido que corría hacia mí.

La señora Connors revolvió las gachas que se espesaban en su cazuela. Observó a su hija gesticular con los dedos largos y delgados de sus manos, que había heredado de su padre.

—Era femenino, lo noté —dijo Ruth—. Salió del campo volando. Tenía los ojos hundidos, y el cuerpo cubierto de un fino velo blanco, ligero como la estopilla. Logré verle la cara a través de él, los rasgos que asomaban, la nariz, los ojos, la cara, el pelo.

Su madre apartó las gachas del fuego y bajó la llama.

—Ruth —dijo—, te estás dejando llevar por la imaginación.

Ruth comprendió que era el momento de callar. No volvió a mencionar el sueño que no era un sueño, ni siquiera diez días después, cuando por los pasillos del colegio empezó a propagarse la noticia de mi muerte con matices adicionales, como ocurre con todas las buenas historias de terror. Mis compañeros se vieron en apuros para hacer el horror más terrible de lo que ya era. Pero todavía faltaban detalles: el cómo, cuándo y quién se convirtieron en hondos recipientes que llenar con sus conjeturas. Adoración satánica. Medianoche. Ray Singh.

Por mucho que lo intenté, no conseguí señalar con suficiente fuerza a Ruth lo que nadie había encontrado: mi pulsera de colgantes plateada. Me parecía que eso tal vez podría ayudarla. Había estado a la vista, esperando que una mano la cogiera, una mano que la reconociera y pensara: pista. Pero ya no estaba en el campo de trigo.

Ruth empezó a escribir poesía. Si su madre o sus profesores más accesibles no querían oír hablar de la realidad más oscura que había experimentado, revestiría esa realidad de poesía.

Cuánto me habría gustado que Ruth hubiera ido a ver a mi familia y hablado con ella. Seguramente nadie aparte de mi hermana habría sabido cómo se llamaba siquiera. Ruth era la chica que había quedado penúltima en deporte. La que, cuando veía venir una pelota de voleibol, se agachaba donde estaba dejando que golpeara el suelo a su lado, y los demás jugadores del equipo y la profesora se esforzaban por no refunfuñar.

Mientras mi madre permanecía sentada en la silla de respaldo recto de nuestro pasillo, observando cómo mi padre entraba y salía apresuradamente para atender sus distintas obligaciones —se había vuelto hiperconsciente de los movimientos y el paradero de su hijo menor, su mujer y la única hija que le quedaba—, Ruth mantuvo en secreto nuestro encuentro accidental en el aparcamiento del colegio.

Hojeó los viejos anuarios y encontró fotos de mi clase, así como de las distintas actividades en las que participaba, como el Club de Química, y las recortó con las tijeras de bordar en forma de cisne de su madre. Aunque su obsesión iba en aumento, yo recelaba de ella. Hasta que, una semana antes de Navidad, vi algo en el pasillo de nuestro colegio.

Era mi amiga Clarissa con Brian Nelson. Yo había apodado a Brian «el Espantapájaros» porque, a pesar de tener unos hombros increíbles en los que lloriqueaban todas las chicas, su cara me hacía pensar en un saco de arpillera lleno de paja. Llevaba un sombrero hippie de cuero flexible y fumaba cigarrillos liados a mano en la sala de fumar del alumnado. Según mi madre, la predilección de Clarissa por la sombra de ojos azul celeste era una señal de aviso prematura, pero a mí siempre me había gustado precisamente por eso. Hacía cosas que a mí no me estaban permitidas: se aclaraba su pelo largo, llevaba zapatos de plataforma y fumaba a la salida del colegio.

Ruth se cruzó con ellos, pero ellos no la vieron. Llevaba una pila de libros enorme que había tomado prestados de la señorita Kaplan, la profesora de ciencias sociales. Todos eran textos feministas de primera época, y los sostenía con el lomo contra el estómago para que nadie leyera los títulos. Su padre, contratista de obras, le había regalado dos gomas muy resistentes para llevar libros, y había puesto las dos alrededor de los tomos que tenía previsto leer en vacaciones.

Clarissa y Brian reían bobamente. Él tenía una mano dentro de la camisa de ella. Y a medida que la deslizaba poco a poco hacia arriba, aumentaban las risitas, pero ella interrumpía cada vez sus avances, retorciéndose o apartándose unos centímetros. Ruth se distanció, como solía hacer con casi todo. Habría pasado de largo como solía hacer, con la cabeza gacha, pero todo el mundo sabía que Clarissa había sido amiga mía, de modo que se quedó mirando.

—Vamos, cariño —dijo Brian—, sólo un pequeño montículo de amor. Sólo uno.

Vi cómo los labios de Ruth hacían una mueca de disgusto. Mis labios se curvaron hacia arriba en el cielo.

—No puedo, Brian. Aquí no.

—¿Qué tal en el campo de trigo? —susurró él.

Clarissa rió nerviosa, pero se acurrucó contra él. De momento, lo rechazaría.

Poco después, alguien desvalijó la taquilla de Clarissa.

Desaparecieron su álbum de recortes, las fotos sueltas que tenía pegadas dentro de la taquilla y la marihuana que Brian había escondido allí sin que ella lo supiera.

Ruth, que nunca se había colocado, pasó esa noche vaciando el tabaco de los largos y marrones More 100 de su madre y llenándolos de hierba. Se sentó en el cobertizo con una linterna, mirando fotos mías y fumando aún más hierba de la que eran capaces de soportar los porreros del colegio.

A la señora Connors, que lavaba los platos frente a la ventana de la cocina, le llegó un olorcillo del cobertizo.

—Creo que Ruth está haciendo amigos en el colegio —comentó a su marido, que estaba sentado con su
Evening Bulletin
y una taza de café.

Al final de su jornada laboral estaba demasiado cansado hasta para hacer hipótesis.

—Estupendo —dijo.

—Tal vez todavía no está todo perdido.

—Nunca lo está —dijo él.

Cuando Ruth entró más tarde esa noche, tambaleándose y con los ojos soñolientos de la luz de la linterna y de los ocho More que se había fumado, su madre la recibió con una sonrisa y le dijo que tenía tarta de arándanos en la cocina. A Ruth le llevó unos días y cierta investigación no centrada en Susie Salmón averiguar por qué se había comido la tarta entera de una sentada.

El aire de mi cielo a menudo olía a mofeta, sólo un poco. Era un olor que siempre me había entusiasmado en la Tierra. Cuando inhalaba, lo sentía a la vez que lo olía. Era el miedo y la fuerza del animal combinados para formar un fuerte y persistente olor almizclado. El cielo de Franny olía a tabaco puro de primera calidad. El de Holly olía a naranjas chinas.

Me pasé días y noches enteras sentada en el cenador, observando. Veía cómo Clarissa se apartaba de mí y se volvía hacia el consuelo de Brian. Veía cómo Ruth la vigilaba tras una esquina cerca de la clase de ciencias del hogar o a la puerta de la cafetería, junto a la enfermería. Al principio, la libertad que tenía yo de ver todo el colegio era embriagadora. Observaba al ayudante del entrenador de fútbol dejar anónimamente bombones a la profesora de ciencias, que estaba casada, o a la líder de las animadoras tratando de atraer la atención del chico al que habían expulsado tantas veces de tantos colegios que hasta él había perdido la cuenta. Observaba cómo el profesor de arte hacía el amor con su novia en el cuarto del horno, y cómo el director miraba amorosamente al ayudante del entrenador de fútbol. Llegué a la conclusión de que ese ayudante era un semental en el mundo del colegio Kennet, aun cuando su mandíbula cuadrada me dejaba fría.

Todas las noches, al volver al dúplex, pasaba por debajo de anticuadas farolas que había visto una vez en la obra de teatro
Nuestra ciudad.
Los globos de luz colgaban en un arco de un poste de hierro. Me había acordado de ellas porque cuando vi la obra con mi familia me parecieron bayas gigantes y pesadas llenas de luz. Me inventé un juego en el cielo que consistía en colocarme de tal modo que mi sombra recogiera las bayas al ir a mi casa.

Después de observar a Ruth una noche, me encontré a Franny. La plaza estaba desierta, y las hojas empezaban a arremolinarse más adelante. Me quedé parada y la escudriñé; las arrugas de reír se arremolinaban alrededor de sus ojos y su boca.

—¿Por qué estás temblando? —me preguntó.

Y aunque el aire era húmedo y frío, no podía confesarle que era por eso.

—No puedo evitar pensar en mi madre —respondí.

Franny me cogió la mano izquierda entre las suyas y sonrió.

Me entraron ganas de darle un beso en la mejilla o pedirle que me abrazara, pero en lugar de eso la observé alejarse, vi cómo su vestido azul desaparecía poco a poco. Yo sabía que ella no era mi madre; no podía mentirme a mí misma.

Di media vuelta y regresé al cenador. Sentí cómo el aire húmedo se enroscaba alrededor de mis piernas y brazos, y me levantaba el pelo de manera casi imperceptible. Pensé en las telarañas por las mañanas, las pequeñas piedras preciosas de rocío atrapadas en ellas, y cómo con un ligero movimiento de muñeca las destruía sin pensar.

La mañana de mi onceavo cumpleaños me había despertado muy temprano. No había nadie más levantado, o eso creí. Bajé la escalera sin hacer ruido y eché un vistazo al comedor, donde supuse que estarían mis regalos. Pero no había nada allí. La mesa estaba igual que el día anterior. Pero cuando me volví, lo vi encima del escritorio de mi madre de la sala de estar. El elegante escritorio cuya superficie siempre estaba despejada. «El escritorio de pagar facturas», como lo llamábamos. Entre papel de seda, pero todavía sin envolver, había una máquina de fotos: lo que yo había pedido con una nota gimoteante en la voz, tan convencida estaba de que no me la comprarían. Me acerqué a ella y la miré. Era una Instamatic, y junto a ella había tres carretes de fotos y un paquete de cuatro flashes cuadrados. Era mi primera máquina, mi primer equipo para convertirme en lo que quería ser de mayor: fotógrafa de la naturaleza.

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