Diario De Martín Lobo (8 page)

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Authors: Martín Lobo

Tags: #Gay, #Fiction

El domingo, Día del Señor, doña Sibila rompió su silencio con un telefonazo que me despertó de la siesta más profunda de mi existencia. Su llamada llegó, como siempre, justo a tiempo para evitar un nuevo brote de mi locura.

—¿Sí? —murmuré mientras tanteaba el techo de la habitación con las pestañas envueltas en légañas.

—¡Martín! ¡Cariño!

—¿Sibila?

—¡Soy yo! Llevo varios días buscando un teléfono para hablar contigo...

—¿Dónde cojones te has metido? ¿Cuándo vuelves?

—Escucha y no me interrumpas, que no tengo mucho tiempo y te oigo fatal.

—¿Estás bien?

—No te preocupes. Estoy en Urfa, con Abdul.

—¿Y qué haces allí? ¿Trabajas? ¿Qué comes? ¿Te acuestas con él?

—¡Pues claro que me acuesto con él! Él se pasa el día de aquí para allá haciendo recados, así que tengo todo el tiempo del mundo para descansar.

—¿Qué recados?

—Es miembro del PKK.

—¿El qué?

—El PKK, una organización política nacionalista que lucha por la libertad del pueblo kurdo.

—Joder, Sibila, me estás asustando.

—Sólo quiero que llames a mi madre para decirle que no se preocupe, que soy feliz y que la quiero mucho.

—Estás con un nacionalista kurdo en el pueblo en el que Noé metió a todos sus bichos en una puta barca. ¿Cómo no se va a preocupar?

—¡Cállate y déjame hablar! Os echo de menos, pero os ruego que no me presionéis. Necesito saber que me apoyáis en todo. Además, ahora estoy un poco preocupada porque Abdul tiene que incorporarse a unas operaciones militares secretas.

—Por todos los santos...

—¡Ya te he dicho que pertenece al PKK! Y no...

La llamada se cortó en medio de la vorágine de siglas. Siglas terroríficas, inquietantes y misteriosas. Di por clausurada mi siesta, dejé el teléfono sobre el sofá, encendí el ordenador y me zambullí en internet. PKK, Kurdistán, Urfa, Abraham... Los motores de búsqueda echaron humo durante más de dos horas, tiempo más que suficiente para recopilar información y dar algo de forma a aquel disparate. La realidad, en términos coloquiales, es más o menos la siguiente:

El Kurdistán es un polvorín que se tambalea entre cuatro fronteras: Turquía, Irak, Irán y Siria. Cuatro monstruos que se reparten a balazos la soberanía de esta tarta de sangre, vacas y petróleo. Sus primeros bocetos como pueblo se dibujaron entre el Tigris y el Éufrates en el siglo X antes de Cristo, en una explanada con un calor de espanto y mucha cultura que la historia bautizó como Mesopotamia. Los kurdos acicalaron el terreno, pastorearon sus animalillos, se inventaron una lengua y diseñaron un programa de folclore y costumbres. Sólo les faltaba constituirse como Estado, así que se pusieron manos a la obra. ¿Cómo? A golpes. Cansados de ser chuleados por las grandes civilizaciones que pasaban por allí, se pelearon con los asirios y con los sasánidas, que eran unos señores muy brutos y muy virulentos. Como siempre terminaban mordiendo el polvo y sometidos al pueblo de turno, pusieron en marcha la pirotecnia del nacionalismo. Pero la historia volvió a dictar sentencia: el Imperio romano —y con él el territorio kurdo— se desintegró en dos. A un lado del ring, el Imperio otomano; al otro, el Imperio persa; en medio, como siempre, los desgraciados del Kurdistán.

Llegó la Edad Media, y los señores y las señoras kurdas, partidos en dos, aguantaron el tipo —y la independencia— en granjas con vaquitas que llamaron feudos. Pero el siglo XIX se presentó en sus praderas con los ecos de la Bastilla y la Revolución industrial. Tanto discurso revolucionario y tanta
liberté, egalité y fraternité
asustó a los otomanos, que empezaron a meter la pezuña en estos feudos por miedo a posibles insurrecciones. Y los kurdos, que comenzaban a estar hasta los cojones de tanta intromisión, volvieron a desenfundar sus pistolas. Las pistolas del patriotismo. Entre 1806 y 1920, la zona fue un puto infierno del que no se libraron ni las vacas. Una rebelión; un aplastamiento. Una rebelión; un aplastamiento. Una rebelión; un aplastamiento. Y así hasta que la historia, mareada de tanto trajín, perdió la cuenta.

Por lo visto, la Primera Guerra Mundial aceleró la desintegración del Imperio otomano. Llegados a este punto, sería lógico pensar en un Kurdistán libre e independiente. Pues no. Los gerifaltes de los países colindantes no iban a dejar que cuatro cabreros manejaran el petróleo: Turquía, Persia, Irak, Siria y la antigua URSS se repartieron la tarta kurda a partes iguales. Y punto en boca. Desde entonces, los fuegos independentistas que se suceden en estos cuatro territorios son apagados con cajas destempladas por sus respectivas naciones propietarias. ¿Que monto una república en el Kurdistán persa? El ejército de Teherán suelta cuatro bombazos y zanja el asunto. ¿Que monto una guerra de guerrillas en el Kurdistán iraquí? Bagdad da un puñetazo encima de la mesa y se termina la tontería.

Y es aquí donde entra en juego el maldito PKK. El Partido de los Trabajadores del Kurdistán. Ahí es nada. Una organización política armada, independentista y marxista que desde 1973 toca los huevos de las autoridades turcas. Como han prohibido su lengua, han eliminado los rastros de su cultura, han exterminado a los líderes más inquietos y les han aniquilado como pueblo, los kurdos han puesto todas sus esperanzas en el PKK. Algo así como un Sinn Fein oriental, pero a lo bestia. Con 30.000 muertos a sus espaldas, este partido es considerado una organización terrorista por la ONU y la Unión Europea.

Intenté reorganizar esta información en los huecos vacíos de mi cabeza antes de llamar a Mercedes, la madre de Sibila. Debía obviar los elementos bélicos y centrar mi discurso en los aspectos más bucólicos. Le hablaría de las cabras kurdas, del queso de awshari, de la belleza embriagadora de los paisajes bíblicos... Nada de atentados terroristas, limpieza étnica y entrenamientos militares. Después de todo, el pueblo kurdo, que cuenta con el apoyo de la comunidad internacional y que tiene fama de hospitalario y tremendamente generoso, no puede cargar con los cadáveres de un simple partido político. Aun así, no pude evitar preocuparme por mi amiga. La imaginé lavando a mano los calzoncillos de su amado terrorista, y una descarga eléctrica y muy fría me recorrió la espalda de Norte a Sur. Respiré hondo y marqué el número de Mercedes, que tras diecinueve días, siete horas y veinte minutos sin noticias de su hija debía de estar rozando un ataque de nervios.

—Mercedes, ¿cómo estás?

—¿Que cómo estoy? ¿Que cómo estoy? ¿Que cómo estoy? —respondió, dando muestras de un evidente cuadro de ansiedad—. Pues estoy a punto de volverme loca. Todos los días me despierto preocupadísima; después, a lo largo de la mañana, me voy enfadando poco a poco; y por la tarde me entra una rabia tremenda. No sé si quiero asesinarla, o comérmela a besos... Es una egoísta. ¡Mi hija es una maldita egoísta! Sólo piensa en ella, en ella y en ella. ¿Y los demás? ¿Qué pasa con los demás? ¿Nos merecemos que nos deje así, en este estado, sin saber dónde está ni qué está haciendo? ¿Por qué no llama?

—He hablado hace un rato con ella.

—¿De verdad? ¿Está viva?

—Por favor, Mercedes, ¿cómo no va a estar viva? Me ha dicho que no nos preocupemos, que nos quiere mucho, que es muy feliz. Por lo visto está en una ciudad preciosa, rodeada de monumentos, respirando aire puro y todo eso... —mentí.

—¿Monumentos? ¿Pero Abdul no era un militar nacionalista?

—¿Un militar nacionalista? No me suena, Mercedes. —«Qué memoria tiene la hija de puta», pensé.

—Sí, un militar nacionalista del PKK.

—Mercedes, eso no existe —volví a mentir.

—Lo he leído en internet. Llevo dos semanas buscando información y cada vez estoy más asustada. El PKK es una organización política que la ONU ha calificado de terrorista. Tienen bases de entrenamiento bélico, adiestran a sus guerrilleros, promueven la lucha armada entre la población... El Kurdistán es una tragedia, Martín. Y mi niña está enamorada de un terrorista.

—No puedes fiarte de internet. En la red se exagera todo para atraer más lectores. El ochenta por ciento de la información que nos muestran no es verdad —mentí por tercera vez.

—Martín, tengo sesenta y dos años. No tienes que engañarme; sé perfectamente que mi hija está en peligro.

Acorralado y hundido, estallé con la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad:

—Tienes razón. ¡Sibila es una inútil que sólo se preocupa por ella misma! Ni le importo yo, ni le importas tú, ni le importa nadie. ¡Y su novio es un terrorista de manual que la semana que viene se va a unos entrenamientos militares! ¡Entrenamientos militares! ¡Seguro que es alguna operación secreta, un atentado, el secuestro de un ministro turco o algo así! Y está haciendo la colada en una ciudad con reminiscencias bíblicas. ¡Es la puta criada de un guerrillero kurdo! La madre que la parió... ¡Joder!

No hay nada más antioxidante que compartir nuestros temores con otros seres humanos, así que la llamada a la madre de Sibila fue como un elixir para mi conciencia. Pasé el resto de la tarde del domingo ronroneando con la lectura de algunos mensajes del casting, y tras descartar a los psicópatas, a los japoneses y a los católicos practicantes hice una primera selección de candidatos. Aquella situación despertó mis morbos más oscuros: chicos que sólo me conocían a través del remolino absurdo de mi escritura hacían cola en el disco duro de mi ordenador para conocerme. Y yo, habitante de todos los pecados, no pensaba batirme en retirada. Faltaría más.

El asunto de Sibila, el kurdo y el PKK limó muchas asperezas entre Javier y yo. Aquella noche, por primera vez en muchísimos meses de convivencia bajo el mismo techo, cenamos juntos. Su tendencia ideológica conservadora podía darme un punto de vista diferente sobre la situación del Kurdistán, así que desenfundamos algunas delicatessen germanas —salchichas bratwurst, patatas fritas y cerveza— y nos lanzamos al vacío de la tertulia política.

—¿Te acuerdas de Sibila? —le pregunté.

—¿Sibila? ¿La gorda que cosía botones?

No iba a ponérmelo fácil, así que respiré hondo y traté de responder con una dulzura espeluznante:

—No está gorda y trabajaba en el departamento comercial de una empresa textil.

—Ya, ya... Cosiendo botones.

—No cose botones. Los exporta. Y además, ha dejado el trabajo por una crisis de identidad.

—¿Por qué los pobres siempre tenéis crisis de identidad?

Como soy un señor muy educado, evité responder. Eso sí, de tanto respirar hondo y acumular aire en mi interior enfurecido, me tiré el eructo más fuerte que pude.

—Nos fuimos a Estambul de vacaciones y ahora no quiere volver a España. Se ha enamorado de un soldado del Kurdistán y se ha quedado en una ciudad bíblica con él. Además, su madre y yo creemos que es terrorista.

—Pues el terrorista se va a poner las botas con tanta carne. ¡Menudas tetas!

Desesperado, aparqué la política para otra ocasión y reconduje la conversación hacia territorios prohibidos. Javier y yo, enemigos íntimos, hablamos de sexo durante horas. Horas y más horas destripando filias y fobias y confesando lo inconfesable. Y descubrimos, sin prisas, que no éramos tan distintos: ni él era tan despiadadamente cretino ni yo tan anti-heterosexual. Estábamos manteniendo una conversación civilizada, a ratos tierna, a ratos cruel, a ratos triste y a ratos absurda.

A las cuatro de la madrugada, el llanto en la calle de una ambulancia desesperada por llegar a tiempo nos devolvió a la realidad. Recogimos la mesa, limpiamos la cocina y nos dimos las buenas noches, frente a frente, en el pasillo. Un «buenas noches» histórico que rompió la mala racha de aquella casa sellada por el odio y la indiferencia.

—Que duermas bien —me dijo mientras desaparecía tras la hendidura de la puerta de su habitación.

—Que duermas bien.

5 - Oda a Gabriel García Márquez

23 de marzo.
Contemplo la página en blanco. Blanco. El color de la desidia, de la inapetencia, de la pereza. Las musas me han abandonado. ¿Escribo sobre la figura de mi padre? Son las tres de la tarde y tengo el postre bailando entre pezón y pezón. Descartado. ¿Sobre el semen? El postre se revela. Descartado. ¿Sobre la represión islámica a la sodomía? Sudores fríos. Eructo. Descartado.

Levanto la vista —tengo unos ojos avellana maravillosos—, agudizo las pestañas —más maravillosas todavía— y me tropiezo con un libro de mi Dios, mi Santo Grial, mi Alá, mi Mahoma, mi Arcángel, mi luna, mi sol, mi alma y mi entrepierna, mi héroe, mi poesía, mi llanto, mi sonrisa y mi kleenex: Gabriel García Márquez. Y empiezan a explotarme las palabras. Los títulos se tropiezan en mis dedos, el realismo mágico se apodera de mí. Quiero jugar. Y voy a jugar.

Por un minuto, Madrid es mi Macondo particular. Y mis chulos, mis putas, mis amores y mis desamores cambian la nomenclatura turca, alemana o brasileña por Aureliano Buendía, Santiago Nasar o Juvenal Urbino. Con el permiso de don Gabriel, cojo prestadas algunas de sus obras de arte para reescribir la historia de mi vida.

Crónica de una muerte anunciada

Me niego a morir con los pañales irritando mis glúteos y un gotero marcando mis últimos minutos. ¿No dejó Marilyn un cadáver precioso? Pues yo también. Tengo aspiraciones de mito, y si para ello he do sacrificar una vejez al uso —con sus partiditas de mus, sus alzheimers y sus gatillazos— por la inmortalidad eterna... lo haré. Consulto a los oráculos y la respuesta es clara: no superaré la barrera psicológica de los cincuenta. El destino ya ha jugado sus cartas para conmigo. La mala vida, que es mucha y muy espesa, hará el resto.

Memoria de mis putos tristes

Tengo una querencia enfermiza por los varones de vida alegre. Por los chaperos, los politoxicómanos, la canallesca de acento rumano y los habituales de las comisarías peligrosas. Me enamoro como un perro de la gentuza sin escrúpulos. Y yo, maldita la gracia, les gusto a ellos. ¿Que no tiene el graduado escolar? Bien. ¿Que carece de permiso de residencia? Mucho mejor. ¿Que presta sus servicios sexuales por dinero? Me vuelvo loco.

Hasta que me canso, como me cansé de un tal Fabrizio hace ya unos añitos. Resumo nuestras diferencias irreconciliables: el chico, de Brasil, me tiró los dados, me susurró al oído, me bailó la samba y me llevó a su huerto de verduras frescas. Cuando me tenía agarrado por las amígdalas del amor, me confesó su dedicación absoluta al negocio del placer. Intenté hacerme el sueco, pero un chapera en mi vida fue un golpe certero a mi débil estabilidad emocional.

—Guapo, hoy no puedo quedar. Tengo que hacer dinero, ya sabes. Te llamaré a las cinco de la mañana cuando termine —me dijo el día de mi cumpleaños.

Te llamaré cuando termine, te llamaré cuando termine, te llamaré cuando termine... Válgame Dios. Aquello, por el bien de mi madre y del ejército de seres humanos que me quieren y me idolatran, fue el principio del fin. Eso sí; Fabrizio siempre me lo hizo gratis. Eso que me llevo a la tumba... o al crematorio.

29 años de soledad

Me gusta estar solo. Me he acostumbrado a ocupar los dos lados de la cama, a cocinar para números impares (es decir, para mí), a entrar y salir con vehemencia adolescente, a reír y roncar y llorar conmigo mismo, a masturbarme a horas intempestivas, a dejar el tapón del champú donde me salga de los huevos... A veces, sólo a veces, echo de menos la tuerca de mi tornillo, la media naranja del zumo perfecto o esa barba amiga de dos días sobre la que rozar todas mis penas. Pero la realidad siempre se impone a la ficción. Single soy, y en single me convertiré. Gracias, Padre nuestro, por tus enseñanzas.

Diario de un náufrago

De acuerdo; estoy un poco perdido en este océano. Pero soy feliz. Me gustan mi caos, mi cesta de la ropa sucia pidiendo auxilio, mis brotes esquizoides, los hijos de puta de mis ex novios, mi blog, los insultos de mis blogueros, las broncas con mi jefe, el sexo con desconocidos, el whisky, leer mientras dormito, el helado de fresa, mi vecino del tercero, el color rojo, el conductor de la línea 16, el olor de mi madre, el olor de mi vecino del tercero, el olor del conductor de la línea 16... Adoro naufragar... y nunca ahogarme.

El sexo en los tiempos del cólera

Como sois unos pervertidos y sólo tenéis penes y pezones y vaginas en la cabeza, no es necesario que yo, un humilde servidor de ustedes, eche más leña a vuestro fuego. Ya habrá tiempo de hablar de sexo antes de morir abrasados tras el Juicio Final. O mañana, que viene a ser lo mismo.

Martín Lobo no tiene quien le escriba

Por eso, y para romper el maleficio de una de las novelas cortas más maravillosas de
my friend
Gabo, reclamo vuestros mensajes Quiero que reventéis mi blog con insultos, alabanzas y hasta recuerdos a la madre que me parió.

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