Diario De Martín Lobo (9 page)

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Authors: Martín Lobo

Tags: #Gay, #Fiction

El casting empezó a dar sus frutos en el ocaso de aquel invierno desahuciado y febril. Tres semanas antes de la explosión polinizadora de la primavera, moví algunas fichas con dos candidatos. A modo de preludio, envié un correo electrónico a P. R. N. rogándole que me contase su viaje a Australia en persona. De hecho, derroché mi armamento más sugerente, ridículo y vergonzante:

Querido P. :

Quiero que me susurres al oído tu aventura australiana. Me vuelven loco los canguros.

Un beso muy suave,

Martín Lobo

Vía mail, también, respondí a un stripper de Valladolid que me deshizo con sus promesas de frenesí sexual. Ambas maniobras cibernéticas —la de P. R. N. y la del stripper— serían suficientes para cubrir mis necesidades básicas: cariño y una penetración en condiciones. Uno era mordaz, inteligente, sensible y conversador, y el otro un miura salvaje con los pezones como tornillos de acero inoxidable. Cara y cruz. Las dos versiones incompletas del homosexual perfecto. Eso sí; como la penetración era más apremiante que una buena conversación, di preferencia a Valladolid y su paisano de profesión liberal. Los correos electrónicos dieron paso a varias llamadas difuminadas por la timidez, y cuando el teléfono ya no fue suficiente nos citamos el 23 de febrero a las 23 horas en un bar que se llama el 23. Por supuesto, en Madrid.

El mismo día de nuestro encuentro desayuné, como cada mañana, en una cafetería que descansa a los pies de mi edificio. Una tostada con tomate y aceite, un café con leche fría y un zumo de naranja recién exprimida; un menú que repito en una rutina escrupulosa y que compensa el desorden vital que me invade el resto de la jornada. Porque, ya que todo es inesperado y aleatorio en mi existencia, al menos quiero decidir cómo quiero el puto café, las putas naranjas y el puto tomate. A partir de aquí termina mi capacidad de decisión. Al sentarme en mi mesa de siempre, con el ángulo justo para divisar la puerta, el ventanal y la barra, mi mirada se chocó con la de un camarero nuevo. Deliciosamente rubio, deliciosamente alto, deliciosamente colocado sobre las baldosas del suelo. Le disparé mi mejor sonrisa, y se acercó para atenderme.

—Buenos días —le dije.

—Hola, ¿qué quieres tomar? —Su acento oxidado, marcado por el baile brusco de sus sílabas, no encajaba con aquellos ojos azules de bebé maldito. Aun así, noté un pequeño pellizco en la boca del estómago.

—Un zumo de naranja, un café con leche fría y una tostada con tomate.

—¿Con aceite de oliva sobre la tostada?

—Perfecto. Por cierto, hoy es tu primer día trabajando aquí, ¿verdad?

—Sí. Llegué a España hace una semana.

—¿En serio? ¿Y de dónde eres?

—Soy noruego.

—Pero hablas muy bien español...

—Mi padre es uruguayo.

Volvió a la barra, y mientras se peleaba con la cafetera, alzó la vista, se secó la frente con la parte superior de la muñeca y me devolvió la sonrisa. Fue entonces cuando mi mecanismo se puso en marcha: imaginé su ombligo, imaginé sus labios sobre mi ombligo, imaginé el ombligo de nuestro hijo... y le imaginé preparándome el desayuno gratis. Y llevándomelo a la cama con un periódico, un libro y un billete de avión a Roma. Para dos.

—Aquí tienes.

Los destellos naranja fluorescente del zumo y el rojo pasión del tomate volaron por los aires mi ensoñación italiana. Miré el reloj y comprobé que llegaba tarde al trabajo. Cuando terminé, me acerqué a la barra para despedirme.

—Muchas gracias. Por cierto, me llamo Martín.

—Yo Bastian —me contestó al tenderme la mano.

—Vivo en el portal de al lado, y desayuno aquí todos los días.

—¡Qué bien! Entonces, ¿nos vemos mañana?

—Nos vemos mañana.

—Te estaré esperando —dijo mientras me guiñaba un ojo.

Y no un ojo cualquiera. Un ojo azul. Azul como el mar soñado por Rafael Alberti, azul como la luna de Elvis Presley, azul como el sabor alcalino de la alcachofa, azul impresionista... Azul, azul y azul.
Oh, yeah...

Por la noche, la excesiva velocidad del transporte público me llevó al bar 23 media hora antes de lo previsto. Caminé hacia la Gran Vía para respirar un poquito de neón. No había vuelto allí desde Nochevieja, y me encontré una calle más brillante y fugaz que de costumbre. Mientras paseaba entre el tráfico y las putas, la mitología de este pequeño Hollywood a la española se abrió paso entre mis neuronas. Pensé en Ava Gardner zarandeando las bragas y el whisky en el bar Chicote, su preferido; en Frank Sinatra cerrando un paraguas a las puertas del club Pasapoga; en Madonna, deslizando su lengua por el lóbulo de Antonio Banderas durante una cena de gazpacho y bacalao al pilpil; en el Che Guevara respirando su habano en una suite quejumbrosa de la Torre de España; en Concha Piquer, hastiada de ser vieja, agonizando en su apartamento del número 52... La Gran Vía, doña Gran Vía, es hoy la arteria sanguinaria de esta ciudad en la que los teatros ya no son teatros y en la que los cócteles que bebía Orson Wells se han transformado en ginebra de garrafón. Y aunque sus luces ya no brillan como antes, medio siglo después sigue siendo la calle más canalla, más guapa y más puta de Madrid.

A las once en punto, con las manillas del reloj apuntando hacia el cielo, volví a entrar en el bar 23. «Llevaré un jersey verde botella, unos vaqueros y unas zapatillas rojas», me había dicho. Cuando crucé el umbral de la puerta, rastreé el suelo como una gata en celo hasta encontrar sus pies. La primera impresión, barnizada por la penumbra del lugar, fue relativamente estimulante. Mi stripper de Valladolid se elevaba detrás de su cerveza como un cuadro cubista. Su tronco, perfectamente alineado desde la cintura hasta los hombros, se abría monstruosamente en una espalda diseñada para la halterofilia o el crimen organizado. Batía en el aire unas manos firmes, demasiado secas, de dedos anchos, palmas generosas y uñas perfectas. El rostro era una lección de geometría: mandíbula cuadrada, pómulos desafiantes, labios tensos y una nariz partida en algún lance de gasolinera. Su pelo castaño caía en pequeños mechones sobre sus orejas y se balanceaba sobre la frente mientras hablaba. Hablaba, hablaba y hablaba sin cesar, sin tregua al contrincante, sin tiempo para reponer el aire de unos pulmones, los suyos, supuestamente inmensos.

—¿Y por qué te has atrevido a quedar conmigo? —me preguntó.

—¿Y por qué no? —respondí.

—Suelo asustar. Por mis dimensiones, ya sabes.

—A mí no —mentí. Su corpulencia era un desafío interesante, pero no dejaba de resultar excesiva, inquietante y hasta peligrosa.

—Me alegro mucho, porque tenía muchísimas ganas de poner una cara a las aventuras de tu blog. Quería tocarte, olerte... ¿Sabes? A mí me gusta mucho oler a las personas. El olfato es un sentido muy importante en el sexo. ¿No crees?

—Bueno...

—Yo sé perfectamente cómo se comporta una persona en la cama solamente por su olor.

—¿Y cómo me comporto yo?

Apoyó las manos sobre la mesa, elevó el tronco y acercó su nariz a mi cuello. Noté su respiración, húmeda y contundente, y me estremecí.

—Eres valiente.

—¿Valiente?

—Sí, valiente. Decidido, atrevido, entregado...

—Hombre, tengo algunos límites —le interrumpí, consciente de que estaba llevando la conversación a un terreno demasiado movedizo.

—Eso lo dices ahora porque estás frío, porque me acabas de conocer, porque no has bebido alcohol... Me encantaría verte en mi cama dentro de dos horas.

—Si esperas que sea tu esclavo, que te chupe los dedos de los pies o que me ponga un tanga de mujer, hoy no es tu día de suerte.

—Eso ya lo veremos.

—Eres un chulo —exploté, cada vez más cabreado y cada vez más excitado—. ¿Y tú cómo eres, mister Freud? ¿Qué te gusta?

—¿De verdad quieres saberlo?

—Soy todo oídos.

—Soy muy fetichista. Me gustan las axilas, los pies, las botas, las capuchas, las máscaras... —Bebió un sorbo de cerveza y continuó—: Los suspensorios, la lencería, las cuerdas, las esposas, los látigos, los uniformes, los controles de la respiración, las descargas eléctricas, los
glory holes,
la lucha grecorromana, la tortura testicular...

—¿La tortura testicular? ¿Las descargas eléctricas? ¿Las máscaras? Eres un puto depravado.

Nos fuimos a su hotel pasada la medianoche, esquivando a los turistas y a los borrachos que se peleaban por un trozo de acera. Mientras se descalzaba, pasé al baño; instantes después, escuché un «no te duches» desde el otro lado de la puerta. Me asomé, y encontré toda la geografía de su cuerpo desnuda sobre la cama. La mano izquierda agitaba un preservativo, y la boca, acompasada con el entrecejo, ensayaba una mueca de victoria.

—Por el olor, ya sabes. Quiero husmear todo tu cuerpo... Y si te duchas no voy a enterarme de nada.

—Lo siento, pero me di un baño antes de salir de casa —expliqué.

Su cara de gran decepción duró varios segundos, tiempo más que suficiente para encontrar otro recoveco en su estrategia:

—¿Y te has echado desodorante? Dime que no...

—¡Joder, qué manía con el sexo extremo! Sí, me he echado desodorante.

Ya en el cuerpo a cuerpo, empezamos a dibujar los preliminares de un orgasmo, pero cuando sólo habíamos conseguido un ligero esbozo, don Sigmund Freud de Valladolid se puso en pie, buscó algo en el cajón de la mesilla, se acercó a mi oído y me pidió un último favor:

—Quiero que te pongas esto —dijo mientras me lanzaba unas bragas al pecho.

—Mira, tío, no me apetece.

—¿Por qué?

—No te digo que no me pondría unas esposas en un momento dado, que no me dejaría llevar por una venda en los ojos... Pero unas bragas... ¡Unas bragas negras! ¡Y encima son de niña! Por si no te has dado cuenta, mi culo no cabe aquí.

—Estás muy negativo. ¿Por qué no te dejas llevar? ¡Venga, inténtalo! Ya verás como te lo pasas bien.

—Que no quiero, joder —le dije—. Ya me conozco el jueguecito; empiezas poniéndome unas bragas y acabas electrocutándome las pelotas. Eres demasiado extravagante para mí. Lo siento.

—Martín, no me dejes así. Estoy muy cachondo...

—A ver si me entiendes. No tengo filias, ni fobias, ni soy sofisticado, ni obsesivo... Bueno, obsesivo quizá sí, pero no en la cama. Yo lo único que quiero es echar un polvo. Una penetración, cuatro besitos, una eyaculación... Así de simple.

—Entonces, ¿te vas?

—Creo que sí —le contesté mientras me ponía los calzoncillos.

—¿Podrías hacerme un último favor antes de marcharte? —me preguntó.

—Dime.

—Quiero...

—¿Qué coño quieres?

—Quiero verte mear.

—¿Perdona?

—Que me encantaría ver cómo haces pis.

—Vete a la mierda.

Aparqué los delirios carnales por unos días. Me olvidé de las bragas adolescentes, de la virginidad de mis amigos perdida en una sauna con olor a olvido, del porno serie B que atornilla la parrilla lunática de la tele local... El blog se estaba complicando demasiado: generaba debates cada vez más incendiarios entre los lectores, y muchas webs de temática homosexual, religiosa o social denunciaron la frivolidad de mis reflexiones. Incluso me llamaron de un canal de televisión y de dos emisoras de radio para entrevistarme. Tras consultarlo con Flora, decidí mantenerme en la sombra. Contestar a los fans, a los enemigos católicos y a los periodistas habría sido como escupir un chorro de gasolina en una hoguera, así que el tiempo libre que me dejaba el trabajo se evaporó, segundo a segundo, minuto a minuto, hora a hora, en el sofá de mi casa. Cuanto menos respirase, mucho mejor. El único intruso en aquel paréntesis espiritual fue P. R. N., el candidato mordaz, inteligente, sensible y adicto a Australia de mi casting. Al principio, cosas de la burocracia emocional, nos conformamos con varios mensajes de quita y pon. Mensajes sin trascendencia y vacíos que no pasarían a la posteridad del amor universal. Pero un buen día, un martes absurdo como otro cualquiera, se nos ocurrió descolgar el teléfono, y destapamos la caja de los truenos. Las conversaciones se hicieron cada vez más largas, cada vez más densas y cada vez más comprometidas, y en menos de una semana nos enredamos en la rutina del móvil con demasiada virulencia.

Llegados a ese callejón sin salida, no tuvimos más remedio que cerrar los flecos de un encuentro real. Como él vivía a doscientos kilómetros de Madrid, decidimos conocernos en un punto intermedio. A cien kilómetros de mi casa y a cien de la suya. Un bar de carretera en medio de ninguna parte haría las veces de territorio neutral. «No quiero sexo», le advertí la noche anterior a nuestra cita. «No te preocupes. Yo tampoco. Nos vemos mañana.»

Un taxi, un tren y un autobús después llegué a nuestro destino: un bar a lomos de una autopista que se disputaba el hambre y la sed de los camioneros de esta España nuestra. Una televisión rumiando un informativo, una luz mortecina bailando en el techo y los movimientos espesos de una camarera tatuada por la tristeza fueron mi única compañía mientras esperaba. Fuera, la oscuridad era rasgada una y otra vez por los focos de los coches. Cientos de coches con un origen y un destino que pasaron de largo durante más de dos horas. Ninguno se detuvo en nuestro bar. Sin rastro de P. R. N.

«Parece que mi amigo sensible me ha dejado plantado. Mi ombligo, también esta vez, tendrá que esperar», me dije. Pagué mi cuenta a la camarera triste, guiñé un ojo a la televisión triste, estornudé bajo la luz triste y me fui para siempre de aquel bar triste. Un autobús, un tren y un taxi después estaba de vuelta en Madrid. Ni taciturno ni contento, ni enfadado ni aliviado, ni bien ni mal. Simplemente, estaba. Era tarde, pero no lo suficiente como para dormir, así que llamé a Titán, Zeltia y Alvarito y organicé una cena en mi casa. Me apetecía perderme entre sus historias: escuchar las últimas noticias de Palmira y su autoescuela, conocer los avances de Titán en su lucha contra la promiscuidad y, sobre todo, comprobar los efectos de la Operación Salida del Armario en el alma, el cutis y los glúteos de Alvarito.

Cuando abrí la puerta de casa, Javier, mi compañero de piso, me recibió en la entrada con una copa en la mano, una margarita detrás de la oreja y una chica agarrada torpemente a su cuello. Al fondo, en algo parecido a nuestro salón, más de treinta personas se inventaban una nueva noche de dispersión social.

—¡Bienvenido a la Fiesta de la Primavera! —me gritó entre la música—. Sírvete una copa y diviértete.

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