La señora Lirriper (32 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

No sé si fue mi imaginación, pero me pareció que los seis peniques me punzaban en el costado. «Pero vosotros sois mi última esperanza de hacer fortuna —respondí en tono de queja—; si os entrego, estaré renunciando a millones… "dos millones"». Una nueva punzada en el costado terminó de decidirme. Me volví una vez más, desanduve rápidamente mis pasos y ¡puse los dos millones en la mano del viejo!

Apenas recuerdo cómo pasé el resto del día. Estaba atardeciendo cuando, sintiéndome cada vez más cansado y desfallecido, decidí arrastrarme hasta casa. Sin darme cuenta, me detuve delante del escaparate de un panadero; entonces alguien me puso una mano en el hombro. Era el judío. El viejo tenía mucho mejor aspecto y ahora era el que parecía más vivo de los dos.

—Buenos pasteles —dijo el viejo judío—. ¿Tienes hambre?

Demasiado cansado para hablar, asentí con la cabeza.

—Y… y… ¿no tienes dinero? —preguntó el viejo con curiosidad. Moví la cabeza y me dispuse a seguir mi camino—. He… he… gastado los seis peniques —prosiguió el judío—, pero si no te molesta visitar la morada de un pobre viejo, te daré algo de cenar, y, si lo necesitas, también alojamiento. Mi palacio está cerca de aquí.

Lo miré sorprendido y lo seguí. Andando a paso mendicante, se alejó arrastrando débilmente los pies y echó por un callejón donde había casas muy pobres, se detuvo en una de las más próximas y golpeó en el alféizar de la ventana con su muleta.

—Sujétate a mi abrigo cuando nos abran la puerta —dijo el judío—. Tal vez te parezca que está oscuro ahí abajo.

¡Y vaya si lo estaba! Tanto que la mujer que nos abrió la puerta parecía invisible en la penumbra, aunque una voz argentina, que no era la del judío, nos dio la bienvenida y se apagó como la de un espíritu en alguna esfera superior adonde la seguimos a trompicones. Un cabo de vela, que ardía vacilante en un rincón, nos mostró que nuestra guía era una chica de unos quince años vestida con una túnica blanca que la cubría del cuello a los pies, y parecía, por lo que pude adivinar, su única prenda. Las anchas mangas estaban recogidas hasta los codos, como si hubiese estado ocupada en las tareas domésticas, y, por lo inaudible de sus pasos, deduje que debía de ir descalza. Una cinta ancha y blanca recogía una inmensa mata de pelo castaño. ¡Y su rostro! Por joven que yo fuese, y por muy exhausto y soñoliento que estuviera, me sumí en una especie de trance sólo con contemplar una vez su maravillosa belleza. «¿Es una mujer? ¿Es una mujer?», recuerdo haber balbucido para mis adentros. Estuvo unos segundos sin moverse, con aspecto estatuario, y luego extendió los blancos brazos hacia mí con interrogante sorpresa; tuve la sensación de que no sería pecado postrarme a sus pies para adorar lo que parecía más el cielo que la tierra.

—Zell, la cena —dijo el judío y se hizo la oscuridad. Zell se había desvanecido.

Lo que quedaba de la tarde fue un espacio vacío con efímeros vislumbres del paraíso. La fatiga y la inanición me obligaron a dormir, incluso mientras me esforzaba en comer. Pero, en aquellos intervalos de gloria, supe que asistía a un banquete con la Reina de las Hadas y un hebreo harapiento a quien ella llamaba abuelo; comprendí que este último (hablando como si yo no estuviera allí) le contaba la historia de mis seis peniques, lo que me pareció divertido, y por último reparé en que la reina Titania
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observaba con voz lastimera: «¡Pobre chico! ¡Debería estar en la cama!», y me acostó sin más ceremonias.

Mi camastro estaba en el suelo de aquella misma habitación, y lo último que recuerdo son los pies de Titania, tan pequeños, blancos e inmaculados, con unas venas tan azules y tan cerca de mis labios que, de haberme atrevido, se los habría besado… aunque me quedé dormido mientras lo pensaba.

Dormí tan profundamente que cuando desperté al día siguiente, Zell y su abuelo estaban terminando el desayuno. Los dos iban vestidos como el día anterior; el anciano, con su físico raquítico, su ropa harapienta y sus zapatos raídos, ofrecía un extraño contraste con la embrujadora criatura, fresca y dulce como una rosa cubierta de rocío, que tenía a su lado. Si su belleza había sido evidente ya en la penumbra de la noche anterior, la plena luz del día no hizo sino confirmarla. Su semblante era indudablemente judaico, pero muy moreno y con los rasgos más refinados y delicados. Yo seguí embargado por una especie de alegre estupor, incapaz de apartar mis ojos de aquel objeto tan maravilloso. Si el amor puede surgir a los once años, allí nació una pasión inmortal. ¡Oh, ángel mío! De pronto, Zell reparó en que estaba despierto.

Después de servirme un poco de té, salió de la habitación y luego el anciano se acercó y se sentó a mi lado. Tras preguntarme por mi casa y mis amigos, a lo que respondí con candidez que, en aquel momento, no podía decirle nada, pues estaba tratando de «abrirme camino», prosiguió:

—Ya que has sido franco conmigo, muchacho, yo también lo seré contigo. Aunque soy un hombre muy, muy pobre, sí, yo diría que paupérrimo, no soy, como creíste, un mendigo. Tengo un modo de ganarme la vida, pero me obliga a pasar mucho tiempo fuera de casa. Mi nieta, mi Zell (no sé a qué idiota se le ocurriría llamarla así; en realidad se llama Zeruiah), no tiene parientes ni amigos. Por razones que no puedo explicarte, nunca sale de casa. Se me parte el corazón al ver la soledad a que estoy obligado a condenarla. Quédate con nosotros, muchacho, aunque sea sólo por un tiempo. Tendrás alojamiento y comida, y tal vez algo más cuando vengan tiempos mejores. Puedes hacer recados para Zell, y ayudarla con las tareas de la casa. ¿Qué respondes?

¡Si aquel anciano me hubiese explicado que esperaba mi consentimiento para concederme la Corona de Inglaterra, mi corazón no se habría henchido de una alegría tan exultante! ¡Quedarme con ella! ¡Verla! ¡Servirla! ¡Ser su esclavo!

No sé lo que respondí. Sólo recuerdo que diez minutos más tarde, el anciano se había ido arrastrando los pies y que, mientras lavaba las tazas del té, bajo la supervisión de mi hermosa señora, rompí una y recibí un pescozón en la oreja, propinado sin la menor ceremonia. Era evidente que Zell era tan hermosa como impulsiva. En virtud de la inmensa superioridad que le daba aventajarme en cuatro años de edad, la joven dama no me prestó más atención que si fuese un gatito.

La habitación en que nos encontrábamos y el cuartito que había arriba, donde dormía Zell, estaban, como la propia joven, escrupulosamente limpios: el resto de la casa parecía abandonada al polvo y los gusanos. Nuestras parcas comidas se preparaban en el salón, gracias a la suma diaria de unos cuatro peniques y medio que el dueño dejaba antes de marcharse. Mi señora me daba instrucciones acerca de dónde y cómo invertir aquel capital con mayor provecho y según mi habilidad para hacerlo me recompensaba a mi regreso con una radiante sonrisa o con un sonoro pescozón.

Como mi señora era bastante reacia a hacerme partícipe de sus pensamientos, tardé mucho tiempo en averiguar los siguientes detalles: que mi anfitrión, Moses Jeremiah Abrahams, era un caballero cuyas miserias le habrían permitido rivalizar, si no eclipsar, a lo más ilustres avaros de la época, si hubiese poseído algo que atesorar. Que Zell iba vestida de aquel modo para impedir que saliera —e incurriese así en algún tipo de gasto— a la vía pública. (Cuando, sentado en el suelo, mientras ella me lo contaba, contemplé los bellísimos ojos de mi dueña, se me ocurrió que el anciano debía de tener motivos más loables). Que el señor Abrahams, que solía estar ausente hasta el anochecer, en ocasiones volvía todavía más tarde. Y, por último, que no debía sorprenderme si, uno de aquellos días, oía la señal en el alféizar de la ventana y encontraba a otra persona al pie de las escaleras.

—¡Y ay de ti —concluyó mi señora amenazándome con su delicada mano— si traicionas nuestro secreto! —¡Nuestro! Mi corazón desfalleció, pues al instante comprendí lo que significaba, y sentí la quemazón de los celos. Mi señora tenía un enamorado—. ¿Por qué te ruborizas, majadero? —dijo mi señora entre risueña y enfadada—. ¿Podemos confiar en ti o no?

Yo farfullé no sé qué tontunas asegurándole que estaba consagrado en cuerpo y alma a su servicio. Y no me cabe duda de que era sincero.

Mi devoción no tardó en ponerse a prueba. Esa misma noche (una de las que el señor Abrahams llegó tarde) sonó, en el alféizar un golpe como el que él daba. Zell me pidió que la siguiera y bajó rápidamente las escaleras, abrió con cuidado la ventana y un individuo, en apariencia tan débil y andrajoso como su abuelo, la tomó entre sus brazos.

Por un momento, ella se lo permitió, luego se apartó y le dejó sólo que le cogiera de la mano; y aquel monstruo, quienquiera que fuese, pareció comérsela a besos. Después siguió una conversación entre susurros, durante la cual noté que ambos se referían a mí. Por fin, como asustado por una señal del exterior, el desconocido desapareció y nosotros volvimos arriba.

A la mañana siguiente, mi señora me dio una nota sin dirección. Debía llevarla a una tienda en particular y entregársela a un desconocido que me abordaría en la calle. Pero no encontré a ningún desconocido. Temeroso de volver sin haber cumplido mi misión, me entretuve comprando no sé qué bagatela cuando se detuvo en la puerta un faetón y entró en la tienda un caballero. Era muy apuesto, lucía negros y espesos bigotes cuidadosamente rizados, calzaba largas espuelas doradas y tenía pinta de oficial. En la tienda debían de conocerlo bien, pues estuvo toqueteando varios objetos, mientras bromeaba y reía con la dueña, pero no compró nada. ¿Sería ése mi hombre? Por si acaso, me las arreglé para mostrarle lo que llevaba conmigo. Salimos juntos de la tienda.

—¡Dámela! ¡Vamos, chico! —dijo el caballero con aspereza—. Toma esto y esto. —Me dio otra nota y media corona—. Y vuelve aquí mañana.

Le respondí que no quería su dinero, aunque entregaría su nota. Él me miró, soltó un largo y grave silbido, supongo que para expresar su sorpresa, y se marchó.

La alegría de los ojos de mi dulce señora y su mano blanca que me acarició los rizos mientras leía la carta, fueron suficiente recompensa. Luego me convirtió en su confidente: el que la pretendía era lord John Loveless, hijo del orgulloso conde de St. Buryans, con quien, debido a cierto malentendido financiero, el pobre lord John no tenía relaciones precisamente cordiales, por lo que era más que improbable que el conde consintiera a la unión de su hijo con la nieta de un judío empobrecido. De ahí la necesidad de los encuentros clandestinos, en los que mi señora tranquilizaba su conciencia no permitiendo a su enamorado cruzar el umbral de la puerta.

El caballero se presentó en la tienda a la mañana siguiente igual que yo.

Me cogió con familiaridad del brazo.

—Vayamos al río, muchacho. Quisiera charlar contigo.

No estábamos lejos del río. Subimos a un bote y nos alejamos de la orilla mientras mi compañero charlaba agradablemente. Por fin dijo:

—Ese viejo patrón tuyo te tiene atado muy corto, ¿no? ¿Qué hace con su dinero? ¿No lo has oído nunca contando sus guineas? ¡Dime!

Lo negué con firmeza y expresé mi convicción de que era pobre con unas razones tan ingenuas que mi compañero vaciló. Se puso serio, por no decir malhumorado, y pareció aburrirse mientras remábamos de vuelta a la orilla. No le conté a mi señora lo que había ocurrido, pues tendría que haberle hablado de su mal humor cuando le describí su pobreza, y eso podría haberle hecho daño.

Después de aquello, las visitas del caballero se volvieron menos frecuentes y las sonrisas de mi señora más escasas. Andaba con pasos más lentos y tristes, y a veces se sentaba con sus brazos de mármol cruzados sobre el regazo, hasta que yo casi llegaba a dudar de si seguía con vida. En tales ocasiones, me ponía delante de ella para hacerla cambiar de expresión.

Un terrible suceso acabó por sacarla de su estupor. Cierta noche llevaron agonizante a casa al anciano caballero. Lo habían asaltado, golpeado y robado unos malhechores en la calle. Aunque no tenía ninguna herida mortal, la impresión y, peor aún, el robo al que aludía sin cesar contribuyeron a llevarlo a la tumba. A pesar de los esfuerzos del médico, se apagó rápidamente y murió a medianoche.

Mi señora, que no se había apartado de su lado, lo soportó todo con una extraña entereza. Nunca la vi llorar, pero su rostro lívido y sus ojos encendidos me llenaron de preocupación.

Se encontró un testamento en regla, en el que el anciano, en términos generales, legaba a su nieta, Zeruiah Abrahams, todo lo que poseyera en el momento de su muerte, y señalaba a un tal Lemuel Samuelson como tutor y legatario. Nunca supimos cuánto dinero llevaba el anciano encima cuando le robaron. Las monedas que encontramos en la casa apenas bastaron para pagar al médico, y los muebles no valdrían más de veinte o treinta libras. Una parte los vendimos, con la ayuda de un vecino, para que el anciano no tuviese el funeral de un mendigo; lo demás pensamos que serviría para comprar ropa para Zell (puesto que ahora ambos debíamos partir y «abrirnos camino») y comida hasta que encontráramos dicho camino. Una vez hecho todo esto, la casa cobró un aspecto desolado y abandonado, igual que mi pobre señora. Aunque nunca me lo dijo, el abandono de su enamorado —de quien nada supimos en aquella época de tribulación— le partió el corazón.

Un día, antes de que llegase su ropa, estaba yo pululando inquieto por la habitación y pensando en qué decirle para consolarla, cuando de pronto levantó la cabeza:

—Charley, ¿tú también me vas a abandonar?

—¡Zell! ¡Abandonarte! —Y prorrumpí en llanto como un idiota.

—No… ¡No llores! Mi niño… —Y, contagiada por mis lágrimas, la pobre Zell apoyó la cabeza en la mesa y se puso a llorar en voz alta.

Casi en ese mismo instante reparé en un arrapiezo que nos hacía gestos con la mano desde la calle. Balbuciendo una excusa, corrí fuera.

—El caballero me ha dado un chelín —dijo el chico— para que le diga que le está esperando en la esquina.

En la esquina, o, más correctamente, a la vuelta de la esquina, estaba lord John Loveless.

—Vamos, muchacho —dijo el caballero apresuradamente—, corro un gran peligro al venir y sólo puedo quedarme un instante. ¿Qué tal se encuentra tu señora? ¿Está bien? ¿Está bien cuidada? ¿De verdad era un mendigo el viejo?

Respondí que el anciano no había sido nunca un mendigo, aunque no teníamos dinero, y teníamos intención de buscar trabajo en cuanto pudiéramos.

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