—Joder, ¿qué ha pasado? —pregunté.
—No sé. ¿Tú también lo has notado?
—Sí. Como un sofoco, un revolcón atmosférico, un cambio de estación repentino... ¿Has visto el cielo? Es difícil ver tantas estrellas en Madrid.
Bastian alzó los ojos y, sin dejar de mirar el cielo, comenzó a hablar:
—Una vez, en Noruega, mi madre me llevó a la región de Finnmark a ver la aurora boreal. Tenía doce años, y recuerdo que nos quedamos esperando durante horas en un refugio. Era una casita de madera a orillas de un lago. No puedo recordar con quién estábamos. Había más gente, supongo que amigos de mi madre, que no paraban de cantar alrededor de una chimenea. Yo estaba muerto de sueño, y lloraba porque me quería ir a dormir. Y ella me decía: «Cariño, aguanta. Ya verás como merece la pena». Joder, no puedo olvidar aquellas palabras. Me puso un abrigo rojo, de eso sí me acuerdo, y un gorro que me picaba muchísimo. Y cuando salimos a la calle, me quedé sin palabras. Fue increíble: millones de láminas de luz que se extendían por el horizonte del lago y subían hacia el cielo... El espectáculo más electrizante del mundo. Los samis, pueblo tradicional de Laponia, pensaban que las auroras boreales eran las almas que saludaban a la Tierra. Antes de morir, le prometí a mi madre que volveríamos a la misma cabaña del lago. Repetí su misma frase: «Aguanta. Ya verás como merece la pena». Pero ya estaba demasiado enferma y no nos dio tiempo.
Aunque nunca se me ha dado bien consolar al prójimo, le agarré la mano; él me respondió respirando hondo.
—¿Quieres que te acompañe a casa? —preguntó.
—Como quieras.
Durante el camino de regreso guardamos silencio. Habíamos dejado la noche en el punto justo, así que, simplemente, caminamos. A medida que avanzábamos entre el olor a verano de Madrid, el calor se hacía más duro, más áspero, más pegajoso. Llegamos a mi calle, y en un intento por regalarnos algo más de tiempo para la despedida, redujimos el paso. Al fondo, sentado en un banco frente al portal de mi edificio, alguien fumaba un cigarro. Pensé en algún amigo de Javier, que estaría tomando el aire bajo los efectos de una borrachera. Pero tenía una maleta. Miré a Bastian, que también se había dado cuenta de su presencia, y me detuve en seco. Mi corazón dejó de latir. Sasha, mi Sasha, estaba en Madrid.
15 de agosto.
Dos semanas. Catorce días de nocturnidad, alevosía y un insomnio denso y viscoso compartido en silencio con las estrellas. 336 horas sujetando los estribos del miedo, examinando mi puta conciencia, acariciando la psicosis con la punta de los dedos. Hasta que hoy, por fin, mis glóbulos rojos han dictado sentencia: no soy portador del VIH.
Es lo que tiene la Seguridad Social y su velocidad de crucero: deshojas la margarita varios meses —quiero saberlo, no quiero saberlo, tengo huevos, no tengo huevos, lo digo en casa, no lo digo en casa— y cuando el «sí, quiero» gana la partida, resulta que descifrar mi sangre en una probeta es un asunto de seguridad nacional: las muestras viajan al laboratorio de un hospital, se someten a un cultivo, son confirmadas con una segunda prueba y enviadas de vuelta al punto de partida. En total, catorce días tragando saliva y maldiciendo al primate africano que contagió al primer ser humano.
He llegado, por fin, a la consulta de mi médico de cabecera. Los diez minutos en la sala de espera dan para una enciclopedia del desvarío. Mi cabeza, más o menos, ha funcionado así: «Ya no tiene sentido lo de la hipoteca. Si, total, voy a ser pasto de las infecciones. Cuando salga de aquí voy al banco y cancelo todo. Nunca podré ser corresponsal del periódico en Nueva York porque el Departamento de Inmigración norteamericano exige las pruebas del VIH para conceder un permiso de trabajo. Pasaré el verano en Madrid tragando pastillas como un jodido demonio. Si estoy sano, invito al médico a comer una mariscada. ¿Me ingresarán hoy para hacerme más análisis? Seguro que no tengo nada. Pero soy gafe. Joder, soy gafe. ¿Podré seguir trabajando o, por el contrario, recibiré un certificado de invalidez? ¿Tendré que decírselo a mis amigos? ¿Me querrán igual? Juro que si no tengo nada voy a practicar un mes de abstinencia coital. Odio el sexo...».
Esta masturbación mental, fruto de millones de conexiones nerviosas que explotaban en chispas por todo mi cuerpo, se ha terminado al entrar en la consulta. El blanco de la sala, y de la bata, y de la luz y de la camilla ha bloqueado mi capacidad de pensamiento. El doctor ha sacado una carpeta. La suerte estaba echada. Mis resultados, recién salidos del horno, calientes, calientes, estaban los primeros del montón de papeles.
«Los primeros. ¿Por qué no están al final, o mezclados con los del resto de los pacientes? Los tiene aquí porque ha visto algo serio. Lo sabía. Por el amor de Dios, de la Virgen y de todos los santos. ¿Por qué soy tan desgraciado?»
Estaba a punto de perder la cordura, pero el resultado ha llegado justo a tiempo. «No tienes nada», me ha dicho. Tres palabras cortas, directas y maravillosas que han ahuyentado mis fantasmas para siempre. Me he levantado entre mareos y sofocos y, tras darle un abrazo rompehuesos, el doctor Milagro me ha mirado como si hubiese avistado un ovni fucsia aterrizando en la plaza Mayor. Supongo que la ciencia médica, muy poco dada a exhibiciones de cariño, no está preparada para entender mi humanidad de perturbado. Pero me importa un rábano. Era mi momento, mi noticia, mi oasis de calma después de la tormenta. Y si quiero abrazar a mi doctor House, bailar una conga o rebozarme por el suelo para aliviar mis tensiones —que son muchas—, lo haré.
SI, y ya sé que en el Primer Mundo ya nadie se muere por culpa del sida y que el virus es compatible con una vida aburrida y normal. Pero hoy, precisamente hoy, no tenía el cuerpo para mucho trote. Sé que hubiera agarrado el toro por los cuernos, me habría mentalizado en un par de semanas, conviviría dignamente con los antirretrovirales y encontraría la fórmula para ser feliz. Pero, cosas mías, me sigo decantando por no tener el virus.
Al salir de la consulta he sido atravesado por un rayo de culpa. Un relámpago de remordimientos —menuda novedad— me ha golpeado el pecho con una pregunta: ¿qué derecho tengo yo, un españolito medio con casa, curro y caries —las tres «cés»— para quejarme? ¿No tengo una farmacia cada quinientos metros para comprar preservativos? ¿No he crecido en las faldas de unos padres ejemplares con los que he mamado la prevención sexual desde la cuna? Entonces, ¿por qué me pongo el uniforme de bloguero mártir y me dedico a criticar la sanidad pública ante miles de lectores? ¿Acaso estaría mejor en África, sin farmacias, sin condones, sin análisis, sin cultivos ni confirmaciones de la prueba, sin sanidad pública, sin vida ni esperanza? ¿No debería darme vergüenza?
Estoy abochornado. Y no tengo más remedio que agachar las orejas, pedir disculpas y empezar este post otra vez. Dos puntos:
Dos semanas. Catorce días la espera de un simple resultado. Un índice que marque la presencia de un virus en mi cuerpo. Nada más. Una infección que, aunque en los años ochenta causaba estragos, actualmente está totalmente controlada por la medicina occidental. En España, la esperanza de vida de enfermo de VIH es excelente si se detecta a tiempo. Los efectos secundarios de los tratamientos son prácticamente inexistentes. La lipodistrofia (desaparición del tejido adiposo) o los sarcomas de kaposi (la pigmentación en manchas rojizas de la piel) son hoy un mal recuerdo. El problema del VIH no está en la sangre de los infectados, sino en la sociedad. Mientras el sida es una lacra rabiosa en el imaginario colectivo, en la ignorancia del populacho y en la hipocresía del sistema, los enfermos llevan una vida endiabladamente común.
Es en África, ese territorio negro, desnudo y muerto de sed, donde el VIH muerde con toda su rabia. Mientras Estados Unidos siga oponiéndose a liberalizar las leyes de patentes que permitirían la fabricación de medicamentos genéricos, el continente del hambre seguirá agonizando sin piedad. Y nosotros, madrileños, neoyorquinos, berlineses o parisinos, nos lamentaremos porque aquel día, qué mala suerte, nos dio pereza comprar condones en la farmacia de la esquina. Somos unos hijos de puta. Por cierto: los análisis han salido bien y no estoy infectado. Pero ¿y qué si lo estuviera?
La llegada de Sasha me devolvió a los días de vino y gloria de otros tiempos; ambos entramos en una espiral de sexo y abrazos de la que era imposible huir, y jugamos a querernos sin hacernos demasiadas preguntas. Incluso compramos fresas y champán para regar una de nuestras primeras noches de vida en común. ¡Fresas y champán! Como en las películas de serie B, nos empachamos de glamour barato y nos creímos que allí, en el microcosmos de mi cuarto de estar, estaba pasando algo grande. A la mañana siguiente de aquel banquete, sin embargo, me entró un brote de pánico al ver su pijama debajo de mi almohada. Aquello ya no era un affaire de quita y pon. Hoy, aquí y ahora, Sasha estaba en Madrid, y había puesto patas arriba mi ecosistema; yo mismo le había hecho un hueco en mi lado izquierdo de la cama, había reservado un espacio para su cepillo de dientes y estaba aprendiendo a cocinar para dos. Aquello era una perestroika en toda regla.
Aun así, y salvo algunos desencuentros con la taza del váter, el tapón del champú y el mando a distancia, la convivencia era fluida. Esquivábamos la monotonía gracias al encanto de las pequeñas cosas y, también, gracias al milagro de la penetración; dormitábamos frente el televisor, nos rascábamos la espalda al despertar, nos fusionábamos en una misma siesta y, sobre todo, nos reíamos mucho. En el ascensor, en el desayuno, en mitad de los sueños, boca arriba, boca abajo, siempre en el momento justo y en el sitio exacto. Nos estábamos enamorando; alguna vez, incluso, nos dimos la mano.
Y así enganchamos los días, primero uno, después otro, y otro, y otro más, hasta que mi ojo, mis costillas y mis cicatrices me permitieron volver al trabajo. Pero antes de reincorporarme al mercado laboral debía cumplir una misión: romper la maldición del supermercado del amor. Se trata del lugar donde hago la compra, una gran superficie frecuentada por cientos de parejas gays que me restriegan su dinámica conyugal con frases lapidarias como «no te olvides del suavizante», «deberíamos llevar vino para esta noche» o «mira, los yogures que te gustan». Siempre había salido de allí con el estómago encogido por la envidia. Hasta que aquel día, por primera vez, fui acompañado. Y nos miraron, o eso pensé yo, mientras nos moríamos de risa frente a los tomates, entre el frío desgarrador de la sección de congelados y en los albores de la charcutería. Gracias a Sasha dejé de ser, sólo por un instante, el soltero de oro del barrio de Chamberí. El puto solterón de Chamberí.
Durante mi primer día de trabajo oculté mi episodio hospitalario para no despertar compasiones baratas. Después de las bienvenidas y los besos y los buenos deseos y el café insalubre de máquina fui absorbido por el maravilloso universo del periodismo. Tras diez horas, cuatro reuniones, una patada a la impresora, una ensalada con mix de lechugas, una pelea con un compañero, dos reportajes, un calambre abdominal, cinco titulares y diecisiete llamadas de teléfono, volví a casa. Sasha me había prometido una cena rusa, así que subí en el ascensor pensando en blinis, en arenque ahumado, en vodka y en pollo a la Kiev. Al llegar a la puerta busqué con la nariz los indicios del banquete, pero sólo encontré el tufo a marihuana de algún porro feliz y los ecos de una animada conversación. Mientras me sacudía los rigores del calor en el hall de entrada, reconocí la voz de mi compañero de piso. Mi odiado Javier. Mi temido Javier. Mi infierno Javier. ¿Había vuelto a Madrid? ¿No debería estar en Sevilla, destripando el verano en su cortijo, engominándose el pelo en una Feria de Abril sin abril o, simplemente, agonizando? Cuando entré en el salón se confirmaron mis sospechas; al otro lado de una humareda impenetrable, Javier y Sasha se entretenían con una risa estúpida.
—Hola, Martín —se sorprendió Sasha—. Qué pronto has venido.
—Ya ves. Hoy no tenía mucho trabajo, y además me moría de ganas de probar tu cena.
—¡Joder! ¡Se me ha olvidado! Lo siento... Iba a hacerlo, pero llegó Javier, nos pusimos a fumar esta marihuana cojonuda y se me ha pasado la tarde sin darme cuenta.
—Vaya, Martín, no me habías dicho que tenías un novio —interrumpió Javier—. Es mucho menos maricón que tú. Es simpático el ruso este, sí señor.
Cuando las cosas ya no pueden ir peor, no hay que alarmarse. Irán peor. Hinchado de rabia, decidí cenar dos míseros huevos fritos mientras ellos se seguían conociendo en mi sofá. Y cuando estaba dando sartenazos de celos por la cocina, me quemé el brazo con aceite hirviendo. Aunque intenté aliviar el dolor con agua fría, varias ampollas comenzaron a brotar de mi piel. Sasha quiso acompañarme al hospital, pero estaba tan colocado que preferí que me esperase en casa. Con Javier. Tras atravesar Madrid en taxi a ciento veinte kilómetros por hora, los médicos de urgencias me desinfectaron la quemadura y me vendaron el brazo. El dolor y yo empezábamos a ser peligrosamente inseparables. Y aunque la noche no podía torcerse más, se torció. Al llegar a casa, tuve mi primera discusión con Sasha. Nos echamos en cara mis celos y sus porros, mi trabajo de sol a sol y su soledad, mis miedos y sus neuras. Tras prometernos calma y paciencia, sellamos la paz con un polvo que ya descansa para la posteridad.
El timbre del despertador nos invitó a comenzar desde cero: como Javier no se prodiga demasiado en público antes de las dos de la tarde, Sasha y yo aprovechamos para desayunar solos. La cocina tenía más luz que de costumbre, el café desprendía un aroma más profundo que nunca y mi cutis estaba increíblemente terso; cosas de la energía positiva. Nos duchamos juntos y, tras jurarnos echarnos de menos el resto del día, me perdí en la maraña del periódico. Otra vez. Contra todo pronóstico, los celos habían desaparecido. Pero mi mente, la mayor hija de puta que conozco, me tenía reservada otra mala pasada: el miedo.
Decidí poner en marcha un artículo sobre el sida que llevaba demasiado tiempo acumulando ácaros en mi carpeta de reportajes pendientes. Para romper el hielo, visité la Unidad de Enfermedades Infecciosas de un hospital: hablé con varios médicos, una enfermera y dos pacientes. Uno de ellos, ex heroinómano, se había infectado por culpa de una jeringuilla traicionera veinte años atrás. Tras sobrevivir a los agresivos tratamientos de la década de los ochenta, su cuerpo había empezado a rendirse.