La señora Lirriper (21 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

Pero el comandante se limitó a resoplar cuando se marchó el señor Buffle, y no hay palabras en el
Diccionario de Johnson
para describir el efecto que eso produjo en mi sistema sanguíneo cuando, al día siguiente de la visita del señor Buffle, el comandante se acicaló y se puso a andar calle arriba y abajo tarareando una tonada con un ojo casi tapado por el ala del sombrero. Dejé la puerta entornada y me aposté detrás de las persianas del comandante con el chal puesto, dispuesta a salir corriendo y gritando con todas mis fuerzas en cuanto intuyese algún peligro, y a coger del cuello a mi huésped hasta quedar exhausta y que alguien llegara a separarlos. No llevaría ni un cuarto de hora detrás de las cortinas cuando vi al señor Buffle acercarse con sus libros en la mano. El comandante también reparó en su presencia y tarareó más fuerte al verlo llegar. Se encontraron en la verja del jardín. El comandante se quitó el sombrero con mucha ceremonia y dijo:

—El señor Buffle, ¿no es así?

El señor Buffle también se quitó el sombrero con mucha ceremonia y respondió:

—Así me llamo, caballero.

—¿Tiene usted algún recibo para mí, señor Buffle? —preguntó el comandante.

—Ninguno, caballero —respondió el señor Buffle.

Luego, querida, los dos se saludaron con una reverencia muy solemne y orgullosa y se despidieron y después, cada vez que el señor Buffle tuvo que pasar a cobrar, él y el comandante se encontraban y saludaban delante de la verja de un modo que me recuerda mucho a Hamlet y al otro caballero de luto antes de matarse el uno al otro, y ojalá dicho caballero hubiese sido más justo e, incluso aunque hubiera sido menos educado, no hubiese recurrido al veneno.

La familia del señor Buffle estaba mal vista en el barrio, pues cuando se es propietaria de una casa, querida, no es natural sentir afecto por el recaudador de impuestos, y además la gente opinaba que un faetón tirado por un solo caballo no justificaba que la señora Buffle se diese tantos humos, sobre todo habiéndolo robado con unos impuestos que a mí misma me parecían tan injustos. El caso es que estaban mal vistos y reinaba cierta infelicidad doméstica en la familia, consecuencia de la aspereza con que ambos se trataban el uno al otro y con la que trataban también a la señorita Buffle, a causa de las atenciones que dicha señorita dedicaba al joven aprendiz del señor Buffle, y se murmuraba que acabaría tísica o que entraría en un convento, por lo extremadamente delgada e inapetente que estaba y por los dos caballeros bien afeitados con pañuelos blancos al cuello que la miraban desde la esquina cada vez que salía con unos chalecos que parecían mandiles negros. En esa situación estaba el señor Buffle cuando una noche me despertó un grito espantoso y un olor a quemado, y al asomarme a la ventana vi toda la calle iluminada por un resplandor. Por suerte, teníamos dos habitaciones vacías y, justo antes de que pudiera correr a vestirme, oí al comandante que llamaba a la puerta de la buhardilla mientras gritaba: «¡Vístanse! ¡Fuego! ¡No se asusten! ¡Fuego! ¡Tengan calma! ¡Fuego! ¡No pasará nada! ¡Fuego!», con voz estentórea. Al abrir la puerta de mi dormitorio iba dando tumbos y me cogió entre sus brazos.

—Comandante —dije sin aliento—, ¿dónde es el fuego?

—No lo sé, mi querida señora —respondió el comandante—, ¡fuego! Jemmy Jackman la protegerá mientras le quede sangre en el cuerpo… ¡Fuego! Si nuestro querido niño estuviese en casa, cómo disfrutaría con esto… ¡Fuego! —Y todo lo dijo muy animoso y tranquilo, aunque cada vez que gritaba «¡Fuego!» yo me estremecía de pies a cabeza. Bajamos corriendo al salón, asomamos la cabeza por la ventana y el comandante preguntó a un arrapiezo insensible que daba brincos encantado como si estuviese a punto de partirse de risa:

—¿Dónde es el fuego?

El arrapiezo respondió sin detenerse:

—¡Menuda guasa! El viejo Buffle le ha pegado fuego al edificio para que no descubriesen que no pagaba sus impuestos. ¡Hurra! ¡Fuego!

Y luego vimos volar las pavesas y el humo y oímos el crepitar de las llamas, los chorros de agua, el ruido de los coches de bomberos, los golpes de las hachas, los cristales rotos y la gente que llamaba a las puertas; los gritos, los chillidos, las prisas y el calor me produjeron unas palpitaciones terribles.

—¡No se asuste, mi querida señora! —exclamó el comandante—. ¡Fuego! ¡No hay por qué alarmarse por el… fuego! No abra la puerta de la calle hasta que yo vuelva… ¡Fuego! Iré a ver si puedo serles de ayuda… ¡Fuego! Está usted cómoda y tranquila, ¿no? ¡Fuego, fuego, fuego!

En vano traté de sujetarlo y de decirle que corría hacia una muerte segura si se acercaba a los coches de bomberos… que el esfuerzo de bombear lo mataría… que moriría con los pies helados en el agua sucia y el barro… que lo aplastaría un tejado al desplomarse… Estaba decidido y salió corriendo casi sin aliento detrás de aquel arrapiezo, y las criadas y yo nos apiñamos en la ventana del salón contemplando las terribles llamas por encima de las casas al fondo de la calle, pues el señor Buffle vivía a la vuelta de la esquina. Poco después, vimos a un grupo de gente que corría hacia nuestra casa y al comandante que daba instrucciones muy atareado, luego a otro grupo de gente y por fin, transportado en una silla como si fuese Guy Fawkes
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, ¡al señor Buffle envuelto en una manta!

Querida, el comandante hizo que llevaran al señor Buffle a nuestros escalones, lo metieran en el salón y lo sentaran en el sofá, y luego él y los demás volvieron a salir a toda prisa sin decir palabra, dejando sólo una estela y al señor Buffle, que tenía una pinta terrible envuelto en su manta con los ojos desorbitados. En un abrir y cerrar de ojos volvieron todos con la señora Buffle envuelta en otra manta, la metieron en el salón y la dejaron en el sofá, luego volvieron a salir y volvieron a entrar con la señorita Buffle envuelta en otra manta, y luego volvieron a salir y a entrar con el joven aprendiz del señor Buffle envuelto en otra manta y sujeto del cuello de dos hombres que lo llevaban cogido por las piernas, convertido en la viva imagen de esa desdichada criatura justo después de perder el combate (aunque no sé dónde se habrían dejado la silla
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) y con el cabello con aspecto de recién peinado. Una vez estuvieron todos en fila, el comandante se frotó las manos y me susurró con la mayor dulzura:

—¡Ojalá nuestro querido niño hubiese estado aquí, qué bien lo habría pasado!

Querida, les preparamos té caliente con tostadas y un poco de brandy con agua y una pizca de nuez moscada; al principio estaban muy asustados y desanimados, pero como lo tenían todo asegurado no tardaron en volverse más sociables. Y lo primero que dijo el señor Buffle fue que el comandante era su salvador y su mejor amigo y luego añadió: «Mi eternamente querido amigo, permita que le presente a la señora Buffle». Ella también lo llamó su salvador y el mejor de sus amigos y se mostró lo más jovial que pudo envuelta en aquella manta. Y lo mismo la señorita Buffle. El joven aprendiz estaba un poco agitado y no paraba de lamentarse: «¡Robina reducida a cenizas, Robina reducida a cenizas!». Lo que resultaba tanto más conmovedor viniendo de un joven envuelto en una manta que parecía que asomaba de una funda de violonchelo, hasta que por fin el señor Buffle dijo:

—¡Robina, háblale!

Y la señorita Buffle exclamó:

—¡Mi querido George!

Y, si el comandante no le hubiese obligado a beber un poco de agua con brandy que le hizo toser por culpa de la nuez moscada, aquello habría sido demasiado para sus fuerzas. Cuando el joven aprendiz se calmó un poco, el señor Buffle se inclinó hacia la señora Buffle, como dos bultos que se hicieran confidencias, y dijo con lágrimas en los ojos que el comandante enjugó al verlas:

—No hemos sido una familia unida, seámoslo después de sobrevivir a este peligro. Tómala, George.

El joven caballero no pudo sacar los brazos para tomar a la señorita Buffle, pero sus expresiones de afecto fueron muy hermosas, aunque un poco incoherentes. Y no recuerdo comida más agradable que el desayuno que tomamos juntos después de dormir un poco; la señorita Buffle preparó el té con mucha dulzura al estilo romano como se representaba antes en el Teatro de Covent Garden y toda la familia se mostró muy amable, como habían hecho desde la noche en que el comandante se plantó al pie de la escalera de los bomberos y les animó a bajar —el joven caballero con la cabeza por delante—. Y, aunque no pretendo decir que seríamos menos aficionados a pensar mal de los demás si no dispusiésemos más que de unas mantas para cubrirnos, sí afirmo que la mayoría nos llevaríamos mejor si no guardásemos tanto las distancias.

Fíjate si no en Wozenham, un poco más abajo, al otro lado de la calle. A lo largo de muchos años me amargó por lo que sigo considerando una competencia desleal y sistemática y por la falta de parecido de su casa con la del grabado de Bradshaw, que tiene demasiadas ventanas y un umbroso roble como nunca se vio en la calle Norfolk, igual que tampoco se ha visto un carruaje tirado por cuatro caballos delante de su puerta, por lo que habría sido más decente por su parte dibujar un cabriolé. Dicha animosidad continuó amargándome hasta una tarde del pasado enero en que una de mis criadas, Sally Rairyganoo, de quien sigo sospechando que debe de ser de origen irlandés por mucho que la familia diga que es de Cambridge, de lo contrario por qué iba a fugarse con un albañil de Limerick y casarse calzada con un par de zuecos, sin esperar a que se deshinchara el ojo morado del novio, y con sólo catorce invitados y un caballo y todos peleándose sobre el techo del carruaje, ya te digo, querida, que mi animosidad contra la señorita Wozenham duró hasta una tarde del pasado enero, en que Sally Rairyganoo entró con estrépito (no se me ocurre una forma más suave de decirlo) en mi habitación dando unas zancadas que podrían o no ser típicas de Cambridge, y exclamó:

—¡Hurra, señora! ¡Van a embargar a la señorita Wozenham!

Querida, cuando comprendí que la tal Sally tenía razones para creer que yo me alegraría de la ruina de uno de mis semejantes, rompí a llorar y me desplomé en el sillón diciendo:

—¡Me avergüenzo de mí misma!

¡Pues bien!, traté de calmarme y tomar el té, pero no podía dejar de pensar en la señorita Wozenham y en sus apuros. Hacía una tarde horrible y me levanté para ir hasta la ventana de enfrente y miré hacia la pensión de Wozenham. Entre la niebla reparé en que no podía tener un aspecto más desolador y en que no había ni una sola luz encendida. Así que por fin me dije: «Esto no puede seguir así», y me puse mi sombrero más viejo y mi chal, para no hacer ostentación del nuevo en un momento como ése, y hete aquí que me fui a casa de la señorita Wozenham y llamé a la puerta.

—¿Está en casa la señorita Wozenham? —pregunté al oír abrir la puerta. Y entonces comprobé que era la propia señorita Wozenham quien la había abierto: la pobre parecía muy cansada y tenía los ojos hinchados de tanto llorar—. Señorita Wozenham —dije—, hace unos años las dos tuvimos un pequeño desacuerdo a propósito de una gorra de mi nieto que cayó en su patio. Yo lo he olvidado y espero que usted haya hecho lo propio.

—Sí, señora Lirriper —dijo sorprendida—, olvidado está.

—En ese caso, querida —repuse—, me encantaría entrar y hablar con usted.

Cuando oyó que la llamaba «mi querida señorita Wozenham» rompió a llorar de un modo conmovedor y un anciano que podría haber ido mejor afeitado y llevaba un gorro de dormir con un sombrero encima, y que se excusó por haber contraído las paperas y enviado a buscar a su mujer escribiéndole una nota sobre el fuelle que tenía en la mano a guisa de escritorio, se asomó al patio de atrás y dijo: «La señora necesita unas palabras de consuelo», y luego volvió a entrar.

Eso me permitió decir con aire muy natural:

—¿Así que la señora necesita unas palabras de consuelo, señor mío? ¡Pues por mi vida, que las tendrá!

La señorita Wozenham y yo pasamos a la habitación de enfrente, donde una luz vacilante, que daba la impresión de haber estado llorando también, chisporroteaba como si estuviera a punto de apagarse, y le dije:

—¡Oh, querida, cuéntemelo todo!

Ella se retorció las manos y respondió:

—¡Oh, señora Lirriper, ese hombre lo ha embargado todo y no me queda ni un amigo en el mundo que pueda ayudarme con un chelín!

No tiene importancia lo que una vieja parlanchina como yo le respondiera a la señorita Wozenham al oír aquello, así que, querida, en lugar de eso te contaré que habría pagado treinta chelines por llevarla a mi casa a tomar el té, pero no me atreví pensando en el comandante. Ten en cuenta que yo sabía muy bien que podía manejarlo como una de mis bobinas de hilo, y tal vez convencerlo incluso de eso, si me lo hubiese propuesto, pero los dos nos habíamos contado tantas historias sobre la señorita Wozenham que me daba vergüenza, sabía que ella había ofendido su orgullo y no el mío y además me incomodaba que la Rairyganoo pudiera sacar falsas conclusiones. Así que le dije:

—Querida, si pudiera ofrecerme usted una taza de té para aclararme las ideas, tal vez entendiese mejor sus asuntos.

Así que me sirvió el té y me explicó sus asuntos y resultó que todo se reducía a una deuda de cuarenta libras y… ¡fíjate!, resulta que no hay persona más recta e industriosa que ella y ya me ha devuelto la mitad, ¿y para qué insistir, si no vale la pena decir más? Lo que sí vale la pena es añadir que, cuando me estaba besando las manos y sujetándomelas y volviéndomelas a besar y bendiciéndome una y otra vez, yo me animé por fin y le dije:

—¡Menuda vieja pomposa he sido, querida, al tomarla por una persona tan distinta!

—¡Ah, pero yo también! —respondió—. ¡Qué equivocada estaba con usted!

—Vamos, querida, por el amor de Dios —la animé—, ¿qué pensaba usted de mí?

—¡Oh! —replicó—, pensé que no tenía usted sentimientos por alguien que llevaba una vida mísera como la mía y que nadaba usted en la opulencia.

Yo respondí partiéndome de risa (y muy contenta de hacerlo, pues llevaba demasiado tiempo angustiada)

—Sólo fíjese usted en mi figura y dígame si podría nadar en algún sitio.

¡Eso le hizo gracia! Nos alegramos como dos francolines (sea eso lo que sea y si es que lo sabes, querida, porque yo lo ignoro) y volví a casa muy feliz y agradecida. Pero, antes de concluir mi historia, ¡piensa en cómo malinterpreté incluso al comandante! ¡Sí! A la mañana siguiente, el comandante entró en mi cuarto con el sombrero bien cepillado en la mano y empezó:

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