La señora Lirriper (7 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

Duke habló con el padre de la chica antes de emprender el viaje. Lo hizo después de una cena en Crowley Castle. Sir Mark y Duke estaban solos y pensativos ante la inminente despedida.

—Theresa es aún muy joven —dijo Duke iniciando la conversación tras un largo silencio—, pero si no tenéis objeciones, tío, me gustaría hablar con ella de mis… esperanzas antes de partir de Inglaterra.

Sir Mark jugueteó con su copa, se sirvió un poco más de vino, se lo bebió de un trago y replicó:

—No, Duke, no. Déjala aquí en paz, conmigo. Llevo mucho tiempo deseando gozar de su compañía durante estos tres años, que sin duda pasarán muy deprisa (para un viejo, no para un joven), y me gustaría tenerla aquí, sin el corazón dividido, hasta tu regreso. ¡No, Duke! Tres años pasarán pronto, y luego tendremos una boda digna de un rey.

Duke suspiró, pero no dijo nada. El siguiente día era el último. Quiso que Theresa lo acompañara a despedirse de los lugareños y de los Hawtrey en la rectoría, pero ella era obstinada y se negó. Años después recordaría lo dulce y tranquila que le había parecido Bessy aquel último día comparada con Theresa. Las dos chicas lamentaron su partida. Había sido siempre tan amable y atento en su comportamiento con Bessy que, sin estar enamorada de él, ésta lo tenía por un modelo de virilidad caballeresca, la única persona, a excepción de su padre, que la trataba bien. Admiraba sus sentimientos, apreciaba sus principios y consideraba que sus ideas eran sinceras y elocuentes. Le había prestado libros, había orientado sus estudios, y todos los consejos y la instrucción que Theresa había rechazado habían ido a parar a Bessy, que los había recibido agradecida.

Theresa prorrumpió en llanto en cuanto Duke y su cortejo se perdieron de vista. Se había negado a darle un beso de despedida como le había pedido su padre, aunque lo había saludado con su pañuelo blanco desde la ventana del salón (la misma ventana en la que el viejo guía me mostró el trozo de cristal que todavía resistía). Pero Duke se había alejado a todo galope, con la cabeza gacha y sin volver la vista atrás. Su ausencia dejó un hueco en la vida de sir Mark. Nunca se le habría ocurrido residir en Londres; en otro tiempo había sido sospechoso de apoyar a los Estuardo, aunque nada pudo probarse contra él y siempre demostró ser un súbdito aceptablemente fiel al rey Jorge III. Aun así, después de que la corte le diera la espalda en una ocasión, se cargó de prejuicios contra la capital inglesa. Por el contrario, las inclinaciones de su mujer y sus propias tendencias le habían llevado siempre a considerar París un lugar de residencia muy agradable. Y, cuando aquel hueco le oprimió el corazón, volvió a trasladarse a esa ciudad; volvió tras una breve ausencia, unos dos años después de la partida de Duke, y anunció de pronto a su hija y a los criados que había alquilado para pasar el invierno un apartamento en la rue Louis le Grand, donde debían trasladarse de inmediato su hija, Victorine, y algunos criados y sirvientes.

Nada llenó mas de alegría a Theresa que aquella noticia tan inesperada. Se abrazó al cuello de su padre y lo cubrió de besos hasta cansarse. Corrió a Victorine y le pidió que adivinara qué «bendición celestial» habían recibido, mientras bailaba alrededor de la mujer, hasta que, impaciente, la
bonne
empezó a enfadarse, y, después de besarla, la chica se lo dijo y corrió a la rectoría y de allí a la iglesia, donde entró en plena plegaria matutina —pues era el día de Todos los Santos, aunque ella lo había olvidado— y lanzó una bolita de papel en la que había escrito a toda prisa: «Nos vamos a pasar el invierno en París… todos», desde el banco de los del castillo hasta el del párroco. Vio a Bessy sonrojarse al recogerla, meterla en el bolsillo sin leerla y, tras dirigir una mirada de disculpa al asiento en que estaba Theresa, seguir con sus humildes responsos. Theresa salió por una puerta privada presa de un arrebato de pasión. «¡Estúpida niña impasible!», se dijo. Pero esa tarde, Bessy fue al castillo, tan arrepentida y tan alegre por la felicidad de su amiga que Theresa volvió a reconciliarse con ella. Las dos se despidieron prometiendo escribirse y con cierto pesar, sobre todo por parte de Bessy. Theresa hizo promesas grandilocuentes y paternalistas sobre la moda parisina, regalos y vestidos, pero Bessy no pareció concederles mucha importancia… y fue una suerte porque nunca llegaron a cumplirse.

A sir Mark se le había metido en la cabeza la idea de perfeccionar los dones y modales de Theresa mediante la sociedad y los maestros parisinos. Los ingleses residentes en Venecia, Florencia y Roma escribían a sus amigos de Inglaterra hablándoles de Duke. Lo tenían por eso que llamaríamos hoy en día «un joven muy prometedor». Sus halagos eran tan encomiásticos que sir Mark empezó a temer que su apuesto sobrino, festejado por príncipes, adulado por embajadores y cortejado por encantadoras damas italianas, pudiera encontrar a Theresa demasiado provinciana para su gusto.

Así había surgido la idea de alquilar el espléndido apartamento de la
rue
Louis le Grand. La calle es bastante estrecha, y hoy en día incluso la consideraríamos angosta, pero por entonces no podía estar más de moda, pues el gran árbitro de la moda, el
duc
de Richelieu, vivía allí, y ocupar un apartamento en esa calle era en sí mismo una señal de
bon ton
. Victorine casi estaba fuera de sí de contento cuando tomaron posesión de su nueva casa. «¡El maravilloso París! ¡La encantadora Francia! Y ahora veo a mi joven dama, mi amor, mi ángel, en una habitación digna de su belleza y de su rango, como mi señora, su madre, habría planeado para ella, si hubiera vivido». Cualquier alusión a su madre muerta siempre conmovía a Theresa en lo más hondo. Estaba en la cama, bajo las cortinas de seda azul del dosel, cuando Victorine dijo aquello, pues se encontraba demasiado fatigada después del viaje para responder a las peroratas de su doncella; pero en ese momento sacó la mano y le dio un apretón de gratitud y de placer. Al día siguiente deambuló por las habitaciones y admiró su esplendor para gran satisfacción de Victorine. Su padre, sir Mark, encontró un precioso carruaje y caballos para que los utilizara su niña; y también encontró ese otro adminículo no menos necesario: una dama casada de rango que tomara a la niña bajo su protección. Una vez dispuestos estos arreglos preliminares, ¡qué feliz estaba Theresa! Tenía un carruaje a la última moda, capaz de competir con cualquiera de los de la
cours
de la Reine, el paseo más popular entonces. El palco en la Grand Opéra, y en el Français, que compartía con madame la duquesa de G., era objeto de todas las miradas; Victorine no podía estar de mejor humor, el crédito de Theresa en la modista era ilimitado, su comprensivo padre estaba encantado con todo lo que ella hacía y decía. Tenía maestros, cierto, pero se mostraban maravillosamente complacientes con una joven tan rica y hermosa y Theresa hacía con ellos lo que quería, igual que con todo el mundo. Disfrutó hasta hartarse de la sociedad parisina. La duquesa iba a todas partes y ella también. Igual que cierto conde de la Grange, un pariente o conocido de la duquesa: un hombre apuesto, con una distinción típica del sur de Francia, rasgos delicados, sólo menoscabados por cierta blandura en la expresión, en la que (según decía la gente) a veces asomaba la mirada de un tigre. Pero, en porte y elegancia en el vestir, no tenía rival en todo París, lo que por supuesto equivalía a decir en el mundo entero.

Sir Mark oyó rumores sobre el comportamiento de aquel hombre que no fueron del todo de su agrado, pero, cuando acompañaba a su hija en sociedad, el conde se mostraba tan deferente como correspondía a un caballero de tanta gracia y elegancia. Cuando la duquesa sacaba a Theresa a la ópera, a bailes, a
petits soupers
, sin su padre, el conde era mucho más que deferente: era encantador. Para una chica criada en la soledad de un pueblo inglés, tener tantos adoradores rendidos a sus pies en la enorme y alegre ciudad era un tanto embriagador, y su coquetería innata terminó por aflorar, lo que aumentó su gracia natural, aunque disminuyeran su pureza y su dignidad. Victorine estaba encantada de enviar a su querida niña vestida para conquistar, con el cabello delicadamente empolvado y perfumado con
maréchale
, sus pequeñas
mouches
[6]
colocadas con habilidad; la minúscula media luna empleada para alargar los ojos, ya de por sí almendrados; la diminuta estrella para producir el efecto de un hoyuelo en la comisura de sus labios escarlatas; la gasa plateada enrollada sobre las enaguas de brocado azul y formando un lazo, como las túnicas que se llevan en nuestros días; los adornos de coral de su vestido plateado, que hacían juego con el tono de los tacones de sus zapatos. Y, por las noches, Victorine no se cansaba de escucharla y de hacerle preguntas, de disfrutar con los triunfos de Theresa, y de recordarle sin cesar que iba a casarse con el primo ausente y que volvería al estado semifeudal del antiguo castillo de Sussex.

Aun así, incluso en ese momento, si Duke hubiera vuelto de Italia, todo habría podido ir bien; pero, cuando sir Mark, alarmado por el gran número de nobles arruinados franceses que solicitaban la mano de Theresa, y por la admiración que despertaba en todas partes, escribió a Duke y lo animó ir a París cuando volviera de sus viajes, el joven respondió que todavía faltaban tres meses para concluirlos y que estaba deseando dedicarlos a visitar España. Sir Mark le leyó la carta a Theresa entre expresiones de indignación y Theresa se limitó a decir: «Pues claro, Duke hace lo que le apetece», y se volvió para apreciar un encaje que le habían llevado para que lo viera. Oyó suspirar a su padre al releer la carta de su primo, y apretó los dientes llevada por una rabia que no quería demostrar, de hecho, ni de palabra. Ese día trató mucho mejor al conde de Grange de lo que lo había hecho en muchos días… en concreto desde que la carta que su padre le escribió a Duke salió para Génova. La mala suerte quiso que sir Mark tuviese que volver a Inglaterra por aquel entonces y el muy inocente dejó tres semanas a Theresa, a su doncella Victorine y a su ayuda de cámara Félix al cuidado de la duquesa. Todos iban a vivir en el Hôtel de G. durante aquel tiempo. La duquesa les recibió con muchos aspavientos y le enseñó a Theresa las habitaciones y la escalera privada que podía utilizar siempre que quisiera.

El conde de Grange era un visitante habitual de la casa de su prima la duquesa, que era una alegre parisina, absorbida por una vida de disipación vertiginosa. El conde encontró formas de conseguir el favor de Victorine, no a través del dinero, pues un soborno tan grosero no habría servido de nada, sino mediante un sinfín de regalos acompañados de cartas sentimentales llenas de devoción por su pupila y extremadas expresiones de afecto por la fiel amiga a quien Theresa consideraba una madre y a quien, por esa misma razón, el conde amaba y reverenciaba. Y entre ellas mezclaba astutas alusiones a sus grandes posesiones en Provenza, y a su rancio abolengo: hipotecadas las primeras y deshonrado el segundo. Victorine, que a raíz de los años pasados sin hacer nada en Crowley Castle ya no tenía tanta mano izquierda como antaño, se dejó engañar y se convirtió en una ferviente defensora del disoluto Adonis de los salones parisinos y de sus pretensiones con Theresa. Cuando sir Mark regresó se quedó consternado y sorprendido más allá de lo concebible al descubrir al conde y a Theresa a sus pies suplicándole que les perdonara su matrimonio secreto, un matrimonio que, aunque incompleto en los aspectos legales, era demasiado completo para no ser aceptado por los amigos íntimos de su hija. La duquesa acusó a su primo de perfidia y traición. Sir Mark no dijo nada. Pero su salud se resintió después de aquello y se convirtió en un anciano canoso y refunfuñón.

Hubo ciertos desacuerdos, ignoro cuáles, entre sir Mark y el conde a propósito del control y la disposición de la fortuna que Theresa había heredado de su madre. El conde salió victorioso, gracias a la diferente naturaleza de las leyes francesas e inglesas, y eso hizo que sir Mark renunciase a la ciudad que había amado tanto tiempo. A partir de entonces, juró, no volvería a poner el pie en tierra francesa: si Theresa quería ir a verlo a Crowley Castle, siempre sería tan bien recibida como correspondía a la hija de la casa, pero su marido jamás cruzaría las puertas del castillo mientras sir Mark siguiera con vida.

Pasó varios meses enfadado con Duke por su demorado regreso del viaje y sus reticencias a ir a verlos a París, las cuales, según pensaba sir Mark, habían dado pie a la boda de Theresa. Sin embargo, cuando Duke regresó, obediente y con el ánimo abatido, aunque nada de aquello fuese culpa suya, sir Mark se reconcilió con él en menos que canta un gallo, y añadió así otra ofensa en el debe del conde.

Duke no le habló a su tío de los nefastos informes del conde que habían llegado a sus oídos en París, donde había encontrado a lo mejor de la nobleza francesa compadeciendo a la encantadora heredera inglesa que se había dejado enredar por uno de sus miembros más despreciables, un jugador y un réprobo. No quiso marcharse de París sin ver a Theresa, a quien creía informada de su llegada a la ciudad, así que pasó a visitarla una tarde. Estaba sola, espléndidamente vestida y arrebatadoramente hermosa, salió corriendo a recibirlo, casi sin esperar a que anunciaran su nombre, pues había oído unos pasos de hombre y había pensado que se trataba de su marido que llegaba para acompañarla a una gran recepción. Duke reparó en el súbito cambio de la esperanza a la decepción en su rostro, y ella le explicó sin mas el motivo:

—Adolphe prometió pasar a recogerme; la princesa da una fiesta esta noche. No esperaba tu visita, primo Duke. —Luego se recobró y adoptó una orgullosa reserva—. Hace ya quince días que oí decir que estabas en París. Creía que no tendría el honor de recibir tu visita.

Duke pensó que, puesto que se había enterado de que estaba en la ciudad, sería una torpeza recurrir a excusas que tanto ella como él sabrían que eran falsas, o extenderse en explicaciones cuya sinceridad resultaría sin duda ofensiva para la enamorada, confiada y engañada esposa. Así que desvió la conversación hacia sus viajes, sufriendo por ella todo el rato, pues reparó en cómo prestaba atención al menor ruido. Dieron las diez, las once, las doce y Duke no se marchó. Juzgó que su presencia sería un consuelo para ella. Pero, cuando el reloj dio la una, ella afirmó que algún asunto inesperado debía de haber retenido a su marido y dijo que se alegraba, pues estaba demasiado cansada para salir, y además la feliz consecuencia de que se hubiera entretenido había sido aquella larga conversación con él.

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