El tercer año que el comandante pasó en sus habitaciones casi había concluido cuando, a primera hora de una mañana del mes de febrero en que iba a reunirse el Parlamento y, como supondrás, había en la ciudad un hatajo de impostores dispuestos a apropiarse de todo lo que cayera en sus manos, un caballero y una dama de provincias vinieron a ver las habitaciones del segundo piso. Recuerdo muy bien que yo estaba asomada a la ventana contemplando cómo caía la espesa lluvia y los estuve observando mientras recorrían la calle mirando carteles. No me gustó la cara del caballero, aunque también era bien parecido, pero la dama era una joven preciosa y delicada, y me pareció una crueldad que tuviese que estar ahí fuera, aunque acababa de salir del hotel Adelphi, que no está ni a doscientos metros, porque el tiempo era muy riguroso. Sucedió, querida, que me había visto obligada a subir cinco chelines a la semana el alquiler de las habitaciones del segundo piso a raíz de un pérdida causada por un huésped que se había marchado sin pagar, muy bien vestido, como si fuese a cenar fuera, truco rastrero que me había vuelto suspicaz, sobre todo en plena sesión del Parlamento; por eso, cuando el caballero recién llegado propuso pagar tres meses por adelantado y se reservó el derecho de renovar por otros seis meses en las mismas condiciones, le respondí que no estaba segura de que no estuvieran ya reservadas para otra persona, pero que bajaría a comprobarlo, si tenían la bondad de tomar asiento. Ellos tuvieron la bondad de sentarse y yo bajé y puse la mano en el picaporte de la puerta del comandante, a quien ya había empezado a consultar, pues siempre me había sido de gran ayuda, y al oírlo silbar en voz baja supe que estaba dándole betún a las botas, momento en que, por lo general, no se le debía molestar; sin embargo, respondió amablemente: «Entre, señora, si es que es usted», y yo entré y se lo expliqué todo.
—En fin, señora —dijo el comandante frotándose la nariz (al principio, temí que lo hubiera hecho con la esponja del betún, pero lo hizo con los nudillos, porque es muy limpio y habilidoso con los dedos)—, en fin señora, supongo que ese dinero le vendría a usted muy bien, ¿no es así? —Sentí ciertos escrúpulos de responder «sí» demasiado abiertamente, pues noté un leve rubor en las mejillas del comandante y había además cierta irregularidad sobre la que no voy a dar más detalles a propósito de una cuestión que prefiero pasar por alto—. Soy de la opinión, señora —dijo— de que cuando el dinero está encima de la mesa…, cuando está encima de la mesa, señora Lirriper, lo mejor es aceptarlo. ¿Qué tiene contra esas personas de arriba, señora?
—En realidad no tengo nada contra ellos, señor, pero aun así pensé que debía consultarle a usted.
—Y dice que se trata de un par de recién casados, ¿no es así? —preguntó el comandante.
Yo respondí:
—Síí. Es evidente. De hecho, la joven dama me dijo, como por casualidad, que no llevaba casada muchos meses.
El comandante volvió a frotarse la nariz, removió el betún del platito con la esponja y silbó en voz baja un instante. Luego dijo:
—¿Diría usted que el precio del alquiler es bueno, señora?
—¡Oh!, sin duda, muy bueno, señor.
—Pongamos que renovasen por otros seis meses. ¿Le molestaría a usted mucho, señora, si… llegase a suceder lo peor? —preguntó el comandante.
—Lo ignoro —respondí—. Depende de las circunstancias. ¿Usted pondría alguna objeción, señor?
—¿Objetar yo? —repuso el comandante—. ¿Jemmy Jackman? Señora Lirriper, puede usted cerrar el trato.
Así que subí y acepté, y ellos volvieron al día siguiente, que era sábado, y el comandante tuvo la gentileza de redactar un contrato con su hermosa y rotunda caligrafía y una serie de expresiones que sonaban tan legales como militares, y el señor Edson lo firmó la mañana del lunes, y el comandante subió a visitar al señor Edson el martes, y el señor Edson bajó a ver al comandante el miércoles, y las relaciones entre el segundo piso y las habitaciones del comandante fueron todo lo cordiales que se podía desear.
Pasaron los tres primeros meses y llegamos al mes de mayo sin novedades en el pago, y entonces el señor Edson se vio obligado a partir en viaje de negocios a la isla de Man. La noticia cogió de sorpresa a su hermosa mujer, pues no es precisamente un sitio que, por lo que yo sé, quede de paso para ir a ninguna parte, aunque eso es cuestión de opiniones. Lo avisaron con tan poco tiempo que tuvo que partir al día siguiente y la pobre desdichada lloró amargamente, y estoy segura de que yo también lloré al verla en la fría acera bajo el cortante viento del este —pues tuvimos una primavera muy tardía— despidiéndose de él, con el hermoso cabello volando de un lado a otro, y abrazándose a su cuello mientras él le decía: «Vamos, vamos, déjame marchar, Peggy». Para entonces, ya era evidente que la situación sobre la que el comandante había tenido la amabilidad de pronunciarse diciendo que no pondría objeciones, iba a producirse en la casa, y así se lo di a entender a ella cuando se marchó su marido, mientras la consolaba ofreciéndole mi brazo en la escalera y le decía: «Pronto tendrá usted a alguien más a quien cuidar, querida, debe tenerlo presente».
La carta del joven caballero no llegó cuando debía, y el calvario por el que pasó la chica, una mañana tras otra, al comprobar que el cartero no traía nada para ella, puedes imaginarlo al pensar que el propio cartero se compadecía al verla correr a la puerta; y eso que cargar con las desgracias de las cartas ajenas y ninguna de las alegrías, y hacerlo a menudo entre el barro y la lluvia, y por un sueldo más digno de Pequeña Bretaña que de Gran Bretaña, debe bastar para embotar los sentimientos de cualquiera. Pero por fin, una mañana, cuando ella ya no estaba en condiciones de correr escaleras abajo, el cartero me dijo con la satisfacción pintada en el semblante y en un tono que casi me enamoro de aquel hombre de uniforme a pesar de que estaba chorreando: «Señora Lirriper, he empezado el reparto por su casa porque ha llegado la carta de la señora Edson». Se la subí al dormitorio rápidamente, y ella se sentó en la cama al verla y rasgó el sobre; luego adoptó una expresión de desánimo.
—¡Es muy breve! —dijo alzando la vista para mirarme—. ¡Oh, señora Lirriper, es muy breve!
Yo respondí:
—Mi querida señora Edson, sin duda es porque su marido no ha tenido tiempo de escribir más.
—Sin duda, sin duda —respondió y se tapó la cara con las manos y se dio la vuelta en la cama.
Cerré la puerta con cuidado, bajé sin hacer ruido las escaleras y llamé a la puerta del comandante, y cuando él, que estaba preparándose unas finas lonchas de beicon en su propia parrilla, me vio se levantó de la silla y me acompañó hasta el sofá.
—¡Chitón! —dijo—, veo que le ocurre a usted alguna cosa. No diga nada… No se precipite.
Yo repliqué:
—¡Ay, comandante!, temo que lo de ahí arriba vaya a terminar mal.
—Sí, sí —respondió—, yo también empezaba a temerlo… No se precipite. —Y luego, contradiciendo sus propias palabras, montó en cólera y exclamó—: Nunca me perdonaré, señora, no haberme dado cuenta aquella misma mañana. ¡Tendría que haber subido con la esponja del betún en la mano, habérsela metido en el gaznate y haberlo asfixiado allí mismo!
Cuando recobramos la calma, el comandante y yo coincidimos en que, en ese momento, no podíamos hacer otra cosa que fingir que no sospechábamos nada malo y tratar de tranquilizar a aquella pobre niña. Y quién sabe qué habría hecho yo para convencer a los organilleros de que necesitábamos silencio sin la ayuda del comandante, pues libró con ellos una batalla feroz, hasta el punto de que, si no lo hubiese presenciado, jamás habría creído que ningún caballero tuviese tanta habilidad para lanzar, a modo de proyectiles, las pinzas de la chimenea, bastones, jarras de agua, trozos de carbón, las patatas de la comida e incluso su propio sombrero, y al mismo tiempo fuese capaz de encolerizarse en tantos idiomas extranjeros; los dejaba casi petrificados manivela en mano, como a la Fea Durmiente del Bosque (pues no me atrevo a compararlos con la Bella).
Sólo ver acercarse al cartero me inspiraba tanto temor que era un gran alivio verlo pasar de largo pero, al cabo de diez o quince días, volvió a decirme:
—Traigo una carta para la señora Edson. ¿Se encuentra bien?
—Está bastante bien, señor cartero, pero no lo bastante para levantarse tan temprano como acostumbraba —cosa que era tan cierta como el Evangelio.
Llevé la carta al comandante a la hora del desayuno y le dije temblorosa:
—Comandante, no tengo valor para dársela.
—Esa carta tiene muy mala pinta —coincidió el comandante.
—No tengo valor para llevársela, comandante —repetí temblorosa.
Tras un instante de ensimismamiento, el comandante dijo levantando la cabeza como si se le hubiera ocurrido una idea útil y novedosa.
—Señora Lirriper, nunca me perdonaré no haber subido aquella misma mañana con la esponja del betún en la mano, habérsela metido en el gaznate y haberlo asfixiado.
—Comandante —respondí yo con cierto apresuramiento—, menos mal que no hizo usted tal cosa, pues hacerlo no nos habría traído nada bueno, y opino que fue mucho mejor aplicar la esponja a sus honorables botas.
Decidimos obrar de forma racional y planeamos que yo llamaría a la puerta del dormitorio de la joven, dejaría la carta sobre la estera y esperaría en el rellano a ver lo que sucedía; nunca hubo pólvora, balas de cañón, obuses o proyectiles más temidos que aquella carta terrorífica cuando la subí al segundo piso.
Un gritó terrible resonó en la casa justo un minuto después de que la pobre chica la abriera, y me la encontré tendida en el suelo como si estuviese muerta. Querida, ni siquiera miré el encabezamiento de la carta, que estaba abierta a su lado, pues no tuve ocasión de hacerlo.
El comandante subió con sus propias manos todo lo necesario para reanimarla, aparte de correr a la farmacia a comprar lo que no había en casa, y al mismo tiempo libró la más encarnizada de sus escaramuzas con un instrumento musical que representaba un salón de baile de no sé qué país con gente que entraba y salía por unas puertas plegables moviendo los ojos. Cuando, al cabo de un buen rato, vi a la chica volver en sí, me escabullí hasta el rellano y esperé a oírla llorar, y entonces entré y le dije alegremente: «Señora Edson, no está usted bien, querida, y no es de extrañar», como si acabara de entrar en la habitación. No sabría decir si me creyó o no, y de nada me serviría saberlo, pero me quedé con ella varias horas y después ella me dijo: «¡Dios la bendiga!», y añadió que quería descansar un poco pues le dolía la cabeza.
—Comandante —susurré yo, asomándome a sus habitaciones—, le ruego y le suplico que no salga.
El comandante susurró:
—Señora, puede usted confiar en mí. ¿Cómo se encuentra?
Yo respondí:
—Comandante, sólo nuestro Señor en el cielo sabe qué llamas consumen su alma. La dejé sentada frente a su ventana. Y yo voy a hacer lo propio.
Llegó mediodía y después la tarde. La calle Norfolk es un lugar muy agradable —siempre que no se aloje uno calle abajo—, aunque en las tardes veraniegas, cuando está cubierta de polvo y de papeles y los niños vagabundos juegan en la acera, se adueñan de ella una calma y un calor polvorientos y el estrépito de las campanas de la iglesia, y admito que puede resultar un poco triste. Nunca he vuelto a verla así, y sé que ya nunca lo haré, sin recordar la triste tarde de junio en que aquella desdichada criatura se sentó junto a la ventana de la esquina, en el segundo piso, y yo me senté junto a la mía (en la otra esquina), en el tercero. Cuando cayeron las sombras y subió la marea, una fuerza compasiva, inteligente y mejor que mi propio entendimiento me impulsó a ponerme el chal y el sombrero, aunque todavía era de día, y a asomar la cabeza y mirar hacia su ventana esperando verla contemplando la calle. Acababa de anochecer cuando la vi plantada en medio de la calzada.
Me asustó tanto perderla de vista que todavía hoy se me corta el aliento al contarlo, bajé corriendo las escaleras más deprisa de lo que he corrido nunca en toda mi vida y llamé a la puerta del comandante al pasar. Ella había salido ya. Corrí a toda prisa calle abajo y, cuando llegué a la esquina de la calle Howard, vi que acababa de doblarla y estaba delante de mí dirigiéndose hacia el oeste. ¡Oh, qué alegría me dio verla!
La joven apenas conocía Londres y sólo había salido alguna que otra vez para airearse un poco y dar un paseo por nuestra calle, donde conocía a los dos o tres arrapiezos de las vecinas y a veces se quedaba con ellas viendo correr el agua del río. Comprendí que debía de estar andando a ciegas, aunque tomó por varios callejones, como si supiera muy bien lo que hacía, hasta llegar al Strand. No obstante, reparé en que, en cada esquina, volvía siempre la cabeza hacia el mismo lado: el lado del río.
Tal vez fuesen sólo la oscuridad y la tranquilidad del Adelphi los que la impulsaran a entrar en él, pero lo hizo con tanta decisión como si lo tuviera planeado, y es posible que así fuese. Fue directa a la terraza y se asomó a la barandilla, y más de una vez me he despertado después horrorizada en mi cama viéndola hacer aquello. El aislamiento del embarcadero y la altura del agua que corría junto a él parecían convenir a sus propósitos. Miró a un lado y a otro como para buscar el modo de bajar hasta que se decidió por un lado (no sé si sería el bueno o el malo, porque yo jamás había estado allí y no he vuelto desde entonces) y yo la seguí.
Es curioso que en todo ese tiempo no volviera la vista atrás ni por un instante. Sin embargo, se produjo entonces un cambio en su manera de andar, y, en lugar de avanzar a paso rápido con los brazos cruzados, empezó a abrirlos insensatamente, como si fuesen alas y estuviese volando hacia la muerte.
Llegamos al muelle y se detuvo. Yo también. Vi que se llevaba las manos a las cintas del sombrero y corrí a interponerme entre ella y el borde del agua y la sujeté por la cintura con los dos brazos. Tuve la sensación de que, aunque nos hubiésemos ahogado juntas, no habría podido librarse de mi abrazo.
Hasta ese momento, mi imaginación se había movido en un laberinto y no tenía ni idea de lo que le diría, pero desde el momento en que la toqué las palabras surgieron, como por arte de magia, y recuperé la voz, los sentidos y casi el aliento.
—¡Señora Edson! —le dije—. ¡Querida! Tenga usted cuidado. ¿Cómo ha podido perderse y venir a parar a un lugar tan peligroso? Debe de haber venido por las callejuelas más intrincadas de Londres. No me extraña que se haya perdido. ¡Menudo sitio! ¡Pero si pensé que aquí sólo venía yo a comprar el carbón… y el comandante del primer piso a fumar sus cigarros!