La señora Lirriper (35 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

Vi alejarse la luz de su linterna hasta que casi desapareció y luego me di la vuelta para seguir mi camino solo. No tenía la menor dificultad, pues, a pesar de la oscuridad, la línea de la cerca de piedra se veía con bastante claridad contra el pálido resplandor de la nieve. Qué silenciosa parecía ahora que sólo se oían mis pasos; ¡qué silenciosa y solitaria! Me embargó una extraña y desagradable sensación de soledad. Aceleré el paso. Tarareé un fragmento de una canción. Imaginé una suma enorme y calculé el interés a una tasa determinada.

Hice lo que pude, en suma, para quitarme de la cabeza las asombrosas especulaciones que acababa de oír y, hasta cierto punto, lo conseguí.

Entretanto, el aire nocturno pareció volverse más y más frío, y, aunque seguía andando a buen paso, no lograba entrar en calor. Mis pies parecían de hielo. Perdí la sensibilidad en las manos y me agarré instintivamente a la escopeta. Incluso respiraba con dificultad, como si, en lugar de recorrer un tranquilo camino del norte, estuviese escalando la cima de una montaña gigantesca. Este último síntoma llegó a hacerse tan molesto que tuve que parar unos minutos y apoyarme en la cerca de piedra. Al hacerlo, volví la vista atrás y vi, con infinito alivio, un lejano punto de luz, como el resplandor de una linterna que se acercara. Al principio deduje que Jacob había vuelto sobre sus pasos y me había seguido, pero justo cuando acababa de pensarlo apareció una segunda luz… una luz paralela a la primera y que se acercaba a la misma velocidad. No tuve que pensarlo dos veces para concluir que debía de tratarse de las luces de algún carruaje privado, aunque me pareció raro que un carruaje privado fuera por un camino tan peligroso y que llevaba tanto tiempo en desuso.

No obstante, no cabía la menor duda, pues las luces iban aumentando en brillo y tamaño a cada instante, e incluso me pareció distinguir el oscuro perfil del carruaje entre las dos. Se acercaba muy deprisa, y casi sin hacer ruido, pues había treinta centímetros de nieve debajo de las ruedas.

En ese momento, la forma del carruaje se volvió claramente visible detrás de las luces. Parecía extrañamente liviano. Me asaltó una súbita sospecha. ¿Sería posible que me hubiese pasado el cruce en la oscuridad sin reparar en el poste indicador y que aquélla fuese la misma diligencia que había ido a coger?

No tuve ocasión de preguntármelo dos veces, pues justo en ese momento tomó la curva. El cochero y su acompañante, un pasajero que viajaba fuera, y cuatro caballos grises iban todos envueltos en un tenue halo de luz, a través del cual resplandecían las luces como dos meteoros ardientes.

Salté adelante, agité el sombrero y grité. La diligencia avanzaba a toda velocidad y pasó de largo. Por un momento temí que no me hubieran visto u oído, pero sólo dudé un instante. El cochero se detuvo a un lado; su acompañante, embozado hasta los ojos en capas y bufandas, y por lo que parecía profundamente dormido, no respondió a mi saludo ni hizo el menor esfuerzo por apearse; el pasajero que viajaba fuera ni siquiera volvió la cabeza. Abrí la puerta yo mismo y miré dentro. No había más que tres viajeros, así que subí, cerré la puerta, ocupé el rincón que quedaba vacío y me felicité por mi buena suerte.

El ambiente en el interior de la diligencia era, si cabe, aún más frío que fuera y estaba impregnado de una extraña humedad y de un olor desagradable. Miré a mis compañeros de viaje. Los tres eran hombres, y muy callados. No parecía que estuviesen dormidos, pero todos estaban recostados en su rincón, como ensimismados. Traté de entablar conversación.

—Qué frío tan terrible hace esta noche —dije dirigiéndome a mi vecino de enfrente, que alzó la cabeza, me miró y no respondió nada—. Parece que ahora sí ha empezado el invierno —añadí.

Aunque el rincón que ocupaba estaba tan oscuro que no podía distinguir sus rasgos con claridad, vi que sus ojos seguían mirándome. Sin embargo, no dijo ni palabra.

En cualquier otra circunstancia, me habría molestado y tal vez hubiese expresado mi enfado, pero en aquel momento me sentía demasiado incómodo. La gélida frialdad del aire nocturno me había helado hasta la médula de los huesos, y el extraño olor del interior del carruaje me producía una náusea insoportable. Me estremecí de pies a cabeza, me volví hacia el acompañante que tenía sentado a la izquierda y le pregunté si le molestaba que abriera la ventana.

Tampoco él dijo nada ni se movió.

Repetí la pregunta en voz más alta, pero con el mismo resultado. Perdí la paciencia y abrí la ventana. Al hacerlo, la correa de cuero se me rompió en la mano, y noté que el cristal estaba cubierto de una gruesa capa de mugre que debía de llevar años acumulándose. Mi atención recayó entonces en el estado en que se encontraba la diligencia, la examiné más de cerca y, bajo la luz incierta de las lámparas de fuera, reparé en que estaba muy deteriorada. No sólo necesitaba una reparación sino que su estado era claramente desastroso. Los cristales se astillaban con sólo rozarlos. Los refuerzos de cuero estaban incrustados de moho y la madera parecía podrida. El suelo casi se quebraba al pisarlo. Todo, en suma, estaba empapado de humedad y era evidente que habían sacado el carruaje de alguna cochera en la que había pasado años abandonado, para cumplir sus últimos días de servicio en la carretera.

Me volví hacia el tercer pasajero, a quien todavía no había dirigido la palabra y me arriesgué a hacer otra observación.

—Esta diligencia —dije— se encuentra en un estado deplorable. Supongo que deben de estar reparando el coche que emplean habitualmente.

Movió la cabeza muy despacio y me miró a la cara, sin decir una palabra. No olvidaré esa mirada mientras viva. Me heló el corazón. Incluso hoy se me hiela al recordarlo. Sus ojos tenían un brillo ardiente y artificial. Su semblante estaba tan lívido como el de un cadáver. Los labios exangües estaban retraídos como por la agonía de la muerte y entre ellos relucían los dientes.

Las palabras que me disponía a pronunciar murieron en mis labios, y me sobrecogió un horror extraño y terrible. La vista se me había acostumbrado ya a la oscuridad y podía ver con suficiente claridad. Me volví hacia el vecino de enfrente. El también me estaba observando con aquella impresionante palidez y la misma mirada pétrea en los ojos. Me pasé la mano por el entrecejo. Me volví hacia el pasajero que tenía al lado y vi, ¡oh, Dios mío! ¿Cómo describir lo que vi? ¡Vi que no estaba vivo… que, al contrario que yo, ninguno de ellos lo estaba! Una pálida luz fosforescente, la luz de la putrefacción, iluminaba sus horribles rostros; su cabello, impregnado del moho de la tumba; su ropa, manchada de barro y hecha jirones; sus manos, que eran las manos de cadáveres que llevaban mucho tiempo enterrados. ¡Sólo sus ojos, aquellos ojos terribles, seguían con vida y me miraban amenazadoramente!

Un chillido de terror, un grito ininteligible de ayuda y piedad, salió de mis labios mientras me abalanzaba hacia la puerta y me esforzaba en vano por abrirla.

En ese instante, breve e intenso como un paisaje contemplado bajo la luz del rayo de una tormenta de verano, vi la luna que asomaba entre las nubes borrascosas, el fantasmal poste indicador que señalaba con un gesto de advertencia a la carretera… la cerca rota… los caballos cayendo al vacío… el negro abismo que se abría a nuestros pies. Luego, la diligencia volcó como un barco. Se oyó un enorme estruendo… Tuve una sensación de dolor insoportable… y luego la oscuridad.

Me pareció que habían pasado años cuando desperté a la mañana siguiente de un profundo sueño, y encontré a mi mujer sentada junto a la cabecera de mi cama. Pasaré por alto la escena que siguió y le contaré, en pocas palabras, la historia que me relató con lágrimas de gratitud. Había caído por un precipicio cerca del cruce de la antigua carretera con la nueva, y sólo me había salvado de una muerte segura al aterrizar en una repisa de roca cubierta de nieve. Allí me hallaron al día siguiente un par de pastores, que me llevaron al refugio más próximo y llamaron a un cirujano para que me atendiese. El médico me encontró en pleno delirio, con un brazo roto y una fractura múltiple de cráneo. Por las cartas que llevaba en el bolsillo averiguaron mi nombre y mi dirección; llamaron a mi mujer para que me cuidara; y, gracias a mi juventud y mi fuerte constitución, salí por fin del peligro. El lugar de mi caída, no hace falta decirlo, era exactamente el mismo sitio donde la diligencia del norte había sufrido aquel terrible accidente nueve años antes.

Nunca le conté a mi mujer los pavorosos sucesos que acabo de relatarle. Se los expliqué al cirujano que me atendió, pero me trató como si fuese sólo un sueño producido por la fiebre. Discutimos el asunto, una y otra vez, hasta que ambos comprendimos que no valía la pena insistir y lo dejamos. Los demás pueden sacar sus propias conclusiones… Yo sé que, hace veinte años, fui el cuarto pasajero de aquel carruaje fantasma.

OTRA ANTIGUA HUÉSPED RELATA CIERTOS PASAJES A SU MARIDO

HESBA STRETTON

[
NOTA INTRODUCTORIA DEL COMANDANTE JACKMAN
. El clérigo rural y su callada y más que bella esposa, que ocuparon la segunda planta de la casa de mi respetada amiga los meses de verano durante cuatro años sucesivos, suscitaron tanto el interés de mi respetada amiga como el mío. Una tarde tomamos el té con ellos, y nos hablaron de una joven de aspecto obstinado y su marido —unos amigos suyos— con quienes habían cenado el día anterior.

—¡Ah! —dijo el clérigo cogiendo con ternura a su mujer de la mano—, ésa sí que es una historia. Cuéntasela a nuestros amigos, cariño.

—No podría contársela, Owen —replicó dubitativa su mujer—, a nadie más que a ti.

—Pues cuéntamela a mí, querida —respondió él—, seguro que la señora Lirriper y el comandante serán buenos oyentes.

Y ella contó lo que sigue, sin apartar nunca la mano de las suyas. Firmado:
J. JACKMAN
].

La primera vez que te vi, tantos años después de nuestra infancia, fue en la cima de una montaña, desde donde divisaba a la perfección el umbrío y empinado sendero por el que subías de nuestra aldea al llano que había a mis pies. Todo el día había estado preocupada porque quería que, a tu llegada, las montañas, que tú debías de haber olvidado, mostrasen toda su impresionante belleza; pero era ya la hora del crepúsculo y pronto nos dejaría sólo los perfiles grises y desnudos de las rocas. Del cielo encendido caían rayos dorados, intercalados con una luz más oscura, que volvían a la vista la pendiente de la ladera aún más pronunciada, y rozaban cada cerro y cada montículo con tanto esplendor que hasta los tonos purpúreos y carmesíes de los arándanos que crecían en la meseta donde se juntaban las cimas brillaban y ardían bajo su luz efímera. Justo en ese momento se oyó un saludo en el aire tranquilo, como cuando llaman a los segadores para que vuelvan a casa, y, haciéndome sombra con la mano y forzando la vista, te vi en medio de un grupo de lugareños robustos y quemados por el sol, con el mismo aspecto esbelto y delicado de siempre y el semblante grave y pálido, y los modales tímidos y cohibidos, que tenías cuando éramos unos niños.

Nuestra pequeña aldea había ido creciendo, sin ningún plan ni propósito, en una de las terrazas de las montañas, separada de los pueblos más cercanos por una considerable distancia que sólo podía recorrerse por senderos pedregosos, empinados y abruptos, cubiertos de espinos y casi infranqueables en invierno. En verano, cuando oíamos el débil tañido de las campanas de la iglesia parroquial en el aire tranquilo, una pequeña procesión de niños y niñas, montados en robustos ponis de montaña, descendía por el sinuoso sendero para asistir al oficio dominical; pero en invierno nadie osaba hacer aquel peregrinaje, a excepción de algunos jóvenes que tenían a la novia en el pueblo y bajaban con la esperanza de encontrarla en la iglesia. El señor Vernon, el pastor, que era archidiácono, casi un obispo en dignidad e importancia, estaba muy preocupado por el siniestro paganismo de aquella región montañosa; y con la ayuda de mi padre, que poseía la enorme granja de montaña que daba trabajo a la gente de la aldea, acabó construyendo la iglesuela de ladrillo rojo, sin campanario y más pequeña que nuestro granero, que hay en lo alto de la montaña y desde donde se divisa la vasta llanura que se extiende a nuestros pies hasta perderse en el horizonte.

Podría haber sido difícil encontrar un cura dispuesto a vivir en Ratlinghope, donde apenas tendría posibilidad de relacionarse con nadie si no se daba antes una larga caminata hasta el llano; pero luego supe que la iglesia, al menos por parte de mi padre, la habían construido para ti. Acababas de ordenarte sacerdote y tenías un buen recuerdo de la gran casa de madera donde habías pasado varios meses de tu infancia. Y, cuando te escribimos diciéndote que te alojarías con nosotros y que tendrías tu despacho en el salón azul que daba al cerrado vallecillo donde encerrábamos los corderos, respondiste que estarías encantado de aceptar el cargo y de volver a vivir con nosotros en el aire limpio y fresco de las cumbres cubiertas de brezo, donde habías respirado fuerte y sano en tu más tierna infancia.

Eras solemne y estudioso, y también tan sencillo que la reclusión y los modales primitivos de nuestra aldea fueron para ti como un auténtico Edén. No habías olvidado nuestros sitios favoritos y volvimos a visitarlos juntos, pues, desde nuestro primer saludo, te acostumbraste a depender de mí y a estar siempre en mi compañía, igual que cuando eras un niño delicado de seis años y yo una fuerte y saludable montañesa tres años mayor que tú. Sólo a mí podías contarme lo que pensabas, pues una timidez natural sellaba tus labios en presencia de extraños; y para ti todos lo eran, incluso quienes te conocían desde siempre, si no poseían ese grado de comprensión que tu espíritu necesitaba para revelarles tus secretos. Arriba, en las cumbres, cuando la luz del mediodía parecía tan inmutable como las rocas eternas que nos rodeaban, o cuando el trémulo crepúsculo cubría con sus sombras silenciosas el perfil de las montañas, me sentaba a escuchar cómo dabas rienda suelta a tus pensamientos y fantasías, a veces infantiles, pues todavía eras joven, pero en mi corazón anidaban una ternura y un afecto que no veían imperfecciones ni se fatigaban nunca y que no dejaban de crecer. Tendías a perder la noción del tiempo, y era yo quien se encargaba de recordártelo y de que la llamada a la oración, la campana que colgaba debajo del tejado de la iglesia, se oyera siempre a la hora indicada; pues el señor Vernon, por culpa de nuestra condición de paganos, insistía en que el oficio vespertino se celebrase tres veces por semana. Y, como en casa teníamos que dar ejemplo a todos los lugareños, y eso interfería con la hora de la pipa de mi padre y a mi madre no podíamos pedirle que se quitara la cofia para ponerse el sombrero de la iglesia, siempre me tocaba a mí recorrer contigo —¿lo recuerdas?— los cien metros escasos que conducían, por la cumbre de la montaña, hasta la iglesia.

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