La señora Lirriper (17 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

DE CÓMO UNOS NUBARRONES ENSOMBRECIERON LA BUHARDILLA

CHARLES COLLINS

Comandante, me ha honrado usted con su simpatía y disfrutará de mi confianza. No sólo parezco estar —como ha observado con agudeza— «ensombrecido por una nube», sino que lo estoy. Me adentré (¿habré de decir que como un globo?) en un denso estrato de nubes, que oscureció la desdichada tierra ante mis ojos, en el año mil ochocientos y pico, en un dulce verano, cuando la naturaleza, como ha indicado un ilustre poeta, luce sus mejores galas, y cuando su rostro exhibe la más encantadora y cálida de las sonrisas. ¡Ah!, ¿qué me importan a mí esas sonrisas? ¿Qué más me da el sol o el verdor? Para mí, se acabaron los veranos, pues siempre recordaré que fue en verano cuando un cáncer se abrió paso hasta mi corazón… cuando dejé de confiar en la humanidad… y cuando conocí a esa mujer… Pero me estoy anticipando. Se lo ruego, tome asiento.

No me cabe duda de que tanto mi aspecto como mis palabras le habrán dado entender, comandante, a usted y a cualquiera que se fije un poco, que tengo un alma elevada. De hecho, si fuese de otro modo, ¿cómo iba a verse ensombrecida por unos nubarrones? Las almas sórdidas no se echan a perder. Para cualquiera que tenga un alma elevada como yo, la tarea de llevar las cuentas de una curtiduría (a gran escala) no puede ser más repugnante. Era repugnante, y la felicidad de disfrutar de las vacaciones que me concedían anualmente en el mes de junio —un mes poco atareado en el negocio de las pieles— era casi indescriptible. Por supuesto, siempre que llegaba la época de vacaciones escapaba invariablemente al campo para disfrutar de mis inclinaciones naturales y comulgar con la madre Naturaleza.

En la ocasión particular de la que me dispongo a hablarle, estaba deseando comulgar con algo mas, aparte de aquellas cosas en las que la naturaleza desempeña su silencioso aunque elocuente papel. Estaba enamorado… ¡Ajá!… Amor… mujer… vértigo… desesperación… Le ruego que me perdone… Más vale que me calme. Estaba enamorado de la señorita Nuttlebury. Dicha señorita vivía cerca del distrito de Dartford; (a conveniente distancia de los molinos de pólvora), así qué decidí pasar mis vacaciones en el citado distrito de Dartford todavía mas distancia de los molinos de pólvora) y reserve habitaciones en cierta fonda que hay junto a la carretera.

Conocía… o, mejor dicho, tenía relaciones de amistad con los Nuttlebury. El señor Nuttlebury, un agrimensor aficionado, era un antiguo amigo de mi padre, por lo que tenía acceso a la casa. También tenía acceso, o eso creía, al corazón de Mary, que es como se llamaba la señorita Nuttlebury. Y, si me equivocaba… ¡Ajá…!, pero estoy volviendo a anticiparme, o más bien debería decir lo contrario.

Los primeros días que pasé cerca de Fordleigh, pues así se llamaba el pueblo donde vivían los Nuttlebury, no pudieron ser más felices. Pasé mucho tiempo con Mary. Salí a pasear con Mary, disfruté de la vida con Mary, contemplé la luna en compañía de Mary, y traté de interesar en vano a Mary en las sombras misteriosas que surcan la superficie de dicha luminaria. Posteriormente me dediqué a interesar a la hermosa muchacha en otras cuestiones más cercanas, en suma: en mí mismo, y me convencí de que había logrado hacerlo.

Un día que pasé a visitar a la familia a la hora de comer… no por motivos rastreros, pues tenía pagados el alojamiento y la comida en la fonda, vi que estaban conversando sobre un asunto que me causó un gran desasosiego. En el momento de mi llegada, el señor Nuttlebury estaba pronunciando estas palabras: «Entonces, ¿cuándo vendrá?». (¿Él?)

Escuché conteniendo el aliento, después de intercambiar los primeros saludos, y no tardé en averiguar que «él» era un primo de Mary que iba a ir a pasar unos días a Fordleigh, y cuya aparición anticipaba toda la familia con expresiones de deleite. El niño y la niña de los Nuttlebury parecían especialmente dichosos ante la perspectiva de la llegada de aquella bestia, y a mí me pareció un mal augurio. En conjunto, tuve la sensación de que se acercaba una confrontación, de que tendría menos oportunidades de conversar con mi adorada y de que seguirían la tristeza y el desánimo. Tenía razón.

¡Ay…!, pero le ruego que me perdone… Conservaré la calma.

La bestia, «él», llegó esa misma tarde, y no creo exagerar lo más mínimo si afirmo que ambos —«él» y «yo»— nos odiamos cordialmente desde el primer momento en que nos vimos. Era bajo de estatura y de aspecto taimado, una criatura que cualquier mujer con el alma elevada habría aborrecido nada más ponerle la vista encima; tenía, no obstante, un prometedor futuro por delante, pues era empleado de Aduanas, y eso le daba alas para pavonearse como si fuese miembro del Gobierno y, al hablar del país, lo hacía siempre en primera persona del plural. ¡Ay!, ¿cómo iba yo a competir con él? ¿De qué podía hablar, salvo del negocio de las pieles y de los mejores métodos para evitar las polillas? Así que, como no tenía nada que decir, estuve hosco, taciturno y silencioso, un estado que no ayuda precisamente a brillar en sociedad. Me daba cuenta de que no estaba brillando y eso me hizo odiar a aquel animal —cuyo repugnante nombre era Huffell— aún más cordialmente que antes. Recordar que aquella tarde no desaproveché ni una sola ocasión de contradecirle me procura un siniestro placer. Sin embargo, de un modo u otro, se las arregló para salir siempre mejor librado que yo: posiblemente porque me dedicaba a contradecirle sin más, sin pararme a pensar ni por un instante en si lo que estaba diciendo era acertado o no. Pero lo peor fue que me dio la impresión de que Mary —mi Mary— se ponía de parte de él. Los ojos se le iluminaban —o eso me parecía a mí— cada vez que él salía triunfante. Y ¿qué derecho tenía de acicalarse así por Huffell? Nunca lo había hecho por mí.

«Tengo que poner fin a esto, y cuanto antes», musité para mis adentros, mientras volvía a mi fonda poseído por una intensa furia. ¡Tener que marcharme y dejarle así el campo libre! ¡Qué no estaría diciendo de mí en ese mismo momento! ¿Ridiculizándome, tal vez? Decidí aplastarlo al día siguiente, o perecer en el intento.

Al día siguiente esperé mi oportunidad y pronto creí llegado el momento:

—Tendremos que hacer algunos cambios sobre ese requerimiento de sir Cornelius —afirmó Huffell— o en menos de una semana habrá metido a toda su familia en el ministerio.

—¿A quién se refiere con eso de «tendremos» ? —pregunté con feroz insistencia.

—Pues al Gobierno —respondió fríamente.

—Pero usted no forma parte del Gobierno —fue mi digna respuesta—. Cualquiera sabe que ni siquiera los altos cargos de las Aduanas tienen nada que ver con el Gobierno de la nación. Dichos altos cargos, en el mejor de los casos, sirven al Gobierno, pero no lo aconsejan, y en cuanto a los de menor rango…

—Y bien, señor, ¿qué tenéis que decir de los de menor rango…?

—Que cuanto menos traten de relacionarse con sus superiores por medio del uso del «nosotros», tanto mejor para todos —respondí con mordacidad y con la frente acalorada.

—Habla usted de cosas que no entiende, caballero —dijo el cobrador, o cabo de resguardo, o lo que fuese—. Todos estamos en el mismo barco. ¿Acaso nunca emplea usted el «nosotros» para referirse a la tienda de su patrón?

—¿Tienda, señor?

—¡Oh, le ruego me disculpe! —respondió en tono burlón—. ¿No es usted cajero en una tienda de pieles?

¡Una tienda! ¡Una tienda de pieles! Me habría gustado verlo… comido por las polillas.

—Le diré lo que no soy, señor —estallé perdiendo el dominio de mí mismo—: no soy una persona dispuesta a soportar las impertinencias de un oscuro cabo de resguardo.

—¡Cabo de resguardo! —repitió el muy animal poniéndose en pie.

—Cabo de resguardo —repetí con calma.

En ese momento, toda la familia Nuttlebury, que hasta entonces había dado la impresión de estar paralizada, se interpuso, unos gritando una cosa, otros chillando otra. Pero todos —incluyendo a Mary— se pusieron en mi contra y afirmaron que yo había provocado una pelea con su pariente… cosa que por otro lado no dejaba de ser cierta. Aquella desagradable situación concluyó, en pocas palabras, con la petición del señor Nuttlebury de que me fuese de su casa.

—Después de lo ocurrido no tengo otro remedio que hacerlo —observé dirigiéndome a la puerta con gran majestuosidad—, pero si el señor Huffell cree que esto acabará aquí, está muy equivocado. En cuanto a ti, Mary… —proseguí, pero antes de que pudiese completar la frase, unas manos me agarraron por el cuello del abrigo y me encontré en el pasillo y con la puerta de la habitación cerrada a mis espaldas. No tardé en abandonar tan ignominiosa morada y en salir al aire libre. Poco después me hallaba sentado en mi escritorio redactando una carta para Dewsnap.

Dewsnap era mi mejor amigo por aquel entonces. Estaba, como yo, en el negocio de las pieles, y era un tipo recto y honorable, valiente y muy puntilloso en cuestiones de honor. Le hice una larga narración de todo lo sucedido y le pedí su consejo. Al final de mi carta añadí que sólo la falta de un par de pistolas me impedía invitar a aquel ser indigno a un enfrentamiento hostil.

Pasé el día siguiente apartado de todo el mundo, especulando sobre la respuesta de Dewsnap. Fue un día lluvioso y tuve tiempo de sobra para lamentar mi exclusión del alegre hogar de los Nuttlebury y para reflexionar en lo mucho mejor librado que había salido mi rival (quien debía de estar solazándose con las sonrisas de mi adorada) mientras yo, un solitario exilado, me veía obligado a aplastar la nariz contra la ventana de una fonda de pueblo y ver caer la lluvia por los canalones del tejado. Huelga decir que me acosté temprano y que fui incapaz de conciliar el sueño.

No obstante, me quedé dormido a la mañana siguiente y dormí hasta muy tarde. Me despertaron de mi profundo letargo unos ruidosos golpes en la puerta y una voz que creí reconocer.

—¡Eh, Shrubsole! ¡Hola, Oliver! Abre la puerta. ¡Shrubsole, menudo holgazán estás hecho!

¡Dios santo! ¿Sería posible? ¿Era la voz de Dewsnap? Me levanté, abrí la puerta y volví a meterme en la cama.

Sí, era mi amigo. Entró tan erguido, vigoroso y enérgico como de costumbre. Dejó una bolsa de tela junto a la puerta y se adelantó para saludarme sosteniendo una extraña caja oblonga de caoba debajo del brazo.

—¿Qué demonios haces metido en la cama a estas horas? —preguntó, cogiéndome del brazo.

—No he podido conciliar el sueño hasta esta mañana —respondí pasándome la mano por el entrecejo—. Pero ¿qué haces aquí?

—¡Oh! Tengo unos días de vacaciones, y he venido a responder a tu carta en persona. Bueno, ¿cómo va el asunto?

—No me hables —gemí—. Me ha hecho muy desdichado. Ya no sé qué hacer. No imaginas lo mucho que me gustaba esa joven.

—Muy bien, pronto será tuya. Yo lo arreglaré todo —afirmó Dewsnap, con aire confiado.

—¿Qué pretendes hacer? —pregunté dubitativo.

—¿Hacer? ¡Sólo podemos hacer una cosa! —Tamborileó con los dedos sobre la extraña caja de caoba como si contuviera unas píldoras.

—¿Qué llevas en esa caja? —pregunté.

—Tengo aquí un par de pistolas —respondió orgullosamente Dewsnap— con las que casi sería un placer que te disparasen.

—¿Cómo? —observé desde la cama con notable desagrado.

—Dijiste que no tenías armas, así que se las pedí prestadas a un amigo mío, un armero, y las he traído conmigo.

«¡Maldita sea! —pensé para mis adentros—. Sí que se ha dado prisa! ¡Mucha prisa!».

—¿Así que, en tu opinión —añadí en voz alta—, no hay otra forma de salir de este entuerto?

—Una disculpa —respondió Dewsnap, que había abierto la caja y estaba quitándole el seguro a una de las pistolas mientras me apuntaba directamente a la cabeza—, la única alternativa es una disculpa completa de la otra parte. De hecho, una disculpa por escrito.

—¡Ah! —repliqué—. No creo que la otra parte esté dispuesta a disculparse.

—En tal caso —respondió mi amigo alargando el brazo y apuntando a un retrato del marqués de Granby que colgaba sobre la chimenea— tendremos que meterle un balazo en el cuerpo a ese cobrador de impuestos. —«¿Y si el cobrador me mete un balazo a mí?», pensé para mis adentros. ¡Así de errático es el pensamiento!—. ¿Dónde vive ese cobrador? —preguntó mi amigo poniéndose el sombrero—. En casos como éstos no hay un momento que perder.

—Espera a que me vista —refunfuñé—, y te lo indicaré. Podemos ir después de desayunar.

—Ni muchísimo menos. La gente de abajo me dirá dónde encontrarlo. ¿Dices que se llaman Nuttlebury? Habré vuelto antes de que hayas empezado el desayuno.

Salió de la habitación antes de terminar de hablar y yo me quedé haciendo mis abluciones y tratando de mejorar mi apetito para el desayuno haciéndome la reflexión de que tal vez me quedasen menos desayunos por delante de los que había imaginado. Quizá lamentase un poco haber puesto el asunto en manos de mi enérgico amigo. ¡Así de errático (si se me permite decirlo otra vez) es el pensamiento humano!

Esperé un rato a que volviera mi aliado, pero por fin me vi obligado a empezar sin él. Cuando casi había acabado, lo vi pasar por delante de la ventana del saloncito donde servían las comidas e inmediatamente después entró en la habitación.

—Bueno —dijo sentándose a la mesa e iniciando un vigoroso ataque a los comestibles—, es lo que había imaginado: tendremos que recurrir a los grandes remedios.

—¿A qué te refieres? —pregunté.

—Me refiero —observó Dewsnap troceando un huevo— a que la otra parte se niega a disculparse, y a que en consecuencia habrá que darle el pasaporte… Dispararle.

—¡Dios mío! —repuse, ¡ablandándome, comandante, ablandándome!—. Yo no quiero hacer eso.

—¿Qué es lo que no quieres hacer? Shrubsole, ¿qué pretendes decir con semejante observación?

—Quiero decir que… que… ¿Es que no hay otra salida?

—Mira, Shrubsole —replicó mi compañero con aire severo, suspendiendo por un momento su ataque al desayuno—, has puesto el asunto en mis manos y tendrás que dejarme seguir hasta el final, de acuerdo a las leyes del honor. Para mí es extremadamente doloroso verme implicado en semejante cuestión —no pude sino pensar que más bien parecía estar disfrutando—, pero, una vez implicado, llegaré hasta el final. ¡Vamos! Terminaremos de dar cuenta de todo esto, y luego te sentarás a redactar un desafío formal, que yo entregaré en el momento oportuno. —Dewsnap era demasiado para mí. Parecía tener siempre disponibles las mejores frases y estaba tan bien informado sobre lo que procedía hacer y decir en aquellos asuntos que no pude evitar preguntarle si se había visto envuelto antes en alguno—. No —dijo—, no, pero creo tener una especie de aptitud natural. De hecho, siempre he tenido la impresión de que si tuviese que organizar los detalles de un asunto de honor, me sentiría en mi elemento.

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