Diario De Martín Lobo (13 page)

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Authors: Martín Lobo

Tags: #Gay, #Fiction

—Regresas a España en seis días. ¡Seis días, Martín! ¡Dentro de una semana estarás de nuevo trabajando en Madrid!

—Joder, Luigi, no me contagies tu negatividad —le dije—. Con esa actitud no me vais a casar nunca. ¡Déjame cometer mis propios errores!

—Pues ya es hora de que aciertes de una puta vez.

—Yo también te quiero —respondí, justo en el momento en que un sms se coló en la bandeja de entrada de mi teléfono móvil—. Schsssss. ¡Cállate! ¡Un mensaje de Sasha!

Martin, ¿tienes planes para los próximos cinco días? Muak.

—No contestes todavía —me dijo Luigi—. ¡Que espere!

A los cuarenta y cinco minutos, atragantado por la histeria, respondí:

Soy todo tuyo. Muak.

Dando muestras de una madurez y un autocontrol envidiables, Sasha me devolvió el mensaje segundos después:

Prepara tu maleta. Pasaré a buscarte esta tarde a las 3. Muak.

—¿Adonde vamos? —Silencio. El ruso sabía mantener un secreto—. ¿No me puedes dar una pista? Acabas de coger un desvío hacia el aeropuerto.

Silencio. Supuse que tantas décadas de dictadura del proletariado y gulag en el hielo habían impreso la discreción y el sigilo en el carácter nacional soviético. Mis sospechas se cumplieron, y Sasha aparcó su coche en uno de los parkings que escoltan el Miami International Airport. Volví a buscarle con la mirada, tratando de descifrar alguna pista sobre nuestro destino, pero me choqué con su gesto diabólico e impenetrable. Sasha estaba moviendo los hilos del secretismo con destreza y a traición: me obligó a esperar a más de cuatro metros del mostrador de facturación mientras conseguía las tarjetas de embarque, permaneció callado cuando cruzábamos el control de seguridad y me secuestró en la cafetería hasta el despegue del avión.

—Cuando lleguemos a la puerta de embarque, prométeme que no vas a mirar la pantalla hasta que te dé permiso, ¿de acuerdo?

Le obedecí, siguiéndole a través de los pasillos de vidrio y megáfonos como un huérfano desorientado. Mientras me chocaba con algunos viajantes adheridos a sus maletas, empecé a pastorear un pequeño conflicto interno: me halagaba su ceremonial, y no saber nada aceleró los latidos del morbo. Pero, al mismo tiempo, caminar sin rumbo fijo detrás de él despertó mis instintos más sumisos; me molestaba obedecer sin rechistar. Cuando llegamos a la puerta 26, tuve que dar la espalda al monitor con la información de nuestro vuelo. La cola empezó a avanzar, y Sasha no tuvo más remedio que deshacer la intriga. Me cogió una mano y, orgulloso, me colocó frente a la pantalla. Sólo entonces, por fin, la tecnología digital habló para siempre: vuelo AD 5511. San Juan de Puerto Rico.

La Isla de los Cangrejos, como la llamaban los indígenas en sus días de hogueras y taparrabos, pasó de mano en mano hasta encontrar su hueco en los libros. Más o menos como un servidor. Los primeros intrusos fueron Colón y compañía, que anclaron sus carabelas en la costa para quedarse. Holanda e Inglaterra, que también se batían el cobre por allí, dieron algunos zarpazos de conquista, pero no lograron reventar el chiringuito de Isabel la Católica. Hasta que en 1898,
annus horribilis
para España y sus confines, Puerto Rico pasó a ser botín de guerra de Estados Unidos. Hoy, este archipiélago de las Antillas es un Estado Libre Asociado; una fórmula inventada por los secuaces de George Washington para maquillar su dominio sobre el territorio con cierta autonomía y una Constitución supervisada. Algo así como «ni contigo ni sin ti».

Y allí me planté, en un vuelo sorpresa al caer la tarde, invitado por el subdito del Kremlin más tórrido que conocí, conozco y conoceré. La primera noche, el viejo San Juan nos recibió con una tormenta que puso todos los átomos patas arriba. A pesar de las trampas de la lluvia, encontramos una pensión relativamente cerca del Fuerte San Felipe del Morro, uno de los grandes caramelos arquitectónicos del Caribe. Un colchón con manchas sospechosas cubierto con un plástico, dos goteras reverdecidas por el musgo y varias cucarachas mareadas por la humedad nos dieron la bienvenida a la habitación. Pero la pasión, que todo lo puede, nos guió por la senda del optimismo: el colchón era arte contemporáneo, en las goteras latía el milagro de la vida y las cucarachas eran unos animalillos preciosos bendecidos por la gracia divina.

—Esto lo superamos con un poco de vino —me dijo Sasha mientras pisoteaba uno de los preciosos animalillos bendecidos por la gracia divina—. Espérame aquí mientras bajo a la calle y consigo provisiones.

Media hora después, como un héroe de guerra ametrallado por la adversidad atmosférica, regresó con dos botellas y dos copas de cristal.

Colocamos unas toallas en el suelo de la habitación, pisamos el acelerador de nuestros hígados y, brindis a brindis, nos metimos la noche en el bolsillo. Cuando exprimimos la última gota de vino, nos encajamos en un abrazo tierno, todavía algo desconfiado, y nos ahorramos los preliminares para otra ocasión. Y mientras la maquinaria sexual funcionaba a todo pulmón, noté un extraño cosquilleo en el ombligo. Supongo que eso es lo que le pasa a la gente cuando hace el amor.

Quisimos madrugar para rendir cuentas al paraíso; la antigua ciudad colonial primero, la selva tropical del Yunque después. Entre medias, las cuevas de Camuy y el Río Encantado. Como los excesos de la naturaleza me oprimen, a la octava hectárea de vegetación frondosa y palpitante empecé a acusar la falta de oxígeno.

—¿Qué tal si nos damos un chapuzón en alguna playa? —le pregunté a Sasha mientras esquivaba un guayacán, árbol nativo de la isla de copa semirredonda, hoja perenne y flor violeta de cinco pétalos que, curiosamente, se empleó para tratar la sífilis durante siglos.

—¿No te gusta esto? —se extrañó.

—Me encanta. De verdad. Pero parece que por aquí ya está todo visto y no me vendría mal un chapuzón en una playa del Caribe. Con cocoteros y todo eso... Vivo en Madrid, no sé si me explico.

Una carretera serpenteante nos llevó hasta la playa de Luquillo, algo así como una Marbella con acento boricua. Un letrero advertía a los bañistas del peligro de los cocos caídos del cielo, y al fondo, en el impás de la marea, una barrera de coral resguardaba la arena de los cabreos caprichosos del mar. Cuando metí el primer tobillo en el agua, un relámpago marcó el preámbulo de una nueva tormenta. «Aunque sea lo último que haga, yo no me voy de este santo país sin darme un baño en una playa de postal», pensé. Mientras las primeras gotas de lluvia se deshacían en el aire, me abalancé sobre la llanura turquesa. Y entonces, un error de cálculo de la profundidad, combinado con las taras propias de mi aparato psicomotor, me llevó de bruces contra una roca del fondo. Mientras trataba de ponerme en pie, la sangre empezó a bullir desde el lateral izquierdo de mi cabeza, deslizándose por las mejillas, balanceándose sobre el pecho, enroscándose en los pezones y perdiéndose para siempre en el abdomen. Aturdido, salí del agua tapándome la herida con la mano en un absurdo intento por frenar el dolor con la punta de mis dedos. Mientras, un segundo relámpago daba vía libre al diluvio universal.

—¡Qué cojones te ha pasado! ¡Pero si no cubre nada! —gritó Sasha mientras se quitaba la camiseta y la colocaba sobre la brecha para frenar la hemorragia. Aquella imagen de un varón manchándose las manos de sangre por mí aplacó los pinchazos que me bombeaban el cráneo. Un hombre de pelo en pecho y barba de varios días me estaba curando las heridas en una playa del Caribe. ¿Se podía ser más feliz? La emoción y el mareo sólo me permitieron ensamblar un simple «gracias», y él respondió con diligencia militar—: Ahora mismo vamos a ir a ese bar para desinfectar eso.

Tierra adentro y lejos del olfato traidor de los turistas, la playa de Luquillo guardaba algunos tesoros. Entre ellos, un chiringuito solitario en el que nos refugiamos de la lluvia y en el que merendamos unos
crépes
de langosta. Doña Milagros, dueña y señora del lugar, me limpió la herida con agua oxigenada. En cuanto me vio surgir de entre la tormenta con el cuerpo ensangrentado, se arremangó el sobrepeso y me untó varios algodones con el furor de una matrona.

—Pero vos, ¿cómo os hicisteis esta cosa? Si aquí no hay piedras...

—Ya ve usted, doña Milagros. He ido a chocarme con la única roca de todo el Caribe.

—Si es que son ustedes unos locos.

—La culpa es del sistema, señora. Por cierto, ¿podría ponerme una piña colada cuando termine de arreglarme la cabeza? Para bajar la inflamación, no piense usted mal...

Doña Milagros me miró condescendiente, quizá algo azotada por los recuerdos de su juventud perdida, y se metió dentro de la barra. Puso algo de música, y mientras Sasha guardaba todas nuestras pertenencias en una mochila, yo comencé a bailar descalzo en las faldas de aquel Trópico que, de momento, se resistía a enseñarnos el sol. La canción se detuvo en seco.

—¡No podéis hacer eso! —me gritó doña Milagros.

—¿Qué? —pregunté extrañado.

—¡Esto es música religiosa, para alabar a Dios! Hay que sentirla e implorar al cielo, no es para mover las caderas.

—Joder, lo siento...

—¡Vos no deberíais pronunciar esas palabras tan feas! Si es que son ustedes unos locos.

—Ya lo ha dicho antes, señora.

—¡Y unos ateos!

—Oiga, relájese, por favor. El que me haya curado la herida de la cabeza no le da derecho a ponerse así. Yo ya tengo una madre.

—Déjala, Martín —me dijo Sasha mientras me agarraba del brazo—. Es una mujer mayor.

—Ya, y como es una mujer mayor nos tenemos que chupar los brotes psicópatas de su climaterio. Doña Milagros, usted dirá lo que quiera, pero a mí esta canción me ha parecido muy tropical. ¿Y ni siquiera en el Caribe se van a dar un respiro los cristianos? ¡Pues si en Puerto Rico no podemos mover el culo al son de una buena percusión, estamos bien!

—¡Vos sois un sinvergüenza! ¡Pónganse la camiseta y váyanse de aquí!

Los días siguientes no dejó de llover. Llovió por la mañana, con el redoble de tambores de mango y papaya del desayuno. Llovió al mediodía, con el baile de vientos sobre la muralla colonial. Llovió cuando la tarde, cansada de luchar contra la atmósfera, se rendía a los encantos de la noche. Y llovió bajo la luna, agazapada entre las sombras que pueblan el Caribe en sus horas de sueño. Llovió, llovió y llovió un millón de veces, hacia arriba, hacia abajo, con sigilo o simplemente a golpes de martillo. Y Sasha y yo aprovechamos este cabreo milenario de los dioses de la fertilidad para hablar durante horas. Sin prisas, fuimos conociéndonos, intuyéndonos y dibujándonos el uno al otro. Primero las siluetas, luego las sombras y por fin el color. Hubo un momento clave en toda aquella maraña de abrazos extraños entre la tormenta. Estábamos sentados en el claustro de un convento de San Juan, resguardados bajo unas arcadas de piedra y contemplando el traqueteo de las gotas de agua contra una fuente con ángeles sin sexo —maldita evidencia—, cuando me acerqué a su cuello y respiré hondo.

Siempre me he dejado aconsejar por los olores, y desde que soy un niño olfateo todo lo que cae en mis manos: las piedras, los libros, la tinta de un bolígrafo, la nieve, la gasolina, los limones del supermercado... Así que le olí. Sí; olí a Sasha, varias veces, tomándome mi tiempo, llenando los pulmones hasta el límite, apartando la nariz, procesando los resultados y volviendo a empezar. He aquí el hándicap más doloroso de la literatura: es infinitamente imposible explicar los matices que desprendía su piel, cómo me sentí, cuántas veces he intentado volver a aquel instante... Recuerdo, eso sí, que escuché un crujido seco en el vientre, y le expliqué mi teoría del ombligo. Al principio pareció no entender nada. Me miró boquiabierto, escupiendo al aire algo parecido a un suspiro.

—Perdona, pero no estoy loco, así que no hace falta que pongas esa cara —le dije.

—A ver si lo he entendido. ¿Tu ombligo es como un himen que sólo dejarás tocar al hombre de tu vida? Hacía mucho tiempo que no escuchaba una estupidez así.

—Lo del himen es una metáfora. Un símbolo, un refugio imaginario entre tanto sexo con desconocidos. Algo así como una zona prohibida en la que no puede entrar cualquiera. Es algo emocional.

—¡Pero si tu ombligo es como un pezón, y a ti no te importa que te toquen los pezones! O como un glande, y tampoco te importa que te toquen el glande. No lo entiendo.

—¡Joder, Sasha, no es tan difícil! ¿No te acabo de decir que es algo emocional? ¡Qué tendrá que ver el glande en todo esto! Déjalo. Era un simple comentario sin importancia.

Pocas horas después, cuando tratábamos de cazar algo de sueño en nuestra suite de los horrores, noté que su mano se deslizaba entre las sábanas. Despacio y a tientas, sus dedos comenzaron a trepar por mi costado izquierdo hasta posarse suavemente en el ombligo.

—¿Qué cojones estás haciendo? —le grité mientras trataba de contener la risa—. ¿No decías que no lo entendías? ¡Pues entonces quita tu mano de ahí!

Pero siguió acariciándome la barriga. Primero con sigilo, y después apretado con fuerza, inventándose unas nuevas cosquillas que yo no conocía. Empecé a retorcerme entre sus brazos, que cada vez empujaban con más descaro hacia las cuencas de mi ombligo. Tras forcejear unos segundos, terminé rindiéndome a sus tocamientos y haciendo estallar mi arsenal de carcajadas.

—¡Tú, ruso cabrón! —le dije—. Siempre consigues lo que quieres, ¿no? Te dejo, pero sólo por esta vez. Me caes bien, Sasha... Me caes bien.

Me desperté distinto. Como un instrumento bien afinado, más maduro, más ligero, más yo. Sasha dormía, y me quedé quieto, muy quieto, paseando mi mirada por su rostro e intentando pensarle. Por la noche, su belleza era más intensa todavía. Como si hubiese sido diseñada en un laboratorio invisible para joderme la vida. A pesar de su genética del Este, sus padres se habían olvidado los rasgos rubios y la mirada albina en algún motel de carretera donde se consuman los amores urgentes. Su pelo oscuro, jodidamente negro y jodidamente corto, se agarraba con rabia a una cabeza grande, de huesos profundos y facciones demasiado primitivas. Pero de repente surgían sus orejas, pequeñas y escondidas, para equilibrar el resultado final. Los ojos le cambiaban constantemente de color. Según él, en función de su estado de ánimo. Según la ciencia, en función de la luz solar. Su boca, como la de todos los habitantes de Miami, era perfecta —una huelga de dentistas en Estados Unidos podría desestabilizar la economía mundial—. Según me había dicho él mismo, aquel desorden de huesos, labios y pupilas había tardado toda una vida en encontrar su sitio. Pero tras una adolescencia pervertida por los ajustes hormonales, las piezas del puzzle encajaron en un rostro perfecto. Extraño, diferente, irreal... pero absolutamente perfecto.

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