La señora Lirriper (14 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

—¿Cómo están, señoritas? —gritó desde el jardín—. ¡Bonita mañana, fresca y todo eso…! Ya me siento mejor. Cuando un londinense está un poco fatigado, nada lo anima tanto como respirar un poco de salitre.

Luego inhaló una gran bocanada, como para aspirar todo el aire fresco posible, y entró en la casa seguido de su perro.

—¿Lo has oído, Nelly? —preguntó Kate—. ¡Menudo patán! ¡Desde luego no seré yo quien salga a pasear con él! ¡Con ese horrible traje negro parece un empleado de pompas fúnebres!

—Lleva un sombrero que parece una chimenea, ¡y ha traído su paraguas! ¡Imagínate! ¡A la playa! —añadió Ellen.

—Buenos días, señora Barford —dijo el señor Mortiboy—, veo que está usted atendiendo a las cuestiones domésticas, ¿eh? Me hago cargo. Si no pone usted objeciones, hoy tendré el placer de compartir las chuletas con ustedes. Supongo que serán de cordero. Tengo entendido que aquí no se puede comprar ternera, excepto los viernes, que es el día en que sacrifican algunas para los cuarteles. Está muy mal organizado, habría que cambiarlo.

—¿Y no querría hacerlo usted, señor Mortiboy? —preguntó Kate—. Supervisar al matarife sería una bonita manera de pasar las vacaciones.

—Veo que la señorita tiene sentido del humor, ¿eh? Bueno, no me importa. Pero ¿no les apetece salir a respirar un poco de aire fresco? Supongo que la anciana no saldrá tan pronto.

—Si se refiere usted a mi madre —respondió Ellen con frialdad—, nunca sale hasta justo antes de la cena.

—Ya lo imaginaba. Los viejos tienen que esperar a que el aire esté entibiado por el sol, como dicen ellos. Pero supongo que eso no nos impedirá salir a dar una vuelta. ¿Dónde está don Patillas?

—Si, como supongo, se refiere usted al señor Sandham, el caballero que estaba aquí anoche, no puedo informarle, señor Mortiboy —dijo Kate con el rostro encendido y la voz levemente temblorosa—, pero le recomiendo que no le oiga bromear sobre él, pues tiene el genio muy vivo.

—Ah, ¿sí? —exclamó el señor Mortiboy—, un matasiete ¿eh? Pues sepa usted que ya pasó la época de los duelos. Se acabaron esas tonterías, hoy se entrega a un hombre a la policía o se le cita ante un magistrado y se le empapela.

Justo en ese momento entró la señora Barford y les dijo a las chicas que se pusieran el sombrero y le enseñaran al señor Mortiboy los sitios más bonitos del pueblo: la colina del castillo, las ruinas de la abadía y el paso de los contrabandistas. Fueron a todos ellos, mientras el señor Mortiboy criticaba sin cesar el estado de los caminos, sugería las reformas que podrían hacerse si tuviesen en Penethly una junta local de salud como es debido y afirmaba que los gritos de «ostras de Milford» y «merluza fresca» eran totalmente inconstitucionales e ilegales, pues nadie tenía derecho a gritar en la vía pública; que debería haber paradas para los cocheros y que se requería una urgente vigilancia por parte de la policía. Las ruinas de la abadía no le impresionaron gran cosa y se burló con desdén de la historia del paso de los contrabandistas. De regreso a casa encontraron al señor Sandham al pie de la colina del castillo, muy rubicundo, limpio y fresco, y con un par de toallas bajo el brazo. Se quitó el sombrero al acercarse a las damas y saludó con un leve movimiento de cabeza al señor Mortiboy.

—¡Ah, señor Sandham! —exclamó Ellen sacudiendo el dedo de forma admonitoria—. ¡Ha vuelto a bañarse usted en la roca de St. Catherine, a pesar de todas nuestras advertencias!

—Querida Ellen —la interrumpió Kate con aire petulante—, ¿cómo se te ocurre? Si el señor Sandham quiere arriesgar la vida después de todo lo que le hemos dicho, ¡sin duda no es de nuestra incumbencia!

—¡Vamos, señorita Kate, no sea injusta conmigo! —dijo Sandham—. Sabe usted muy bien —añadió bajando la voz— que sus palabras tienen mucha importancia para mí, pero el mar estaba muy quieto esta mañana y la verdad es que no hay otro lugar donde un nadador pueda disfrutar del baño. ¿Sabe usted nadar, señor Mortiboy?

—Sí, señor —replicó dicho caballero—. Lo cierto es que me las apaño bastante bien. He tomado lecciones en la piscina de Peerless y en los baños de Holborn y soy buen nadador. Pero no me gusta. No me divierte demasiado eso que la gente llama absurdamente «deportes viriles». Hace veinte años, a los jóvenes les gustaba conducir carruajes; ahora no se me ocurre nada más aburrido que empuñar unas riendas de cuero y conducir cuatro caballos cansados, sentado en un duro pescante y escuchar la conversación de un caballero sin educación. No monto, porque detesto dar saltitos arriba y abajo en una dura silla de montar y pelarme la piel; no juego al críquet porque cuando hace calor me gusta estar fresco y tranquilo y no fatigarme corriendo a pleno sol; y, en cuanto a salir a cazar y recorrer kilómetros y kilómetros por el rastrojo en septiembre cargando con una pesada escopeta hasta agotarme, ¡me parece cosa de locos! ¡Soy un hombre práctico!

—¡Desde luego que sí! —dijo Kate, mientras se rezagaba con el señor Sandham y dejaba que el hombre práctico y su hermana, Ellen, los guiaran de vuelta a casa.

No es necesario detallar los dichos y hechos de John Mortiboy durante los días siguientes. Baste con decir que pasó la mayor parte de ellos con la familia Barford, y que a fuerza de disertar sobre lo que era y dejaba de ser práctico y de criticar todo lo que no fuese totalmente útil desde el punto de vista mercantil —incluyendo, en cierta medida, el arte, la poesía, la música y los afectos domésticos— logró ganarse la enemistad absoluta de las dos damiselas e incluso agotar el aprecio que le profesaba la señora Barford.

Al quinto día de producirse la intrusión de aquel sujeto totalmente incongruente en la sociedad de Villa Albion, Ellen y Kate salieron a pasear justo después del desayuno con la esperanza de esquivar la visita de su perseguidor y se dirigieron a la colina del castillo. La noche había sido tempestuosa, y desde su ventana habían visto que el mar estaba muy movido, así que no les sorprendió encontrar a un pequeño grupo de personas en lo alto de la loma que contemplaban la roca de St. Catherine, una enorme masa granítica en cuya cima había unas ruinas antiguas y en torno a la cual, cuando quedaba aislada con la marea alta, la corriente formaba siempre peligrosos remolinos. Pero cuando se unieron al grupo, en el que había varios amigos suyos, descubrieron que estaban observando, con un interés entreverado de temor, las evoluciones de un nadador que había dado la vuelta a St. Catherine y se dirigía a la orilla.

—No lo conseguirá —dijo el capitán Calthorp, un capitán de dragones retirado que, tentado por los precios asequibles, se había instalado en Penethly—, no lo conseguirá, Dios mío. ¡Sí! Así se nada, señor; si sigue así, lo logrará.

—¿Quién es? —preguntó el teniente de guardacostas que estaba a su lado—. ¿Lo conocemos?

—¡Es imposible saberlo a esta distancia! —respondió el capitán Calthorp—, aunque se parece a…, ¡espere! En la torre hay uno de sus hombres con un catalejo, ¡hágale venir!

—¡Eh! ¡Morgan! —gritó el teniente.

—¡Sí, señor! —respondió el hombre en el acto, aunque sin dejar de mirar por el anteojo.

—¡Baje aquí el catalejo!

—¡Sí, señor! —Y a los dos minutos el viejo guardacostas estaba junto al oficial. Saludó y le entregó el catalejo, pero al hacerlo añadió en voz baja—: Que Dios ayude a ese caballero, ¡está perdido! ¡Ah!, mírelo, pobre hombre, no hay quien lo salve.

—¡Qué! —gritó el teniente, llevándose el catalejo a la cara—. ¡Dios mío, tiene usted razón!, está en un mal sitio, y… ¡caramba!, si es ese artista, ¡el amigo de los Barford!

—¿Quién? —chilló Kate, corriendo—. ¿Quién ha dicho que es, señor Lawford? ¡Por el amor de Dios, sálvenlo! ¡Sálvelo, señor Lawford! ¡Sálvelo, capitán Calthorp!

—Mi querida señorita —respondió este último caballero—, estoy seguro de que Lawford no sabía que se encontraba usted aquí, de lo contrario…

—No es momento de andarse con ceremonias, capitán Calthorp —repuso Ellen—. ¡Por el amor de Dios, hagan algo por salvar al… de mi hermana… al señor Sandham!

—Mi querida señorita Barford —respondió Lawford, que había estado cuchicheando con Morgan—, me temo que ya nadie puede ayudar a ese desdichado. Antes de que podamos bajar a la playa y botar un bote, con lo alta que está la marea…

—¡La corriente lo habrá arrastrado al otro lado de St. Catherine y a mar abierto!

—¡Oh, ayúdenle! —gritó Kate—. ¡Oh, qué cruel y cobarde! ¡Ayúdelo, señor Lawford! —Alzó las manos implorando al teniente—. ¡Oh, señor Mortiboy! —exclamó, al ver a dicho caballero que subía andando lentamente por la colina con Beppo detrás de sus talones—. ¡Por el amor de Dios, salve al señor Sandham!

—Que… ¿salve al señor Sandham…? Pero, señorita, no acabo de comprender… —empezó el señor Mortiboy, mirando vagamente hacia donde indicaban sus manos extendidas; luego exclamó—: ¡Dios mío! ¿Es él? ¡Allí! ¡Allí abajo!

—¡Sí! —susurró Ellen Barford—, ¡sí! Dicen que la corriente lo habrá arrastrado antes de que consigan botar un bote… ¡afirman que está perdido!

—¡Nada de eso! ¡Al menos todavía! —replicó Mortiboy, excitado pero sin alterarse—. Mientras hay vida hay esperanza, señorita B., y aún podemos… ¡Ven aquí, Beppo! ¡Vamos, chico! ¡Ven! ¡Buen muchacho! —El perro acudió dando saltos en torno a su amo—. ¡Eh! ¡No! ¡Aquí no! ¡Allí, allí! ¡Mira, chico! —Lo agarró del collar y señaló el lugar donde la cabeza de Sandham era apenas una mota en el agua—. ¿Lo ves, muchacho? Dios mío, lo ha visto —dijo al oír que el perro soltaba un grave gruñido y se quedaba inmóvil—. Vamos, chico, ¡corre!, ¡al agua, Beppo! Buen perro, ahí va.

El perro salvó la cerca de un salto, bajó por la resbaladiza pendiente y saltó al mar. Por un momento lo perdieron de vista y luego reapareció y empezó a nadar hacia el hombre en apuros. De vez en cuando los remolinos lo arrastraban con la corriente, pero, aun así, el valiente can perseveró; los espectadores contuvieron el aliento al verlo acercarse a la mota negra, que se hacía más pequeña con cada segundo que pasaba y se alejaba más y más de la orilla. Pero Beppo avanzó ayudado por la corriente y llegó a la altura de Sandham justo a tiempo de que el hombre, exhausto, le pasara el brazo por el cuello y notase los dientes del animal en sus hombros. Todos lo vieron desde la orilla y Kate Barford se desmayó.

Pero la tarea estaba hecha sólo a medias: el perro dio la vuelta y luchó valientemente por llegar a la orilla, pero ahora tenía la corriente en contra y le entorpecía su carga. Luchó y luchó, pero el avance era muy lento y cada centímetro que ganaba era a costa de una intensa lucha y de un enorme esfuerzo.

—¡Dios mío! No lo conseguirá —exclamó el teniente Lawford con el catalejo en el ojo, y al oírlo, el viejo Morgan murmuró entre dientes: «Tenemos que ayudarle cueste lo que cueste», y corrió pendiente abajo hacia un bote de recreo que estaba varado en la arena.

—¡Voy con usted, amigo! —gritó John Mortiboy—. No sé gobernar un bote, pero puedo remar con fuerza. —Y siguió al viejo lo mejor que pudo. Llegaron al bote, lo arrastraron hasta la orilla, donde Mortiboy subió a bordo. El viejo Morgan lo arrastró con el agua por la cintura y luego subió también. Empezaron a remar, Morgan con un ritmo firme y continuo, Mortiboy con fuertes sacudidas que tan pronto empujaban la proa del bote a un lado como al otro, entonces el viejo Morgan se volvió y gritó:

—¡Está perdido! Los dos se están hundiendo.

Mortiboy miró también, estaban todavía a una distancia de diez veces el bote y tanto el perro como el hombre estaban desapareciendo.

—Todavía no —gritó, y en un instante se quitó la levita negra y las botas de agua y saltó al mar con tanta nobleza como lo había hecho su perro.

Unas cuantas brazadas lo llevaron junto a Sandham, lo agarró del pelo y luchó valientemente con las olas; el perro, al reconocer a su amo, pareció cobrar fuerzas de flaqueza y el trío siguió a flote hasta que el viejo Morgan los subió uno a uno a bordo. Cuando llegaron a la orilla, todo Penethly estaba en la playa vitoreándolos: sacaron del bote al señor Sandham, que se había desvanecido, aunque se recuperaría, y le dieron un buen vaso de
grog
al señor Mortiboy, que estaba temblando como una hoja de álamo, y que recibió más calor de la cálida presión de la mano de Ellen Barford mientras le susurraba: «¡Dios le bendiga, señor Mortiboy!» que del
grog
, aunque se lo bebió, como si le reconfortara mucho. En cuanto a Beppo, no sé lo que habrían hecho por él los pescadores, pero se negó a apartarse de Sandham. Cuando trasladaron al artista a sus alojamientos, el perro metió el hocico en su mano y no se marchó hasta que lo dejaron a salvo en su cama.

El señor Sandham estuvo, según sus propias palabras, «muy bien» al día siguiente, pero el señor Mortiboy, poco acostumbrado a hacer ejercicio y a la humedad, cayó enfermo y pasó en cama varias semanas, y en mi opinión no habría salido de ésta de no haber sido por los cuidados y atenciones de las tres enfermeras de Villa Albion. Ellen fue la más constante y regular de las tres, y el paciente parecía mejorar a ojos vista a su cuidado.

—Está haciendo progresos, Kate —le dijo una noche a su hermana—. Es un buen paciente. Como él mismo diría, es un hombre muy práctico.

—Gracias a Dios que lo es, Nell —respondió Kate con lágrimas en los ojos—. ¡Piensa en lo que hizo por nosotras!

Desde entonces han pasado tres años, comandante, y un grupo familiar va a reunirse en una enorme habitación cuadrada construida como una especie de excrecencia a una preciosa villa de Kensington. Será el estudio del señor Sandham, miembro de la Real Academia de Arte. Pero, como el cemento y la escayola fraguan con extraordinaria lentitud (¿y dónde no es así, comandante?), el señor Sandham, miembro de la Real Academia de Arte, llegado de Gales para tomar posesión, ha alojado al grupo en la excelente pensión de la no menos excelente señora Lirriper, y él, el propietario del citado estudio, está fumando una pipa con un valeroso comandante, y acariciando con el pie el lomo áspero y rizado de su perro Beppo, que está tumbado delante del fuego. La señora Sandham, de soltera Kate Barford, está bordando un vestido de bebé, y pide de vez en cuando el consejo de su hermana, que está cosiendo un gorrito. (Así es, comandante. No les diga que yo se lo he contado).

—¡Qué tarde llega John hoy, Ellen! —dice la anciana señora Barford, desde su sitio junto a la chimenea. (¿La oye usted, comandante?)

—Siempre ocurre lo mismo en Navidad, mamá —responde Ellen. (Ahí está, comandante)—. Desde que murió el tío Crump, el trabajo de John se ha triplicado, y todo depende de él, ¡pobrecito!

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