Desde mi cielo (4 page)

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Authors: Alice Sebold

Al principio, el hecho de que Ray faltara aquel día al colegio se había considerado una prueba de su culpabilidad, pero en cuanto la policía recibió una lista de los cuarenta y cinco asistentes que habían visto hablar a Ray en la conferencia «Zonas residenciales de las afueras: la experiencia americana», se vieron obligados a reconocer su inocencia. Se quedaron a la puerta de la casa de los Singh, rompiendo ramitas de los setos. Habría sido tan fácil, tan mágico, que la respuesta que buscaban hubiera caído literalmente del cielo desde un árbol. Pero se extendieron los rumores, y los pocos progresos sociales que Ray había hecho en el colegio se invirtieron. Empezó a irse a casa inmediatamente después de las clases.

Todo eso me hacía enloquecer. Observar sin ser capaz de llevar a la policía hasta la casa verde tan próxima a la de mis padres, donde el señor Harvey tallaba florones para una casa de muñecas gótica que estaba construyendo. Él seguía las noticias y leía a fondo los periódicos, pero llevaba su inocencia como un cómodo abrigo viejo. Dentro de él había habido disturbios, y ahora reinaba la calma.

Traté de consolarme pensando en
Holiday,
nuestro perro. Le echaba de menos como no me había permitido echar de menos a mi madre ni a mi padre ni a mis hermanos. Esa forma de echar de menos habría equivalido a aceptar que nunca iba a volver a estar con ellos; tal vez suene estúpido, pero yo no lo creía, me resistía a creerlo.
Holiday
dormía con Lindsey por las noches, y se quedaba al lado de mi padre cada vez que él abría la puerta a un nuevo desconocido. Se apuntaba alegremente a los clandestinos asaltos a la nevera que hacía mi madre, y dejaba que Buckley le tirara de la cola y de las orejas dentro de la casa de puertas cerradas.

Había demasiada sangre en la tierra.

El 15 de diciembre, entre las llamadas a la puerta que advertían a mi familia que se insensibilizara aún más antes de abrir su casa a desconocidos —los vecinos amables pero torpes, los periodistas ineptos pero crueles—, llegó la que acabó abriéndole los ojos a mi padre.

Era Len Fenerman, que tan amable había sido con él, acompañado de un agente uniformado.

Entraron, a esas alturas lo bastante familiarizados con la casa para saber que mi madre prefería que entraran y dijeran lo que tuvieran que decir en la sala de estar para que no lo oyeran mis hermanos.

—Hemos encontrado un objeto personal que creemos que pertenece a Susie —dijo Len.

Se mostró cauteloso. Yo lo veía medir sus palabras. Se aseguró de hablar con precisión para evitar a mis padres el primer pensamiento que de lo contrario habría acudido a su mente: que la policía había encontrado un cadáver y que yo estaba, con toda seguridad, muerta.

—¿Qué es? —preguntó mi madre con impaciencia.

Cruzó los brazos y se preparó para oír otro detalle insignificante al que los demás daban importancia. Ella era una tapia. Las libretas y novelas no significaban nada para ella. Su hija podía sobrevivir con un solo brazo. Y mucha sangre era mucha sangre, no un cuerpo. Lo había dicho Jack y ella lo creía: no hay nada seguro.

Pero cuando sostuvieron en alto la bolsa de pruebas con mi gorro dentro, en su interior se rompió algo. La fina pared de cristal que había protegido su corazón —y de alguna manera la había insensibilizado, impidiéndole creer— se hizo añicos.

—La borla —dijo Lindsey, que había entrado en la sala de estar desde la cocina. Nadie la había visto hacerlo aparte de mí.

Mi madre hizo un ruidito y le cogió la mano. El ruido era un chirrido metálico, una máquina como humana que se averiaba y emitía los últimos sonidos antes de que se trabara todo el motor.

—Hemos analizado las fibras —dijo Len—. Parece ser que quienquiera que acosó a Susie lo utilizó durante el crimen.

—¿Cómo? —preguntó mi padre, impotente. Le estaban diciendo algo que era incapaz de comprender.

—Para hacerla callar.

—¿Qué?

—Está impregnada de saliva de Susie —aclaró el agente uniformado que hasta entonces había guardado silencio—. La amordazó con él.

Mi madre lo cogió de las manos de Len Fenerman, y los cascabeles que había cosido junto a la borla sonaron cuando cayó de rodillas y se inclinó sobre el gorro que me había hecho.

Vi cómo Lindsey se ponía rígida junto a la puerta. No reconocía a nuestros padres; no reconocía nada.

Mi padre acompañó a la puerta al bienintencionado Len Fenerman y al oficial uniformado.

—Señor Salmón —dijo Len Fenerman—, con la cantidad de sangre que hemos encontrado y la violencia que me temo que eso implica, así como otras pruebas sustanciales sobre las que ya hemos hablado, debemos partir de la hipótesis de que su hija ha sido asesinada.

Lindsey oyó sin querer lo que ya sabía, lo que había sabido desde hacía cinco días, cuando mi padre le había hablado de mi codo. Mi madre se echó a llorar.

—En adelante empezaremos a tratar este caso como una investigación de asesinato —añadió Fenerman.

—Pero no hay cadáver —probó a decir mi padre.

—Todas las pruebas apuntan a que su hija está muerta. Lo siento mucho.

El agente uniformado había fijado la mirada a la derecha de los ojos suplicantes de mi padre. Me pregunté si era algo que le habían enseñado a hacer en el colegio. Pero Len Fenerman sostuvo la mirada de mi padre.

—Pasaré más tarde a ver cómo están —dijo.

Cuando mi padre volvió a la sala de estar, estaba demasiado deshecho para tender una mano a mi madre, sentada en la alfombra, o a la forma endurecida de mi hermana, cerca de ella. No podía permitir que lo vieran en ese estado. Subió la escalera pensando en
Holiday,
tumbado en la alfombra del estudio. Allí estaba la última vez que lo había visto. Ocultando el rostro en la densa pelambrera del cuello del perro, mi padre se permitió llorar.

Esa tarde los tres se deslizaron por la casa en silencio, como si el ruido de pasos pudiera confirmar la noticia. Vino la madre de Nate para traer a Buckley, pero nadie fue a abrir la puerta. Ella se marchó sabiendo que había cambiado algo dentro de la casa, que era idéntica a las que tenía a cada lado. Se convirtió en cómplice del niño, y le dijo que irían a comprarse un helado y echarían a perder su apetito.

A las cuatro de la tarde mis padres se encontraron en la misma habitación del piso de abajo. Habían entrado por puertas distintas.

Mi madre miró a mi padre.

—Mamá —dijo, y él asintió, y acto seguido llamó a mi única abuela con vida, la madre de mi madre, la abuela Lynn.

Me preocupaba que dejaran a mi hermana sola y que ésta cometiera alguna imprudencia. Estaba sentada en su habitación, en el viejo sofá que le habían cedido mis padres, concentrada en endurecerse. «Respira hondo y contén la respiración. Trata de quedarte quieta durante períodos cada vez más largos. Hazte pequeña como una piedra. Dobla los bordes de tu persona de manera que nadie te vea.»

Mi madre le dijo que podía escoger entre volver al colegio antes de Navidad o quedarse en casa —sólo faltaba una semana—, pero Lindsey optó por ir.

El lunes, en clase, todos sus compañeros se quedaron mirándola fijamente cuando se dirigió a la parte delantera.

—El director quiere verte, querida —le dijo la señorita Dewitt en voz baja.

Mi hermana no miró a la señorita Dewitt cuando ésta habló. Estaba perfeccionando el arte de hablar con las personas mirándolas como si fueran transparentes. Ése fue el primer indicio que tuve de que algo tendría que estallar. La señorita Dewitt también enseñaba lengua y literatura inglesas, pero sobre todo estaba casada con el señor Dewitt, que era el entrenador de fútbol y había animado a Lindsey a probar suerte en su equipo. A mi hermana le caían bien los Dewitt, pero esa mañana empezó a mirar a los ojos sólo a la gente contra la que podía luchar.

Mientras recogía sus cosas oyó cuchicheos por todas partes. Estaba segura de que Danny Clarke le había cuchicheado algo a Sylvia Henley justo antes de que ella saliera del aula. Y alguien había dejado caer algo en la parte trasera. Lo hacían, creía ella, para, al ir a recogerlo y volver, tener ocasión de decirle algo al compañero de al lado sobre la hermana de la niña muerta.

Lindsey recorrió los pasillos y pasó entre las hileras de taquillas, esquivando a todo el que anduviera cerca. Me habría gustado caminar a su lado, imitando al director del colegio y su forma de empezar todas las reuniones en la sala de actos: «¡Vuestro director es un compañero más, pero con directrices!», le relincharía al oído, haciéndole reír.

Pero aunque tuvo la suerte de encontrar los pasillos vacíos, cuando llegó a la oficina principal se vio obligada a aguantar las miradas sensibleras de secretarias consoladoras. No importaba. Se había preparado en su habitación. Iba armada hasta los dientes contra cualquier avalancha de compasión.

—Lindsey —dijo el director Caden—. Esta mañana me ha llamado la policía. Siento mucho la pérdida que has sufrido.

Ella lo miró a la cara. No era tanto una mirada como un láser.

—¿Qué he perdido exactamente?

El señor Caden, que creía necesario tratar de forma directa los temas de las crisis de los niños, rodeó su escritorio y condujo a Lindsey a lo que los alumnos solían llamar el Sofá. Al final cambiaría el Sofá por dos sillas, cuando se impuso la política en el distrito del colegio y le dijeron: «No es apropiado tener aquí un sofá; mejor sillas. Los sofás dan un mensaje que se presta a equívocos».

El señor Caden se sentó en el Sofá y mi hermana lo imitó. Quiero creer que, por compungida que estuviera, en ese momento le emocionó un poco sentarse en el mismísimo Sofá. Quiero creer que yo no se lo había arrebatado todo.

—Estamos aquí para ayudarte en todo lo qué esté en nuestra mano —continuó el señor Caden. Hacía lo que podía.

—Estoy bien —respondió ella.

—¿Te gustaría hablar de ello?

—¿De qué? —preguntó Lindsey.

Se estaba mostrando lo que mi padre llamaba «enfurruñada», como cuando decía: «Susie, no me hables con este tono enfurruñado».

—De la pérdida que has sufrido —dijo él.

Alargó una mano hacia la rodilla de mi hermana. Su mano fue como un hierro de marcar al rojo vivo.

—No me había dado cuenta de que había perdido algo —dijo, y, con un esfuerzo hercúleo, hizo ver que se palmeaba la camisa y comprobaba los bolsillos.

El señor Caden no supo qué decir. El año anterior, Vicki Kurtz se había desmoronado en sus brazos. Había sido difícil, sí, pero, viéndolo en retrospectiva, Vicki Kurtz y su difunta madre le parecían una crisis manejada hábilmente. Había llevado a Vicki Kurtz al sofá... no, no, Vicki había ido derecha a él y se había sentado, y él había dicho «Lo siento muchísimo», y Vicki había reventado como un globo demasiado hinchado, y esa misma tarde él había llevado el traje a la tintorería.

En cambio, Lindsey Salmón era un caso totalmente distinto. Era una chica con talento, una de los veinte alumnos del colegio seleccionados para el Simposio de Talentos de todo el estado. El único problema en su expediente académico era un pequeño altercado al comienzo del curso con un profesor que la había reprendido por haber llevado a clase literatura obscena:
Miedo a volar.

«Hágala reír —tenía ganas de decirle—. Llévela a ver una película de los hermanos Marx, siéntela en uno de esos almohadones que pedorrean, ¡enséñele los calzoncillos que lleva puestos, con los pequeños diablos comiendo perritos calientes!» Lo único que podía hacer yo era hablar, pero nadie en la Tierra podía oírme.

El distrito del colegio sometió a todos los alumnos a unos tests para decidir quién tenía talento y quién no. A mí me gustaba insinuar a Lindsey que su pelo me sacaba mucho más de quicio que mi estatus de tonta. Las dos habíamos nacido con abundante pelo rubio, pero a mí enseguida se me había caído para ser reemplazado, muy a mi pesar, por una mata de color castaño desvaído. Lindsey, en cambio, había conservado el suyo y alcanzado así una especie de posición mítica. Era la única rubia de verdad de la familia.

Pero una vez seleccionada como talentosa, se había visto obligada a vivir de acuerdo con el adjetivo. Se encerró en su dormitorio y leyó gruesos libros. Así, mientras yo estaba con
¿Estás ahí, Dios? Soy yo, Margaret,
ella leía
Resistencia, rebelión y muerte,
de Camus. Es posible que no entendiera casi nada, pero lo llevaba consigo a todas partes, y con ello logró que la gente —incluidos los profesores— empezara a dejarla tranquila.

—Lo que quiero decir, Lindsey, es que todos echamos de menos a Susie —dijo el señor Caden.

Ella no respondió.

—Era muy brillante —tanteó él.

Ella le sostuvo la mirada sin comprender.

—Ahora recae sobre ti. —No tenía ni idea de qué decía, pero le pareció que hacer una pausa podía dar a entender que estaba yendo a alguna parte—. Ahora eres la única chica Salmón.

Nada.

—¿Sabes quién ha venido a verme esta mañana? —El señor Caden se había reservado su gran final, que estaba seguro de que funcionaría—. El señor Dewitt. Se está planteando entrenar un equipo de chicas. Toda la idea gira en torno a ti. Ha visto lo buena que eres, con tantas posibilidades como los chicos, y cree que otras chicas podrían apuntarse si tú das el primer paso. ¿Qué dices?

El corazón de mi hermana se cerró como un puño.

—Digo que resultaría muy duro jugar al fútbol en un campo que está a seis metros de donde se supone que asesinaron a mi hermana.

¡Gol!

El señor Caden abrió la boca y la miró fijamente.

—¿Algo más? —preguntó Lindsey.

—No, yo... —El señor Caden volvió a tenderle una mano. Seguía habiendo un cabo... un deseo de comprender—. Quiero que sepas lo mucho que lo sentimos todos —dijo.

—Llego tarde a la primera clase —dijo ella.

En ese momento me recordó a un personaje de las películas del Oeste que entusiasmaban a mi padre y que veíamos juntos por la televisión entrada la noche. Siempre había un hombre que, después de disparar su pistola, se la llevaba a los labios y soplaba en el orificio.

Lindsey se levantó y salió despacio de la oficina del director Caden. Esos recorridos iban a ser su único momento de descanso. Las secretarias estaban al otro lado de la puerta, los profesores en la parte delantera de las aulas, los alumnos en cada pupitre, nuestros padres en casa, la policía de visita. No iba a venirse abajo. La observé, oí las frases que se repetía una y otra vez dentro de su cabeza. «Bien. Todo va bien.» Yo estaba muerta, pero eso era algo que ocurría continuamente: la gente moría. Al salir aquel día de la oficina, pareció mirar a las secretarias a los ojos, pero en realidad se concentró en la barra de labios mal aplicada o en el crepé de China de dos piezas con estampado de cachemir.

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