La señora Lirriper (29 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

A primera hora de la mañana llamé a la puerta del cuarto de los niños y rogué a la niñera que despertase a la señorita Teecie y le pidiera que bajase a hablar conmigo al jardín; luego salí a esperarla. Era la mañana de Navidad, el día de la paz y de la buena voluntad. No sentí demasiada paz al contemplar el tranquilo paisaje. Aunque tampoco le deseaba ningún mal a nadie.

Al poco tiempo salió Teecie, la misma Teecie de siempre, cojeando sobre el sendero helado con su vestido corto y raído y medio avergonzada de sus nuevas muletas. Me alivió verla así. Me intimidaba la delicada joven que había creado la noche anterior. Y, sin embargo, al mirarla de cerca supe que no era la Teecie de antes, que ya no volvería nunca. Algo había cambiado. No me pregunté si era sólo ella o los dos quienes habíamos cambiado. El cambio era para bien.

Paseamos por el jardín y por el sendero y charlamos muy serios por el camino. Ya de regreso le dije:

—Y ¿no te asusta pasar hambre si te vienes conmigo, Teecie? ¿Estás dispuesta a correr el riesgo? —Teecie respondió con uno de sus movimientos de cabeza—. En tal caso, ve a buscar tu sombrero —proseguí—, ni siquiera nos quedaremos a desayunar. No cojas nada, ni un solo pañuelo, todavía me queda un poco de calderilla de la guinea que tú me diste, claro. Con eso compraremos todo lo que nos haga falta.

Teecie cogió su sombrero y volvió y los dos nos marchamos. Una hora más tarde éramos marido y mujer. Pronunciamos nuestras oraciones el uno junto al otro en la iglesia y luego volvimos a Rutland Hall para despedirnos de nuestros parientes. Creo que debieron de tomarme por un loco y a ella, por una tonta. Al menos hasta que el primo George recibió el cheque que le envié al día siguiente para compensarlo por los gastos que le había ocasionado su caridad con Teecie Ray. Luego empezaron a dudar y a ponerse nerviosos. Yo llevé a mi mujer al extranjero y le enseñé el mundo. El tiempo y los buenos cuidados curaron su cojera. No es sorprendente que a nuestro regreso a Inglaterra sus parientes apenas pudieran reconocerla: ¡Teecie Rutland, de soltera Ray, andando sin muletas y casada con un millonario! Medio pastel de boda aplacó a lady Thornton y la preciosa guinea sigue en mi poder. La llamo la dote de Teecie. Las muletas, cuyo donante le aseguro, comandante, no era sir Harry, también las conservamos como curiosidades familiares.

OTRO ANTIGUO HUÉSPED RELATA LO QUE LE DEPARÓ LA SUERTE EN GLUMPER HOUSE

HENRY SPICER

Si la dieta en casa del doctor Glumper no podía considerarse puramente espartana en sus principios, era sólo porque al estómago espartano —por muy disciplinado que sepamos que era— le habría repugnado semejante tratamiento. Salamis requería más energía de la que puede obtenerse de hervir varias veces un hueso de ternera. Jerjes no fue deificado bajo la inspiración inmediata de un pastelillo de arroz.

El del doctor Glumper no era mucho peor, en materia de intendencia, mi querido comandante Jackman, que otros cientos de establecimientos parecidos en los que estudiaban y pasaban hambre los hijos de los caballeros. Lo que nos daban de comer era suficiente para seguir con vida, siempre que uno pudiera comérselo. Ahí radicaba la dificultad. Nuestras comidas, bastante malas ya al empezar la semana, iban empeorando gradualmente, por lo que llegábamos al domingo en la misma situación que un grupo de marineros náufragos, y sólo nos libraba del hambre más atroz la oportuna llegada de un barco cargado de rosbif y budín de Yorkshire.

Cierto que había un bote salvavidas. En nuestro caso se llamaba «la cesta de Hannah». Hannah era la lavandera, y los sábados por la tarde, después de entregar la ropa limpia, aparecía siempre en el patio, con el fondo de su cesta de mimbre cubierto de exquisiteces cuidadosamente escogidas según el principio de combinar tres grandes cualidades: la dulzura, lo pringoso y lo barato.

En aquellos días no se daba mucha importancia a la elegancia y al refinamiento. Si alguno de los chicos hubiese llevado un tenedor de plata, lo habrían tomado sencillamente por un chistoso. En cuanto a la cuchara y las seis toallas que, según las normas escritas de Glumper House, parecían absolutamente esenciales para una educación clásica sensata, la cuchara acababa pronto en una especie de arsenal que tenía la señora Glumper, formado con los despojos de los jóvenes filisteos, sus alumnos: juguetes prohibidos, libros confiscados y demás; mientras que las toallas eran absorbidas por la república general de aquel útil de baño y pasaban a ser de uso común. Bueno, nadie tenía nada contra los tenedores de acero. La carne, por otro lado, tal vez habría sido inmune a cualquier otro metal menos resistente.

La cena de los lunes consistía en una pierna de cordero hervida. Una ración. Si alguien pedía más no se lo negaban, pero la mal disimulada impaciencia con que se recibía su petición sirvió para establecer la costumbre de contentarnos con lo que nos servían al principio. La correspondiente recompensa de tanta pusilanimidad aparecía al día siguiente, en forma de codillos casi pelados, espantosos, surcados por homicidas vetas rojas y acompañados de un montón de col mal lavada, interesante desde el punto de vista entomológico, pero repulsiva como alimento, debido a las orugas cuyos cuerpos verdes y empapados veías haciendo cola al lado de los platos de los comensales mas escrupulosos.

Tres días después, nos daban arroz con leche: un postre que, por una infortunada serie de circunstancias, me ha repugnado desde mi infancia, pero la gran prueba para nuestra vida y estómago la reservaban para el sábado, cuando nos servían lo que satíricamente llamaban un «pastel de carne».

¡Qué bajo y rastrero ha de ser el espíritu del buey que admita haber colaborado en semejante creación! Había tanta carne de buey en aquel plato como carne de unicornio en un puré de guisantes. Los descabellados rumores que circulaban sobre sus verdaderos ingredientes eran testimonio de lo oscuro, difícil y misterioso que era averiguarlo. La tradición del colegio afirmaba que se habían encontrado en el pastel las cosas más grotescas y discordantes. Los consternados alumnos habían denunciado la presencia de sustancias de textura, sabor y aspecto nada bovinos y como prueba de su sinceridad preferían pasar hambre antes que probar aquel pastel de «carne». Lo más terrible del caso era la total imposibilidad de identificar ningún ingrediente animal reconocido por algún cocinero británico.

Fuera cual fuese el ingrediente principal, se suministraba con otros productos, sobre los cuales, aunque no aparecieran en ninguna receta aceptada para el plato en cuestión, no cabía ninguna duda.

Sholto Shillito, por ejemplo, que tenía el apetito de un ogro, engullía valientemente su ración, pero no sin apartar muy serio y silencioso a un lado del plato tres dedos y un ligamento del pulgar de un viejo guante de piel.

Billy Duntze descubrió y ocultó lo que durante varios semestres se consideró en el colegio la pata de un flamenco. En todo caso, así se le explicaba a cada nuevo alumno la primera noche que pasaba con nosotros.

George van Kempen encontró un par de matacandelas.

Charley Brooksbank reparó en una extraña protuberancia en su ración y, excavando con cuidado, como si fuera una reliquia fenicia, sacó a la luz algo que parecía la cabeza de una muñeca aquejada de hidrocefalia. Al cortarla resultó ser de color verde. Las primeras semanas de cada semestre —es decir, mientras nos duraba el dinero de bolsillo— lo llevábamos bastante bien. Una vez agotado el dinero, el hambre nos miraba cara a cara.

Las generaciones presentes se preguntarán por qué no presentamos una protesta formal. Las cosas, como ya he dicho, eran distintas en aquellos tiempos, y, además, las generaciones presentes no han conocido personalmente a la señora Glumper. Era una mujer temible. No es que gritase, nos golpeara o se comportase de manera diferente a la habitual en una sociedad educada; sino que sabía cómo expresar su desdén de un modo callado y frío, y era consciente de su poder y dominio, como un elefante que rascara el suelo con una pata igual de grande que un escritorio para demostrarte con qué facilidad podría, si quisiera, echarte esa mesa encima.

Aparte de aquel terrible desprecio, la señora Glumper tenía mil modos de hacernos sentir incómodos sin tener que recurrir a medidas abiertamente tiránicas, hasta el punto de que en el colegio no se concebía nada peor que caer «en desgracia» ante tan excelente señora.

No tengo nada que decir en contra del médico. Incluso entonces me pareció siempre una buena persona. Al recordar su carácter, creo que debía de ser una de las mejores personas del mundo. Era sencillo como un niño, pese a tener los conocimientos de un sabio; tan sencillo que resultaba ciertamente asombroso que siguiera conservando su abrigo; tan sencillo que el hecho de que se hubiera casado con la señora G. parecía casi incomprensible. Circulaban rumores que explicaban también un acto tan candoroso. La señora Glumper, por aquel entonces señorita Kittiewinkle, regentaba una escuela preparatoria en cuyas desdichadas y acobardadas víctimas el amable doctor detectó una invitación acuciante a poner a la señorita bajo su yugo. La consecuencia de aquella coincidencia de intereses fue que el establecimiento perdió su carácter infantil y se convirtió en un colegio para setenta chicos en el que sólo los más pequeños quedaban bajo el dominio inmediato de la señora Glumper.

Así de mal estaban las cosas a mitad de cierto semestre. Precisamente en el momento en que, por lo general, prevalecía una mayor indigencia. No había dinero que recaudar. Las cestas de Hannah estaban sometidas a una situación de bloqueo. Si hubiese cambiado camisas por comida, Hannah habría hecho un buen negocio, pero la buena mujer estaba demasiado cansada para tanto ajetreo.

Celebramos una reunión. La vaca del médico, que a veces pastaba en el patio de recreo, también asistió, y su aspecto lozano y satisfecho causó general desagrado.

—¡Robémosle sus tortas de aceite! —exclamó una voz desde el círculo senatorial exterior.

—El honorable felón de los últimos bancos —observó Jack Rodgers, nuestro presidente, a quien le encantaba imprimir un aire de debate trascendente a todas nuestras reuniones— tiene suerte de no estar lo bastante cerca para llevarse un coscorrón. Si las tortas de aceite tan generosamente suministradas a este mimado animal hubiesen sido concedidas a unos fideicomisarios, para uso exclusivo de la señora Glumper, admito que… este consejo podría haber tomado en consideración la sugerencia del distinguido ladrón. Pero pertenecen al señor Glumper, y la propuesta del estimable criminal será recibida con el desprecio que merece.

Un murmullo de aprobación saludó aquel discurso, tras el cual se hicieron diversas propuestas.

Las plumas quemadas (observó Gus Halfacre) eran comestibles. Incluso podía decirse que sabrosas.

—Mi bota izquierda está al servicio de la comunidad —afirmó Frank Lightfoot—. La derecha, que me acaban de reparar y a la que le falta un enorme clavo que tenía en la suela (hecho del que agradeceré que den ustedes fe) me la reservo como último recurso.

—Y así los extremos se tocarán —observó el presidente—. Pero no es el momento de andarse con bromas. ¿Alguien tiene algo que proponer?

—Siempre nos queda Murrell Robinson —dijo Sholto Shillito tristemente y con un aspecto tan lobuno que el joven caballero a quien acababa de aludir, un niño rollizo y sonrosado de ocho años, que todavía no había tenido tiempo de adelgazar, soltó un aullido de terror.

—Podría ser, ¡bah!, sí, podría ser prudente —respondió pensativo el presidente—, tal vez la hiciera recapacitar. Si Jezebel Glumper perdiera, digamos, un par de sus alumnos en las peculiares circunstancias sugeridas por el honorable senador de la pana azulada, tal vez tuviese, ¿entrañas?, por los supervivientes. Pero la observación de mi honorable amigo me ha sugerido un modo de actuar que, aunque similar en algunos aspectos y con resultados parecidos, no está abierto a las mismas objeciones. Alguien debe escapar, y poner por escrito los motivos de su comportamiento.

La propuesta de Jack, por inesperada que fuese, se recibió con considerable aceptación y el único obstáculo fue decidir quién sería el fugitivo. Escapar del colegio no suponía en ningún caso regresar a la mansión paterna. Todo el mundo miró a sus vecinos con aire interrogante. Nadie se presentó voluntario.

El presidente nos contempló con afligida severidad.

—Hubo una vez —titubeó— cierto individuo, conocido por todos (salvo por los de quinto curso) y llorado por algunos, que, al saber que podía contribuir al bien público saltando a un agujero, no preguntó más y saltó a él. ¿Acaso no hay ningún Curcio
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en nuestro colegio? ¿Tendrán que languidecer insatisfechos setenta estómagos por falta de un corazón valeroso? Shillito, joven comilón, irás tú. —El señor Shillito afirmó que no era tan simple y que no haría nada parecido—. Percy Pobjoy —dijo el presidente—, la fortuna te ha vuelto la espalda. Estás sin un penique… Peor aún, querido amigo, pues debes tu paga semanal de un mes. Has caído en desgracia ante la señora Glumper y lo más probable es que sigas así. Detestas el arroz. Eres escrupuloso con las orugas. Percival, amigo mío, tres damas eminentes, cuyos nombres y oficios aparecen definidos en tu diccionario clásico, te han elegido unánimemente para llevar a cabo este servicio público. —El señor Pobjoy lamentó llevar la contraria a una dama, pero teniendo, como tenía, una abuela que sería una digna contrincante de las tres Parcas, y considerando que eso le echaría encima a las Furias, se sintió obligado a declinar tan amable oferta—. En tal caso —prosiguió alegremente el presidente con aire de haber encontrado por fin a su hombre—, tendré que dirigirme al distinguido senador de la maceta invertida: el que le propinó una paliza al bravucón del hijo del molinero en doce minutos y medio, será otra vez nuestro campeón. Joles se fugará.

El señor Joles dio la impresión de no entender la analogía entre golpear a un tontaina mofletudo y escapar del colegio. ¿Podía el honorable presidente detectar el menor indicio de ingenuidad en su siniestro órgano de visión? Semejante contingencia era, no obstante, esencial para que (el señor J.) actuara del modo que se le pedía.

Después de que otros honorables senadores ofrecieran respuestas no menos desalentadoras, no pareció quedar otra solución que echarlo a suertes. Tras una breve discusión, resolvimos hacerlo así: se acordó que aquel que resultara elegido por la fortuna partiría a la mañana siguiente, buscaría un escondite seguro y escribiría a uno de sus compañeros, o (tal vez preferiblemente) a sus amigos, declarando que había dado aquel paso movido por el deseo de huir de una muerte por inanición.

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