La señora Lirriper (6 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

Fuimos desde nuestro pequeño balneario costero, en Sussex, a ver las gigantescas ruinas de Crowley Casde, que es la mayor atracción turística de Merton. Tuvimos que apearnos al llegar a la puerta de una cerca, pues el camino era demasiado malo para el desvencijado carruaje o el cansado caballo que alquilamos en Merton, y anduvimos medio kilómetro por un terreno irregular, que antaño fue un jardín italiano; por fin llegamos a un puente sobre un foso seco, y pasamos sobre la reja caída de un rastrillo que en otra época había cerrado la imponente entrada, hasta encontrarnos en un lugar vacío rodeado de gruesos muros, tapizado de hiedra, sin techo y expuesto a la intemperie. Pudimos admirar la hermosa tracería de las ventanas por los restos de mampostería que quedaban aquí y allá; y un anciano, que dijo ser «viejísimo» cuando le preguntamos su edad, y que al vernos llegar salió cojeando de algún agujero de la parte menos desolada de las ruinas, nos hizo de guía y nos mostró un resto de vidriera que quedaba en lo que había sido la ventana de un enorme salón hace menos de setenta años. Tras cumplir con su deber, nos llevó renqueando a la iglesia vecina, donde yacen los caballerescos Crowley: algunos conmemorados por antiguas placas de latón; otros, por tumbas en el altar con hermosos epitafios latinos que les atribuyen todas las virtudes de este mundo. El anciano tuvo que coger la llave de la rectoría que hay pared por medio, a la entrada de la larga y tortuosa callejuela que forma el pueblo de Crowley. El castillo y la iglesia están en lo alto de una loma, desde la que se divisa la lejana línea de la costa entre las nebulosas marismas. El pueblo queda algo apartado de la iglesia y la rectoría, al pie del cerro. El lugar no parece haber cambiado mucho de aspecto desde 1772.

Pero debo remontarme un poco más atrás. Por uno de los epitafios supe que lady Amelia Crowley falleció en 1756, para gran desconsuelo de su devoto esposo, sir Mark. No volvió a casarse, pese a que su mujer no le había dado herederos varones: tan sólo una niña pequeña, Theresa Crowley. La niñita heredaría la fortuna de su madre, y todo lo que tuviera a bien dejarle sir Mark, pero eso no sería mucho, pues el castillo y las tierras irían a parar a manos del hijo de su hermana, Marmaduke, o como le llamaba todo el mundo, Duke Brownlow. Los padres de Duke habían muerto y él vivía en casa de su tío, que ejercía además de tutor. El muchacho era siete u ocho años mayor que su prima, y probablemente sir Mark no viera del todo improbable que su hija y su heredero acabasen casándose. La madre de Theresa tenía sangre extranjera y había sido educada en Francia, que se hallaba lo bastante cerca para que cualquiera que quisiera tomarse la molestia de hacer una excursión de un día a caballo desde Crowley Castle, pudiese contemplar sus orillas.

A juzgar por lo que se contaba, lady Crowley había sido una mujer delicada y elegante, pero no una gran belleza. La familia de sir Mark era famosa por su apostura. Theresa, una niña raramente afortunada, tuvo la suerte de heredar las gracias de ambos progenitores. Un retrato que vi de ella, relegado a ocupar un sitio sobre la chimenea de la posada del pueblo, me mostró su cabello negro, sus ojos grises y suaves y sus cejas y pestañas del mismo color que el pelo, una boca fruncida y apasionada y un cuello esbelto y redondeado. Era una niña terca y la indulgencia de su padre acabó de malcriarla. También tenía una nodriza, una
bonne
francesa, cuya madre había atendido a la señora desde su juventud, la había acompañado a Inglaterra y había fallecido aquí. Victorine llevaba al cuidado de la joven Theresa desde su más tierna infancia y casi ocupaba el lugar de un padre en cuanto a poder y afecto: en poder puesto que disponía todo lo referente al cuidado de la niña según su voluntad, en afecto porque todavía hoy se recuerda el año funesto en que la viruela afligió Crowley Castle y en que, como sir Mark estaba fuera en misión diplomática —supongo que en Viena—, Victorine se encerró con la señorita Theresa cuando ésta enfermó y la cuidó día y noche. Ella misma contrajo la terrible enfermedad cuando la niña sanó. La belleza de Theresa siguió intacta, Victorine estuvo a punto de morir y quedó desfigurada de por vida.

Dicha desfiguración puso fin a los escándalos infundados que habían circulado a propósito de la gran influencia que ejercía la sirvienta francesa en sir Mark. Este era, de hecho, un hombre cómodo e indolente, que pocas veces se alteraba por nada, y que consideraba una cuestión de honor cumplir con el deseo de su difunta esposa de que Victorine no se apartara nunca de Theresa, y de que fuese ella quien se encargase de la educación de la niña. Sólo una vez se había entablado una lucha de poder entre sir Mark y la criada, y ella había salido victoriosa. Y no es de extrañar, pues, si hemos de creer al viejo mayordomo, que asegura haber entrado en la habitación y haberse encontrado a Victorine y a sir Mark enzarzados en una discusión, Victorine estaba lívida de rabia, los ojos le ardían con apasionamiento y no dijo más que unas palabras y en voz baja; pero, a pesar de que el mayordomo sólo sabía inglés y ella no hablaba más que francés, siempre ha afirmado que antes preferiría que le insultara un granadero borracho espada en mano a que alguien le dedicara a él esas palabras.

Incluso la elección de los preceptores de Theresa se dejó en manos de Victorine. De vez en cuando se consultaba a la señora Hawtrey, la mujer del párroco y pariente lejana de sir Mark, pero, en vista de que, si Victorine así lo hubiese ordenado, Bessy, la hija pequeña de la señora Hawtrey, se habría visto privada de la ventaja de gozar gratuitamente de la compañía de Theresa en todas sus clases, ella también tenía mucho cuidado de no enfrentarse o ganarse la enemistad de
mademoiselle
Victorine. Bessy era una niña tranquila y dulce, y cuando creció se convirtió en una chica sensata de temperamento apacible, con una belleza muy inglesa, tez lozana, ojos castaños, cara redonda y una figura un poco rígida aunque bien conformada, muy diferente de las formas gráciles y esbeltas de Theresa. Duke era todo un mozo comparado con aquellas dos señoritas, a quienes apenas consideraba unas niñas. Por supuesto, admiraba mucho a su prima Theresa —quién no lo haría—, pero estaba empezando a fundar los principios de moralidad por los que pretendía regirse y la conducta de su prima con Bessy a veces iba en contra de sus ideas de lo que era correcto. Un día, después de darle órdenes a la comedida y paciente Bessy hasta casi ponerla al borde de las lágrimas —y tanto las órdenes como las lágrimas eran circunstancias poco corrientes, pues Theresa era una persona generosa, cuando no le llevaban la contraria—, Duke le espetó a su prima:

—¡Theresa! No tienes ningún derecho a culpar a Bessy de ese modo. Ha sido tanto culpa tuya como suya. Tú tenías que recordar las instrucciones que os dio el señor Dawson sobre las sumas que teníais que hacer tanto como ella.

La niña abrió los grandes ojos grises con estupefacción. ¡Tener ella la culpa!

—Pues lo que yo quisiera saber es a qué viene Bessy al castillo. No pagan ni un céntimo. Todo corre de nuestra cuenta. Lo menos que puede hacer es recordar por mí lo que nos mandan. No tengo por qué preocuparme de recordar las instrucciones del señor Dawson; y, si a Bessy no le gusta, es libre de marcharse. Ya ha aprendido lo bastante para ganarse el pan como doncella, que es lo único que llegará a ser en la vida.

Nada más pronunciar aquellas palabras, Theresa deseó haberse mordido la lengua por la mezquindad y el rencor de lo que había dicho. Vio el pesar y la decepción claramente pintados en el rostro de Duke, y lo cierto es que, en otro momento, sus impulsos podrían haberla llevado en dirección opuesta y habría declarado su arrepentimiento. Pero Duke consideró su deber regañarla y soltarle un sermón, que, por muy justo y verdadero que fuese, tuvo el efecto de disminuir la expresión de pesar del rostro de Theresa. Ésta recurrió a todo su ingenio para refutar sus argumentos; su cabeza, y no su corazón, participó en la controversia, de la que ninguno de los dos salió contento: él se marchó con lúgubres aunque no formulados pronósticos acerca de cómo sería de adulta si era ya tan insensible y caprichosa de niña; ella, en cuanto él se dio la vuelta, se echó al suelo y se puso a llorar como si le hubieran partido el alma. Victorine oyó los sollozos de su querida niña y entró.

—¿Qué te ocurre, mi niña? ¿Qué es lo que te ha disgustado…? Cuéntamelo a mí, cariño.

Trató de que se levantara, pero Theresa se resistió y no dijo ni palabra hasta que le vino en gana, a pesar de todas las súplicas de Victorine. Cuando le apeteció, se incorporó, se sentó en el suelo y, apartándose el enmarañado cabello de la cara surcada de lágrimas, dijo:

—No es nada, no es más que una cosa que me ha dicho Duke. No tiene importancia.

Y, rehusando la ayuda de Victorine, se levantó y se quedó mirando pensativa por la ventana.

—¡Ese Duke! —exclamó Victorine—. ¿Quién se cree que es para hacer enfadar a mi niña? Todavía no es tu marido y ni tiene por qué regañarte, ni tú debes hacer caso de lo que diga.

Theresa la escuchó y se le ocurrió una idea, aunque fingió no prestar atención e hizo como si aquélla no fuese la primera vez que oía que alguien contaba con que llegase a ser la mujer de su primo. Hizo caso omiso de las caricias y discursos de Victorine y casi podría decirse que se esforzó por quitársela de encima. En cuanto se marchó, cogió su sombrero y salió sola, como acostumbraba, a pasear por los terrenos de la finca, bajó por las escaleras de la terraza, atravesó el campo de bolos y abrió una portezuela de madera que conducía al jardín de la rectoría. Encontró a Bessy y a su madre recogiendo fruta. Era a Bessy a quien buscaba Theresa, pues había algo en los melifluos modales de su madre que le resultaba repulsivo. No obstante, no iba a amilanarse porque estuviera allí la señora Hawtrey. Así que se dirigió hacia la sobresaltada Bessy y le dijo, como si estuviese recitando un discurso preparado de antemano:

—Bessy, me he portado muy mal contigo, no tenía derecho a hablarte así. —La confesión que tenía pensada terminaba con un «¿Crees que podrás perdonarme?» pero, cuando llegó a esa parte, fue incapaz de decirlo en presencia de la señora Hawtrey, que estaba ansiosa por sonreír y hacer una reverencia en cuanto Theresa se dignase mirarla. De todos modos, no fue necesario pedir perdón, pues Bessy dejó la cesta medio llena en el suelo, se acercó y cogió con la mano sucia de barro la mano suave de la joven dama y la miró con cariñosos ojos castaños.

—No sabes cuánto lo siento, pero creo que eran las sumas de la página 108. Lo he mirado una y otra vez, y estoy casi segura.

Su madre oyó el tono de disculpa, pero no llegó a entender sus palabras.

—¡Estoy convencida, señorita Theresa, de que Bessy se siente muy agradecida de tener el privilegio de estudiar en vuestra compañía! ¡Es tan beneficioso para ella…! Yo siempre le digo: «Toma ejemplo de la señorita Theresa, imítala y esfuérzate por hablar como ella, y no habrá ninguna hija de pastor en Sussex que pueda compararse contigo». ¿No es cierto, Bessy?

Theresa se encogió de hombros —era un gesto que había aprendido de Victorine—, se volvió hacia Bessy y le preguntó qué pensaba hacer con las grosellas que había recogido. Y mientras hablaba cogió perezosamente las más maduras de la cesta y se las comió.

—Son para hacer un budín —respondió Bessy—. Lo haré en cuanto haya recogido suficientes.

—Te ayudaré —dijo Theresa muy animada—. Me encantará preparar un budín. Nuestro
monsieur
Antoine nunca hace budín de grosellas.

Duke pasó poco después por la rectoría y al asomarse por casualidad a una de las ventanas de la cocina vio a Theresa con un mandil y un delantal, con los brazos cubiertos de harina, blandiendo un rodillo de cocina y riendo y charlando con Bessy, que iba vestida de forma similar. Duke había pasado la mañana pescando, aunque en realidad había estado meditando lo que podría hacer o decir para ablandar el obstinado corazón de su prima. Y hete aquí que todo se había arreglado, ¡como con la varita mágica de un hechicero!

La única conclusión que pudo sacar Duke fue la misma que habían sacado tantos hombres sabios (y estúpidos) antes que él: «En fin, a las mujeres no hay quien las entienda».

Cuando sucedió esto, Theresa tendría unos quince años y Bessy sería tal vez seis meses mayor; Duke acababa de salir de Oxford. Su tío, sir Mark, lo adoraba, ¡sí!, y también estaba muy orgulloso, pues el chico se había distinguido en la universidad y todos le hablaban bien de él. Por su parte, Duke apreciaba mucho a sir Mark y, sin dejarse impresionar por la fama y la reputación que había obtenido en Christ Church, escuchaba con deferencia sus opiniones.

A medida que Theresa fue creciendo, su padre pensó haber jugado bien sus cartas al cantar las alabanzas de Duke en toda posible ocasión. Ella se limitaba a mover la cabeza y no decía nada. Gracias al desliz de Victorine, comprendía la intención de las palabras de su padre. Quería elegir marido personalmente llegado el momento, y lo mismo podía ser Duke que cualquier otro. Cuando Duke no la sermoneaba, sino que montaba orgulloso en su caballo en las partidas de caza antes de que los ojeadores dieran el grito de «¡Ahí está! », cuando conversaba con otros hombres, y cuando daba lacónicas órdenes, Theresa pensaba que se casaría con él y con ningún otro. Pero, cuando empezaba a encontrar defectos, bailaba torpemente el minué, o se oponía moralmente a los duelos, se decía que nunca sería su marido. Se preguntaba si él lo sabría, si alguien se lo habría dicho, igual que había hecho en su caso Victorine; si su padre habría revelado las intenciones y deseos a su sobrino con tanta claridad como a su hija. Esta última duda la ruborizaba, y en los días en que sospechaba con más claridad trataba particularmente mal a Duke.

Éste se encontraba a punto de partir a recorrer Europa, un viaje al que los jóvenes adinerados dedicaban habitualmente unos tres años. Tendría un preceptor, porque todos los jóvenes de su rango lo tenían, aunque era ya lo bastante versado y lo suficientemente maduro para pasarse sin uno y probablemente sabía más él lo que convenía ver en los países que iban a visitar que el señor Roberts, el preceptor que le asignaron. Debía volver cargado de conocimientos históricos y políticos, hablando francés e italiano como un nativo y chapurreando el alemán; luego entraría en el Parlamento, de ser posible como representante de un condado y en el peor de los casos como representante de distrito, triunfaría y entonces todos daban por sentado que se casaría con su prima Theresa.

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