La señora Lirriper (20 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

Al estar aquí contigo, querida, en mi propio sillón, en la silenciosa habitación de mi pensión en el número 81 de la calle Norfolk, en el Strand, Londres, a medio camino entre la City y St. James —suponiendo que todo siga en su sitio con esos hoteles que se hacen llamar pequeños y que el comandante Jackman llama enormes, que crecen con astas de bandera cuando ya no pueden llegar más alto, mi opinión de esos monstruos es que prefiero el rostro franco de un casero o una casera cuando llego de viaje a una placa de latón con un número electrificado que por su propia naturaleza no puede alegrarse de verme y que hay que apretar para que te suban a donde no quieres ir como si fueses un barril de melaza en el puerto para luego tener que quedarte allí telegrafiando en vano con los instrumentos más ingeniosos para que te rescaten—, decía, querida, que al estar aquí contigo es innecesario decir que sigo regentando una pensión y que espero morir dedicada al mismo negocio y que el cura tenga a bien pronunciar unas palabras en St. Clement's Danes y luego que me entierren en el cementerio de Hatfield donde descansaré otra vez junto a mi pobre Lirriper, polvo al polvo y cenizas a las cenizas.

Tampoco te descubriré nada nuevo, querida, si te digo que el comandante sigue siendo parte de las habitaciones de la planta baja igual que el tejado forma parte de la casa, y que no hay niño mejor ni más listo que Jemmy, a quien siempre le hemos ocultado la cruel historia de su joven, hermosa y desdichada madre, la señora Edson, abandonada en el segundo piso y muerta en mis brazos, por lo que está convencido de que soy su abuela y él, un huérfano. Aunque lo de los trenes, desde que él y el comandante se aficionaron a fabricar locomotoras con sombrillas, cacerolas de hierro y bobinas de hilo, que descarrilan, caen sobre la mesa y hieren a los pasajeros casi de tanta gravedad como las de verdad, es realmente sorprendente. Y cuando le digo al comandante: «Comandante, ¿no podría usted ponernos en comunicación de algún modo con el maquinista?», él replica muy ofendido: «No, señora, eso es imposible», y cuando respondo: «Y ¿por qué no?», el comandante alega: «Es competencia exclusiva de los empleados del servicio ferroviario, señora, y de nuestro amigo el Muy Honorable Vicepresidente de la Junta de Comercio» , y créeme, querida, que el comandante escribió a Jemmy a la escuela para consultarle la respuesta que debían darme, antes de que pudiera sacarle siquiera aquellas respuestas tan poco convincentes, porque cuando empezaron con las maquetas y con todas esas señales tan hermosas e impecables (que por lo general funcionan tan mal como las auténticas) y les dije riéndome: «Y ¿cuál será mi función en esta empresa, caballeros?», Jemmy me echó los brazos al cuello y me dijo brincando de alegría: «Tú serás el público, abuela», y en consecuencia abusaron de mi paciencia cuanto quisieron y yo tuve que quedarme rezongando en mi sillón.

Querida, no me corresponde a mí decir si es que un hombre tan inteligente como el comandante no puede dedicarse a algo a medias —ni siquiera aunque se trate sólo de un juego— y debe consagrarse enteramente a ello o si hay algún otro motivo, pero el caso es que supera con mucho a Jemmy en la seriedad con que se ha implicado en la gestión de la Línea de la Planta Baja del Gran Norfolk de la Sociedad de Ferrocarriles Lirriper & Jackman. «Pues —dijo mi Jemmy con los ojos brillantes cuando la bautizaron— debemos ponerle un nombre muy rimbombante, abuela, o nuestro estimado público —y el muy granuja me besó— no querrá confiarnos su dinero». Así que el público compró las acciones —diez a nueve peniques, e inmediatamente después, doce acciones preferenciales a un chelín con seis peniques— y Jemmy las firmó todas y el comandante las contrafirmó, y, dicho sea entre nosotras, fue un dinero mejor empleado que el de otras acciones que he comprado en mi vida. En esas mismas vacaciones, se construyó la línea, empezó a funcionar, se hicieron viajes, se produjeron colisiones, reventaron las calderas y aconteció toda clase de accidentes y contratiempos, todos ellos muy correctos e interesantes. El sentido de la responsabilidad del comandante como jefe de estación al estilo militar, querida, cuando pone en marcha el tren con un poco de retraso y toca una de esas campanitas que se compran con el cubo de carbón que lleva a cuestas el carbonero, ciertamente le honra, pero, cuando lo veo de noche escribiendo su informe mensual, para enviárselo a Jemmy a la escuela, acerca del estado de los vagones y la vía y demás (está todo en el aparador del comandante, que le quita el polvo con sus propias manos cada mañana antes de embetunarse las botas) lo veo muy concentrado y preocupado y frunce el ceño de un modo temible. Pero es que el comandante no hace nada a medias como testimonia el placer con que sale de paseo con Jemmy, cuando lo tenemos aquí, con una cadena y una cinta métrica y ambos proyectan qué sé yo qué mejoras en la abadía de Westminster y la demolición de no sé cuántas calles por decreto parlamentario. ¡Que no se llevarán a cabo hasta que, Dios mediante, Jemmy se dedique a esa profesión!

Hablar de mi pobre Lirriper me ha traído a la memoria a su hermano pequeño, el doctor, aunque no estoy segura de en qué pueda serlo, salvo en licores, pues Joshua Lirriper no tiene ni idea de física, ni de música, ni de derecho, pese a que constantemente recibe citaciones del juzgado y órdenes de detención y tiene que darse a la fuga, y una vez lo detuvieron en el pasillo de esta misma casa, con el paraguas y el sombrero del comandante y se identificó, todavía sobre el felpudo, como sir Johnson Jones, K.C.B.
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, con domicilio en los cuarteles de la Guardia Montada. En dicha ocasión, había entrado apenas un minuto antes, a pesar de que la criada le pidió que esperara fuera cuando él le entregó un trozo de papel arrugado que más parecía un alegrador para encender velas que una nota, y en el que me daba a escoger entre prestarle treinta chelines o ver sus sesos esparcidos por el establecimiento, insistiéndole en que era urgente y requería respuesta. Querida, me asustó tanto imaginar los sesos de una persona de la misma sangre que mi pobre y querido Lirriper desparramados por el linóleo, que, por muy poco que mereciese mi ayuda, salí de mi habitación para preguntarle cuánto quería por comprometerse a no hacerlo jamás, y entonces fue cuando lo encontré custodiado por un par de caballeros a quienes, si no se hubieran identificado como policías y a juzgar por lo mullido de su apariencia, yo habría tomado más bien por un par de colchoneros. «¡Saque sus cadenas, señor —le dijo Joshua al mas menudo de los dos, que era el que llevaba el sombrero más grande—, cierre mis grilletes!» ¡Imagina mis sentimientos cuando lo veía ya recorriendo esposado la calle Norfolk y á la señorita Wozenham asomada a la ventana! «¡Caballeros —les espeté trémula y casi a punto de desmayarme—, tengan la bondad de llevarlo a las habitaciones del comandante Jackman!». Así que lo condujeron a sus habitaciones y, cuando el comandante vio que llevaba puesto su sombrero, que Joshua Lirriper había cogido al pasar delante del perchero con la intención de hacerse pasar por militar, se encolerizó tanto que se lo quitó de la cabeza de un manotazo y lo envió de una patada al techo donde dejó una marca que duró mucho tiempo.

—Comandante —dije yo—, serénese y recomiéndeme qué hacer con Joshua, el hermano pequeño de mi difunto Lirriper.

—Señora —respondió el comandante—, mi consejo es que le procure usted alojamiento y comida en un molino de pólvora y le dé usted una buena propina al propietario cuando explote.

—Comandante —repliqué—, como cristiano que es usted, no puede estar hablando en serio.

—Señora —repuso el comandante—. ¡Dios sabe que así es!

Lo cierto es que el comandante, a pesar de todos sus méritos y de su corta estatura, es un hombre muy apasionado y tenía muy mala opinión de Joshua a raíz de otros roces anteriores, aparte de las libertades que se había tomado ahora con sus cosas. Cuando Joshua Lirriper oyó semejante conversación se volvió hacia el hombrecillo del sombrero grande y le dijo:

—¡Vamos, señor! Devuélvame a mi triste mazmorra. ¿Dónde está la paja mohosa?

Querida mía, al imaginarlo cubierto de cadenas, como el barón Trenck en el libro de Jemmy
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, me sentí tan abrumada que prorrumpí en lágrimas y le dije al comandante:

—Comandante, coja mis llaves y arréglelo todo con estos caballeros o no volveré a conocer un momento de felicidad. Y lo cierto es que tuvimos que hacerlo varias veces, antes y después, aunque hay que recordar que Joshua Lirriper tiene buenos sentimientos, como demuestra el hecho de que se sienta siempre tan afligido cuando no puede vestir luto por su hermano. Hace ya muchos años que dejé de vestir mis hábitos de viuda, pero no puedo resistirme a la ternura de Joshua cuando escribe: «Un simple soberano me permitiría vestir un traje decente en recuerdo de mi tan querido hermano. Le prometí en el momento de su triste fallecimiento que siempre vestiría luto en su memoria, pero ¡ay!, qué cortos de vista somos, ¿cómo va a cumplir ese voto quien no tiene ni un penique?». Dice mucho en favor de la fuerza de sus sentimientos que, cuando falleció mi pobre Lirriper, él apenas tuviera siete años y le honra haber cumplido siempre su promesa. Pero ya se sabe que todos tenemos un lado bueno —aunque sea tan difícil encontrarlo en algunas personas— y, pese a que fuese muy poco delicado por parte de Joshua manipular los sentimientos de nuestro niño querido cuando lo enviamos a la escuela, y escribirle a Linconlshire pidiéndole que le enviara su dinero de bolsillo por correo, como así hizo, sigue siendo el hermano pequeño de mi pobre Lirriper, y tal vez no fuese su intención marcharse sin pagar de la posada de Salisbury Arms cuando su afecto lo llevó a pasar quince días cerca del cementerio de Hatfield y también es posible que no hubiese bebido de no haber sido por las malas compañías. En fin, si el comandante le hubiera mojado con la regadera que guardaba en su habitación sin que yo lo supiera, creo que, sintiéndolo mucho, el comandante y yo habríamos tenido unas palabras. Sin embargo, querida mía, no lamento tanto como tal vez debería lamentar que mojara al señor Buffle por error, y en un momento de ofuscación, pese a que, en casa de la señorita Wozenham, pudieran malinterpretarlo pensando que no podíamos rendir cuentas al señor Buffle, que era recaudador de impuestos. No sé si Joshua Lirriper logrará abrirse camino en la vida, pero oí decir que había interpretado a un bandido en un teatro privado
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sin que el director le hiciese ninguna oferta.

Ya que hablamos del señor Buffle, he aquí un ejemplo de cómo pueden encontrarse cosas buenas en personas de quienes no las esperaríamos, pues es innegable que los modales del señor Buffle en el ejercicio de sus funciones no eran agradables. Una cosa es recaudar y otra mirarla a una como si sospechase que se llevara las cosas por la puerta trasera en plena noche, los impuestos son inevitables, pero las sospechas son voluntarias. También hay que decir que es normal que un caballero del temperamento del comandante no soporte que le hablen con una pluma en la boca, y, aunque no sé si me irrita más tener en casa a una persona que no se quita el sombrero bajo y de ala ancha o tener a una que no se quita cualquier otro sombrero, puedo comprender las razones del comandante, quien, por otro lado, sin ser malvado o vengativo, es un hombre que recuerda las ofensas pasadas, como ha hecho siempre con Joshua Lirriper. Así que, querida, el comandante se la tenía guardada al señor Buffle, y eso me preocupaba mucho. Un día, el señor Buffle llamó secamente a la puerta dos veces y el comandante salió disparado a recibirle.

—Soy el recaudador y vengo a cobrar los impuestos de los dos últimos trimestres —dijo el señor Buffle.

—Aquí los tiene usted —respondió el comandante y le hizo pasar a esta misma habitación. Pero, de camino, el señor Buffle lo miró con suspicacia y el comandante se encendió y le preguntó—: ¿Acaso ha visto usted un fantasma, caballero?

—No, señor —respondió el señor Buffle.

—Es que ya he reparado antes —replicó el comandante— en que parecía usted buscar un espectro bajo el techo de mi respetada amiga. Cuando encuentre usted a ese ser sobrenatural, tenga la bondad de indicármelo, señor mío. —El señor Buffle miró perplejo al comandante y luego se volvió hacia mí e hizo un gesto con la cabeza—. La señora Lirriper, caballero —añadió el comandante montando en cólera y presentándome con un ademán.

—Es un placer conocerla —respondió el señor Buffle.

—¡Ejem…! ¡Jemmy Jackman, señor! —dijo el comandante presentándose a sí mismo.

—Encantado de conocerle en persona —repuso el señor Buffle.

—Jemmy Jackman, señor mío —continuó el comandante moviendo la cabeza de lado a lado con una especie de furia obstinada—, tiene el honor de presentarle a su muy apreciada amiga, esta señora aquí presente, Emma Lirriper del número 81 de la calle Norfolk, en el Strand, Londres, condado de Middlesex, del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda. Con ocasión de lo cual, señor mío, Jemmy Jackman le quita a usted el sombrero. —El señor Buffle miró su sombrero, que el comandante le había tirado al suelo, lo recogió y volvió a ponérselo—. Señor mío —dijo el comandante poniéndose muy colorado y mirándole directamente a la cara—, debe usted dos trimestres de galantería y el recaudador ha venido a cobrarlos. —Dicho lo cual, y puedes creer mis palabras, querida, el comandante volvió a tirarle el sombrero al suelo.

—Esto es… —empezó el señor Buffle muy enfadado y con la pluma en la boca, cuando el comandante, cada vez más furioso, le espetó:

—¡Quítese la pluma de la boca, señor! ¡O por el maldito sistema de impuestos del país y hasta la última cifra de la deuda nacional, que me subiré a su espalda y montaré en usted como en un caballo!

Y no me cabe duda de que así lo habría hecho, pues incluso había empezado a arquear las piernas dispuesto a abalanzarse sobre él.

—Esto es un asalto —replicó el señor Buffle quitándose la pluma de la boca— y lo llevaré a usted a los tribunales.

—Señor mío —repuso el comandante—, si es usted un hombre honorable, recaudador de deudas de honor, podrá obtener una satisfacción en cualquier momento preguntando por el comandante Jackman en las habitaciones de la planta baja.

Cuando el comandante miró airado al señor Buffle diciendo aquellas palabras tan elocuentes, querida, literalmente deseé tener una cucharita de sales volátiles disuelta en una copa de agua, y exclamé:

—Por favor, caballeros, no sigan por ese camino, ¡se lo ruego y suplico!

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