Diamantes para la eternidad (27 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Así que alguien de la Pandilla estaba a bordo, viajando con ellos. ¿Quién? ¿Dónde?

Sus manos se aferraron al teléfono.

—La señorita Case, por favor.

Podía oír el timbre del teléfono al lado de la cama de Tiffany dando el primer aviso. El segundo timbrazo. El tercero. Sólo uno más. Estampó el auricular de nuevo en el aparato y salió corriendo de la habitación y a lo largo del pasillo hasta el camarote de la joven. Nada. Vacío. La cama sin deshacer. Las luces encendidas. Su bolso estaba en la alfombra con su contenido esparcido alrededor. Ella había entrado en la habitación. El hombre se escondía detrás de la puerta. Quizá la había golpeado con una porra. Y luego, ¿qué?

Los ojos de buey estaban cerrados. Miró en el baño. Nada.

Bond permaneció de pie en el centro del camarote, el cerebro frío como hielo. ¿Qué habría hecho él, Bond? Interrogarla antes de matarla. Descubrir qué sabía, qué había contado, quién era aquel hombre, Bond. La hubiese llevado a su camarote donde podría seguir con su trabajo sin ser molestado. Si se cruzaba con alguien mientras cargaba con ella, sólo haría falta un guiño y un movimiento de cabeza. «Demasiado champán, un poco más de la cuenta. No gracias, ya me las arreglo.» Pero ¿en qué camarote? ¿Cuánto tiempo le quedaba?

Bond miró su reloj mientras corría por el silencioso pasillo. Las tres en punto. Ella tenía que haberle dejado en algún momento después de las dos. ¿Debía llamar al puente? ¿Dar la alarma? Una terrible imagen de explicaciones, sospechas, retrasos. «Mi querido señor. Parece imposible.» Intentos de calmarlo. «Por supuesto, señor. Haremos todo lo que podamos.» Los educados ojos del sargento que estaría pensando en términos de embriaguez y peleas de enamorados, incluso de alguien tratando de retrasar el barco para ganar el Campo Bajo en la subasta.

¡El Campo Bajo! ¡Hombre al agua! ¡El barco retrasado!

Bond abrió de un golpe la puerta de su camarote y se lanzó en busca de la lista de pasajeros. Por supuesto. Winter. Ahí estaba. A 49. La cubierta por debajo de la suya. Y entonces, de repente, la mente de Bond estableció las conexiones. Winter. Wint y Kidd. Los dos torpedos. Los encapuchados. De vuelta a la lista de pasajeros. Kitteridge. En la A 49 también. El hombre del cabello blanco y el gordo en el avión BOAC desde Londres.
Mi grupo sanguíneo es F.
La escolta secreta de Tiffany. Y la descripción de Leiter. «Le llaman "Windy" porque odia viajar.» «Un día esa verruga en el pulgar lo descubrirá.» La verruga roja en la primera articulación, sosteniendo el percutor de la pistola que apuntaba a Tingaling Bell. Y Tiffany diciendo: «Son dos tipos raros. El gordo no deja de chuparse el pulgar». Los dos hombres en el salón de fumadores, sacando partido a una muerte que ya había sido organizada. La mujer lanzada por la borda. La alarma dada de forma anónima si el vigilante no la hubiera visto. El barco parado, dando la vuelta, buscando. Y tres mil libras extra para los asesinos.

Wint y Kidd. Los «torpedos» de Detroit.

Todo el carrete de imágenes mezcladas pasó por la mente de Bond en un relámpago de revelación, pero incluso mientras las estaba analizando, Bond abría su pequeño maletín y sacaba el silenciador del compartimiento secreto. Automáticamente, mientras sacaba la Beretta de entre sus camisas, escondida en el fondo del cajón, comprobaba el cargador y enroscaba el silenciador a la boca del cañón, sopesaba las probabilidades y planeaba cuáles serían sus movimientos.

Buscó el plano del barco que le habían entregado con el billete. Lo desplegó mientras se ponía los calcetines. A 49. Directamente debajo de su camarote. ¿Habría alguna posibilidad de volar el cerrojo de la puerta y cargarse a los dos tipos antes de que ellos pudieran reaccionar? Prácticamente ninguna. Y seguro que además de cerrar la puerta con llave la habían apuntalado. ¿O quizá pedir ayuda a algunos miembros del personal, si era capaz de persuadirlos de que Tiffany estaba en peligro? Durante todo el formalismo de los «Perdónenme, señores», tendrían tiempo de librarse de ella por el ojo de buey y ponerse a leer inocentemente o a jugar a las cartas y luego representar el «¿Qué es todo este jaleo?».

Bond se embutió el arma entre el cinturón y abrió de par en par uno de los ojos de buey. Pasó primero los hombros a través de él, aliviado de que todavía quedaran unos centímetros de espacio, y se inclinó hacia abajo. Dos círculos de luz, directamente bajo él. ¿A qué distancia? A unos dos metros. La noche seguía en perfecta calma. No había viento, y él se encontraba en la parte oscura del barco. ¿Lo descubrirían desde el puente? ¿Estaría abierto alguno de los ojos de buey?

Bond se metió de nuevo en su camarote y quitó las sábanas de su cama. El Nudo de Sangre. Sería el más seguro. Pero tendría que desgarrarlas en dos trozos para cubrir la distancia necesaria. Si ganaba, necesitaría las sábanas de A 49 y dejar que luego el botones se preocupara por su desaparición. Si perdía, nada tendría importancia.

Bond puso toda su fuerza en hacer la «soga». Aguantaría. Mientras ataba uno de los extremos a las bisagras del ojo de buey, echó una ojeada a su reloj. Sólo había perdido doce minutos desde que había leído el cable. ¿Demasiado tiempo? Lanzó la soga por el lado del barco y saltó hacia el exterior con la cabeza por delante.

«No pienses. No mires hacia abajo. No mires hacia arriba. No te preocupes por los nudos. Poco a poco, con firmeza, mano sobre mano.»

El viento de la noche lo empujaba suavemente, balanceándolo contra los ribetes de hierro negros, desde abajo subía el profundo sonido del mar golpeando contra el casco del barco.

¿Resistirá la dividida y querida sábana? ¿Lo vencería el vértigo? ¿Aguantarían sus brazos el peso? Mejor no pensar en eso. Ni tampoco en el enorme navio, el mar hambriento, las enormes hélices cuádruples esperando a cortar su cuerpo. «Eres un chiquillo bajando de un árbol. Es tan fácil y seguro, el huerto está cubierto de hierba para amortiguar tu caída.»

Bond cerró su mente y se miró las manos, sintiendo la aspereza del dolor en los nudillos. Sus pies, tan sensitivos como antenas, tanteaban buscando el primer contacto con el ojo de buey que había más abajo.

Allí. Los dedos del pie derecho habían rozado el marco. Tenía que pararse, debíatener paciencia y dejar que su pie explorara mejor. El ojo de buey abierto de par en par, sostenido por un gran pestillo de latón; el contacto del tejido contra su calcetín (las cortinas estaban echadas). Ahora podía proseguir. Ya casi había terminado.

Dos brazadas más y su rostro se halló al nivel del orificio. Ahora tenía que agarrarse con una mano al marco de metal y quitar un poco de peso de la soga, dejando que un brazo descansara, y luego el otro, repartiendo el esfuerzo de los músculos y preparándose para tomar impulso y saltar hacia dentro con el arma en la mano.

Escuchó con atención, mientras contemplaba el círculo de las cortinas moviéndose lentamente, tratando de olvidar que estaba colgado como una mosca del costado del
Queen Elizabeth
, intentando no escuchar el mar. Necesitaba controlar su propia respiración y el martilleo de su corazón.

Se escuchó un murmullo en la habitación. Unas pocas palabras dichas por una voz masculina. Y la voz deTiffany gritando «¡No!».

Hubo un momento de silencio y luego un golpe, tan seco como el disparo de una pistola, que levantó el cuerpo de Bond y lo impulsó a través del ojo de buey como si hubiese sido arrastrado hacia adentro por una soga.

Mientras se hundía limpiamente a través del círculo de noventa centímetros y se preguntaba sobre qué aterrizaría, alzó su brazo derecho para protegerse la cabeza, y con el izquierdo alcanzó rápidamente su pistola.

Aunque chocó contra una maleta debajo de la claraboya, en una desequilibrada voltereta que lo llevó hasta el centro de la habitación, de inmediato estaba sobre sus pies, agachado y moviéndose lentamente hacia atrás, los nudillos blancos por la presión de su mano ejercida sobre la pistola y una fina línea blanca alrededor de sus crispados labios.

La mirada de los helados ojos grises saltaba a través de los entrecerrados párpados de un lado al otro de la habitación. La pesada pistola negra permanecía apuntando al centro exacto entre los dos hombres.

—Muy bien —dijo Bond, irguiéndose con lentitud en toda su estatura.

Era una declaración de posiciones. Él tenía el control y el cañón de su pistola había dicho que debía tenerlo.

—¿Quién te ha llamado? —preguntó el gordo—. Tú no estás en el programa. —En su voz se adivinaba una ligera reserva. No era pánico. Ni tan sólo sorpresa—. ¿Vienes a ocupar el cuarto puesto en nuestro juego de cartas?

Estaba sentado, en mangas de camisa, de lado al escritorio, los pequeños ojos reluciendo en el húmedo rostro. Delante de él y de espaldas a Bond se encontraba Tiffany Case, desnuda excepto por las bragas de color carne, sobre un taburete acolchado, con sus rodillas atrapadas entre las grandes pantorrillas del hombre. Su bello rostro, cruzado por unas marcas rojas, se había vuelto hacia Bond, la mirada salvaje, como la de un animal acorralado, y la boca completamente abierta por la incredulidad.

El hombre del cabello blanco, que había permanecido tumbado en una de las camas, relajado, se incorporó sobre un codo, con la otra mano metida en la camisa, a medio camino de la pistolera negra que tenía bajo la axila, mirando a Bond con curiosidad, la cuadrada boca entreabierta en una sonrisa de buzón. Del centro de su sonrisa salía un palillo sostenido entre los apretados dientes, como la lengua de una serpiente.

La pistola de Bond cubría el espacio neutral entre los dos hombres. Cuando habló, su voz fue grave y tensa.

—Tiffany —dijo lenta y claramente—, ponte de rodillas. Apártate de ese hombre. Mantén la cabeza gacha. Colócate en el centro de la habitación.

Bond no la miró porque sus ojos siguieron moviéndose del hombre de la silla al hombre de la cama.

Ahora Tiffany se encontraba alejada de los dos blancos.

—Estoy en el centro, James —dijo con voz excitada y esperanzada.

—Levántate y ve derecha al baño. Cierra la puerta. Métete en la bañera y túmbate.

Sus ojos se deslizaron hacia la muchacha para ver si le obedecía. Ella se había levantado y estaba de pie frente a Bond, cuyos ojos registraron la roja marca de la mano en la blanca piel del cuerpo de la muchacha. Entonces ella le obedeció y se oyó el clic de la puerta del baño al cerrarse.

Ahora estaba a salvo de las balas y no presenciaría lo que tenía que pasar.

Entre los dos hombres había un espacio de unos cinco metros.

Bond pensó que si fuesen rápidos en desenfundar lo tendrían acorralado. Con tipos como aquéllos, incluso en las milésimas de segundo que tardaría en matar a uno de ellos, el otro habría sacado su arma y disparado. Mientras su propia pistola estuviese silenciosa, la amenaza sería infinita. Pero, con la primera bala sobre uno de ellos, la amenaza desaparecería para el otro hombre.

—Cuarenta y ocho, sesenta y cinco, ochenta y seis.

La variación en la señal del fútbol americano, una de las cincuenta combinaciones que debían de haber practicado juntos un millar de veces, escupida de la boca del gordo, quien de manera simultánea se lanzó al suelo mientras su mano iba a su cinturón.

En un torbellino de movimiento, el hombre en la cama balanceó las piernas y se tiró hacia un lado quedando protegido por la cama y ofreciendo así sólo una estrecha franja de su cabeza a Bond como blanco. La mano de su pecho relampagueó.

«Zud.»

La pistola de Bond dio un único gruñido ahogado. Un agujero azul se abrió por debajo del cabello blanco, justo en el centro.

«Boom», respondió la pistola del hombre muerto, disparada por el último movimiento espasmódico de su dedo, y la bala se enterró en el colchón, debajo del cadáver.

Desde el suelo, el hombre gordo lanzó un grito. Estaba mirando de frente a un único ojo negro y vacío al que el gordo no le importaba en lo mas mínimo; pero él estaba interesado en qué centímetro cuadrado de su envoltorio se abriría el primer agujero.

La pistola del gordo sólo consiguió levantarse hasta la altura de las rodillas de Bond, apuntando fútilmente al espacio vacío que había entre las bien apuntaladas piernas de aquél.

—Suéltala.

Se produjo un pequeño ruido al caer la pistola sobre la alfombra.

—Levántate.

El hombre gordo se levantó tambaleándose y permaneció de pie mirando a los ojos de Bond, de la misma manera que un tuberculoso mira su pañuelo, con expectación aterrada.

—Siéntate.

¿Hubo una llamarada de alivio en los ojos rendidos? Bond permaneció tenso como un animal de presa.

El hombre gordo giró con lentitud sobre sus talones, levantando las manos sobre la cabeza, a pesar de que Bond no se lo había ordenado. Dio dos pasos hacia atrás en dirección a la silla, ladeándose poco a poco como si fuera a tomar asiento.

Permaneció de cara a Bond y, con naturalidad, dejó caer las manos a los costados. Las dos manos, relajadas, se balancearon hacia atrás y hacia delante, la derecha más que la izquierda. Y de repente, aprovechando el impulso del último balanceo, el brazo derecho dibujó un arco rápido y lanzó desde las puntas de los dedos un cuchillo como una llama blanca.

«Zud.»

Silenciosos, la bala y el puñal se cruzaron en el aire, y los ojos de los dos hombres, al alcanzar ambos el blanco, parpadearon simultáneamente.

Pero el parpadeo de los ojos del hombre gordo terminó con los ojos en blanco mientras caía de espaldas, agarrándose el corazón; sin embargo, los ojos de Bond sólo miraban con curiosidad la mancha de sangre que se extendía por su camisa y al mango plano del cuchillo que aparecía entre sus pliegues.

La silla se desplomó con un chasquido bajo el peso del hombre gordo.

Bond lo miró una vez más y luego se dirigió hacia el ojo de buey abierto.

Durante un rato permaneció de espaldas a la habitación, mirando fijamente el suave ondear de las cortinas. Tragó el aire a bocanadas y escuchó los bellos sonidos del mar, del mundo exterior que todavía les pertenecía, a él y a Tiffany, pero ya no a los otros dos. Muy lentamente su cuerpo y sus tensos nervios se relajaron.

Tras unos momentos se arrancó el cuchillo. No lo miró, descorrió la cortina y lo lanzó a lo lejos, en la oscuridad. Después, con los ojos todavía fijos en la tranquila noche, puso el seguro a su Beretta y con una mano, que de repente le pareció más pesada que el plomo, deslizó la pistola de nuevo en el cinturón de sus pantalones.

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