—Pero ¿a ti qué te pasa? ¿Por qué hablas de lo que no tienes ni idea?
—Me pasa que conozco las artimañas de los vividores como tú. Que si el novio americano, que si el novio alemán... ¿Y entonces qué soy yo? ¿La puta española? —Volví a demostrar que tengo la boca más grande de la eurozona... y más allá.
—Yo no pienso eso...
—Y encima me invitas a pasar el día contigo. Eso sí; a las diez de la noche, como Cenicienta, el gilipollas de Martín se tiene que retirar para dejar vía libre al segundo novio. —Mi orgullo se vio acorralado por su felicidad exhibicionista, por sus encantos de pecador simpático y su potencial para el amor a varias bandas. Sabía que era injusto, pero no tenía más remedio que atacar. Y ataqué—: Que te den por el culo.
—Me estás ofendiendo. Hemos echado un polvo, no nos íbamos a casar.
—Antes me muero que casarme contigo.
—¿Sabes qué? Me estás aburriendo. Ha sido un placer cabalgar sobre ti. Buenas noches.
La madrugada de Estambul cayó como una losa sobre mi conciencia. «Ha sido un placer cabalgar sobre ti.» Aquella frase, que revoloteó en mi habitación hasta que fui vencido por el sueño, selló, una vez más, el prólogo de mi vida: histeria, envidia y soledad. Mientras cerraba los párpados «pesados como juicios», que diría Benedetti, me imaginé enseñando el ombligo a mi futuro marido. Siempre he encontrado a este apéndice del cordón umbilical como uno de los puntos más íntimos del cuerpo masculino. Un pequeño botón que apuntala el vientre y que protejo de caricias desconocidas. Los caballeros de una sola noche pueden dedicar sus ansias y sus excesos a cualquier parte de mi cuerpo. A cualquier parte, salvo al ombligo, que entregaré al hombre de mi vida. Sólo esa persona especial podrá profanar el epicentro de mi barriga. Supongo que esta extravagancia responde a un trastorno freudiano de la sexualidad: como mi virginidad se esfumó hace ya demasiado tiempo, mi ombligo cumple la función de himen psicológico. O algo así.
Hasta entonces, nunca había tenido prisa por sentar la cabeza y encontrar mi otra mitad. Pero desde hacía unos meses las imágenes de ombligos perfectos se aparecían en mis sueños con peligrosa frecuencia. ¿Se trataba de señales de mi reloj biológico, hastiado de kilómetros y más kilómetros de sexo sin compromiso? ¿Debía obsesionarme? ¿Modificar mi rutina promiscua? ¿Madurar? ¿Descubrir a un director de cine alemán los secretos de mi ombligo? ¿Casarme con él? ¿Lanzarme al vacío desde un acantilado?
Me desperté envuelto en la resaca más triste y pegajosa de mi historial alcohólico. Me levanté dando bandazos sobre el aire irrespirable de mi suite, y encontré una nota en la mesilla:
Querido Martín. Estabas tan dormido que no he querido despertarte. He quedado con Abdul para ver la ciudad. Te llamaré esta noche. Descansa mucho y disfruta de la pasión turca. Un beso, Sibila.
La amistad siempre se volatiliza cuando más la necesitas. La maquinaria de la vida es así de cruel: yo estaba rumiando una crisis existencial sin precedentes, y mi único pilar en tierra extraña, de nombre Sibila, se había decantado por el turismo sexual. De acuerdo; yo también me había dejado llevar por la libido la noche anterior, pero era distinto. Yo soy gay, y como tal se supone que no tengo sentimientos. He aprendido a fornicar como los animales: con rabia y sin conciencia.
Con rabia y sin conciencia me duché, con rabia y sin conciencia me vestí, con rabia y sin conciencia salí a la calle. Tras siete horas paseando en soledad por una ciudad pensada para el amor, regresé al hotel. En el hall, la silueta de mi alemán abrazando a su primer novio —¿o era el segundo?— me atravesó como una flecha envenenada. Con rabia y sin conciencia, una vez más, busqué el ascensor, el pasillo de la planta cuarta, la puerta de mi habitación y, finalmente, la cama de matrimonio. Apreté los dientes, hundí el rostro en la almohada, pensé en la hendidura de un ombligo y lloré, o no me acuerdo, hasta caer derrotado por la penumbra del atardecer.
El teléfono me despertó pasada la medianoche.
—¿Quién es? —pregunté.
—¡Soy Sibila, idiota! —Permanecí en silencio—. ¿Martín? ¿Estás ahí? Bueno, supongo que me odias, pero tienes que entenderme. Estaba muy nerviosa, necesitaba un cambio de aires tras dejar el trabajo... Y de repente aparece Abdul, así, sin avisar, y entra en mi vida. Hemos pasado un día increíble.
—Vaya, exactamente igual que yo.
—Me gusta. Me ha pedido que me quede unos días más con él. Quiere enseñarme su ciudad, presentarme a sus amigos... Y como no tengo nada que hacer en Madrid, le he dicho que sí.
—¿Es una broma? ¡Pero si no sabes quién es! ¿A qué se dedica? ¿Dónde vive? ¿Cuántos años tiene?
—Tiene cuarenta y dos años y es un soldado kurdo. Toda su familia está relacionada con las milicias.
—¿Un soldado kurdo? ¿Milicias? ¿De que que estás hablando?
—Su pueblo está aplastado por el ejército turco, y ellos sólo tratan de defenderse.
—Dios mío.
—Quieren que se les reconozca como Estado, nada más. ¿No has oído hablar del nacionalismo, Martín?
—Ya veo. Y tú te vas a ir de guerrillera con ellos, para poner orden entre las tropas. Sibila, la libertaria. Sibila, la madrileña que reescribió la historia del Kurdistán. ¡Eres idiota!
—Martín, las casualidades no existen. Abdul ha llegado a mi vida justo en este momento por alguna razón que se me escapa. Y quiero descubrirlo a su lado. Lo he decidido, y no me lo vas a impedir. Me marcho con él.
—Pero ¿adonde?
—A Urfa, una ciudad muy próxima a la frontera con Siria. Por lo visto es un lugar maravilloso lleno de leyendas. Según el Génesis, allí nació Abraham. Y hay quien dice que fue donde Noé construyó su arca.
—¿Abraham? ¡La Virgen Santísima! Por favor, escúchame. No lo hagas.
—¡Cállate! ¿Cuándo volvíamos a España?
—Mañana.
—Pues voy a llamar a la compañía para anular el billete de avión. Regresa sin mí. Martín, te quiero mucho.
—Sibila...
—Buenas noches.
—Buenas... Buenas noches.
9 de marzo.
El amor y yo no nos llevamos bien; es tan volátil, viscoso y cabrón que siempre se me escapa entre los dedos. Pero tengo los huevos muy grandes, la cornamenta muy curtida y el tesón de acero. Y esto es la guerra. Encarnizada, excesiva, feroz, entre el fango, el lodo, la arena del desierto o los excrementos putrefactos de un elefante keniata. Me revolcaré donde haga falta, mataré a quien haga falta, pediré matrimonio a quien haga falta. Pero voy a encontrar a alguien que me aguante, que me lleve el desayuno al feudo de mi cama, que me prometa la luna bajo la lluvia y me cambie los pañales cuando el Alzheimer se acuerde de mí.
Y vosotros, lectores de almas puras, sangre caliente, penes inmensos y nóminas con pedigrí, me vais a ayudar. Redoble de tambores. Hoy comienza la Operación Lobo. El redoble de tambores se intensifica, se acelera, sube por vuestra columna vertebral con energía trepidante. Aquí arranca el casting para escoger al «hombre 10»; el candidato perfecto para apagar mis fuegos y parchear mi alma. El redoble de tambores se esfuma y deja un reguero tan silencioso como sobrecogedor.
Las bases del concurso son sencillas, pero estrictas. Están en juego mis sentimientos y, quizá, un revolcón, así que seamos serios. Se ha habilitado una cuenta de correo electrónico para que los interesados envíen su candidatura.
Documentación requerida:
1. Material gráfico reciente. Las imágenes de la posguerra o a los pies de las Torres Gemelas en las vacaciones del año 90 serán declaradas nulas. La fotografía erótica está de moda, y se valorará positivamente. Las mandíbulas prominentes, los cuerpos de escándalo, las sorpresas XXL y el buen manejo de las artes amatorias son un plus.
2. Un texto de presentación. Debe incluir información sobre aficiones, trabajo, historial psiquiátrico... Se trata, no lo olvidéis, de conquistar, de vomitar sinceridad, sentido del humor e inteligencia.
3. Cualquier tipo de documentación extra que ayude a esclarecer el veredicto sumará puntos. Son bienvenidas las fotocopias de la nómina, los avales bancarios, enlaces de páginas web personales, poemas de amor, billetes de avión a las Seychelles...
Un jurado presidido por un servidor escogerá al ganador. Cuando lo considere oportuno —olvidémonos de la democracia por unas horas; a veces es demasiado tediosa— daré el nombre del varón de varones, del seductor de seductores, del campeón de campeones. Y cerraré una cita con él. Una cena, unas cervezas, un encuentro furtivo al abrigo de la Gran Vía, una noche loca en la telaraña de Madrid... Y advierto: una vez que me decido soy bastante fácil, así que hay muchas posibilidades de acabar la velada con un buen polvo. Que los dioses repartan suerte y, por mi bien, que gane el mejor.
Cuando las cosas se tuercen, la vida se atasca y el tiempo no se mueve, el CO
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de Madrid asesina cualquier olor. No huelen las flores municipales, ni las tascas de madera y anís, ni el tridente de la fuente de Neptuno... Pero en todo este asunto también hay una parte positiva: tampoco huele la derrota. El ajetreo de sus calles tiene el don de suavizar mis desgracias; bajo el cielo plateado de esta ciudad cruel y maravillosa no hay espacio para lamentarse. Siempre es mejor perderse entre la gente y aceptar las reglas del juego: la vida no es más que una tarjeta de crédito para asaltar escaparates, un buen libro en el metro, ocho horas de oficina, un plato de sushi los viernes por la noche y un trago de whisky que apuñale cualquier madrugada. Todo lo demás es accesorio. Las carencias sentimentales y toda esa patraña de la psicología moderna son un equipaje que muchos cargamos de forma innecesaria. Sufrir no quema calorías, así que no merece la pena. ¿Que el amor se ha olvidado de ti? ¿Que los ombligos se aparecen una y otra vez en tus sueños? ¿Que un alemán te aprieta las tuercas y te abre los ojos? Pues te compras un abrigo nuevo, te pones a dieta, te apuntas a Pilates, te exfolias el alma... y a vivir.
Tras la tempestad de Estambul volví a casa con el karma muy limpio. Subí al avión con agujetas de pena en el pecho y aterricé en Madrid con una sonrisa blanca y certera; energías positivas, que dicen las revistas de autoayuda. Y es que durante el vuelo de regreso había tenido una idea genial y delirante: aprovechar el tirón de mi blog, que ya superaba el millón de visitas, para conocer gente, abrir y cerrar citas con extraños, romper la rutina y tapar los boquetes de mi soledad. Nada más incorporarme al trabajo, publiqué un post con las bases de un casting para encontrar al hombre perfecto. Creé una cuenta de correo electrónico y me senté a esperar las propuestas de los candidatos: cenas románticas, sexo a hurtadillas, sesiones de cine en versión original, drogas blandas en algún banco oxidado y escondido... Cualquier cosa con tal de no morir deshidratado de aburrimiento.
En veinticuatro horas recibí más de ciento cincuenta mails de caballeros dispuestos a conocerme. Pasé varios días deshojando la margarita de mi vanidad con sus mensajes. Un tal Pedro de Valencia me ofrecía un billete de avión a su tierra, una cena con vino y una despedida justo a tiempo para no caer en la trampa de la pasión. Manuel, de Orense, me envió una canción compuesta por él mismo que hablaba de los cactus de Tijuana, de los dientes de las golondrinas, de las heridas violetas y cosas así. Miguel me citó directamente en la habitación 136 de un hotel del centro de Madrid: «Te espero esta noche a partir de las diez. No me falles». Emilio me demostró que había abandonado la obesidad mórbida para siempre. Como prueba, adjuntó un informe médico que detallaba, mes a mes, su trepidante bajada de peso: de 126 kilos a 92 en dos años y medio. Bruno, un joven colombiano, me planteó un matrimonio de conveniencia en unos términos, a mi entender, demasiado abusivos: «Yo te doy pinga rica y sabrosa y tú me das el permiso de residencia en España». Algunos me insultaron. Otros encendieron mi libido con nocturnidad y alevosía. Pero hubo un mensaje, el de P.R.N., que me tocó algún botón extraño en las tripas. Cerca, muy cerca, del ombligo:
No soy pitoniso, pero sé que jamás me elegirías. Ni tengo músculos, ni un regalo XXL entre las piernas, ni una belleza agradecida. Soy bajito y normal, que es lo que se dice de alguien cuando no cumple los cánones de perfección. Si tuviese que definirme, diría que soy un hombre gris, aunque tengo mis fogonazos de genialidad (los que no llamamos la atención por nuestra estatura necesitamos algo que nos haga destacar entre los árboles). Soy pluriempleado; por las mañanas trabajo en una oficina, y los fines de semana me pongo la careta de hacer reír y ejerzo de animador infantil. No estoy bien de la cabeza; desde que tenía seis años quise conocer Australia. Lo hice con treinta y dos, y lo hice solo. De hecho, he aprendido a hacer muchas cosas sin compañía. Por ejemplo, a masturbarme. Es lo que tiene ser hijo de familia desestructurada y enfrentarse a un camino que hay que andar rodeado de mucho y a veces de nadie. ¿Qué más? Soy bajito (¡ah, no, que eso ya te lo he dicho!) . No sé hacer deporte, aunque debería, no sé dejar un libro a medias, aunque debería, no sé ser infiel, aunque debería... Y sí, soy educado; mi mamá me hizo muy bien. Moriré joven, porque mi tío, que era sacerdote, decía que los jóvenes viven de proyectos y los viejos de recuerdos. Sólo he estado con una mujer y sólo he estado con un hombre. No tengo prisa, y supongo que mi oportunidad no ha llegado aún. ¿Servirá de algo que te escriba? No. O quizá sí, aunque sólo sea para mi propia satisfacción. Porque yo me quiero mucho; quiero mucho a muchos, pero a mí también. Sólo espero una cosa: que, por lo menos, te rías conmigo... o de mí.
Un abrazo, P.
Por la noche me dormí imaginando aquella cara anodina y gris, aquel viaje iniciático a Australia, aquella masturbación primitiva y solitaria... Dejé reposar sus palabras durante el sueño, pero como soy un exhibicionista de cualquier asunto emocional, no pude evitar compartir el mensaje con más seres vivos. Se lo leí a Titán, a Alvarito, a Zeltia e incluso a Javier, que desde mi viaje a Turquía había suavizado las aristas de nuestra convivencia. Fue entonces cuando noté que faltaba alguien; entre el trabajo, el casting y mi aparente felicidad temporal me había olvidado de Sibila, perdida en alguna serranía del Kurdistán con un guerrillero nacionalista.
Imaginé su paradero, y ninguna posibilidad me convenció: descuartizada en un pastizal de camellos, lapidada en un ritual de fertilidad, cocinera de campaña de las tropas, pastorcilla de caballos en una tribu nómada, bailarina de una cantina en el desierto...