Diamantes para la eternidad (25 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Tiffany llevaba una pesada camisa de chantó crema y una falda de lana y algodón gris marengo. Los colores neutrales realzaban el tono tostado de su piel. El pequeño Cartier cuadrado con correa negra era la única joya y las uñas cortas en las pequeñas manos morenas que sostenían las de Bond estaban sin pintar. El reflejo de la luz del sol brilló sobre la masa de cabello de color oro pálido, en las profundidades de sus tornasolados ojos grises, y en la línea de dientes blancos que se adivinaba entre los lujuriosos labios, entreabiertos en espera de una respuesta.

—No —dijo Bond—. No haré caso, Tiffany. Todo lo que tiene que ver contigo me gusta.

Ella lo miró a los ojos y se quedó satisfecha. Llegaron las bebidas y la joven retiró la mano, observando inquisitiva a Bond por encima del borde del vaso.

—Ahora dime un par de cosas: en primer lugar, ¿qué haces y para quién trabajas? Al principio, en el hotel, pensé que eras un delincuente. Pero, de alguna forma, tan pronto como desapareciste por la puerta supe que me equivocaba. Supongo que debería haber avisado a ABC y nos hubiésemos evitado muchos problemas. Pero no lo hice. Venga, James. Suéltalo.

—Trabajo para el Gobierno —dijo Bond—. Quieren parar el contrabando de diamantes.

—¿Una especie de agente secreto?

—Sólo un funcionario.

—De acuerdo. ¿Y qué vas a hacer conmigo cuando lleguemos a Londres, encerrarme?

—Sí, en la habitación de los invitados de mi apartamento.

—Eso está mejor. ¿Tendré que convertirme en un subdito de la Reina? Me justa ser una persona sujeta.

—Supongo que lo podremos arreglar.

—¿Estás casado…? —se interrumpió—. ¿O algo parecido?

—No. Tengo aventuras de vez en cuando.

—Así que eres uno de esos hombres pasados de moda que se acuestan con mujeres. ¿Por qué no te has casado?

—Porque pienso que puedo arreglármelas mejor solo, supongo. La mayoría de los matrimonios no suman a dos personas. Restan a uno del otro.

Tiffany Case meditó lo que Bond acababa de decir.

—Quizá tengas algo de razón, pero todo depende de qué quieres sumar. Algo humano o algo inhumano. No puedes estar completo sin alguien más.

—¿Y tú?

Ella no se esperaba la pregunta.

—Quizá me conformé con lo inhumano —dijo brevemente—. ¿Y con quién demonios se supone que podía haberme casado, con «Shady» Tree?

—Supongo que ha habido muchos otros.

—No, no los hubo —repuso la chica, irritada—. Quizá pienses que no debía haberme mezclado con esa gente. Bien, creo que empecé con el pie equivocado. —La llamarada de rabia se extinguió y Tiffany miró a Bond defensivamente—. Hay personas a quienes Ies pasa, James. De veras. Y a veces no tienen la culpa.

James tendió la mano y sostuvo la de ella con fuerza.

—Lo se, Tiffany —dijo—. Félix me lo contó. Por eso no te he hecho ninguna pregunta. Olvídate. Lo que importa es el aquí y el ahora. No el ayer. —Y, cambiando de tema, añadió—: Ahora dame algunos datos. Por ejemplo, por qué te llamas Tiffany y que tál es ser un repartidor de cartas en el Tiara. ¿Cómo demonios llegaste a ser tan buena? Fue genial la forma en que manejaste las cartas. Si eres capaz de hacer eso, puedes hacer cualquier cosa.

—Gracias, colega —dijo ella con ironía—. ¿Como qué? ¿Jugar al parchís? La razón por la que me pusieron Tiffany es porque cuando nací, el bueno de papá Case estaba tan dolido de que no fuese un chico que dio mil pavos y una polvera de Tiffany's a mi madre y se largó. Se alistó en los Marines. Al final lo mataron en Iwo-Jima. Así que mi madre me puso Tiffany Case
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y comenzó a ganarse la vida. Empezó con un puñado de chicas y luego se volvió un poco más ambiciosa. Quizá esto no te parece demasiado bien. —Lo miró en actitud defensiva y a la vez suplicante.

—No me preocupa —repuso Bond secamente—. Tú no eras una de sus chicas.

Tiffany se encogió de hombros.

—Entonces el lugar fue destrozado por las bandas. —Hizo una pausa y se bebió el resto del Martini—. Y yo me lo monté por mi cuenta. Los trabajos típicos que una chica puede encontrar. Después me fui a Reno. Tienen una escuela de juego, fiché con ellos y trabajé como una loca. Hice el curso completo: dados, ruleta y blackjack. Se puede ganar mucho dinero en el juego. Doscientos a la semana. A los hombres les gusta que haya chicas repartiendo, y da confianza a las mujeres. Creen que serás más generosa con ellas. Los repartidores masculinos las asustan. Pero no pienses que es divertido. Se lee mejor que se vive.

Hizo una pausa y sonrió a Bond.

—Ahora es tu turno otra vez —dijo—. Pídeme otra bebida y dime qué tipo de mujer tendría interés para ti.

Bond encargó las bebidas al camarero. Encendió un cigarrillo y se volvió hacia ella.

—Alguien que pueda hacer la salsa bearnesa tan bien como el amor —dijo.

—¡Cielos! ¿Cualquier vieja boba que sepa cocinar y echarse de espaldas?

—Oh, no. Debe tener lo que todas las mujeres tienen —Bond la examinó con atención—: Cabello dorado. Ojos grises. Una boca pecadora. Una figura perfecta. Y, por supuesto, conocer chistes divertidos a montones, saber vestirse bien, jugar a cartas y todo lo demás. Lo normal, vaya.

—¿Y te casarías con esa persona si la encontrases?

—No necesariamente —respondió Bond—. De hecho ya estoy casado, más o menos. Con un hombre. Su nombre empieza por M. Tendría que divorciarme de él antes de casarme con una mujer. Y no estoy seguro de querer tal cosa. Ella me tendrá repartiendo canapés en un salón en forma de L. Y luego todos esos desagradables «Tú dijiste… No, nunca lo dije…» y otras discusiones que parecen ir con el matrimonio. No duraría. Me entraría claustrofobia y me largaría. Haría que me enviaran a Japón o a cualquier otra parte.

—¿Y niños?

—Me gustaría tener hijos —dijo Bond escuetamente—. Pero cuando me retire. No sería justo para ellos de otra manera. Mi trabajo no es tan seguro. —Fijó la mirada en su bebida y se la terminó de un trago—. ¿Y tú, Tiffany? —preguntó cambiando de tema.

—Supongo que a cualquier chica le gusta llegar a casa y encontrar un sombrero en la percha del recibidor —dijo Tiffany, malhumorada—. El problema es que nunca he encontrado nada adecuado debajo del sombrero. Quizá no he buscado lo suficiente, o lo he hecho en los sitios equivocados. Ya sabes cómo son las cosas cuando te metes en una rutina. Te acostumbras tanto que ya no buscas nada más. Eso me pasó más o menos con los Spang. Sabía que no me iba a faltar un plato caliente en la mesa. Y ahorraría algún dinero. Pero una chica no puede hacer amigos en esa compañía. O pones un cartel diciendo «Prohibida la entrada» o acabas por ser moneda de segunda mano. Pero supongo que me he hartado de estar sola. ¿Sabes lo que dicen las coristas en Broadway? «Es una colada muy solitaria la que no tiene una camisa de hombre en ella.»

Bond se echó a reír.

—Bien, ahora estás fuera de esa rutina —dijo mirándola burlón—. ¿Y Seraffino? Esas dos habitaciones en el Pullman y la cena con champán para dos…

Antes de que pudiera terminar, los ojos de Tiffany brillaron como ascuas, se levantó de la mesa y salió del bar.

Se maldijo a sí mismo. Dejó dinero en la mesa para pagar la cuenta y se apresuró a seguir a la muchacha. La alcanzó a medio camino de la cubierta de paseo.

—Escucha, Tiffany —empezó.

Ella se volvió de repente enfrentándose a él.

—¡Qué mezquino llegas a ser! —exclamó, y lágrimas de rabia brillaron en sus pestañas—. ¿Por qué tienes que estropearlo todo con un comentario tan abrasivo como ése? Oh, James. —Se volvió de espaldas, buscando un pañuelo en su bolso, para secarse los ojos—. No entiendes nada.

Bond la rodeó con un brazo y la estrechó contra sí.

—Cariño. —Sabía que sólo el gran paso del amor físico solucionaría aquellos malentendidos, pero con Tiffany todavía eran necesarios el tiempo y las palabras—. No era mi intención herirte. Sólo deseaba saber. La noche del tren fue una mala experiencia para mí, y la cena para dos me dolió mucho más que cuanto pasó después. Tenía que saberlo.

Ella lo miró recelosa.

—¿Lo dices en serio? —preguntó ella acercándose a su rostro—. ¿Quieres decir que entonces ya te gustaba?

—No seas tonta —dijo Bond con impaciencia—. ¿Es que no te enteras de nada?

Ella se retiró de su lado y miró a través de la ventana al infinito mar azul y a un puñado de gaviotas que acompañaban al maravillosamente pródigo barco. Al cabo de un momento se volvió.

—¿Has leído
Alicia en el País de las Maravillas
?

—Hace años —respondió Bond sorprendido—. ¿Por qué?

—Hay una frase en la que pienso a menudo: «Oh, Ratón, ¿conoces el camino para salir de este mar de lágrimas? Estoy muy cansada de nadar, oh Ratón». ¿Lo recuerdas? Bien, pensaba que tú ibas a mostrarme la salida. En su lugar me has hundido más en el agua. Por eso me molesté. —Lo miró de reojo—. Supongo que no querías herirme.

Bond miró su boca en silencio y la besó con fuerza en los labios.

Ella no respondió al beso, pero cuando se apartó, sus ojos reían de nuevo. Lo agarró del brazo y tiró de él hacia las puertas abiertas que conducían al ascensor.

—Llévame abajo —dijo—. Necesito retocarme el maquillaje, y quiero pasar un buen rato adornando el negocio para ponerlo a la venta. —Se detuvo y puso su boca cerca del oído de Bond—. Por si te interesa, James Bond —le susurró—, nunca me he acostado con un hombre en mi vida. —Le estiró del brazo—. Vamos —dijo bruscamente—. De todas maneras ya va siendo hora de que te entretengas solito.

Bond la acompañó hasta su camarote y luego se fue al suyo, a tomar un baño con sales calientes seguido de una ducha fría. Después se echó en la cama y sonrió recordando algunas cosas que ella había dicho. Se la imaginó en la bañera, mirando el bosque de grifos y pensando en lo locos que estaban los ingleses.

Golpearon a la puerta; un botones entró con una pequeña bandeja y la dejó sobre la mesa.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Bond.

—Es de parte del
chef
, señor —dijo el botones, y se retiró cerrando la puerta del camarote.

Bond se deslizó fuera de la cama y fue a examinar el contenido de la bandeja. Se sonrió. Había una botella de un cuarto de Bollinger, un platillo con cuatro canapés de ternera y un pequeño cuenco con salsa. Al lado, una nota a lápiz decía:
Esta salsa bearnesa ha sido confeccionada por la señorita Tiffany Case sin mi ayuda
. Firmado:
El Chef
.

Bond se llenó el vaso de champán y untó una buena cantidad de salsa bearnesa en uno de los canapés de ternera, y se lo llevó a la boca masticándolo despacio. Entonces fue al teléfono.

—¿Tiffany?

Escuchó la risa en el otro extremo de la línea.

—Bueno, decididamente sabes hacer una salsa bearnesa deliciosa… —Colgó el auricular.

Capítulo 23
El trabajo no es lo primero

El momento más embriagador de un romance es cuando, por primera vez, en un lugar público, en un restaurante o un teatro, el hombre baja la mano y la pone sobre el muslo de la mujer y la mujer desliza su mano por encima de la suya y la aprieta con fuerza contra su piel. Los dos gestos dicen lo que las palabras no dicen. Todo está acordado, pactado y firmado. Y se produce un minuto de silencio en el cual la sangre circula a gran velocidad.

Eran las once en punto y sólo quedaba un puñado de gente en los rincones del Veranda Grill. El mar resplandecía iluminado por la luna, mientras el gran navio segaba los negros campos del Atlántico. A popa sólo un ligero rumor indicaba el lento latido de un océano dormido a las dos personas sentadas muy juntas bajo la lámpara rosada.

El camarero se les acercó con la cuenta y sus manos se separaron. Ahora tenían todo el tiempo del mundo y no necesitaban el consuelo de las palabras o del contacto. Ella rió feliz mientras el camarero retiraba la mesa. Luego, muy despacio, caminaron hacia la puerta.

Entraron en el ascensor por la cubierta de paseo.

—¿Y ahora qué, James? —preguntó Tiffany—. Me gustaría tomar más café, y un Stinger con crema de menta blanca, mientras escuchamos las subastas. He oído hablar tanto de ellas, quizá ganemos una fortuna.

—Muy bien —repuso Bond—. Lo que tú digas. —La cogió por el brazo, manteniéndolo pegado a su cuerpo mientras se movían a través del gran salón donde todavía estaban jugando al Bingo, y a través del salón de baile en que los músicos se dedicaban a ensayar—. Pero no me hagas comprar un número. Es pura suerte y el cinco por ciento se destina a la caridad. Casi tan malo como las apuestas en Las Vegas. Puede resultar divertido si el subastador es bueno; me han dicho que en este viaje hay mucho dinero a bordo.

La sala de fumadores estaba casi vacía, y escogieron una pequeña mesa alejada de la plataforma donde el jefe de los botones estaba disponiendo la parafernalia del subastador, la caja con los billetes numerados, el martillo, la jarra con agua…

—En teatro esto es lo que se llama «vestir una casa delgada» —dijo Tiffany mientras se sentaban entre el bosque de mesas y sillas vacías. Pero, después de que Bond pidiese las bebidas al camarero, las puertas contiguas al cine se abrieron y la sala de fumadores se llenó con unas cien personas.

El subastador, un jovial hombre de negocios de las Midlands con un clavel rojo en el ojal de la chaqueta de su esmoquin, golpeó la mesa pidiendo silencio y anunció que el capitán había estimado el curso del siguiente día entre 720 y 739 millas, que cualquier distancia más corta de 720 era Campo Bajo, y cualquier distancia mayor, Campo Alto.

—Y ahora, damas y caballeros, veamos si podemos romper el récord de este viaje, que está en la impresionante cantidad de 2.400 libras.

Sonó un aplauso.

Un botones ofreció la caja que contenía los números doblados a la mujer que parecía ser la más rica de la sala y después pasó al subastador el trozo de papel que ella había sacado de la caja.

—Bien, damas y caballeros, aquí tenemos un número excepcionalmente bueno para empezar. El 738. Bien alto, y como veo muchos rostros nuevos esta noche —Risas—, creo que estaremos de acuerdo en que el mar se encuentra excepcionalmente tranquilo. Damas y caballeros, ¿con cuánto salimos por el 738? ¿Puedo decir 50 libras? ¿Alguien apostará 50 por este número de la suerte? ¿Ha dicho 20, señor? Bien, tenemos que empezar por alguna parte. ¿Alguien da más?… ¿25? Gracias, señora, y 30. Allí dan 40, botones. Y 45 de mi amigo el señor Rothblatt. Gracias, Charlie. ¿Alguien sube sobre las 45 libras por el número 738? 50. Gracias, señora, y volvemos a estar donde habíamos empezado. —Risas—. ¿Alguien da más sobre 50 libras, a la una, a las dos…? —Y el martillo levantado cayó con un golpe.

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