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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La señora Lirriper

 

Al morir su marido cubierto de deudas, la señora Lirriper abre una pensión en el 81 de la calle Norfolk, en Londres, para pagar a sus acreedores e iniciar una nueva vida. «Si las paredes de esta pensión pudiesen hablar […] tendrían tantas cosas que contar…». Una extensa galería de personajes genuinamente dickensianos desfila por estas páginas, desde el doctor Goliath, «enciclopedia animada del conocimiento universal», hasta el doctor Bernard, que ayuda a los tristes y hastiados a quitarse la vida en unas lujosas cenas que anticipan
El club de los suicidas
de R. L. Stevenson. Historias cómicas, sentimentales, de fantasmas, de niños hambrientos y de fortunas enterradas componen el legado de la señora Lirriper. Dickens creó este personaje para su revista
All the Year Round
y animó a varios autores amigos, entre ellos Elizabeth Gaskell, a escribir las andanzas de sus huéspedes. La señora Lirriper (1863-1864) tuvo un éxito fulgurante: según Chesterton, Dickens «no hizo, literariamente hablando, nunca nada mejor» que esta «versión femenina del señor Pickwick».

Charles Dickens

La señora Lirriper

ePUB v1.0

Crubiera
23.03.13

Título original:
Mrs. Lirriper Lodgings - Mrs. Lirriper Legacy

Charles Dickens, (1863-1864).

Traducción: Miguel Temprano García

Diseño portada: Pepe Moll de Alba

Editor original: Crubiera (v1.0)

ePub base v2.1

NOTA AL TEXTO

En 1858, una pequeña desavenencia con los editores de la revista
Household Works
, que entonces dirigía el famoso escritor victoriano Charles Dickens, llevó a éste a concebir la idea de fundar una publicación periódica propia que pudiera controlar enteramente. Apenas un año después creó el semanario
All The Year Round
[1]
, cuyo primer número se publicó el 30 de abril de 1859 e incluyó, entre otras cosas, la primera entrega de
Historia de dos ciudades
. La revista fue un éxito y siguió publicándose, aun después de la muerte del autor, hasta el año 1895.

Dickens publicaría por entregas varias de sus obras más conocidas en
All The Year Round
(por ejemplo, la ya citada
Historia de dos ciudades
y
Grandes esperanzas
) y daría además cabida en sus páginas a importantes obras de otros conocidos escritores de la época como Wilkie Collins (
La piedra lunar
,
La mujer de blanco
), Anthony Trollope (
The Duke's Children
) o Elizabeth Gaskell (
La bruja Lois
,
La mujer gris
).

Por otro lado, Dickens publicó varios libros de relatos escritos en colaboración con diversos autores que contribuían habitualmente con sus aportaciones en la revista, con motivo de la aparición de los números especiales de Navidad. El 3 de diciembre de 1863 vio la luz el número que incluía «La pensión de la señora Lirriper» (escrito en colaboración con Elizabeth Gaskell, Andrew Halliday, Edmund Yates, Amelia Edwards y Charles Collins) y un año más tarde, en el número publicado el 1 de diciembre de 1864, apareció «La herencia de la señora Lirriper» (en el que participaron Charles Collins, Rosa Mulholland, Henry Spicer, Amelia Edwards y Hesba Stretton). Al final del presente volumen pueden leerse breves semblanzas biográficas de los autores de los relatos.

Esta traducción de «La señora Lirriper» está basada en los textos originales, tal como se publicaron en la revista
All The Year Round
, e incluye, por primera vez, todos los cuentos a los que dio pie ese personaje que, en opinión de G. K. Chesterton, era un estupendo correlato femenino del señor Pickwick y habría podido ser «una dignísima señora Pickwick».

MIGUEL TEMPRANO GARCÍA

Son Bauló, septiembre de 2009

LA PENSIÓN DE LA SEÑORA LIRRIPER
DE CÓMO LA SEÑORA LIRRIPER SACÓ ADELANTE EL NEGOCIO

CHARLES DICKENS

Querida, para mí es inconcebible que nadie, que no sea una mujer sola con necesidad de ganarse la vida, esté dispuesto a padecer los quebraderos de cabeza que supone regentar una pensión. Disculpa la familiaridad, pero me sale de forma natural en mi minúscula habitación, cada vez que me dispongo a abrir mi corazón a aquellos en quienes puedo confiar, y agradecería sinceramente poder hacerlo ante la humanidad entera, pero ése no es el caso: pon un cartel de «Se alquilan habitaciones amuebladas» y deja el reloj en la repisa de la chimenea y, como lo pierdas de vista un segundo, ya puedes despedirte de él, por muy educada que parezca la gente. Y que sean de tu mismo sexo tampoco es ninguna garantía, como bien sé gracias a unas pinzas para el azúcar, por aquella señora (y era toda una dama) que me hizo salir corriendo a por un vaso de agua, con la excusa de que tenía que guardar reposo, cosa que resultó cierta, aunque fuese en la comisaría.

He aquí mis señas: número 81 de la calle Norfolk, en el Strand, a medio camino entre la City y St. James, y a cinco minutos a pie de los principales lugares de diversión. He vivido de alquiler en esta casa muchos años, como demuestran los registros de la parroquia, y ojalá mi casero fuese tan consciente de ello como lo soy yo, pero no, pobre de mí, antes está dispuesto a dejarse matar que a pagar medio kilo de pintura, o siquiera una teja en el tejado, aunque se lo pida de rodillas.

Querida, no creo que hayas visto el número 81 de la calle Norfolk, en el Strand, anunciado en la
Guía de Ferrocarril
de Bradshaw y, con el permiso del cielo, nunca lo harás. Hay quienes creen que no se humillan al rebajar así su nombre, y llegan al extremo de incluir un retrato de una casa que en nada se parece a la original, con un montón de ventanas y una diligencia con un tiro de cuatro caballos en la puerta
[2]
, pero lo que le parece bien a Wozenham un poco más abajo, al otro lado de la calle, no tiene por qué parecérmelo también a mí. La señorita Wozenham tiene sus opiniones y yo las mías, aunque, si se trata de bajar los precios sistemáticamente, como podría demostrar bajo juramento en los tribunales, en la forma de «si la señora Lirriper os cobra dieciocho chelines a la semana, yo os cobraré quince chelines y seis peniques», entonces sería cosa tuya y de tu conciencia, suponiendo, en pro de la argumentación, que te llamases Wozenham, cosa que sé muy bien que no es cierta, o mi opinión sobre ti empeoraría mucho. Y, en cuanto a lo de habitaciones ventiladas y portero de noche, cuanto menos se diga sobre el asunto tanto mejor, pues en las habitaciones el aire está viciado y el portero es un vicioso.

Hace cuarenta años que el pobre Lirriper y yo nos casamos en la iglesia de St. Clement's Danes, donde ahora dispongo de un banco muy cómodo, con compañía distinguida, y de mi propio cojín, y tengo preferencia por los servicios vespertinos, que no están tan concurridos. Mi pobre Lirriper era un hombre muy apuesto, de mirada radiante y una voz tan dulce como un instrumento musical hecho de miel y acero, aunque siempre fue un poco vividor, pues era viajante de comercio y transitaba por lo que él llamaba un camino de hornos de cal: «Un camino reseco, Emma, querida —decía mi buen Lirriper—, donde, para quitarme el polvo, tengo que estar bebiendo todo el día y parte de la noche, y eso me fatiga mucho, Emma», motivo por el cual iba siempre con prisa a todas partes. Y también podría haber pasado a toda prisa por la barrera de peaje cuando aquel terrible caballo que no se estaba quieto ni un momento se desbocó, si no hubiese sido de noche y la barrera no hubiera estado cerrada, pero la rueda se enganchó, mi pobre Lirriper y su calesín acabaron reducidos a átomos y ya no volvió a pronunciar palabra. Era un hombre apuesto, de corazón jovial y temperamento dulce, pero, si por entonces se hubieran inventado ya las fotografías, nunca habrían podido dar razón de la dulzura de su voz, y, de hecho, considero que las fotografías, por regla general, carecen de gracia y hacen que parezcas un campo recién arado.

Mi pobre Lirriper tenía muchas deudas y, una vez enterrado en la iglesia de Hatfield, en Hertfordshire, no porque ése fuese su lugar natal, sino porque le gustaba mucho la posada de Salisbury Arms, donde nos alojamos en nuestra noche de bodas y pasamos quince días muy felices, fui a ver a los acreedores y les dije: «Caballeros, sé que no tengo por qué responder de las deudas de mi difunto marido, pero quisiera pagarlas, pues soy su mujer legítima y su buen nombre es muy importante para mí. Pienso poner una pensión, caballeros, y, si el negocio prospera, les pagaré hasta el último penique que les debiera mi marido, en nombre del amor que siempre le profesé». Me costó mucho tiempo, pero lo hice, y la jarrita de leche de plata que, dicho sea entre nosotras, está debajo del colchón de mi habitación en el piso de arriba (de lo contrario habría desaparecido nada más colgar el cartel de «Se alquila»), y que me regalaron aquellos caballeros con la inscripción: «Para la señora Lirriper, como muestra de agradecimiento por su honorable conducta», me sorprendió y emocionó mucho, hasta que el señor Betley, que en aquella época tenía alquiladas las habitaciones del primer piso y era aficionado a las bromas, me dijo: «Alégrese, señora Lirriper, tendría usted que sentirse como si hoy fuese el día de su bautizo y ellos sus padrinos y madrinas». Eso me hizo volver en mí, y no me importa confesarte, querida, que metí un bocadillo y un poco de jerez en una cestita y fui en el pescante de la diligencia al cementerio de Hatfield, me besé la mano y la puse sobre la tumba de mi marido con una especie de amor orgulloso y pleno, aunque me había costado tanto limpiar su nombre que mi anillo de boda estaba fino y pulido cuando rozó la hierba verde y ondulante.

Ahora soy vieja y mi belleza se ha marchitado, pero ésa soy yo, querida, la que ves encima del calientaplatos, tal como era en la época en que se pagaban dos guineas por un retrato en miniatura en marfil, y se corría todo un riesgo, pues una nunca sabía cómo iba a salir y había que tener cuidado de no dejarlo en cualquier sitio, porque la gente se confundía y ruborizaba pensando que se trataba de otra persona, y hubo una vez cierto caballero dedicado al negocio del lúpulo que apareció una mañana para pagarme el alquiler y presentarme sus respetos —tenía las habitaciones del segundo piso—, y quiso descolgarlo de la pared y metérselo en el bolsillo de la pechera, ya imaginarás lo que significaba eso, querida, «por A. —dijo— al original»
[3]
, sólo que no había dulzura en su voz y no permití que se lo llevara, pero su opinión sobre el particular puedes deducirla del hecho de que le dijera al retrato: «¡Háblame, Emma!». Lo que sin duda no fue una observación muy racional, aunque no deja de ser un claro tributo al parecido, y yo misma creo que se parece a mí cuando era joven y vestía esa clase de corsé.

Pero de lo que yo quería hablarte es de la pensión y ciertamente algo debo de saber del negocio después de haberme dedicado a él tanto tiempo, pues perdí a mi pobre Lirriper a principios del segundo año de casada, y me instalé en Islington, y luego me vine aquí, lo que hace un total de dos casas, treinta y ocho años, algunas pérdidas y mucha experiencia.

Las criadas son tu primera prueba después de colocar los muebles, y es una prueba peor que la que yo llamo de los «cristianos errantes» , aunque por qué razón se dedican éstos a recorrer la tierra mirando los carteles, y luego entran a ver las habitaciones, discuten las condiciones y se marchan sin alquilarlas, puesto que ya tienen lo que buscaban, es un misterio que agradecería que alguien me explicara alguna vez, suponiendo que, milagrosamente, sea posible hacerlo. Es increíble que vivan tanto y prosperen de ese modo, aunque supongo que el ejercicio debe de ser saludable, ir de casa en casa, llamar a las puertas y subir y bajar escaleras todo el día, además de fingir que uno es tan puntilloso y puntual resulta de lo más sorprendente. Miran el reloj y dicen: «¿Podría reservármela hasta pasado mañana a las once y veinte, y, en caso de que mi amigo de provincias lo considere imprescindible, poner una cama supletoria de hierro en la habitación pequeña del piso de arriba?». Pues bien, cuando era nueva en el negocio, querida, acostumbraba a pensarlo con calma antes de comprometerme y me angustiaba haciendo cálculos y luego me desazonaban enormemente las decepciones, pero ahora digo: «Desde luego, no se preocupe usted», sabiendo que se trata de un cristiano errante y que no volveré a verle el pelo; de hecho, a estas alturas conozco de vista a la mayoría de los cristianos errantes tan bien como ellos a mí, pues dichos individuos suelen dar la vuelta a Londres y regresan unas dos veces al año, y lo curioso es que se trata de un rasgo familiar y los hijos heredan sus usos y costumbres, pero, incluso si no los conociera, me bastaría con oír hablar del amigo de provincias, que es un indicio seguro, para asentir y decir para mis adentros: «Eres un cristiano errante», aunque no sabría decir si se trata (como me han contado) de personas de ciertos medios, que gustan de tener una ocupación regular, y de cambiar de sitio con frecuencia.

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