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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La señora Lirriper (13 page)

Tom y yo teníamos los ojos abiertos como platos. El doctor volvió a llamar:

—Señora Mavor, tráigame un ovillo de estambre, y que sea suave y bueno.

La señora Mavor subió con el estambre y volvió sonriente.

—Ahora está rodeado de sus absurdas mascotas —explicó—, una de ellas ha sufrido un accidente, y no soporta ver sufrir al pobre animal. ¡Tiene tan buen corazón…!

Tom y yo seguíamos boquiabiertos. ¿Qué podrían ser las mascotas del doctor? ¿Demonios?

Le dije a la señora Mavor que habíamos oído hablar del doctor Goliath, que era un hombre erudito y habilidoso y que, si nos lo permitía, nos gustaría verlo. La señora Mavor dudó. Se enfadaría, dijo, si lo supiera. Exageramos la admiración que nos inspiraba aquel hombre y por fin consintió, aunque sólo permitiría echar un vistazo por la rendija de la puerta, y sin hacer un solo ruido.

Subimos las escaleras en silencio hasta el rellano. La puerta estaba abierta y a través de la rendija se podía ver casi la mitad de la habitación sin ser vistos. De haber sido posible abrir más los ojos, lo habríamos hecho.

El doctor estaba sentado junto a una mesa donde alguien había dejado un servicio de té. Tenía un canario posado en la cabeza, un gatito jugaba a sus pies y él mismo estaba ocupado entablillándole la pata a un conejillo de Indias.

—¡Pobrecito! —murmuraba—. Lo siento, lo siento mucho, pero no te preocupes. ¡Vamos, vamos! Te entablillaré la patita y podrás correr como antes. ¡Ah, gatito! Ya sabes lo que te dije sobre ese canario. Si lo matas, te mato yo a ti. Es la ley de Moisés, gatito: una ley muy cruel, pero me temo que tendré que ponerla en práctica, pues quiero mucho a ese pajarito, y también te quiero a ti, gatito, así que tú no matarás a mi canario, ¿verdad? ¡Cuchi, cuchi! —Y el pájaro, posado en la cabeza del doctor, respondía: «¡Cuchi, cuchi!».

La señora Mavor estaba detrás de nosotros, pidiéndonos entre susurros que nos fuéramos. Pero nosotros dejamos pasmados tanto a la señora Mavor como a su huésped, al entrar directamente en la habitación.

Él se sobresaltó al oír los pasos y al vernos se puso lívido de rabia.

—¿Qué significa esta… injustificable… e impertinente intrusión?

Vertió tal retahíla de palabras airadas contra nosotros que nos quedamos confusos y apenas supimos qué hacer. Comprendí que la única salida era coger al toro por los cuernos.

—Doctor —dije—, es usted un viejo charlatán.

—¿Qué insinúa, caballero? ¿Cómo se atreve? —replicó el doctor.

—Lo mismo opino yo —le interrumpió el amable Tom, que jamás había hablado con tanta audacia—. Doctor, es usted un viejo charlatán.

—Palabra que… —repuso el doctor— nunca había visto una osadía semejante…

—¿Quién nos enseñó a ser osados, doctor? —preguntó Tom, antes de que pudiera terminar la frase.

El doctor se rindió. Se echó a reír y pareció avergonzarse… tanto como nosotros cuando descubrió nuestro proyecto de las copas de la amistad. Apenas supo qué decir, así que adoptó otra vez una expresión airada y llamó a la señora Mavor.

—¿Cómo osa usted permitir la entrada de unos desconocidos en mi habitación? Coja ese pájaro, ese gato travieso y ese repugnante conejillo de Indias y sáquelos de aquí ahora mismo.

—Es inútil, doctor —dijo Tom—, le hemos descubierto y ya no puede seguir engañándonos. Hasta ahora lo tenía por el demonio en persona, pero veo que pertenece usted al otro lado. —Era evidente que Tom quería decir que el doctor era una especie de ángel, pero no utilizó esta palabra, impresionado tal vez por la incongruencia de atribuir un carácter angelical a alguien que llevaba sombrero de cuáquero y botas Blücher. El doctor rompió a reír y eso animó a Tom a impartirle una lección de moralidad a la señora Mavor sobre la conducta de su huésped—. Nos ha hecho creer a todos, señora Mavor, que era un ser diabólico: feroz, sediento de sangre y cruel. Habíamos creado nuestro pequeño paraíso, y él irrumpió en él como la serpiente tentadora y nos volvió malvados e infelices. ¿Por qué lo hizo?

La señora Mavor, al ver que el doctor estaba quedando en mal lugar, reunió un poco de valor y habló:

—Lo hace siempre que no está en Povis Place, y les diré por qué: ¡porque le avergüenza ser bueno, amable y tener un corazón de oro!

—¡Bonita razón para sentirse avergonzado! —replicó Tom—. ¡Casi estoy tentado de darle un puñetazo en la nariz!

—No, no lo hagas —dijo riéndose el doctor—. Siéntate y toma una taza de café, y luego la señora Mavor echará con nosotros una partidita de
whist
, cenaremos una ensalada de patata y prepararé un cuenco de ponche según una receta que me precio de decir que nadie en la Tierra, aparte de mí…

—Doctor —repitió Tom—, es usted un charlatán.

Informamos al resto de la Sociedad, y la siguiente ocasión en que el doctor vino a vernos lo recibimos con gritos de burlona bienvenida.

El doctor dio una fiesta en Povis Place y nos invitó a todos. Había tanta comida, tantas botellas de vino alemán y tantos invitados que el pequeño piso de la señora Mavor corrió el peligro de hundirse. Si no recuerdo mal, las viandas incluían un jamón, dos pollos y una docena de botellas de Hochheimer por invitado, por no hablar de la ensalada de patata preparada en un aguamanil nuevo comprado para la ocasión.

Y después de la cena se celebró un pequeño acto. Habíamos comprado las copas de la amistad, y añadido una más, y ahí estaban brillantes y relucientes, pues las habíamos bruñido para la ocasión, una tras otra sobre la mesa. Y en la copa nueva había una inscripción que decía: «Para el doctor, de Tom, Ned, Sam, Will, Jack, Charley y Harry, en prueba de nuestro aprecio y amistad».

Aunque nuestros viejos héroes e ídolos hace tiempo que vuelven a estar sobre sus pedestales, comandante, seguimos sintiendo cierta inclinación por la charla cínica y osada en las reuniones de la Sociedad, que continúan celebrándose en mis habitaciones. Pero ya no engañan a nadie, y cuando el doctor trata de aparentar ferocidad, se ruboriza al comprender lo absurdo y vano de su intento por ocultar la ternura del corazón más bueno que ha latido nunca.

DE CÓMO EL SEGUNDO PISO TUVO UN PERRO

EDMUND YATES

¿Y dice usted, comandante, que a la señora Lirriper no le gustan los perros? Nada más natural tratándose de una casa londinense. Permita, comandante, que le explique por qué creo que no pondrá objeciones a mi perro. Póngase cómodo. Y yo haré lo mismo.

—Pero, por el amor de Dios, fíjese, ¿su perra muerde? —exclamó una anciana galesa mientras se ajustaba el enorme sombrero a la cabeza y miraba perpleja al enorme perro negro que el hombre que había sentado a su lado acababa de subir al techo del carruaje.

—No es una perra y no muerde —fue la lacónica respuesta del dueño del animal.

No era un hombre apuesto: era alto y delgado, sin patillas y con la tez sebosa; su cabeza parecía más una vejiga llena de manteca y rematada con una peluca que algo remotamente humano; vestía enteramente de negro, con un sombrero rígido y brillante, guantes de castor y botas de agua gruesas y deslustradas. Llevaba un cuello enorme, que le rodeaba la cara y asomaba en punta entre los pliegues de una gigantesca corbata de seda negra, y un chaleco de satén negro con una cadena de plata para el reloj, un paraguas en un estuche brillante de piel impermeabilizada y una bolsa negra, rígida, fría y resbaladiza de piel de vaca con las iniciales J. M. en blanco, y parecía justo lo que era: el señor John Mortiboy, el socio más joven de la casa Crump y Mortiboy, almaceneros de Manchester, domiciliados en la calle Friday, Cheapside, Londres.

Qué había empujado a John Mortiboy a pasar sus vacaciones en Gales o qué había inducido a semejante pilar del comercio británico a cargar con un perro, no es asunto que nos incumba, comandante. Sólo sé que se había apeado en la estación de Barberth Road, había sacado la bolsa negra de piel de vaca de debajo del asiento, había soltado al perro, que estaba encerrado en un austero receptáculo cuadrado que había llenado con sus aullidos, y que él y el perro habían subido al coche que llevaba al pequeño pueblo costero de Penethly. El perro, un gran retriever negro, se tumbó sobre el techo del coche con la preciosa cabeza muy erguida, contemplando a ratos el paisaje y a ratos apoyando el frío hocico entre las patas y dormitando un poco. Su amo estaba sentado en un extremo del asiento, con una de las botas de agua meciéndose en el aire, y parecía disfrutar mucho empuñando el asa del paraguas. De vez en cuando posaba sus grandes ojos en algunos puntos del paisaje indicados por el cochero y expresaba su opinión de que era «muy bonito», pero aparte de eso no soltó palabra hasta que el coche se detuvo en la Posada Real de Penethly, momento en que fue a los establos y supervisó la preparación de la comida de su perro. Luego pidió que le preparasen un filete bien hecho, patatas y una copa de jerez para la hora de comer, preguntó cómo se iba a la Villa Albion y se puso en camino hacia allí acompañado de su perro Beppo.

No creo que a John Mortiboy lo apreciasen mucho en Villa Albion, ni que fuese un hombre muy del gusto de sus habitantes. Apenas repararon en el crujido de sus botas sobre la mal pavimentada calle Mayor del pueblecito y continuaron disfrutando de sus sencillos placeres. Las persianas estaban echadas; las velas, encendidas, y la señora Barford fingía coser, aunque en realidad estaba echando un plácido sueñecito; Ellen, su hija mayor, se entretenía leyendo una revista; Kate, la pequeña, dibujaba unos esbozos bajo la observante supervisión de un esbelto caballero de barba fina, en apariencia muy interesado en su pupila. El tañido de la campana del timbre, el crujido de las botas de John Mortiboy y las notas estridentes de su voz resultaron desagradables para aquel grupo.

—Anuncie que soy John Mortiboy, de Londres —exclamó, todavía en el recibidor.

La sorprendida criada galesa le obedeció y él la siguió hasta la habitación.

—¡A sus pies, señoritas! —exclamó con un movimiento de cabeza—. ¡A sus pies, señora Barford! Será mejor no andarse por las ramas. Se preguntarán quién soy. Es usted cuñada de mi tío, Jonas Crump. Y yo soy el socio de mi tío en la calle Friday. Demasiado trabajo, mucho calentarse la cabeza, un montón de encargos y noches enteras haciendo números. El médico me recomendó un cambio de aires y el tío Crump me recomendó Penethly y me habló de ustedes. Así que he venido y me he tomado la libertad de pasar a verles. ¡Siéntate, Beppo! No se preocupe, señorita, no le hará daño.

—¡Oh, no es el perro lo que me da miedo! —respondió Ellen un poco sobresaltada por el modo de comportarse del señor Mortiboy y por el hecho de que la llamase «señorita». Kate lo miró asombrada, y el caballero esbelto de la barba, pronunció entre dientes, y para la citada barba, la palabra «grosero».

—Nos… alegra mucho verlo, señor Mortiboy —dijo la señora Barford—, y… esperamos que recobre pronto la salud en nuestro tranquilo pueblo. Estoy segura de que todo lo que podamos… lo que podamos hacer… Le presento a mis hijas, la señorita Ellen y la señorita Kate Barford, y a un amigo nuestro, el señor Sandham… Estaremos encantadas de… —Mientras la voz de la señora Barford se extinguía ante la contemplación de tanta dicha, las jóvenes damiselas y el señor Sandham lo saludaron, y el señor Mortiboy les correspondió con una serie de breves movimientos de cabeza. Luego dijo bruscamente volviéndose hacia el caballero esbelto:

—¿Sirve usted en el Ejército, señor?

—No, señor, ¡ni mucho menos! —replicó el esbelto caballero con gran prontitud.

—Le ruego me perdone. ¡Lo decía sin ánimo de ofender! ¿Voluntario, tal vez? Es por el pelo, la barba y demás… Pensé que era usted militar. ¡Hoy muchos jóvenes se presentan voluntarios!

—El señor Sandham es un artista —dijo la señora Barford, intercediendo asustada por si se producía una discusión.

—¡Oh, ah! —respondió el señor Mortiboy—. Un mal negocio… La demanda no está a la altura de la oferta, ¿no es así? Demasiados artistas y apenas pan con queso excepto para los mejores, según tengo entendido.

—¡Señor! —exclamó el señor Sandham en voz alta y muy ofendido.

—¡Edward! —dijo la señorita Kate suplicándole entre dientes.

—¿No le apetece un refresco, señor Mortiboy? —preguntó en tono admonitorio la señora Barford—, íbamos a cenar.

—No, gracias, señora —respondió el señor Mortiboy—. Tengo un filete con patatas esperándome en la Posada Real, y luego me iré directo a la cama, pues estoy exhausto del viaje. ¡Buenas noches a todas, señoras! ¡Buenas noches tenga usted, caballero! Pasaré a verlos mañana por la mañana y, si a alguna de ustedes le apetece dar una vuelta, estaré orgulloso de ser su galán. ¡Buenas noches! —Y, haciéndole un gesto al perro, el señor Mortiboy se marchó.

Nada más cerrarse la puerta a sus espaldas, empezaron los comentarios hasta entonces reprimidos.

—¡Bonito visitante nos ha enviado el tío Crump! —exclamó Kate.

—¡Tenía que ser el tío Crump! ¡Que nunca nos había enviado nada antes, salvo un billete de cinco libras cuando murió el pobre papá! —añadió Ellen—. Pero tú no dejarás que abuse de ti de ese modo, ¿verdad, mamá? No permitirás que ese hombre tan horrible entre y salga cuando le venga en gana y…

—¡Y que sea nuestro «galán»! ¡El muy zafio! —la interrumpió Kate.

—¡Niñas, niñas! —dijo la señora Barford—, cualquiera diría que alguien os ha enseñado a hablar de esa forma tan grosera.

—No me mire usted a mí, señora Barford —repuso el señor Sandham—, absuélvame de eso, aunque debo admitir que si alguna vez alguien mereció que le diera una patada en…

—Bobadas, señor Sandham. No hay duda de que ese caballero tiene ciertas peculiaridades londinenses, pero estoy segura de que es buena persona. Debe de serlo, o no sería socio de un hombre tan recto como Jonas Crump.

—¡Recto! ¡Bah! —replicó Kate; luego sirvieron la cena y cambiaron de tema.

A las nueve de la mañana siguiente, justo después de que recogieran las cosas del desayuno y mientras la señora Barford tenía su habitual charla con la cocinera, Kate, que estaba sentada en la ventana del mirador, dio un respingo y exclamó:

—¡Oh, mamá! ¡Ahí viene ese hombre tan horrible!

Ellen miró por encima de su hombro y afirmó:

—¡Creo que, por imposible que parezca, tiene peor aspecto a la luz del día que iluminado por las velas!

John Mortiboy, totalmente inconsciente del efecto que estaba produciendo, abrió la verja del jardín, y luego alzó la vista por primera vez e inclinó la cabeza para saludar con familiaridad a las hermanas.

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