Despertar (14 page)

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Authors: L. J. Smith

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Elena... Por un momento sintió una oleada de pura alegría y temor reverencial, olvidando todo lo demás. Elena, cálida como la luz del sol, suave como la mañana, pero con un corazón de acero que no se podía romper. Era como fuego ardiendo en hielo, como el afilado filo de una daga de plata.

Pero ¿tenía derecho a amarla? Sus mismos sentimientos por ella la ponían en peligro. ¿Y si la próxima vez que la necesidad se apoderara de él Elena era el ser humano vivo más próximo, el recipiente más cercano repleto de sangre caliente y renovadora?

«Moriré antes que tocarla —pensó, haciendo una promesa—. Antes que abrir sus venas, moriré de sed. Y juro que jamás sabrá mi secreto. Jamás tendrá que renunciar a la luz del sol por mí.»

Detrás de él, el cielo se iluminaba. Pero antes de marchar, envió un pensamiento sonda, con toda la fuerza de su dolor tras él, buscando algún otro Poder que pudiera estar cerca. Buscando alguna otra solución a lo que había sucedido en la iglesia.

Pero no había nada, ningún indicio de una respuesta. El cementerio se burlaba de él con su silencio.

Elena despertó con el sol brillando en su ventana. De inmediato se sintió como si acabara de recuperarse de una larga gripe y como si fuera la mañana del día de Navidad. Sus pensamientos se mezclaron entre sí mientras se sentaba en la cama.

Ah. Le dolía todo el cuerpo. Pero ella y Stefan..., eso lo arreglaba todo. Aquel borracho palurdo de Tyler... Pero Tyler ya no importaba. Nada importaba, excepto que Stefan la amaba.

Bajó en camisón, advirtiendo por la luz que entraba oblicuamente por las ventanas que debía de haber dormido hasta muy tarde. Tía Judith y Margaret estaban en la sala.

—Buenos días, tía Judith. —Dio a su sorprendida tía un largo y fuerte abrazo—. Y buenos días, preciosidad. —Alzó a Margaret en volandas y bailó un vals con ella por la habitación—. Y... ¡ah! Buenos días, Robert.

Un tanto avergonzada por su euforia y por su estado de desnudez, dejó a Margaret en el suelo y corrió a la cocina.

Tía Judith entró tras ella y, aunque había oscuras ojeras bajo sus ojos, sonreía.

—Pareces de buen humor esta mañana.

—Lo estoy. —Elena le dio otro abrazo para pedir perdón por las oscuras ojeras.

—Ya sabes que hemos de ir al despacho del sheriff para hablarles sobre Tyler.

—Sí. —Elena sacó zumo de la nevera y se sirvió un vaso—. Pero ¿puedo acercarme a casa de Vickie Bennett primero? Sé que debe de estar alterada, en especial porque parece que no todo el mundo le cree.

—¿Tú le crees, Elena?

—Sí —respondió ella lentamente—. Le creo. Y, tía Judith —añadió, tomando una decisión—, a mí también me sucedió algo en la iglesia. Me pareció...

—¡Elena! Bonnie y Meredith han venido a verte. —La voz de Robert sonó procedente del vestíbulo.

La atmósfera confidencial se rompió.

—Ah..., hazlas entrar —contestó Elena, y tomó un sorbo de zumo de naranja—. Te lo contaré luego —le prometió a tía Judith, mientras unas pisadas se aproximaban a la cocina.

Bonnie y Meredith se detuvieron en la entrada, permaneciendo de pie con una formalidad poco habitual. La misma Elena se sintió violenta y aguardó hasta que su tía volvió a abandonar la habitación para hablar.

Entonces carraspeó, con los ojos fijos en una baldosa desgastada del linóleo. Les dirigió una rápida mirada a hurtadillas y vio que tanto Bonnie como Meredith tenían la vista puesta en aquella misma baldosa.

Prorrumpió en carcajadas, y ante su sonido las otras dos alzaron los ojos.

—Me siento demasiado feliz para colocarme siquiera a la defensiva —dijo Elena, tendiéndoles los brazos—. Y sé que debería lamentar lo que dije, y realmente lo lamento, pero sencillamente no puedo mostrarme patética al respecto. Me porté pésimamente y merezco que me ejecuten. Ahora, ¿no podríamos simplemente fingir que nunca sucedió?

—Realmente deberías sentirlo, mira que dejarnos allí plantadas de ese modo —la reprendió Bonnie mientras las tres se fundían en un abrazo.

—Y con Tyler Smallwood, nada menos —apostilló Meredith.

—Bueno, he aprendido la lección en ese sentido —dijo Elena, y por un instante su ánimo se ensombreció.

En ese momento Bonnie gorjeó una risita.

—Y te llevaste el gran premio..., ¡a Stefan Salvatore! Y hablando de entradas teatrales, cuando entraste por la puerta con él pensé que alucinaba. ¿Cómo lo hiciste?

—No hice nada. Simplemente apareció, igual que la caballería en una de esas películas de indios.

—Defendiendo tu honor —dijo Bonnie—. ¿Qué podría ser más emocionante?

—Se me ocurren una o dos cosas —indicó Meredith—. Pero, claro, es posible que Elena también las tenga incluidas.

—Os lo contaré todo —dijo Elena, soltándolas y retrocediendo—. Pero primero, ¿iréis a casa de Vickie conmigo? Quiero hablar con ella.

—Puedes hablar con nosotras mientras te vistes y mientras andamos y mientras te cepillas los dientes, de hecho —dijo Bonnie con firmeza—. Y si te dejas aunque sea un mínimo detalle, te vas a enfrentar con el tribunal de la Inquisición.

—Como verás —indicó Meredith maliciosamente—, todo el trabajo del señor Tanner ha tenido su compensación. Bonnie sabe ahora que la Inquisición no es un grupo de rock.

Elena reía con auténtico entusiasmo mientras subían por la escalera.

La señora Bennett estaba pálida y cansada, pero las invitó a entrar.

—Vickie ha estado descansando, el doctor dijo que la mantuviera en cama —explicó con una sonrisa que temblaba ligeramente.

Elena, Bonnie y Meredith se agolparon en el angosto vestíbulo.

La señora Bennett dio unos suaves golpecitos en la puerta de Vickie.

—Cariño, unas chicas del instituto han venido a verte. No estéis demasiado rato —le dijo a Elena mientras abría la puerta.

—No lo haremos —prometió Elena.

Penetró en un bonito dormitorio azul y blanco, con las demás justo detrás de ella. Vickie yacía en la cama recostada en almohadas, con un edredón azul pastel subido hasta la barbilla, que contrastaba con su rostro blanco como el papel. Los ojos entrecerrados de la muchacha miraban directamente al frente.

—Ése es el aspecto que tenía anoche —susurró Bonnie.

Elena fue a colocarse junto a la cama.

—Vickie —dijo en voz baja.

Ésta siguió mirando fijo al frente, pero a Elena le pareció que su respiración cambiaba ligeramente.

—Vickie, ¿puedes oírme? Soy Elena Gilbert. —Dirigió una mirada vacilante a Bonnie y a Meredith.

—Parece como si le hubiesen dado tranquilizantes —comentó Meredith.

Pero la señora Bennett no había dicho que le hubieran dado ningún medicamento. Frunciendo el entrecejo, Elena volvió a mirar a la pasiva muchacha.

—Vickie, soy yo, Elena. Sólo quería hablar contigo sobre anoche. Quiero que sepas que creo lo que dijiste sobre lo sucedido —hizo caso omiso de la aguda mirada que le lanzó Meredith y prosiguió— y quería preguntarte...

—¡No!

Fue un alarido, vivo y desgarrador, arrancado de la garganta de Vickie. El cuerpo que había estado tan inmóvil como una figura de cera estalló en violenta acción. Los cabellos castaño claro de la muchacha le azotaron las mejillas cuando empezó a agitar la cabeza de un lado para otro y sus manos se debatieron en el aire.

—¡No! ¡No! —chilló.

—¡Haced algo! —exclamó Bonnie con voz ahogada—. ¡Señora Bennett! ¡Señora Bennett!

Elena y Meredith intentaban mantener a Vickie en la cama, y ella se resistía. Los alaridos siguieron y siguieron. Entonces, de improviso, la madre de Vickie apareció junto a ellas, ayudando a sujetarla a la vez que apartaba a las muchachas.

—¿Qué le habéis hecho? —gritó.

Vickie se aferró a su madre, tranquilizándose, pero luego sus ojos entrecerrados vislumbraron a Elena por encima del hombro de la señora Bennett.

—¡Tú eres parte de ello! ¡Eres malvada! —le gritó histéricamente a Elena—. ¡Mantente lejos de mí!

Esta se quedó anonadada.

—¡Vickie! Sólo he venido a preguntar...

—Creo que será mejor que os marchéis ahora. Dejadnos solas —dijo la señora Bennett mientras estrechaba a su hija en actitud protectora—. ¿No os dais cuenta de lo que le hacéis?

En atónito silencio, Elena abandonó la habitación. Bonnie y Meredith la siguieron.

—Debe de ser algún fármaco —dijo Bonnie una vez estuvieron fuera de la casa—. Simplemente se ha vuelto totalmente tarumba.

—¿Has reparado en sus manos? —le preguntó Meredith a Elena—. Cuando intentábamos contenerla, le sujeté una de las manos y estaba fría como el hielo.

Elena sacudió la cabeza con perplejidad. Nada de ello tenía sentido, pero no estaba dispuesta a permitir que le estropeara el día. No lo permitiría. Desesperadamente, rebuscó en su mente algo que pudiera contrarrestar la experiencia, que le permitiera aferrarse a su felicidad.

—Ya lo sé —dijo—. La casa de huéspedes.

-¿Qué?

—Dije a Stefan que me llamara hoy, pero ¿por qué no nos acercamos a la casa de huéspedes en vez de eso? No está lejos de aquí.

—Sólo a veinte minutos a pie —comentó Bonnie, y se animó—. Al menos podremos ver por fin su habitación.

—En realidad —indicó Elena—, mi idea era que vosotras dos esperarais abajo. Bueno, sólo le veré unos minutos —añadió poniéndose a la defensiva cuando ellas la miraron.

Era curioso quizá, pero todavía no quería compartir a Stefan con sus amigas. Llevaba tan poco tiempo con él que le resultaba casi como un secreto.

Su llamada a la reluciente puerta de nogal la contestó la señora Flowers, que era una mujer muy menuda y arrugada con unos ojos negros sorprendentemente brillantes.

—Tú debes de ser Elena —dijo—, os vi salir a ti y a Stefan anoche, y él me dijo tu nombre cuando regresó.

—¿Nos vio? —inquirió ella, sobresaltada—. No la vi.

—No, no lo hiciste —repuso la señora Flowers, y rió entre dientes—. Qué chica más bonita eres, querida —añadió—. Una chica muy bonita —y palmeó la mejilla de Elena.

—Ah, gracias —respondió ella, nerviosa, pues no le gustaba el modo en que aquellos ojos de pajarito permanecían fijos en ella; miró más allá de la mujer en dirección a la escalera—. ¿Está Stefan?

—¡Debe de estar, a menos que haya salido volando por el tejado! —dijo la señora Flowers, y volvió a lanzar su risita.

Elena rió educadamente.

—Nosotras nos quedaremos aquí con la señora Flowers —dijo Meredith a Elena, mientras Bonnie alzaba los ojos al techo con expresión mártir.

Ocultando una sonrisa burlona, Elena asintió con la cabeza y subió la escalera.

Era una casa vieja muy extraña, volvió a pensar mientras localizaba la segunda escalera en el dormitorio. Las voces de abajo sonaban muy apagadas desde allí, y mientras ascendía los peldaños se desvanecieron por completo. Estaba envuelta en silencio, y al llegar a la puerta pobremente iluminada del último piso tuvo la sensación de haber penetrado en otro mundo.

Su llamada a la puerta sonó muy tímida.

—¿Stefan?

No oyó nada en el interior, pero de improviso la puerta se abrió. «Todo el mundo debe de tener un aspecto pálido y cansado hoy», pensó Elena al ver al muchacho, y a continuación se encontró en sus brazos.

Brazos que la apretaron convulsivamente.

—Elena. ¡Elena...!

Luego retrocedió. Ocurrió lo mismo que la noche anterior; Elena percibió que el abismo se abría entre ellos. Vio cómo la mirada fría y correcta acudía a sus ojos.

—No —dijo, apenas consciente de haber hablado en voz alta—. No te lo permitiré.

Y atrajo la boca de él hacia la suya.

Por un momento no recibió respuesta, y luego él se estremeció y el beso se volvió abrasador. Los dedos del muchacho se enredaron en sus cabellos, y el universo se encogió alrededor de Elena. No existía nada más aparte de Stefan, y el contacto de sus brazos a su alrededor, y el fuego de sus labios sobre los suyos.

Al cabo de unos pocos minutos o unos pocos siglos se separaron, ambos temblando. Pero sus miradas siguieron conectadas, y Elena vio que los ojos de Stefan estaban demasiado dilatados incluso para aquella luz tenue: sólo había una fina franja verde alrededor de las oscuras pupilas. El muchacho parecía aturdido y su boca —¡aquella boca!— estaba hinchada.

—Creo —dijo él, y ella volvió a notar el control en su voz— que será mejor que tengamos cuidado cuando hagamos eso.

Elena asintió, aturdida también ella. No en público, se decía. Y no cuando Bonnie y Meredith aguardaban abajo. Y no cuando estuvieran totalmente a solas, a menos...

—Pero puedes abrazarme —dijo.

Qué curioso, que tras aquella pasión se pudiera sentir tan segura, tan tranquila en sus brazos.

—Te quiero —susurró a la áspera lana de su suéter.

Sintió cómo un estremecimiento recorría el cuerpo de Stefan.

—Elena —repitió él, y sonó casi desesperado.

—¿Qué hay de malo en eso? —preguntó ella, alzando la cabeza—. ¿Qué podría haber de malo en eso, Stefan? ¿No me quieres?

—Yo...

La miró, con impotencia..., y oyeron la voz de la señora Flowers llamando débilmente desde el pie de la escalera.

—¡Chico! ¡Chico! ¡Stefan!

Sonó como si estuviera golpeando el pasamanos con el zapato.

Stefan suspiró.

—Será mejor que vaya a ver qué quiere.

Se escabulló de sus brazos con expresión inescrutable.

Al encontrarse a solas, Elena cruzó los brazos sobre el pecho y tiritó. Hacía tanto frío allí... Debería tener un fuego encendido, se dijo, a la vez que sus ojos se movían distraídamente por la habitación para ir a posarse por fin en el tocador de caoba que había examinado la noche anterior.

El cofre.

Echó una veloz mirada a la puerta cerrada. Si él regresaba y la pescaba... En realidad no debía..., pero avanzaba ya hacia el tocador.

«Piensa en la esposa de Barba Azul —se dijo—. La curiosidad la mató.» Pero los dedos estaban ya sobre la tapa de hierro y, con el corazón latiendo veloz, la abrió con cuidado.

Bajo la débil luz, el cofre pareció al principio vacío, y Elena soltó una risa nerviosa. ¿Qué había esperado? ¿Cartas de amor de Caroline? ¿Una daga ensangrentada?

Entonces vio la pequeña cinta de seda, doblada pulcramente una y otra vez sobre sí misma en una esquina. La sacó y la pasó entre sus dedos. Era la cinta color crema que había perdido el segundo día de instituto.

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