Dudé unos instantes, pero un «¿por qué no?» se apoderó de mí. Me serví un whisky mientras saludaba tímidamente a aquellos súbditos new age del movimiento hippy, y dos copas más tarde —¿o fueron tres?— estaba perfectamente integrado con la filosofía revolucionaria del 68. Cuando me disponía a buscar la playa bajo los adoquines, un timbrazo me llevó de nuevo a la puerta. Zeltia, Titán y Alvarito, tres hambrientos en busca de un plato caliente, llegaban a nuestra cena.
—Chicos, hay un cambio de planes. Bienvenidos a la Fiesta de la Primavera. ¡La noche es nuestra!
Como habíamos llegado tarde, fuimos tomando posiciones para no perder el hilo del ambiente. Zeltia, como siempre, se llevó todas las atenciones masculinas. Por turnos, los hombres se iban arremolinando alrededor de su cintura, más eléctrica que nunca gracias al sonido lisérgico de los Doors. Cuando algún caballero insistía más de la cuenta, yo acudía al rescate con una frase que caía del cielo como el trueno de Dios: «Es lesbiana». Alvarito se unió a un grupo alternativo que, desde la cocina, esbozaba la política nuclear de Barak Obama. A Alvarito, exactamente igual que a mí, la filosofía ecológica de la Casa Blanca le despierta el mismo interés que la menstruación de la ballena austral. Así que supuse que su participación en aquel debate era una forma de pasar inadvertido; dada su reciente salida del armario, prefería atacar a sus presas lejos del foco de atención. Por su parte, Titán, mi eterno rival en el sutil arte de la conquista, permaneció con Zeltia y conmigo en el salón. Al acecho. Sin perderme de vista. Agazapado y a la espera.
Javier, anfitrión de anfitriones, me presentó a varios amigos. Entre ellos, a los integrantes de una banda de jazz. «Jazz fusión», en palabras del pianista. Y entonces rescaté una de esas obsesiones que una vez, hace ya mucho tiempo, entró en mi vida para no abandonarme jamás: siempre he querido tener un affaire —sí, un affaire, así, a la francesa— con un trompetista. Los primeros arañazos de este recuerdo se remontan a mi niñez. Una niñez que invertí, aún virgen, en contemplar desde todos los ángulos posibles los enormes labios de un amigo de mis padres. Cada vez que venía a casa, cada vez que se encontraban en cualquier esquina, cada vez que él y su novia surgían de quién sabe dónde, me perdía en aquella boca perfectamente orquestada para la música. Sus labios de sandía, cuya carne se concentraba en el centro para dejar las comisuras libres y ligeras, me mortificaron durante milenios. Busqué una explicación a aquella morfología grandiosa y desesperada, y sólo encontré una respuesta: el tamaño de sus labios era fruto de tocar la trompeta. Y aunque el amigo de mis padres se dedicaba a la industria farmacéutica y carecía de cualquier instinto musical, para mí fue siempre el trompetista. El trompetista imaginario de una banda de jazz.
Saludé, uno a uno, a todos los músicos de la fiesta. Y entonces, me detuve en uno de ellos; acariciaba el borde del vaso con la boca, y supe que se dedicaba a soplar algún instrumento de aire. Exactamente igual que el amigo de mis padres.
—Hola, soy Martín, compañero de piso de Javier —me presenté.
—Yo Ricardo. Soy el trompetista de la banda.
Mi corazón dio un revolcón, subió a mi garganta, chocó con mi espalda y regresó al pecho, a ese refugio a la izquierda de mi alma del que nunca debió salir. Cuando recuperé las pulsaciones nos sentamos en un hueco del sofá —mi sofá— y estiramos aquel encuentro durante horas. Embargados por el alcohol, derrochamos cientos de temas de conversación que fuimos encadenando hasta fabricar lo más parecido a un flechazo que yo recordaba. Ambos sabíamos que aquella burbuja absurda tenía fecha de caducidad —veinticuatro horas, quizá muchas menos—, pero nos dejamos llevar por la borrachera y la adrenalina. Y entonces llegó el momento que llevaba esperando casi tres décadas.
—¿Sabes qué? —le dije, preparando el terreno.
—Sorpréndeme.
—Desde que era un niño siempre he querido besar a un trompetis...
Antes de que pudiese terminar la frase, ensayada una y mil veces frente al espejo —o no, qué más da—, se acercó, entreabrió ligeramente sus labios de trompetista de jazz y me besó. Y yo, que estoy más que acostumbrado a estos trámites preliminares, temblé como una quinceañera con el tanga empapado en sudor. Perdí la noción de mi propia existencia hasta que llegó la policía. Alertados por algún vecino insurrecto, dos agentes disolvieron la Fiesta de la Primavera y mi affaire —affaire, affaire, affaire— con el trompetista. La mañana empezaba a dar sus primeras puntadas, así que muchos decidieron retirarse a sus casas. Otros, en un cónclave improvisado frente al portal, optaron por seguir la fiesta en una discoteca
after hours
recién inaugurada a unas cuantas manzanas de mi calle. Yo tenía dos opciones: retirarme a tiempo y envolver aquella historia como un bonito recuerdo primaveral o, por el contrario, dejarme convencer por los rebeldes. Entre ellos, el trompetista. Por supuesto, fui a la discoteca.
El destino siempre me reserva sus golpes más sangrientos en momentos clave: cuando llueve, cuando estoy en antros inmundos, cuando se me ha acabado el dinero o cuando pierdo la cazadora. Nos subimos al taxi y, en los destellos ámbar del primer semáforo, empezó a llover con furia visceral. Y me olvidé la cazadora en el asiento de atrás. Y descubrí que mi monedero estaba vacío justo en el momento en el que íbamos a pagar la entrada. Titán y Zeltia, que habían venido con nosotros, me prestaron un par de billetes que se evaporaron al comprar la entrada. Una vez dentro, el trompetista y yo nos retiramos a una esquina para volver a fabricar nuestra burbuja. Pero de repente sucedió algo inexplicable; un fenómeno paranormal, un instante invisible que, como un chasquido, nos robó la magia. La química entre ambos había desaparecido. Sin previo aviso y a traición. Aturdido, le pedí que me esperase mientras iba al baño.
Al regresar, tuve que agarrarme a Zeltia para no derrumbar mis setenta y siete kilos de peso sobre la pista. Titán, mi escudero fiel, mi eterno aliado en los recodos de la noche, estaba enganchado a los labios de mi trompetista. Un odio espeluznante se subió a mi columna y empezó a quemarme la piel. Ardiente, sulfúrico y epiléptico caminé hacia ellos. Agarré a Titán por la espalda, lo empujé hacia un lado y le di un puñetazo enloquecido; tras tambalearse sin rumbo milésimas de segundo, perdió el conocimiento. Por primera vez en veintinueve años me había peleado con alguien.
A modo de balance, diré que el ruido de su cuerpo al golpear el suelo, un sonido seco y sucio que me estremeció, vivirá en mi cabeza hasta el día de mi muerte.
—Tienes que llamarle —me dijo Zeltia.
—¿Y por qué no me llama él?
—Porque le diste un puñetazo que le dejó inconsciente.
—Lo sé, y lo siento. Pero se comportó como un auténtico cabrón. Se lió con el trompetista delante de mí. ¡En mis propias narices! Zeltia, esto no es la selva y hay unas normas básicas de convivencia.
—Venga, Martín... Lo acababas de conocer, no era el hombre de tu vida.
—¿Y tú qué sabes? A lo mejor sí. Y aun suponiendo que tengas razón, lo que hizo fue una puñalada por la espalda. Una puñalada asquerosa. Sabe que soy un sentimental, que cuatro caricias son suficientes para que me haga ilusiones. Y no le importó lanzarse a su cuello.
—A ver si te aclaras. ¿Tú qué es lo que buscas? ¿Un novio, un polvo de una noche, divertirte, casarte? Estás un poco perdido. Y ya sabes que en el mundo gay la noche es así. No vas a encontrar el amor eterno en un
after,
entérate de una vez.
—Sé perfectamente lo miserable que es el ambiente, y más de madrugada. Pero también sé cómo funciona una amistad. Y hay cosas que, por principios, no se pueden hacer jamás.
—Él dice que fue el trompetista el que se le acercó.
—¿Ah, sí? Me cago en el puto jazz, en la puta música, en Mozart, Beethoven y en el maldito concierto de Año Nuevo. Estoy hasta los cojones. Está claro que no me puedo fiar de nadie.
—Entonces, ¿vas a llamar a Titán?
—Ya veremos. De momento voy a estar unos días tranquilo. Hace mucho que no voy al Museo del Prado. Ni al Thyssen-Bornemisza. Y también hay una exposición de fotografía que me apetece ver. ¿Te animas?
—¡Claro! —Zeltia accedió, aunque quiso cobrar sus servicios con una contrapartida demasiado cara—: Pero sólo si me acompañas a un concierto de jazz la semana que viene.
—¿Un puto concierto de jazz? Es una broma, ¿no?
—Para nada. Tengo dos entradas desde hace un mes.
—Vale. Pero sólo si nos sentamos en las últimas filas. El ruido me molesta.
La cultura es honesta, es transparente, es generosa. Por el contrario, los humanos tienen marcadas en la frente las arrugas de la traición. Un lienzo barroco se desnuda en cientos de pinceladas sinceras sin pedir nada a cambio; un hombre sólo se desnuda si después puede huir por la puerta de atrás. Una Virgen románica sostiene a su Niño Jesús con la mirada fija, con el rictus sincero y con firmeza milenaria; un gay nunca es virgen, y además lo único que sostiene con firmeza milenaria es la mentira. Una fotografía de la Primera Guerra Mundial trata de mostrar la belleza universal del dolor; a un maricón sólo le preocupa el dolor de la depilación genital. Semejante comparativa me llevó a evitar cualquier contacto homosexual y a entregarme sin fisuras al arte y la cultura. Con una excepción: en una peregrinación casi sagrada, visité todos los días la cafetería del camarero noruego. Cada vez me gustaba más y, sin querer, integré en mi rutina vital una nueva figura: los desayunos platónicos.
En un tiempo récord mordí, por estricto orden cronológico, los siguientes bocados intelectuales: el monasterio de Santo Domingo de Silos; la ciudad de Toledo; una exposición de imaginería barroca; la ampliación del Museo Reina Sofía (ascensor de cristal incluido); una obra de teatro experimental cuyo nombre, por motivos de higiene mental, he borrado de mi memoria; el Museo del Prado, con especial énfasis en las salas de don Francisco de Goya y Lucientes; la Biblioteca Nacional (por cierto, qué manuscritos del siglo XIV tan bien conservados) y una retrospectiva de Francis Bacon.
Y, de pronto, llegó el Día D: el concierto de jazz. Cuando estaba llegando al local pensé en dar media vuelta y abandonar, pero una ligera brisa de sentido común me empujó hasta mi cita con Zeltia. «Si no vas ahora —pensé—, le cogerás manía al jazz, al jazz fusión y a cualquier aborto musical con el que tengas que enfrentarte de aquí en adelante. Tienes que ser fuerte. El pasado es el pasado, y sólo es un concierto. Un concierto inofensivo, un trocito de arte. Martín, repite conmigo: "Me gustan las trompetas", "Me gustan las trompetas".
—Me gustan las trompetas.
—¿Qué dices? —me sorprendió Zeltia, que llevaba varios minutos esperando frente a la entrada.
—Nada, hablaba solo. ¿Cómo estás? Perdona el retraso.
—No pasa nada. Vamos dentro, que hace un poco de frío.
Nos sentamos, conforme a lo acordado en nuestro pacto, en la parte de atrás de la sala. Volvió a preguntarme por Titán, pero las luces se apagaron a tiempo. Aplausos torpes, un pequeño silencio asfixiado únicamente por alguna tos, varios siseos que pedían silencio... y comenzaron los primeros acordes. Estiré el cuello y repasé, uno a uno, a todos los integrantes de la banda. Y descubrí, entre el pánico y la resignación, a mi trompetista.
—¡Lo sabía! ¡Mira, ahí lo tienes! ¡Tan tranquilo, soplando su puta trompeta! Podías haberme llevado a un concierto de heavy metal, o a un espectáculo de ballet. ¡A un concierto de jazz! ¡A un maldito concierto de jazz! Si por lo menos cantase una gorda del Bronx...
—¡Ssssschhhh! —El caballero que se sentaba justo delante de mí me mandó guardar silencio.
—¡Cállese usted, gilipollas!
—Martín, tranquilízate —me pidió Zeltia—. No pasa nada. Respira hondo. Venga, respira hondo conmigo...
Traté de hacerle caso, y aguanté el zumbido de aquella música pretenciosa hasta el aplauso final. Dos horas que me agarrotaron la mandíbula, la espalda y el corazón de tanto apretar.
—Como alguien pida un bis, me lo cargo —dije mientras cogía el abrigo y, aun a oscuras, me ponía en pie—. ¡Vámonos de aquí!
Ya en la calle, Zeltia y yo nos miramos a los ojos. Sin decir ni una sola palabra, empezamos a reír. Caímos sin remedio en un bucle de carcajadas del que era imposible salir.
—Por cierto, ¿cómo está Sibila? —me preguntó Zeltia con lágrimas en los ojos—. ¿Sigue con el kurdo?
—Pues debe de estar más o menos igual que Palmira —le contesté, muerto de risa—. ¿Sigue atropellando lesbianas con su coche de la autoescuela?
Poseídos por los espasmos de la risa, nos abrazamos ante la mirada incrédula de cientos de amantes del jazz que regresaban a sus casas. Sólo entonces comprendí que había superado la prueba de fuego, y que podía aparcar la cultura y la filosofía de un monje tibetano para otra ocasión; la lectura enfervorecida de Proust y la contemplación mística de un retablo barroco no iban a cambiar la historia de mi vida. Una historia marcada por las idas, las venidas y todo lo contrario. Y por los ombligos, la risa «porque sí», el blanco hoy y el negro mañana, los puñetazos sin querer, las falsas esperanzas o una buena canción. Después de todo, siempre podría ser muchísimo peor.
30 de abril.
Eyaculé por primera vez en el interior de una vagina. Sí, dentro de esa seudomucosa con millones de pliegues misteriosos, texturas repugnantes y colores otoñales. Por la Virgen Santísima del Perpetuo Socorro; cada vez que viene a mi memoria aquel episodio de fluidos viscosos, curvas rosáceas y labios carnosos me sube la fiebre y me pica la conciencia. Y me asaltan dos reflexiones:
a) Mi adolescencia fue un disparate.
b) La sexualidad es volátil, relativa y muy perversa.
Es decir: aunque me gustan las manos poderosas, la barba de tres días o los penes asfixiados por venas violetas, a veces el destino me prepara sorpresas en forma de 90-60-90. Y no seré yo quien niegue a la naturaleza sus caprichos sexuales. Vosotros, heterosexuales recalcitrantes, deberíais tomar nota: haced menos chistes de maricones y buscad vuestro punto G. Que, por si no lo sabíais, está escondidito entre vuestros testículos y vuestro orto.
Alfred Kinsey, visionario del vicio y gurú de la ciencia genital, ató los cabos sueltos de este trasunto tan espinoso, morboso y delicado. En su Teoría de la Sexualidad en Grados, establece una escala que sube de cero a seis peldaños. En el primero se sitúa la población estrictamente heterosexual, y en el último los gays radicales. Entre una y otra opción se sucede un amplio abanico de posibilidades que, pasito a pasito, dan fe de la riqueza de los orificios del cuerpo humano. Tomad nota: hay heteroflexibles en segundo grado, heteroflexibles en primer grado, bisexuales, homoflexibles en primer grado y homoflexibles en segundo grado.
Conclusión: aullarán los machitos, se revolverán los devoradores de tangas y me amenazarán de muerte los borrachuzos del bar de abajo, pero el sesenta por ciento de los heterosexuales jóvenes ha catado penes en alguna ocasión. Es lo que tienen las drogas a destiempo, el alcohol atolondrado y la luna llena: que la brújula se estropea y carne y pescado se diluyen en un solo ser. (Esta teoría es de Kinsey, no de Martín Lobo, así que dejadme vivir en paz; bastante tenéis con vigilar vuestras acciones en bolsa un lunes negro tras otro.)
Yo, de hecho, he conocido a hombres muy hombres que, tras el desfile embriagador de mis encantos, han subido algún peldaño que otro en la Escala de Kinsey. Y aun así, Dios me ha castigado con vuestras mamarrachadas de vestuario y vuestra homofobia prehistórica. «A mí, por el culo, ni el bigote de una gamba», escuché hace unas semanas durante una cena entre amigos. Pues debo advertir al autor de la frase que a muchos de sus colegas de Fondo Sur y de bar de carretera no les sucede lo mismo. Como tengo cientos de informadoras parapetadas tras sujetadores de encaje, sé que algunos de sus novios se deshacen de placer con la cosa anal. Y no quiero decir—que también— que estén como locos por la postura del perrito, sino que a veces insinúan, solicitan y hasta exigen a sus parejas que estimulen su agujerito con la lengua, con el dedo y con utensilios varios. Es decir, que el bigote de una gamba jamás, pero un consolador del tamaño de Brasil... quizá sí. Pues bien hecho.
Y ya que estamos todos con las manos en la masa, ¿por qué no me vais contando cómo va la busca y captura de vuestro punto G? Mira que se resiste el cabronazo, ¿verdad?