La señora Lirriper (25 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

«Nunca pasamos por la ceremonia de presentarnos unos a otros en estas pequeñas reuniones —le susurró el médico a De Clerval al oído—, se supone que todos nos conocemos». Eso fue justo después de que el criado anunciara solemnemente la cena, mientras los invitados y su anfitrión estaban entrando en la
salle á manger
.

La sala estaba encantadora. El médico no sólo había ordenado detener las fuentes, sino incluso echar las grandes cortinas de terciopelo que había a la entrada del invernadero. Los troncos ardían en el hogar, y la mesa estaba cubierta de velas resplandecientes. Y es que el médico conocía bien el efecto que causaban y cómo animaban cualquier escena en la que se introdujesen.

Los invitados ocuparon su sitio en torno al terrible tablero, y tal vez en ese momento —siempre estremecedor, dadas las circunstancias— algunos comprendieran lo que estaban haciendo. Desde luego, Alfred de Clerval se estremeció al sentarse a la mesa y algunos buenos pensamientos pugnaron por adueñarse de su espíritu. Pero la suerte estaba echada. Había ido allí con un propósito conocido por todos los presentes y debía llegar hasta el final. Además tuvo la sensación de que el médico lo observaba atentamente. Debía portarse como un hombre… un hombre.

En aquel momento de la velada, el médico parecía un poco preocupado y de vez en cuando indicaba por señas a los criados que hiciesen su trabajo con eficacia. Se sirvieron las ostras y un vino suave. Era un
Château Yquem
. El vino del médico no tenía parangón.

El doctor Bertrand daba la impresión de estar decidido a que la tertulia transcurriera sin pausas y —aunque en apariencia estuviese divirtiéndose mucho— no escatimó esfuerzos para lograrlo. Había una terrible circunstancia que mataba la conversación. Nadie aludía al futuro. Nadie hablaba del mañana. Habría sido una falta de delicadeza por parte del anfitrión, y una estupidez por parte de los invitados.

—Con el día que hace —observó el médico dirigiéndose a un espectro de aspecto distinguido sentado al otro lado de la mesa— no habrá podido dar usted su paseo por el Bois, señor barón.

—Desde luego que sí —respondió la persona aludida—, he estado dos horas por la tarde.

—Pero ¿y la niebla? ¿Podía usted ver alguna cosa?

—Me he llevado a unos criados con unas antorchas para que fuesen por delante. Se me ocurrió que podía ser interesante.

—¿Y lo ha sido? —preguntó otro espectral personaje, alzando de pronto la mirada, como si lamentara haber aceptado la hospitalidad del médico antes de probar el nuevo experimento—. ¿Ha sido interesante?

—Ni mucho menos —replicó el barón con una voz casi inaudible y para evidente satisfacción del otro—. Había que cabalgar muy despacio, no se veía más que niebla por todas partes, los caballos estaban asustados y había que llevarlos de las riendas. En suma, ha sido una vivencia capaz de empujar a cualquiera al sui…

—Permita que le recomiende estas perdices escabechadas —exclamó el médico en voz alta—. Mi cocinero las prepara especialmente bien. —El barón había desviado la conversación hacia un asunto desagradable y se había hecho necesario interrumpirlo. El doctor Bertrand sabía muy bien lo difícil que era en ocasiones semejantes evitar que saliera a colación la horrible palabra que el barón había estado a punto de pronunciar. Todos trataban de evitarla, pero siempre salía a relucir.

—Yo he pasado el día en el Louvre —dijo un hombrecillo de tez verdosa y rasgos indefinidos. Era un caballero que hasta entonces había fracasado siempre que había querido poner fin a su vida. Se había cortado las venas dos veces y una lo habían cosido cuando tuvo la desgracia de no acertar con la yugular por pocos centímetros. Lo había salvado de ahogarse un amigo que pasaba cerca y que se había ganado así su odio eterno. Había tratado de asfixiarse con carbón pero había olvidado taponar el ojo de la cerradura, y había saltado por la ventana justo a tiempo de caer encima de un carro cargado de estiércol—. He pasado el día en el Louvre —observó el infortunado caballero—, el efecto de la niebla en algunas pinturas era horrible.

—¡Dios mío! —exclamó el caballero que antes había lamentado no haber visto el Bois cubierto de niebla y que, en general, daba la impresión de haber ido prematuramente al médico—; me habría gustado mucho verlo, mucho. Quisiera saber si habrá niebla ma…

Iba a decir «mañana». El médico consideró que era un buen momento para servir el champán, e incluso en semejante reunión causó los efectos habituales y el murmullo de la charla aumentó mientras circulaba.

—Este pollo —afirmó el médico— es un plato del que nos sentimos especialmente orgullosos.

Era curioso que los invitados siempre se inclinaban a evitar los platos que les recomendaba con más entusiasmo. Sabían por qué habían ido allí y eso estaba muy bien, pero las recomendaciones parecían poco fiables. No obstante, el médico estaba acostumbrado. Había ofrecido suficientes cenas para observar siempre los mismos reparos, y de ese modo preparaba el terreno para el plato siguiente, que era siempre el que quería que probaran todos sus invitados, cosa que hacían de manera casi invariable. En este caso se trataba de uno nuevo, un curry
á l’Anglaise
, y todo el mundo se sirvió sin dudarlo. Era una novedad incluso en Inglaterra, y en Francia nadie lo conocía. El médico sonrió al llevarse el champán a los labios.

—Estos currys ingleses son un tónico excelente —observó.

—Pues a mí los tónicos me dan dolor de cabeza —afirmó un hombrecillo que se había sentado al otro extremo de la mesa y que no había dicho nada todavía. Y no comió más curry.

Alfred de Clerval estaba —a pesar de los pesares— tan atento a lo que sucedía delante de él que dejó sin probar algunos de los platos del doctor Bertrand. También había entablado conversación con uno de sus vecinos. A su izquierda estaba el comerciante que iba a quedar en evidencia al día siguiente, y este caballero,
bon vivan
t por naturaleza, estaba pasando un rato estupendo y haciendo estragos en los platos y los vinos del médico. A la derecha, De Clerval tenía a un caballero en quien no había reparado hasta que los sentaron juntos, pero que tenía un aspecto interesante. Al principio charlaron de asuntos sin importancia o de lo que ocurría delante de ellos. Luego, como suele decirse, empezaron a caerse bien. La gente no es muy exigente a la hora de trabar amistad cuando le queda poca vida por delante, por lo que, después de que corriera el vino —y todo el mundo lo saboreara copiosamente—, empezaron a hablar sin tapujos, para tratarse de dos personas que se conocían desde hacía apenas una hora.

—Es usted joven —dijo el desconocido, tras una pausa en la que observó de cerca a De Clerval—, muy joven para cenar en casa del doctor Bertrand.

—Tengo para mí que la hospitalidad del doctor está abierta a personas de todas las edades —replicó Alfred—. Iba a añadir que a los dos sexos. Y, a propósito, ¿cómo es que no hay ninguna dama entre los invitados del doctor?

—Supongo que no las invita —repuso el otro con amargura—, ¡y hace muy bien! Tendrían ataques de histeria en medio de la cena y echarían a perder todos los preparativos del médico, igual que hacen con todo aquello de lo que forman parte, incluso el propio mundo.

«Nada más cierto —pensó Alfred para sus adentros—. Este ha sufrido tanto como yo, ya sido tan tonto que ha puesto su felicidad en manos de una mujer».

De Clerval le echó una mirada furtiva. Era bastante mayor que él. También era muy alto y sus movimientos tenían ese aire lánguido tan característico de las personas de talla elevada. Su rostro estaba muy arrugado para su edad, pero tenía una expresión amable y compasiva y, aunque pareciese cansado y tal vez incluso indolente, el suyo no era, de ningún modo, un semblante
blasé
[23]
. Daba la impresión de ser un hombre instintivamente bondadoso e independiente de toda influencia impuesta por principio. Se escondía en él una naturaleza buena, amable, generosa y honrada que carecía de timón o de brújula con los que guiarse. Era como un buen barco a la deriva.

Dado lo terrible de su situación, cualquiera habría dicho que nadie tendría tiempo de pensar en otra cosa. A un hombre en semejantes circunstancias podría disculpársele cierto egotismo, es lógico que esté pendiente de sí mismo y de sus problemas, pero no ocurría así con aquel desconocido. Su mirada vagaba por la mesa, y era evidente que su imaginación estaba ocupada en gran parte con especulaciones sobre los motivos que debían de afligir a los demás pacientes del doctor Bertrand.

—Sería curioso —le dijo por fin a De Clerval— saber lo que aflige a cada uno de los invitados aquí reunidos. Aquel hombrecillo de ahí enfrente, por ejemplo, que no ha dicho una palabra todavía, está escribiendo disimuladamente en su agenda… tal vez a alguien que mañana lamentará enterarse de lo sucedido. ¿Qué demonios lo habrá traído hasta aquí? Sería de esperar que hubiese muerto solo, en un rincón. Tal vez tuviese miedo. Allí hay un hombre que, según todos los indicios, está exhausto por alguna enfermedad. Un dolor constante, tal vez, que no mejorará y que no puede, o no quiere, soportar más. Lo lógico es que se hubiese quedado en su casa. Es como si temiésemos morir solos, y el médico lo dispusiera todo del mejor modo para nosotros. Escuche, he aquí otra sorpresa.

El doctor Bertrand era una persona enérgica, y un hombre de recursos. No sólo había dado órdenes, en vista de que hacía un día tan lluvioso y neblinoso, de que detuviesen la fuente y echaran las cortinas para ocultar la entrada al invernadero, sino que lo había dispuesto todo para que unos músicos ocuparan el lugar donde debían verse las flores, a fin de que aquella reunión tan particular tuviera un aire más lujoso. No eran músicos vulgares, cuya interpretación habría infundido más tristeza que alegría a la concurrencia. El médico había escogido músicos de habilidad reconocida y su música se deslizó con dulzura hasta embargar los sentidos de los invitados y produjo un efecto infinitamente agradable.

—¡Qué bien entiende este hombre su negocio! —le dijo De Clerval a su vecino—. Tiene incluso cierta grandeza.

No hay nada que cause efectos más diferentes en las personas que la música; según las circunstancias en que la oigamos, resultará estimulante o triste; y todavía más, por supuesto, depende de cuál sea la música elegida. En este caso, una vez iniciada la conversación, después de que el vino llevara ya un buen rato circulando sin cesar, y mientras las luces brillaban por doquier, el efecto no pudo ser más eficaz. Y, por si fuera poco, estaba elegida con un gusto muy poco habitual. No era una música conmovedora, de la que lo pone a uno pensativo, sino que consistía en una selección de melodías animadas y vigorosas que daban la impresión de acelerar el movimiento de la sangre por las venas y de tensar los nervios más que de calmarlos.

Lo de la música era un experimento que el doctor Bertrand no había probado antes, y observaba con atención sus efectos.

De Clerval y su vecino guardaron silencio un rato, por una parte porque estaban escuchando la música y por otra porque en aquel momento era difícil oírse. Los invitados del médico estaban armando mucho ruido. El vino —el buen vino— estaba haciendo su labor y soltando las lenguas. ¡Y qué conversaciones! Se hablaba de mesas de juego y de francachelas nocturnas. Qué carcajadas soltaban aquellas gargantas de las que no había salido una palabra de oración o alabanza desde la más tierna infancia.

De Clerval y su vecino proseguían con su conversación cuando la atención de ambos se centró en el otro lado de la mesa.

Detrás de la silla del médico había un hombre de edad mediana cuyo trabajo consistía en observar desde allí a todos los presentes, para poder actuar con presteza en caso de que le ocurriese algún percance a alguno de los invitados. Los cálculos del médico por lo general eran sumamente precisos, pero al fin y al cabo era humano y a veces alguna peculiaridad en la constitución de uno de sus pacientes podía engañarlo. O tal vez probaran ciertos platos uno tras, otro, cuando el médico tenía la intención de que sólo tomasen dos de ellos de forma consecutiva. En suma, que de vez en cuando se producían contratiempos desagradables, y por eso aquel hombre estaba tan atento a los acontecimientos.

Dicho individuo se inclinó de pronto y atrajo la atención de su señor hacia un caballero sentado a un extremo de la mesa cuyo rostro y figura habían adquirido una rigidez un tanto extraña. Había soltado el tenedor y estaba muy erguido en su silla con la mirada perdida y la mandíbula caída de un modo que el doctor Bertrand conocía muy bien.

—¡Demonios! —exclamó el médico—. ¡Qué fastidiosa es la constitución de algunas personas! No sabe uno por dónde le van a salir. No debemos perder un segundo, llama a los otros y llévatelo. Ese hombre es epiléptico. No perdamos ni un momento.

El fámulo desapareció un instante y regresó acompañado de cuatro hombres muy silenciosos que lo siguieron hasta el extremo de la mesa donde estaba el infortunado huésped. Había empezado a gritar, sus rasgos estaban horriblemente distorsionados, y se le estaba acumulando espuma en la comisura de los labios.

—¡Oh, mi vida! —gritó—. ¡Mi vida perdida! Devuélvamela… La necesito… Un préstamo… ¡era sólo un préstamo! La he malgastado. Quiero que me la devuelva. Aunque sea sólo un poco, un poquito me basta. ¡Ah, es ese hombre! —El médico se había acercado y el epiléptico hizo un furioso intento de atacarle—. Ese hombre se ha llevado mi vida, mi vida malgastada… Me está abandonando porque él así lo quiere… Mi vida, mi vida perdida… —El pobre desdichado apenas pudo defenderse desfallecido como estaba y los cuatro hombres silenciosos se lo llevaron. Sin embargo, mientras salían por la puerta volvió a alzar la voz y gritó reclamando su juventud, su juventud perdida, y afirmó que le daría un uso muy diferente si se la devolvían.

Todos pudieron seguir oyendo sus gritos un tiempo después, incluso en la casa acolchada y silenciosa del médico. El incidente fue horrible, y produjo una gran excitación entre los demás invitados. Siguió un ruido y una confusión infernales, todo el mundo se enfureció y el médico fue objeto de la indignación de todos. ¿Qué pretendía con aquello? Era un impostor. Los había atraído allí con falsas promesas. Se les había dado a entender que todo lo que ocurría en aquella casa se hacía con decoro, eficacia, caballerosidad y consideración por los sentimientos de los invitados. Y hete aquí que habían tenido que presenciar una escena terrible, repugnante, propia de los hospitales, ¡un horror!

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