Diamantes para la eternidad (21 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

La sucia carretera seguía unos dos kilómetros más a lo largo de la brutal y pedregosa superficie del desierto, en que la ocasional maraña gesticulante de un cactus era la única vegetación. Apareció un resplandor a lo lejos; rodearon la falda de una montaña y descendieron una colina en dirección a un grupo de unos veinte edificios. Más allá, la luna resplandecía sobre las vías de un tren, que se perdían, rectas como lanzas, en el horizonte lejano.

Condujeron entre las grises casas de madera y las tiendas con letreros en los tejados, «Farmacia», «Barbería», «Banco de los Granjeros» y «Wells Fargo», y luego bajo las siseantes luces de gas en el exterior del edificio de dos plantas en que se leía en oro desgastado «Pink Garter Saloon» y, debajo, «Cervezas y Vinos».

De detrás de las tradicionales puertas oscilantes del
saloon
, una luz amarilla se esparcía por la calle y sobre el elegante negro y plata de un Stutz Bearcat descapotable de 1920 que estaba aparcado junto al bordillo. Se podía oír el dulce sonido nasal de una pianola interpretando
Me pregunto quién la estará besando ahora
sin demasiado sentimiento. La música trajo recuerdos a Bond de suelos de madera, bebidas saboreadas despacio y chicas con las piernas enfundadas en medias de malla muy ancha. Toda la escena parecía salida de un Western excepcionalmente bien montado.

—Fuera, inglés —ordenó el conductor.

Los tres hombres se bajaron del coche con los músculos entumecidos. Bond se inclinó para darse masajes en la pierna que se le había dormido, mientras observaba los pies de los dos hombres.

—Vamos, maricón —dijo McGonigle, dándole un golpe con la pistola.

Bond se enderezó lentamente, midiendo la distancia. Con una acentuada cojera siguió al hombre hasta la entrada del salón. Se paró delante de las puertas oscilantes que se balanceaban de vuelta contra su rostro. Sintió el cañón de la pistola de Frasso en su espalda. «¡Ahora!» Bond se enderezó y saltó a través de la puerta en movimiento. La espalda de McGonigle estaba delante de él y, más allá, un bar fuertemente iluminado, vacío por completo, en el que una pianola automática tocaba para sí misma.

Las manos de Bond se dispararon sujetando al hombre por encima de los codos. Lo levantó del suelo y lo giró en el aire, empujándolo a través de las puertas oscilantes sobre Frasso, que había empezado a cruzarlas. Toda la casa de madera se tambaleó al encuentro de los dos cuerpos y Frasso salió disparado de espaldas por la puerta, aterrizando sobre el pavimento.

McGonigle se catapultó hacia atrás girando para enfrentarse a Bond. Tenía la pistola en la mano levantada. El izquierdazo de Bond lo alcanzó en el hombro, al tiempo que su derecha, abierta, golpeó con fuerza la pistola. McGonigle se tambaleó sobre sus talones, cayendo de espaldas contra el marco de la puerta. La pistola golpeó en el suelo.

El hocico del revólver de Frasso apareció a través de la puerta ondeante, moviéndose con rapidez en dirección a Bond, como una serpiente preparada para el ataque. Al sonido de su lengüetazo amarillo y azul, Bond, con la sangre encendida por la pelea, se tiró al suelo y alcanzó la pistola que había caído a los pies de McGonigle. La cogió y lanzó dos rápidos disparos hacia arriba desde donde se encontraba antes de que McGonigle le pisara la mano con que sostenía el arma y se desplomara sobre él. Mientras caía, Bond vio el arma de Frasso entre las puertas oscilantes, llenando de balas el techo. Y esa vez, la caída del cuerpo sobre los maderos del porche sonó definitiva.

Las manos de McGonigle estaban sobre Bond, que se arrodillaba en el suelo con la cabeza gacha intentando protegerse los ojos. La pistola seguía en el suelo, al alcance de la primera mano libre.

Durante unos segundos lucharon en silencio, como animales. Bond se apoyó sobre una rodilla y, con toda la fuerza de sus hombros, empujó hacia arriba, liberándose del peso de McGonigle y consiguiendo ponerse de cuclillas; pero en ese momento la rodilla de McGonigle le golpeó la barbilla con la velocidad de un pistón, y el golpe reverberó en su cráneo haciendo que se tambaleara sobre sus pies.

Bond no tuvo tiempo de aclararse la cabeza; el gángster emitió un pesado gruñido y se dirigió hacia él, disponiéndose a golpearle con los dos puños.

Bond se retorció para protegerse el estómago, y el gángster apuntó a las costillas, descargando sus dos puños sobre el cuerpo de Bond.

El dolor le cortó el aliento, pero Bond siguió atento a la cabeza de McGonigle que estaba por debajo de él y, con un giro de su cuerpo que acumuló todo el peso de su espalda en el puño, lanzó un duro revés con la izquierda; cuando la cabeza del gángster se levantó, le golpeó la barbilla con la derecha.

El impacto de los dos golpe enderezó a McGonigle y lo puso de nuevo sobre sus pies. Bond estaba sobre él como una pantera, acorralándolo y llenándolo de golpes hasta que el gángster empezó a ceder. Bond le agarró un puño y, lanzándose a por un tobillo, se lo separó del suelo. Entonces, juntando todas sus fuerzas, realizó un giro casi completo para ganar empuje, y lanzó el cuerpo al otro extremo del local.

La figura voladora se estrelló contra la pianola con un sonido vibrante y después, con una explosión de acordes metálicos y de maderas quebrándose, el instrumento, herido de muerte, se tambaleó y, con McGonigle desparramado sobre él, se desplomó.

Mientras el crescendo de ecos disminuía, Bond permaneció de pie en el centro de la habitación, las piernas arqueadas por el último esfuerzo y el aliento entrecortado. Con lentitud levantó una mano magullada y se la pasó por el mojado cabello.

—Corten.

Era una voz de mujer y provenía del bar.

Bond se sacudió y se volvió hacia allí.

Cuatro personas habían entrado en el salón. Estaban de pie, de espalda a la barra de caoba y latón. Detrás de ellos, hileras de relucientes botellas se multiplicaban hasta el techo. Bond no sabía cuánto tiempo llevaban allí.

Un paso por delante de los otros tres estaba plantado el ciudadano principal de Spectreville, resplandeciente, inmóvil, dominante.

Spang iba completamente vestido de vaquero, desde las espuelas de plata de sus botas negras. El disfraz y las anchas piezas de cuero que le cubrían la parte delantera de los pantalones eran negros, con adornos de plata. Las grandes manos descansaban sobre las empuñaduras con conchas de nácar de dos revólveres largos, que sobresalían de sus fundas, bien ceñidas a cada uno de sus muslos, y el cinturón ancho del que colgaban estaba bien cargado de munición.

Spang podría haber parecido ridículo, pero no lo estaba, con la gran cabeza inclinada ligeramente hacia delante y los ojos fríos, de mirada fiera.

A la derecha de Spang, con las manos en las caderas, se encontraba Tiffany Case. Vestida con un traje del Oeste blanco y dorado, parecía recién salida de
Annie coge tu pistola
. Estaba erguida, mirando a Bond. Sus ojos brillaban. Respiraba agitadamente, los carnosos labios rojos, algo entreabiertos, como si la hubiesen besado.

La otra mitad del cuarteto estaba formada por dos hombres con capucha negras de Saratoga. Cada uno sostenía una Policía Positiva del 38, apuntada al estómago de Bond.

Este sacó su pañuelo con lentitud y se enjugó el rostro. Se sentía un poco mareado y la escena en el salón, fuertemente iluminado, con sus adornos de latón y sus anuncios caseros de cervezas y whiskies desaparecidos hacía tiempo, había tomado de repente un aspecto macabro.

Spang rompió el silencio.

—Traedlo aquí. —La dura mandíbula que operaba los finos labios se separó, cortando cada palabra como una tajada de carne—. Y que alguien llame a Detroit y diga a los chicos de allí que están sufriendo delirios de grandeza. Y que me manden a dos más. Adviérteles que tienen que ser mejores que los dos últimos. Y que alguien limpie esto. ¿'Kay?

Spang dejó la habitación con un suave repicar de espuelas contra el suelo de madera. Con una última mirada a Bond, que escondía un mensaje que era más que una advertencia, Tiffany lo siguió.

Los dos hombres se acercaron a Bond.

—Ya has oído —dijo el más grande.

Bond siguió a la joven con paso lento y los dos hombres se alinearon detrás de él.

Tras la barra había una puerta. Bond la empujó y se encontró en una sala de espera de una estación, con bancos de madera, anuncios de trenes de otras épocas y un cartel que prohibía escupir en el suelo.

—Bien —dijo uno de los hombres, y Bond salió por una puerta oscilante al andén de la estación.

Bond se paró, casi sin notar la boca del revólver en sus costillas.

Probablemente se trataba del tren más bonito del mundo. La máquina era una de las viejas locomotoras del tipo «Highland Light» del 1870, de las cuales Bond había oído comentar que eran las más bellas locomotoras de vapor que se habían construido jamás. El pasamanos de latón pulido, la cúpula aflautada y la pesada campana de señales por encima del gran barril de la caldera resplandecían bajo las siseantes luces de las farolas de gas de la estación. Un hilo de vapor se escapó de la chimenea en forma de torre, fijada sobre la vieja caldera de leña. La gran reja frontal, destinada a apartar las rocas y los obstáculos que interceptaban el paso del tren, estaba rematada por tres enormes faroles de latón. Por encima de las dos altas ruedas de conducción, aparecía escrito, en tipografía victoriana,
The Cannonball
, y el nombre estaba repetido a lo largo de los laterales del ténder, pintado en negro y oro, en que se apilaba la leña y el agua, detrás de la alta y cuadrada cabina del maquinista.

La locomotora tiraba de un vagón marrón Pullman. Sus arqueadas ventanillas por encima de los estrechos paneles de caoba estaban pintadas en crema. Una placa en el punto medio del vagón decía
The Sierra Belle
. Entre las ventanas y el techo del barril estaba escrito, en letras mayúsculas de color crema sobre azul oscuro, TONOPATH AND TIDEWATER R.R.

—Supongo que nunca habías visto nada parecido, inglés —dijo orgulloso uno de los guardas—. Ahora muévete —ordenó con la voz ahogada por la capucha de seda negra.

Bond cruzó el andén despacio y subió a la plataforma de observación en cuyo centro brillaba el volante del maquinista. Por primera vez en su vida vio el punto positivo de ser millonario y de repente, y también por primera vez, pensó que quizá hubiese algo más detrás del tal Spang de cuanto él se había imaginado.

El interior del Pullman brillaba con lujo Victoriano. La luz de las pequeñas arañas de cristal que colgaban del techo se reflejaba sobre las pulidas superficies de caoba y reverberaba en los apliques de plata, los jarrones de cristal tallado y las lámparas. Las alfombras y las gruesas cortinas eran de un color rojo vino, y el arqueado techo, decorado con pinturas en marcos ovales llenas de querubines y guirnaldas de flores contra un cielo azul lleno de nubes, era de color crema, igual que las tablillas de las persianas venecianas.

Primero entraron en un pequeño comedor con los restos de una cena para dos —una cesta de fruta y una botella abierta de champán en un cubo de plata— y después a un corredor estrecho con tres puertas que conducían, asumió Bond, a las habitaciones y al baño. Todavía estaba pensando en esa disposición cuando, con los guardas pisándole los talones, empujó la puerta de la habitación principal.

Al otro extremo, dando la espalda a una pequeña chimenea encendida, rodeado de estantes llenos de libros encuadernados en lujoso cuero con letras doradas, estaba plantado Spang. En un sillón de cuero rojo, cerca de un pequeño escritorio situado en el centro del vagón, se hallaba Tiffany Case, sentada pero con la espalda erguida. Bond notó cómo sostenía el cigarrillo, de forma nerviosa y artificial. Parecía asustada.

Bond se dirigió hacia un cómodo sillón, lo giró de frente a los dos personajes y se sentó cruzando las piernas. Sacó un cigarrillo de su pitillera, lo encendió y aspiró una gran bocanada de humo, dejándolo luego escapar entre los dientes con un relajado suspiro.

Spang tenía un cigarro apagado, apuntando desde el exacto centro de su boca. Se lo sacó.

—Quedaos aquí, Wint, Kidd, y haced lo que os he dicho. —Los fuertes dientes mordían las palabras como si fuesen tallos de apio—. Ahora tú —sus ojos, llenos de ira, miraron a Bond—, ¿quién eres y qué te traes entre manos?

—Necesitaré un trago si es que vamos a hablar —repuso Bond.

Spang lo escrutó fríamente.

—Dale algo de beber, Wint.

Bond volvió la cabeza.

—Bourbon y agua de manantial —dijo—. Mitad y mitad.

Wint emitió un enojado gruñido y Bond oyó el chirrido de las maderas del Pullman bajo los pasos del corpulento matón.

A Bond no le gustó demasiado la pregunta de Spang. Volvió a repasar su historia. Todavía parecía tenerse en pie. Se sentó y miró a Spang mientras fumaba su cigarrillo, sopesándolo.

Llegó la bebida y el guardia la empujó con fuerza derramando un poco del líquido sobre la alfombra.

—Gracias, Wint —dijo Bond.

Tomó un trago largo. El whisky era fuerte y bueno. Tomó otro trago. Después dejó el vaso en el suelo. Miró de nuevo al duro y tenso rostro.

—Simplemente, no me gusta que me empujen —comenzó con facilidad—. Hice mi trabajo y me pagaron. Si decidí jugarme el dinero, es asunto mío. Podía haberlo perdido. Entonces un grupo de cuatro hombres empezó a soplarme en el cogote y me puse nervioso. Si usted quería hablar conmigo, ¿por qué no me llamó por teléfono? Colocarme una cola no es el comportamiento más amigable. Y cuando se pusieron maleducados y empezaron a disparar, pensé que iba siendo hora que yo también comenzara a empujar.

El rostro en blanco y negro contra los libros coloreados no se inmutó.

—No has entendido el mensaje, compadre —dijo Spang en voz baja—. Será mejor que te ponga al día. Ayer recibí un telegrama en código desde Londres. —Metió la mano en el bolsillo delantero de su camisa negra de vaquero y lentamente sacó un pedazo de papel, manteniendo la mirada fija en Bond.

Éste supo que el pedazo de papel significaba malas noticias, malas noticias de verdad; lo supo con la misma certeza que uno tiene cuando lee las palabras «Sentimos profundamente» al principio de un telegrama.

—Esto es de un buen amigo en Londres —prosiguió Spang. Lentamente apartó la mirada de Bond y empezó a leer el pedazo de papel—: Dice:Información fidedigna. Peter Franks retenido por la policía, cargos sin especificar. Imprescindible neutralizar correo sustituto. Si operaciones en peligro, eliminarlo e informar.

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