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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Diamantes para la eternidad (28 page)

Con desgana se volvió y se enfrentó al desorden del camarote. Recorrió la habitación con la mirada, pensativo, y, de forma inconsciente, se limpió las manos en los costados. Despacio, se dirigió al baño.

—Soy yo, Tiffany —dijo en un tono de voz lleno de cansancio, y abrió la puerta.

Ella no había oído su voz. Estaba estirada en la bañera vacía con la cara hacia abajo, cubriéndose los oídos con las manos. Bond la levantó y la estrechó entre sus brazos, pero incluso entonces ella no podía creerlo y se agarraba con fuerza a él, explorando su rostro y su pecho con las manos para asegurarse de que era verdad. Cuando tocó la costilla rota, Bond se estremeció; ella se apartó para mirarle al rostro y luego a la sangre que tenía entre los dedos y a la camisa escarlata.

—¡Oh, Dios, estás herido! —exclamó.

Olvidándose de sus pesadillas, le quitó la camisa y le lavó la herida en el costado con agua y jabón; después se la vendó con tiras de toalla cortadas con la navaja de afeitar de uno de los hombres muertos.

Todavía no había hecho ninguna pregunta cuando Bond le recogió las ropas del suelo y se las dio, diciéndole que no saliera del baño hasta que él hubiese terminado y que borrara las huellas dactilares de todo lo que hubiese tocado.

Ella permaneció de pie, mirándole con ojos brillantes. Y cuando Bond la besó en los labios también permaneció callada.

Bond le dedicó una sonrisa de ánimo y salió, cerrando luego la puerta. Entonces se dispuso a terminar el trabajo. Todo lo hacía con gran deliberación, parándose antes de cada movimiento a examinar el efecto que haría en los ojos y las mentes de los detectives que subirían a bordo en Southampton.

Primero ató un cenicero a su camisa manchada de sangre, para darle peso, se acercó al ojo de buey y la lanzó tan lejos como pudo. Los esmoqúines de los dos hombres estaban colgados detrás de la puerta. Cogió los pañuelos de los bolsillos delanteros y se los enrolló en las manos, registrando luego todos los cajones hasta que encontró las camisas del hombre del cabello blanco. Se puso una y permaneció por un momento de pie en el centro de la habitación, pensando. Entonces apretó los dientes y arrastró al hombre gordo hasta sentarlo; le quitó la camisa y se dirigió con ella hacia el ojo de buey, sacó su Beretta, la sostuvo contra el pequeño orificio sobre el corazón de la camisa y disparó otra bala a través del agujero existente. Ahora el agujero tenía una quemadura de pólvora a su alrededor, para que pareciese un suicidio. Vistió al cadáver de nuevo con la misma camisa, limpió la Beretta con extremo cuidado, oprimió los dedos de la mano derecha del hombre muerto alrededor de la culata, y finalmente le encajó la pistola en la mano con el índice en el gatillo.

Tras otra pausa en el centro de la habitación, descolgó el esmoquin de Kidd y vistió su cadáver en él. Entonces lo arrastró por el suelo hasta el ojo de buey y, sudando por el esfuerzo, lo levantó y lo hizo pasar a través del agujero.

Limpió la portilla de huellas y se paró de nuevo, para recuperar el aliento y escrutar el pequeño escenario. Entonces anduvo hasta la pequeña mesa de cartas que permanecía, con la basura del juego interrumpido, apoyada contra la pared, y la volcó sobre el suelo de manera que las cartas quedaran esparcidas sobre la alfombra. Luego volvió de nuevo al cuerpo del gordo, extrajo el fajo de billetes del bolsillo trasero de su pantalón y los esparció entre las cartas.

La escena parecía lo bastante convincente. Quedaría por resolver el misterio de la bala disparada contra la cama por el moribundo Kidd, pero podía formar parte de la pelea. La Beretta había disparado tres tiros, y en el suelo había tres cartuchos. Dos de las balas podían haber ido a parar al cuerpo de Kidd, que estaría ahora en algún lugar del Atlántico. También quedaría por explicar la desaparición de las dos sábanas que tendría que llevarse de una de las camas. Quizá Wint había envuelto el cuerpo de Kidd en ellas, a modo de sudario, antes de empujarlo a través del ojo de buey. Eso encajaría con el arrepentimiento y suicidio de Wint tras una disputa a balazos sobre la partida de cartas.

En el peor de los casos, reflexionó Bond, aguantaría hasta que la policía subiera en el puerto; para entonces, él y Tiffany estarían fuera del barco y la única señal de ellos sería su Beretta que, como todas las armas pertenecientes al Servicio Secreto, no llevaba número de serie.

Bond suspiró y se encogió de hombros. Ahora sólo quedaba coger las sábanas y llevar a Tiffany de vuelta a su camarote sin ser vistos, cortar la soga de tela que colgaba de su ojo de buey y lanzarla al mar con el resto de los cargadores de la Beretta y la pistolera vacía. Y luego, al fin, toda una vida de ensueño con el querido cuerpo que se acoplaba tan bien contra el suyo, y con los brazos rodeándola para siempre.

¿Para siempre?

Mientras cruzaba el camarote hacia el baño con paso lento, Bond se cruzó con los ojos en blanco del cuerpo en el suelo.

Y los ojos del hombre cuyo grupo sanguíneo había sido el F hablaron a Bond y dijeron:

—Señor, nada es para siempre. Sólo la muerte es permanente. Nada es eterno, excepto lo que usted me ha hecho a mí.

Capítulo 25
Se cierra la red

Ya no vivía ningún escorpión en las raíces del gran zarzal que crecía en el punto en que se cruzaban los tres estados africanos. El contrabandista de las minas nada tenía en qué ocupar su mente, excepto en la interminable columna de hormigas que fluía entre los muros bajos que los soldados habían construido a los dos lados de aquella autopista de ocho centímetros.

Hacía un calor pegajoso y el hombre que se ocultaba en el gran zarzal estaba impaciente e incómodo. Era la última vez que se presentaría a la cita. La decisión era definitiva. Tendrían que buscarse a otro. Por supuesto que sería justo con ellos. Les avisaría de que lo dejaba y les explicaría el motivo: el nuevo asistente dental que se había unido a su personal, y que parecía no saber lo suficiente de odontología, era, con toda seguridad, un espía —los ojos cuidadosos, el pequeño bigote pelirrojo, la pipa, las uñas limpias—. ¿Habían cogido a alguno de los chicos? ¿Alguno de ellos había delatado a uno de sus cómplices?

El contrabandista cambió de posición. ¿Dónde demonios estaba el avión? Cogió un puñado de polvo y lo echó en el centro de la columna de hormigas. Éstas titubearon y se desperdigaron por encima de los muros de su carretera mientras la apresurada retaguardia chocaba contra ellas. Entonces, los soldados empezaron a moverse frenéticamente retirando la arena y en unos pocos minutos la autopista estaba abierta de nuevo.

El hombre se quitó el zapato y golpeó con él un tramo de la columna en movimiento. Se produjo otro breve momento de confusión. Entonces las hormigas se lanzaron sobre los cuerpos muertos y los devoraron. La carretera estaba abierta de nuevo, y el río negro seguía fluyendo.

El hombre juró en afrikaans poniéndose el zapato. Negros hijos de puta. Él les enseñaría. Se agachó, y apoyando un brazo sobre el zarzal, pisoteó la columna de hormigas siguiéndola hasta quedar expuesto a la luz de la luna. Esto les daría algo en qué pensar.

En seguida se olvidó del odio que tenía a todo lo que era negro y levantó la cabeza hacia el norte. ¡Menos mal! Se movió alrededor del zarzal para recoger las antorchas y el paquete de diamantes de la caja de herramientas.

A dos kilómetros de distancia, entre los matorrales, la gran oreja de hierro del detector de sonidos había dejado de buscar, y el operador, que había estado comunicando el grado al grupo de tres hombres apostados detrás del camión militar, dijo:

—Cincuenta kilómetros. Velocidad ciento noventa. Altura, dos mil setecientos.

Bond echo una ojeada a su reloj.

—Parece ser que la cita es a medianoche en los días de luna llena —dijo—. Llegará unos diez minutos tarde.

—Eso parece, señor —acordó el oficial de la Freetown Garrison Force que estaba de pie a su lado. El oficial se volvió hacia el tercer hombre:

—Cabo. Asegúrese de que no se ve nada de metal a través de la red de camuflaje. Esta luna se refleja sobre cualquier cosa.

El camión estaba al cubierto de los matorrales en una sucia pista que cruzaba la llanura en dirección al pueblo de Telebadou, en la Guinea Francesa. Esa noche empezaron en las colinas, tan pronto como el detector localizó el sonido de la motocicleta del dentista en la pista paralela. Condujeron sin luces, y se pararon tan pronto como la motocicleta se detuvo, para evitar ser descubiertos por el ruido de su motor. Pusieron redes de camuflaje sobre el camión, el detector y el bulto de los Bofors que estaban montados a su lado. Después esperaron sin saber qué acudiría a la cita del dentista. ¿Otra motocicleta, un jinete a caballo, un jeep, un aeroplano…?

Oyeron el zumbido lejano en el cielo. Bond soltó una risa corta.

—Helicóptero —dijo—. Nada produce tanto escándalo. Prepárense para quitar la red en cuanto aterrice. Quizá tengamos que enviarle un disparo de aviso. ¿Está conectado el altavoz?

—Sí, señor —dijo el cabo en el detector—. Se acerca muy deprisa. Estará aquí en un minuto. ¿Ve esas luces que acaban de encenderse, señor? Deben de ser la pista de aterrizaje.

Bond echó un vistazo a los cuatro haces delgados de luz, y luego miró de nuevo hacia arriba, al gran cielo africano.

Así que ahí llegaba el último de ellos, el último de la banda, y al mismo tiempo el primero. El hombre al que inspeccionó en Hatton Garden. El primero de la Pandilla de las Lentejuelas, la banda que había apuntado tan alto en Washington. El único, excepto el inofensivo, casi agradable, «Shady» Tree, a quien Bond no había tenido que matar o —pensó en el Pink Garter Saloon y en los dos hombres de Detroit— casi había matado. No es que él hubiese querido matar a aquella gente. El trabajo encomendado por M era el de informarse acerca de ellos. Pero ellos, uno por uno, intentaron liquidarle a él o a sus amigos. La violencia había sido su primer resorte, no el último. Violencia y crueldad eran sus únicas armas. Los dos hombres del Chevrolet en Las Vegas dispararon e hirieron a Ernie Cureo. Los dos hombres del Jaguar golpearon Ernie y fueron los primeros en sacar las armas cuando se enfrentaron con él. Seraffino Spang empezó a torturarle hasta la muerte e intentó dispararle o arrollarle en las vías del tren. Wint y Kidd dieron el tratamiento a Tingaling Bell, y después a Bond, y luego a Tiffany Case. Y, de los siete, él había matado a cinco, no porque hubiese querido, sino porque alguien debía de hacerlo. Y él había tenido suerte, además de tres buenos amigos: Félix, Ernie y Tiffany. Y los malvados estaban al fin muertos.

Y ahora allí llegaba el último de los malvados; el hombre que había ordenado su muerte, y la de Tiffany, el hombre que, según M, empezó con el tráfico de diamantes, organizó la red y la dirigió con eficacia y sin escrúpulos durante años.

En una llamada a Boscombe Down, M había sido breve y su voz tenía un tono especial. Localizó a Bond a través de una línea telefónica del Ministerio del Aire, unos minutos antes de que el Canberra despegara en dirección a Freetown. Bond cogió la llamada en el despacho del comandante del campo, con el chillido del Canberra poniendo a prueba sus motores como sonido de fondo.

—Me alegra que regresara sano y salvo.

—Gracias, señor.

—¿Qué es eso que dicen los periódicos acerca de un doble asesinato en el
Queen Elizabeth
? —Había algo más que sospecha en la voz de M.

—Eran los dos asesinos de la banda, señor, que viajaban como Winter y Kitteridge. El botones me comentó que se suponía que habían tenido una discusión por un juego de cartas.

—¿Y usted cree que el botones estaba en lo cierto?

—Parece posible, señor.

Se produjo una pausa.

—¿Y la policía piensa lo mismo?

—No he visto a ninguno de ellos, señor.

—Hablaré con Vallance.

—Sí, señor —dijo Bond. Sabía que ésa era la forma que tenía M de decir que si Bond había matado a los hombres, M se aseguraría que ni Bond ni el Servicio fueran mencionados en el informe.

—De todas maneras eran peones —prosiguió M—. Ese hombre, Jack Spang, o Rufus Saye, o ABC, o comoquiera que se haga llamar. Quiero que lo atrape. Por lo que puedo imaginar, parece que está recorriendo la red. Cerrándola. Y es probable que vaya matando mientras lo hace. El extremo de la red es ese dentista. Intente capturarlos a los dos.

He tenido a 2804 trabajando con el dentista durante la última semana, y Freetown cree que tienen la situación bastante clara. Quiero cerrar este caso y devolverle a su verdadero trabajo. Este ha sido un negocio un poco chapucero. Nunca me gustó. Lo que hemos tenido hasta ahora ha sido más suerte que profesionalidad.

—Sí, señor —dijo Bond.

—¿Qué pasa con esa chica, Case? —preguntó M—. He hablado con Vallance. No quiere presentar cargos, a menos que usted opine lo contrario.

¿Sonaba la voz de M demasiado indiferente?

Bond intentó controlar el tono de ansiedad de su respuesta.

—La joven ha sido una gran ayuda, señor —dijo, esperando que con naturalidad—. Quizá será mejor que no tomemos ninguna decisión hasta que yo haya presentado mi informe final.

—¿Dónde está ella ahora?

El auricular negro se estaba volviendo escurridizo en la mano de Bond.

—Va de camino a Londres en un Daimler Hire, señor. La alojaré en mi apartamento. En la habitación de los invitados, por supuesto. Tengo una buena ama de llaves, y ella se encargará de la joven hasta que yo vuelva. Estoy seguro de que todo irá bien, señor. —Bond sacó su pañuelo y se secó el sudor de la frente.

—Estoy seguro —repitió M sin asomo de ironía en su voz—. Muy bien. Que tenga mucha suerte. —Se produjo un pausa—. Cuídese mucho. —Y la voz al final de la línea tuvo de repente un tono huraño—: No crea que no estoy satisfecho de cómo han ido las cosas hasta ahora. Sobrepasó las órdenes, por supuesto, pero parece que se enfrentó muy bien a esa gente. Adiós, James.

—Adiós, señor.

Bond levantó los ojos hacia el cielo tachonado de estrellas y pensó en M, y en Tiffany, esperando que ése fuera realmente el final, y que llegara rápido y fácil, para que él volviera pronto a casa.

El contrabandista de las minas permaneció de pie, a la espera, sosteniendo la cuarta linterna en la mano. Allí lo tenía. Acercándose por delante de la luna. Como siempre armando un enorme escándalo. Otro riesgo del que estaba contento de librarse.

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