Zeltia, sorbo a sorbo y en silencio, se empapó de cerveza y de mi discusión con Titán y Alvarito. Con el sabor a levadura del último trago deslizándose sobre su lengua, lanzó al aire una pregunta envenenada:
—Todo esto está muy bien, pero ¿qué pasa con nosotras las lesbianas?
—Cariño, yo no he hablado de las lesbianas porque no soy lesbiana. Y tampoco he hablado de la caza furtiva de ballenas porque no soy ballenero. Ahora bien; si quieres que me saque de la manga un reportaje sobre bolleras con espuelas, no tienes más que pedírmelo.
—Eres un grosero —balbuceó, presa del humo del tabaco.
Zeltia tiene los labios más carnosos del planeta, las curvas más veloces del hemisferio y el giro de glúteos más acompasado de la Vieja Europa. Su energía, su cuerpo y su pose hacen estragos a ambos lados de la acera, y ella sigue sin creer en su capacidad de destrucción masiva. De todos los cadáveres que ha dejado en la cuneta, recuerdo uno con especial devoción. Se llamaba Palmira, y trabajaba como profesora de autoescuela en la hora punta de un Madrid de asfalto y hormigón. Tras cuarenta y seis años de desidia e insomnio, decidió cambiar los planes que Dios Misericordioso guardaba para ella. Se divorció, se implantó dos esferas de silicona en el pecho y, tras asomarse al balcón de la noche de Madrid, probó los sinsabores de una vagina. La vagina de Zeltia, para ser exactos. Se encontraron, se bebieron, se juraron no volver a verse. Pero Palmira no cumplió su promesa. Y se enamoró. Y comenzaron las llamadas a destiempo, los encontronazos tras cualquier esquina, el quiero y no puedo de las pasiones no correspondidas.
Presa de los atascos y los celos, Palmira empezó a perseguirla con su coche durante las prácticas de conducción de sus alumnos. Y todo fue bien, o mal, hasta que una tarde plomiza de octubre un atropello sin consecuencias llevó a las tres —a Palmira como kamikaze, a Zeltia como víctima y a la alumna primeriza como testigo— a la comisaría. Una orden de alejamiento sacó a Palmira de nuestras vidas justo cuando empezaba a caerme bien —siempre he sentido un cariño especial hacia los perdedores y los delincuentes—. Aunque han pasado cinco años, todavía se me escapa una sonrisa cuando su escote, loco de amor, vuelve a mi memoria. Y a veces, cuando estoy triste, encogido y taciturno, me consuela pensar que no muy lejos, conduciendo a la deriva en algún coche abollado y solitario de Madrid, ella estará muchísimo peor.
Con el frío afilando sus cuchillas en mi rostro y el fantasma de Palmira golpeando mis sienes, corrí hasta llegar a mi casa. Odio andar, actividad de pobres e inservible, y desde que tengo uso de razón voy a los sitios a ritmo de footing para llegar antes. Las desgracias, cuanto antes terminen, serán menos desgracias. Y caminar (sin chófer, sin asientos de cuero y sin velocidad) es uno de los mayores infortunios que debe soportar un ser humano. Dios, que todo lo sabe, quiso castigar mi pereza y lanzó un cortocircuito al ascensor.
«¿Que andar es de pobres? —debió de pensar—. Pues ahora te jodes y subes andando.»
Y yo, un humilde servidor del Altísimo, subí los ocho pisos sin rechistar. Al acariciar el umbral de la puerta, las voces que llegaban del interior, una de hombre y otra de mujer, se solaparon con mi respiración entrecortada. Ella le gritaba a él algo de la policía, y él repasaba con sutileza lírica la riqueza de la lengua española: hija de la gran puta, zorrón, me voy a cagar en tus muertos... Mi entrada en la casa desencadenó un silencio sepulcral. Escuché el golpe seco y rotundo de una bofetada, el silbido siseante de un escupitajo y los taconazos bravíos de una hembra enfurecida. Sin darme tiempo a quitarme el abrigo, una rubia de tinte caro, perfume japonés y rímel espeso me empujó contra la pared y se esfumó con un portazo que removió las entrañas del edificio. Caminé hasta el salón —en casa no suelo correr por razones evidentes de espacio— y me encontré a Javier sentado sobre la alfombra desgastada del salón.
—Esa cerda me ha empujado —le dije—. ¿Por qué me tiene que agredir una golfa de derechas en mi propia casa? ¿Quién era? ¿Y qué cojones decía de la policía?
—Que te den por el culo, maricón.
—Seguro que esto tiene algo que ver con las drogas. Te lo advierto: no quiero problemas.
Javier y yo empezamos a compartir piso hace ya demasiado tiempo. Fue una solución de emergencia a mis problemas económicos y a su necesidad urgente de compañía. Javier odia el silencio, las escobas y la soledad. Y ha transformado nuestro dulce hogar en un eterno atasco en hora punta, en un zoo intransitable, en una selva sin ley en la que todo vale. Los días son tranquilos en Villa Martín. Pero por la noche, con la venia de la luna, nuestra casa se transforma en una barriada de hampa y cuchillos por la que desfila el bajo vientre de todo Madrid.
Javier es hospitalario. Y por su cuarto de estar —y el mío— se pasean mujeres de pelaje distraído, aspirantes a diputadas, morenas de pedigrí, rubias en rebajas, pelirrojas de piernas abiertas y mente cerrada, borrachos sin oficio, estudiantes sin beneficio, músicos sin sueño, yonkis con buenas intenciones, hijos de papá con malas intenciones, delgados, obesos, miopes, anoréxicos, hambrientos, alcohólicos, abstemios... Las puertas de su casa —y la mía— siempre están abiertas para esta fauna y flora con querencia enfermiza por mi sofá. Y mi sistema nervioso central comienza a fallar.
Javier vive del aire. Y a juzgar por la marea humana que va y viene por nuestra casa, deduzco que el tráfico doméstico de drogas más o menos blandas le ayuda a llegar a fin de mes. Otro de los cimientos de su subsistencia es la tarjeta de crédito de su padre, un empresario jerezano que amasa una fortuna considerable gracias al negocio vinícola. Bodega va y bodega viene, su hijo, maldito cabrón, se ha convertido en el anfitrión perfecto de todas las fiestas. El olor a vómito, a orina de saldo, a vino rancio y a tabaco revenido nos acosa desde hace tres años. Tres años en los que no he podido sentarme en la taza del váter para practicar la actividad más enriquecedora de cualquier hombre: cagar. Y como no puedo cagar, mi colon está estresado; y como mi colon está estresado, voy por el mundo con un estreñimiento indecente que no me deja descansar en paz; y como no puedo descansar en paz, mi carácter es insoportable; y como mi carácter es insoportable, la suerte ha dejado de guiñarme sus ojos azules (porque aunque no tengo el placer de conocerla personalmente, la suerte tiene los ojos azules; eso lo sé yo desde bien pequeñito).
Javier y yo nos conocimos en un curso de informática. Hoy, él no sabe lo que es una arroba y yo tengo serias dificultades para entender el mando a distancia de un DVD. Y aunque la tecnología nos dio la espalda, nos brindó la oportunidad de vivir juntos. Por aquel entonces, yo era un becario con mucho acné y poca fortuna que necesitaba a alguien para compartir los gastos apremiantes del alquiler. Su fiesta de bienvenida, con intervención policial incluida, fue el preámbulo de lo que se avecinaba: una convivencia deteriorada por los decibelios, los ceniceros sucios y las pizzas caducadas en el congelador.
Unas elecciones generales marcaron el punto de inflexión de nuestra vida en común. Aquel domingo, ambos madrugamos para votar juntos, y lo que iba a ser una fiesta democrática terminó en una sangrienta batalla campal. Todo ocurrió muy deprisa, cuando mi instinto periodístico me llevó a descubrir su papeleta. Estaba conviviendo con un votante de la derecha. Horror. La discusión comenzó con un leve reproche ideológico, pero fue tomando cuerpo con una voracidad irreconciliable: mi homosexualidad y su homofobia chocaron como dos trenes con aspiraciones de chatarra. Su gomina rancia, sus camisas recién planchadas y su bronceado de cortijo se enemistaron para siempre con mi frescura, mi cabeza afeitada a ras del cráneo y mi glamour desenfadado.
Javier es muy guapo. Deficiente mental, pero muy guapo. Le acompaña una belleza atormentada que invita a entrar sin llamar, a perder los papeles y a quedarse a vivir. Y no sé de dónde viene ese tormento, porque la mayor dificultad a la que debe hacer frente en su absurda existencia es la de mear dentro de la taza, y no hay manera. Sus ojos, como los de la suerte, son azules. Pero no se trata de un azul cualquiera. Es un azul ácido y brillante; tan ácido y brillante que se confunde con el gris eléctrico de una tormenta inesperada. Los matices impresionistas de su mirada, que él maneja con profesionalidad de truhán malherido, desconciertan a cientos de hembras. Hembras fáciles, difíciles, tontas, listas, vírgenes, valientes, de paso o autóctonas que terminan pagando el peaje de su entrepierna —sí, esa entrepierna que siempre orina fuera.
Javier tiene la piel oscura, la sonrisa rápida y la mandíbula ancha. Y un acento que fluctúa entre lo cómico y lo sensual heredado de su infancia en Cádiz; el balanceo guasón de sus palabras agota mi paciencia, pero al resto de la concurrencia le resulta divertidísimo. Javier, Javier, Javier. Maldito Javier. Javier y yo, en definitiva, nos profesamos un odio fiel, honesto y sin censura. Y, para colmo, compartimos champú.
Soy zurdo, Géminis y homosexual. Tengo la dualidad de los psicópatas, el desdoblamiento de los genios y el 2x1 de un supermercado en oferta. Y esto significa que, como un camaleón amazónico bien entrenado, me adapto a cualquier ecosistema: soy capaz de pasar inadvertido entre mil hembras en celo, y también puedo mezclarme con varones como si fuese uno más de la manada. Soy la abeja reina, y me transformo en el macho dominante con un simple chasquido de dedos.
Con ellas degusto ensaladas tropicales, con ellos devoro carne roja y licor de lagarto. De hecho, mis colegas heterosexuales y yo estamos unidos por el cordón umbilical de los asadores argentinos. Millones de calorías repartidas en chorizos criollos, chuletones al punto y vino de la casa han engordado nuestra amistad. Ellos aportan la actualidad más candente del ciclismo en pista o la liga de fútbol inglés, y yo pongo mi granito de arena con reflexiones fálicas en profundidad. Que si Guti es un inútil, que las pollas de los brasileños son pura geometría, que si el Tour de Francia está vendido, que si los testículos saben mejor cuando están depilados... Y así, todos para uno y uno para todos, destrozamos nuestros estómagos, aprendemos del contrincante y desafiamos al amanecer.
En una de mis ocurrencias habituales, quise invitar a Titán y Alvarito a una de estas cenas de chicos. Pensé que sería interesante sentar alrededor de un mismo mantel a las distintas opciones de diversidad sexual. Y no me equivoqué. El destino, que siempre se porta fatal con los desheredados, nos dio su primera sorpresa en los aperitivos: Titán, Alvarito y yo habíamos elegido el mismo color de ropa. Los tres gays, qué casualidad, estábamos estigmatizados por el rojo. Rojo pasión, rojo carmín, rojo prostíbulo. El rojo de la vergüenza. Pero como somos unos profesionales de las relaciones interpersonales, ignoramos esta coincidencia humillante y nos dejamos llevar por los sabores de la Pampa.
—¿Y a vosotros, os gusta que os den por el culo o preferís meterla? —preguntó uno de mis amigos.
Quise adelantarme para evitar a Titán el bochorno de la respuesta, pero no logré llegar a tiempo.
—A mí me da igual—anunció, valiente, ante la atenta mirada de once heterosexuales con muchas preguntas en la recámara.
Primera mentira. Cuando un gay dice que le da igual, es pasivo. Cuando un gay dice que es activo, es activo —y un poco fantasma—. Y cuando un gay dice que es pasivo, es un ninfómano sin orgullo ni conciencia.
—¿Y tú, Martín? —insistieron.
—¿Te pido yo a ti que me mantengas informado de los cambios de compresa de tu madre? No pienso contestar a esa grosería. Es como si le preguntarais la edad a Elizabeth Taylor.
—¿Elizabeth Taylor? ¿Y ésa quién es? A ver, Alvarito, ¿tú eres activo o pasivo?
Joder. Es cierto que yo salí del armario demasiado pronto y sin mucha liturgia. Pero cada ser vivo requiere su tiempo para asumir los recovecos obscenos de su sexualidad. Y no hay nada más ofensivo, incómodo y doloroso que las preguntas a destiempo, que la inquisición de los listillos que dan por válida una tendencia que, de momento, se debate en tu intimidad. Aunque huelas a maricón en cien kilómetros a la redonda. Y es cierto que Alvarito huele, y mucho, pero él lleva su ritmo y no necesita un debate sobre sexo anal entre desconocidos con poco tacto y mucha testosterona. O eso pensaba yo, inocente de mí, antes de escuchar lo que escuché. Sus palabras, rotas únicamente por el traqueteo metálico de los cubiertos contra la vajilla deluxe del restaurante, abrieron su armario hasta reventar las bisagras.
—Ser pasivo es mucho más divertido, por aquello del punto G masculino —afirmó con rotundidad catedrática.
Titán y yo, que sabemos perfectamente dónde está el punto G masculino —sí, allí abajo, en las antípodas de la coronilla—, nos miramos entre la carcajada, el desconcierto, el enfado y el alivio. Alvarito, cuya sexualidad había sido un misterio a voces y cuya salida del armario era inminente, acababa de deshilvanar un silencio que ya duraba demasiados años. Soy un animal de costumbres, y esperaba una confesión del tipo «mamá, me gustan los chicos». En vez de eso nos había sorprendido con una escandalosa aclaración sobre las terminaciones nerviosas de su orto. Y además, en un restaurante argentino, icono del embrutecimiento heterosexual, y ante un público cuya sensibilidad no entiende más allá de morder unas tetas. Qué contrariedad... Titán y yo, expertos en las profundidades del fenómeno homosexual, nos merecíamos un trato preferente. Y allí estábamos, rumiando una confesión atolondrada y en grupo, como en las mejores reuniones de Alcohólicos Anónimos.
—Esto nos pasa por ir de rojo, gilipollas —le advertí a Titán a media voz, tapándome los labios con una servilleta—. Parecemos unas putas majorettes, y por eso pasa lo que pasa: que no nos toman en serio. Salen del armario sin consultárnoslo, hablan de culos, se buscan el punto G... Joder, se están perdiendo los buenos modales.
—¿Y tú no nos lo podías haber dicho antes? —preguntó Titán, ignorando el rigor de mi razonamiento—. ¿Somos tus amigos o tu coartada?
—Yo no he confirmado que sea homosexual. Me gusta estimular mi punto G con la penetración, nada más.
—Vaya. No eres gay, pero te encanta que te den por el culo —apunté—. ¿Qué estás diciendo? A ver, vosotros, los heteros: ¿os gusta estimular vuestro punto G con la penetración?
—A mí, por el culo, ni el bigote de una gamba.