Los aeropuertos me ponen cachondo. Las colas de facturación, los controles de seguridad, los pilotos con jet lag, las botellas de ginebra del
duty free
, las ciudades del mundo parpadeantes en las pantallas de salidas y llegadas... Su ingeniería, pensada para vender ilusiones dentro de una maleta, me recuerda a las puertas del cielo. De hecho, si Dios existe, el hall de su casa debería ser como una terminal internacional.
Como Sibila y yo siempre hemos sido muy espirituales, decidimos hacer una visita a la Casa del Señor —el aeropuerto de Madrid-Barajas— para tomar un avión rumbo a Estambul. Yo tenía unos días libres y ella, inconformista militante, acababa de dejar su trabajo como responsable de ventas de una fábrica de botones.
—Estoy incompleta —me había dicho unos días antes.
—¿Incompleta? Tienes dos piernas, dos brazos y dos pezones.
—No me siento realizada. Me falta algo...
—Como a todo el mundo, Sibila. No seas tan intensa, que me agotas. A mí me falta el móvil, la cartera, la cazadora, un hombre que me idolatre, un golpe de suerte con los juegos de azar, un descapotable rojo, un poco de calma... ¿Y me quejo? Aquí estoy, levantándome, acostándome, subiéndome al metro, comiendo y meando. Y entre tanta mierda, hasta tengo tiempo de sonreírte.
—Que no. Que estoy cansada de los botones. Grandes, pequeños, esmaltados, satinados, metálicos, con incrustaciones, de madera, de coco, verdes, negros, marfil. Estoy harta. ¿Qué me aportan a mí los botones? ¿Adonde voy? ¿De dónde vengo?
—No mezcles a Shakespeare con la alta costura.
—Lo he dejado. He dicho en la empresa que mañana no cuenten conmigo.
—¿Qué dices?
—Desde hoy soy, oficialmente, una mujer hermosa y en paro.
—Y soltera, cariño.
—Los botones me estaban consumiendo. Me estaba muriendo por dentro.
De vez en cuando, sobre todo en invierno, Sibila tiene crisis de identidad. Se vuelve trascendente, etérea, profunda. Compra incienso, come verduras y ve películas iraníes. Generalmente no me preocupo, porque estos colapsos suelen esfumarse con las primeras lluvias de abril. Pero una cosa es un trastorno transitorio de la personalidad, habitual en los postadolescentes como nosotros, y otra abandonar su trabajo. Desde que compartimos desgracias y amistad, toda su vida descansa en los bordes de un ojal. Es lo que ocurre con los trabajos minoritarios; que ya no eres Luis el rubio, sino Luis el enterrador, ni Sibila la de los ojos verdes, sino Sibila la de los botones. En mi imaginario, ella estará para siempre asociada al blanco nacarado que abrocha una chaqueta cualquiera en un enero cualquiera. No puede hacerme esto. Sibila es un botón. El botón más bonito del mundo.
—¿Y qué vas a hacer ahora? —le pregunté, consternado.
—He dejado mi currículo en un herbolario especializado en nutrición y dietética.
—Joder. Lo que nos faltaba.
Aterrizamos en Estambul a las doce del mediodía, justo cuando el sol regala sus rayos más jugosos. Sibila, que está obsesionada con las previsiones meteorológicas, me tenía al corriente del clima turco desde hacía diez días. Al parecer, febrero es un mes terroríficamente frío en el Bosforo, pero si la atmósfera se apiada, el cielo puede regalar algunas mañanas maravillosas. Por la noche, la lluvia pone el punto romántico a una ciudad ahogada por el sonido de la megafonía de las mezquitas. De momento, los dioses daban la razón a los satélites. Ni rastro de nubes en Constantinopla.
Mi fisonomía, cincelada por una barba de varios días cuidadosamente descuidada, una nariz ancha y desafiante, el pelo rapado según los cánones militares y la piel oscura, suele llamar la atención de los departamentos de inmigración de todo el planeta. Cada vez que vuelo a Estados Unidos, Londres, Amsterdam o similares, los cazadores de terroristas desvirgan mi equipaje impoluto, rastrean las huellas de Al Qaeda en mi cepillo de dientes y buscan algún libro del Corán entre mis calzoncillos. Pero aquella vez era distinto. Estábamos en Estambul, tierra de barbudos de pigmentación canela, y la melena pálida de Sibila se llevaría todas las atenciones de los funcionarios. O eso pensé yo.
Cuando recogimos el equipaje, dos militares que afilaban su hombría detrás de sus metralletas se acercaron con paso decidido hacia nosotros. Y aunque la miraban a ella, enseguida supe que venían a por mí. Me llevaron a una habitación alicatada por baldosas blancas y negras —odio el ajedrez— y me invitaron a abrir la maleta. Fui desentrañando, humillado y tranquilo, los secretos cotidianos de cualquier turista. Hilo dental, calcetines de colores, dos cajas de preservativos, desodorante con olor a té verde, mi camiseta de la suerte del Che Guevara... De repente, recordé que al fondo, escondido entre las botas y unos pantalones, descansaba mi tesoro más valioso: mi guía de viajes
Espartacus.
Salvo unas sutiles diferencias estilísticas, sus 398 páginas son algo así como un listín telefónico que recoge, país por país y ciudad por ciudad, los bares, las discotecas, las saunas, los hoteles, los
sex shops
y todos los negocios gays del mundo. De Nueva York a Hong Kong, de Estambul a Albacete. Como sólo cuesta diez euros, la editorial subsiste gracias a la publicidad. Cientos de anuncios de fiestas de la espuma, teléfonos eróticos y alargamientos de pene salpican esta Biblia homosexual que, ya desde la portada, saluda al lector con dos culos en pompa rasurados y a punto para la batalla.
Uno de mis captores cogió la guía, inspeccionó varias páginas sin detenerse en los detalles, frunció el ceño, dijo tres o cuatro palabros en turco y abandonó la habitación. Y allí nos dejó, al otro policía y a un servidor, masticando el silencio y la vergüenza durante diez minutos. Diez minutos que se enredaron por siempre jamás en el tictac de un reloj de pared que parecía sonreír por mi tragedia.
Me van a fusilar. Me cago en mi sombra. Soy un inconsciente por viajar a un país árabe con toda mi artillería pesada de preservativos, guías gays... ¿Qué esperaba? ¿Un recibimiento con un batallón de danza del vientre? Esto es una provocación, un asunto de Estado, un polvorín. Me van a condenar a muerte en un juicio sumarísimo. Acabo de desencadenar una crisis diplomática al más alto nivel entre España y Turquía. El ministro de Exteriores tendrá que venir a rescatarme. ¿Por qué me tiene que pasar todo a mí? Me van a reventar el cráneo con esas metralletas del tamaño de un abeto canadiense. O a colgarme del cuello en una plaza pública. ¡En una plaza pública! ¡Joder! Como a María Antonieta. Con los tambores del alba marcando los pasos de mi desahucio. Un golpe seco en la tráquea, seguido de la fractura del verdugo —que, según leí en una ocasión, se produce en la tercera o cuarta vértebra— serán suficientes. Qué manera más tonta de entrar en el Edén de los muertos. Alá, si existes, perdóname. Yo no quería. Me devora la pasión de juventud, el furor de la pretreintena. Sé que en tu infinita misericordia podrás hacer la vista gorda con mis pecados. Si te sirve como atenuante, y perdona si te tuteo, he de confesarte que las mezquitas siempre me han inspirado más confianza que los templos cristianos. El Románico me asusta, el Gótico me estresa y el Barroco me aburre. Pero ¿dónde está el policía? ¿Por qué tarda tanto? Estará avisando al juez de guardia, o a una unidad especial del ejército, de esos que se especializan en los delitos del alma. ¿Y este tío? Me está mirando mucho. Así como con deseo. Pues no es tan feo. Joder, mi tráquea. Con lo que me costó hacerme un hombre y que me creciese la nuez. ¿Me dejarán despedirme de mi madre? Pobrecita. ¿Y Sibila? Estará asustadísima, sentada sobre su maleta y sin saber qué hacer. Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre... Ah, no, que aquí no vale. ¿Y si me canonizan? San Martín Lobo; suena bien. Mi tráquea. Mi tráquea. Mi tráquea...
Andaba yo ensimismado en mis conversaciones con el Más Allá cuando el policía regresó a mi corredor de la muerte particular. Me devolvió la guía, me guiñó un ojo y me hizo una señal con la mano para que volviese a colocar mi equipaje.
—
Bon voyage
—me susurró, justo a tiempo para abrir la puerta y dejarme marchar.
Volvía a ser un hombre libre, y me sentí como un terrorista arrepentido, un héroe nacional o el hombre más buscado de Google. Martín Lobo, nuevo mesías del Milenio Tres. Sentí que mi blog, que ya empezaba a despuntar en internet a medida que sus lectores se multiplicaban, iba a encontrar cientos de historias sabrosas durante aquel viaje. Necesitaba materia prima para Blogback Mountain: amantes extravagantes, sexo intempestivo, traiciones sangrientas... Y Estambul prometía todo eso y mucho más. Tiré la guía en la primera papelera que encontré y busqué a Sibila con la mirada. Ni rastro. Como es una artista del escapismo, hay que pensar más rápido que ella. Cuando desaparece de forma brusca, existen tres opciones: o está desayunando, o está comiendo, o está cenando. Aceleré el paso y me dirigí a la cafetería del aeropuerto.
Y allí estaba, sentada en una mesa con su sombrero de flores —comprado ex profeso para este viaje—, un sandwich mixto y un desconocido.
—Sibila, ¿dónde estabas? —le grité.
—¡Hola, Martín! Te presento a Abdul.
Abdul me tendió la mano, y le saludé sin apartar la vista del puto sándwich.
—¡Joder! Han estado a punto de fusilarme, o de colgarme en una plaza pública, y tú estás aquí tan tranquila. ¡Deberías estar llamando a la embajada!
—¿La embajada? ¿Qué embajada? Ay, Martín, relájate, que estamos de vacaciones. Pide algo para comer y siéntate con nosotros. Este señor es un encanto. Me entró un hambre atroz, y me ha ayudado a traer la maleta hasta aquí. Lo mínimo que podía hacer era invitarle a un café, ¿no? ¡Me encanta Estambul!
Abdul arqueó las cejas con flexibilidad exagerada mientras trataba de desentrañar nuestra conversación. Me miró con ojos tiernos —tiernos, inmensos, abruptos— buscando mi aprobación. Sibila le gustaba, y necesitaba el permiso de una figura masculina para tantear su fruto prohibido. Ante la ausencia de un padre, un hermano o un tío, el honor de mi amiga estaba en mi poder. El devenir de su vagina, qué contrariedad, en manos de un maricón. Al descubrir su estrategia de acercamiento, le miré con autoridad de patriarca. Intenté fabricar un «ni te acerques» con mi rostro que él debió interpretar como un «entra sin llamar». Cosas de la comunicación no verbal. Sibila, concentrada en masticar su sándwich, era ajena a aquel baile de muecas entre dos hombres condenados a entenderse.
—Abdul, ¿qué es lo más interesante que podemos ver en Estambul? —preguntó—. ¡Fíjate, si hasta rima y todo! ¡Abdul y Estambul!
—Sibila, no necesitamos la ayuda de nadie. Conozco perfectamente los sitios que hay que visitar —respondí, tratando de impedir una cita, o un encuentro sexual, o una boda, o cualesquiera que fuesen los planes de aquel señor. Pero el destino ya había jugado todas sus cartas con nosotros.
—Yo quiero enseñarte la ciudad —le respondió Abdul, mientras escribía algo en un trozo de papel—. Toma mi teléfono. Eres muy guapa.
Dedicamos el resto del día a trastear por Estambul. Jugamos a perdernos por el Gran Bazar, compramos nuez moscada en el mercado de las especias, nos descalzamos en varias mezquitas, subimos, bajamos, entramos, salimos... Por la noche, como manda la tradición del Hispasat, llovió como si el cielo quisiera calmar la sed del fin del mundo. Cenamos rápido, con prisa por oler la tormenta y bebemos los charcos, y empezamos a caminar sin rumbo fijo por unas calles que dormitaban en
stand by.
Sibila estaba cansada; yo, caliente e insomne. Tras una breve discusión a los pies de la basílica de Santa Sofía, firmamos un armisticio que, de forma salomónica, solucionó su sueño y mis ganas de más: nos tomaríamos la última copa en el bar del hotel. Y allí, cerca de su cama y de mi whisky, conocimos a una pareja de alemanes con la que desempolvamos mil conversaciones sobre el islam, el nazismo y la Santa Inquisición. Tras esta tertulia de alto voltaje, uno de los teutones y yo intimamos con la mirada, y nos dijimos, casi sin decirnos nada, que aquella noche sería nuestra.
El sexo en el extranjero siempre sabe muchísimo mejor. Lo dicen los científicos, lo dicen los turistas, lo dicen los colonizadores medievales y lo digo yo. Follar lejos de casa es entregarse a los cartílagos, a las salivas y a las espaldas arqueadas como si fuese la última vez. Y es, también, como volver a perder la virginidad. Así que perdí mi virginidad turca a las tres y cuarenta y cinco minutos de la madrugada —hora exacta de la eyaculación—. Mi alemán y yo nos recostamos sobre la cama, y el humo de un cigarrillo a medias envolvió la charla poscoital.
—Así que eres director de cine.
—Sí. Bueno, en Alemania soy bastante conocido, sobre todo por rodar anuncios de televisión y videoclips.
—Ah... Yo soy periodista. Y además escribo un blog gay.
—¿Un blog gay? ¿Para qué?
—Pues para desahogarme, para comunicarme con la gente, para llegar a fin de mes...
—Qué tontería, ¿no?
En ese momento, perdido entre las sábanas de un hotel de Estambul, eché de menos a Flora, mi limpiadora preferida. Ella sí que habría sabido responder con autoridad y sabiduría a aquel tarambana con ínfulas de Spielberg. Pero yo no era Flora; era Martín Lobo, un ser débil y mustio al que se le había ido toda la fuerza en un simple orgasmo.
—Ahora resulta que es mucho más útil dirigir anuncios —dije sin creérmelo demasiado.
No me escuchó. Volvió la cabeza hacia el cristal empañado de la ventana y, sin mirarme a los ojos, dio un giro dramático a nuestra conversación:
—Mi novio es periodista.
—¿Tienes novio?
—Sí, pero vive en Estados Unidos. No nos vemos mucho.
—Y por eso te acuestas con el primero que pasa... —Empecé a mostrar síntomas de cansancio, de despecho y de borrachera.
—¿Perdón? No te entiendo.
—Olvídalo. ¿Qué vas a hacer mañana?
—No lo había pensado. Si quieres podemos pasar el día juntos.
—Me encantaría. Y por la noche salimos a tomar algo.
Quiero ver un espectáculo de danza del vientre masculina. Por lo visto es el último grito en algunas discotecas árabes.
—Por la noche viene mi novio alemán.
—Ah, también tienes un novio alemán. Qué curioso.
—Vivo el presente, eso es todo.
—¿Vives el presente? Menuda chorrada. Yo también vivo el presente y no voy engañando a la gente.