Diario De Martín Lobo (23 page)

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Authors: Martín Lobo

Tags: #Gay, #Fiction

—¿Son tuyas? —pregunté.

—Sí. Éste es mi hobby. Qué decepción, ¿verdad? Quizá esperabas un surfista, o un montañero lleno de agallas...

—Me encantan. ¿Son amigos tuyos?

—Algunos sí. Otros son desconocidos que encuentro en la calle y a los que hago fotos sin que se den cuenta.

—Eres un voyeur.

—Es posible. Pero tú también.

—¿Yo?

—No te has dado cuenta, pero llevas un rato mirando las fotos, pensando en las personas que hay detrás, rastreando entre sus gestos... —dijo mientras se levantaba del sofá y cogía su cámara de una estantería—. Y eso es exactamente lo que hago yo cuando me coloco detrás de un objetivo: buscar entre la gente para encontrar algo. No es más que curiosidad.

Sin dejar de hablar, Bastian empezó a disparar sin pedir permiso. Al principio me hundí en mi propio sonrojo, torciendo la cabeza hacia otro lado y apartando la cámara con la palma de la mano.

—Relájate —me dijo—. No te va a pasar nada. Estás hablando conmigo. Olvídate de que estoy aquí.

Seguimos charlando y bebiendo mientras él me rodeaba con la cámara, y sin darme cuenta asimilé que el objetivo era un integrante más de nuestra charla. Poco a poco relajé los músculos, afilé mis pupilas, humedecí los labios y me entregué a su juego. Bastian, su cámara y yo acabábamos de crear el climax perfecto, un instante de conexión irreversible, un momento mágico, químico y casi excitante. Un impulso me llevó a quitarme la camiseta. Otro impulso me llevó a quitarme los pantalones y los calcetines. Y otro impulso más me llevó a quitarme los calzoncillos. Y me quedé completamente desnudo frente a él, posando con el pulso enloquecido, seduciendo y siendo seducido, entregado a mi particular orgasmo creativo. Y entonces llegó una inevitable erección, y sus susurros en mi oído, y el contoneo de su cámara abrazando mi vello de punta. Y eyaculé. Sin más. Sin tocarme, sin rozarme, sin ni siquiera pensar en nada.

—Ups... ¡Lo siento! —me disculpé.

Me limpié los restos del naufragio con el trapo que colgaba de la lámpara, me di una ducha rápida y volví al sofá.

—¿Te quieres quedar a dormir? —me preguntó.

Busqué mil excusas para decir que sí, pero a última hora me fallaron las fuerzas. Bastian, un tipo genial y sensible y apuesto y valiente y con clase y astuto y con los ojos más incisivos del mundo, me había regalado una noche única. De eso no había duda. Pero la depresión posteyaculatoria —que en mi caso suele durar sesenta minutos— fue mayor que mis ganas de amor. Quizá una buena sesión de fotos no era suficiente para encender la llama, y debíamos intentarlo más adelante. O quizá, simplemente, allí no había pasión.

—Es mejor que me vaya —me excusé—. Cuando me corro necesito un poco de aire. Pero me lo he pasado muy bien. Mucho mejor que el día de la nave industrial. Espero verte pronto.

Salí de su casa amordazado por los remordimientos y, al mismo tiempo, aliviado por la sensación de libertad que Madrid regala a sus súbditos con cada madrugada. Mientras paseaba en dirección a mi barrio, recibí un mensaje. Imaginé que sería Bastian con un ultimátum, una amenaza de muerte o algún insulto esbozado en noruego, pero me equivoqué. Sasha se había vuelto a colar en mi bandeja de entrada: «Estoy en Madrid. Te echo de menos. Te espero en la puerta de tu casa».

13 - ¿Primer amor? Primera mierda

5 de noviembre.
Acariciaba yo los veintiún años cuando, un fin de semana de abril, me harté de vivir a escondidas. De fornicar entre setos con olor a perro mojado, de trajinar con sms en clave, de sentir la guadaña del pecado cada vez que volvía a casa de madrugada, un poco más sucio y un poco menos virgen. Y todo se lo debo a aquel viaje iniciático en el que Madrid me enseñó su Gran Vía de putas y neones, sus pistas de baile con perfumes baratos y el sudor valiente de sus habitantes.

Llegué a Chueca, y lo primero que sentí fue un intenso olor a manzana. Dicen los que me conocen que ése es uno de los síntomas de mi bipolaridad. Que Chueca, como mucho, huele a semen y a kebabs. Me importa un rábano lo que piense la gente; Chueca, y todo lo que representa para mí desde aquella escapada relámpago, olía a manzana dulce y roja. Muy roja. Todavía hoy me entra un escalofrío suave cada vez que pongo un pie en la calle Fuencarral. Recuerdo ese viaje como si fuese ayer. A las cuatro de la madrugada —hora punta en el epicentro del pecado—, dos amigos de última hora, de esos que son tu sangre y tu vida durante una noche y que desaparecen para siempre con el chocolate con churros, me llevaron a la discoteca gay del momento: Pasapoga. Aquella palabra cambió mi vida y me descubrió como un follador empedernido. Allí mismo, entre sus dos plantas de música enloquecida y miles de pezones viriles apuntando al cielo, fui soltando el lastre de la culpa. Dije adiós al miedo y abrí mis poros al placer sin remordimientos. Y, sobre todo, prometí no volver a acostarme con jubilados con babas y locas de provincia.

El domingo, en un autobús de línea que atraviesa el corazón de la Meseta Central, volví a mi casa —un pequeño error en el mapa con doscientas mil almas y toneladas de tedio—. Y el lunes comencé mi operación «salida del armario». Una maniobra perfectamente orquestada con la que, por fin, me hice mayor. Para no agobiarme con confesiones multitudinarias, decidí descubrir mi condición de forma escalonada. Poquito a poco, como los buenos vinos. Empecé aquella misma tarde, con dos de mis mejores amigas, en un pub irlandés con nombre de canguro y camareras con orejas de soplillo.

—Soy gay.

No hizo falta más. Al calor de la cerveza, fui desgranando aquella vida oculta de amantes repugnantes, polvos furtivos y enamoramientos imposibles que ellas no conocían. Y empecé a sentirme un poco más Martín. Y un poco más Lobo. Al día siguiente repetí la tertulia con otro amigo. Esta vez, en un parque con flora japonesa en el que siempre llueve y al que nunca he vuelto. Y así, durante un mes, fui esparciendo mi mierda entre mi círculo vital.

Con todos mis deberes hechos y una sensación de paz que no podré explicar jamás, me mudé a Madrid. Me quedaba, eso sí, un último reducto por conquistar. Escurridizo, resistente y con un arma, la del cariño, muy difícil de torear: el núcleo familiar. Mi madre, que es una jabata y el único ser vivo por el que mataría, vivió muchos años bajo la sombra de la duda. Me preguntaba de refilón, casi sin querer escuchar la respuesta, y yo siempre le respondía de refilón, casi sin querer escuchar la pregunta.

—Que no, mamá, que no soy homosexual... No me agobies.

Y un día, sin más, volvió a la carga tras encontrar entre mis recuerdos de niñez una carta comprometedora de un tal Antonio. Literatura homoerótica en estado puro. Como mi mamá y yo vivimos a cientos de kilómetros de distancia, la conversación tuvo lugar por teléfono.

—Martín, por favor, no me mientas más, que soy tu madre. ¿Quién es Antonio? ¿Eres gay?

—Sí.

Y entonces tiré la última piedra que quedaba sobre mi espalda. A lo loco, sin premeditación ni alevosía, sin pensar en las consecuencias. Sin pensar, por primera vez, en el qué dirán, en la épica del drama familiar, en la cara de mi santo padre al descubrir que de sus millones de espermatozoides tuvo que entrar, vaya por Dios, el más tonto de todos.

—Tendrías que habérmelo dicho antes —respondió mi madre—. Te habríamos ayudado, no habrías estado solo. Cómo lo habrás pasado, hijo mío. ¿Y tu padre? ¿Qué vamos a hacer? Bueno, de momento no se lo diremos. Vamos a esperar unos meses.

Reproduzco la conversación del día siguiente, para que entendáis la genialidad delirante de mi progenitora:

—Hola, mamá.

—Hola, cariño. Ya se lo he dicho a tu padre. Vendrás este fin de semana a vernos, ¿no? Que ya te toca. Eres un desastre... ¿Cómo vas este mes de dinero? Te daré algo, anda... ¿Y el traje para la boda de tu prima? Llévalo a la tintorería, que luego vas hecho un carnaval. ¿Comes bien? Te compraré fruta, que ahora hay unas fresas buenísimas...

—¿Y por qué me tendría que fiar de ti? —le pregunté. Sasha, desnudo sobre la cama, contemplaba el cenicero de la mesilla, donde su cigarrillo se consumía muy despacio—. Fúmalo o apágalo, pero no lo dejes ahí, humeando durante horas. Me pone nervioso —le dije, incapaz de ocultar mi enfado.

—Fue un error. Quedarme en Brasil era la opción más fácil, pero ahora sé que no volverá a ocurrir. Me equivoqué, pero ahora sé que te quiero. Lo he descubierto a tiempo.

—A tiempo para ti. ¿No te has planteado que a lo mejor ya es demasiado tarde? ¿Que yo no voy a estar siempre aquí, con los brazos abiertos y dispuesto a perdonarte? ¿Que a lo mejor no eres el hombre de mi vida?

—Eso no lo decías hace un rato...

—Durante el sexo se dicen muchas tonterías.

—O muchas verdades.

—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Acogerte de nuevo en mi vida y actuar como si no hubiese pasado nada?

—Sí.

—Qué fácil, ¿no?

—Martín, a mí también hay cosas tuyas que me cuesta aceptar.

—¿Ah, sí? ¿Como cuáles?

—Tu blog, por ejemplo. No me hace ninguna gracia que airees nuestros trapos sucios o nuestra vida sexual ante miles y miles de personas. Y que organices un casting, y que la gente te dedique mensajes de amor o amenazas de muerte, y que...

—Vale, vale, me ha quedado claro. No sabía que te molestara tanto. De todas formas, Blogback Mountain existía mucho antes de que tú aparecieses en mi vida, te fugaras a Brasil con mi enemigo y regresaras con no sé qué oscuras intenciones.

—¿Quieres que me vaya? Pídemelo, y te juro que me iré y no volveré a molestarte nunca más.

Mi silencio, urdido entre las sábanas y el humo de un cigarro interminable, selló nuestra reconciliación. Y lo que parecía imposible, sucedió: el rencor se esfumó de nuestra almohada, y encarrilamos una nueva fase de la relación. Las semanas siguientes transcurrieron en un limbo feliz; nos dormíamos acariciándonos el cuello, cocinábamos juntos, nos abrazábamos en cada esquina de mi casa, nos regalábamos algo todos los viernes, hacíamos abdominales juntos, dejamos de discutir por el mando a distancia y hasta me apunté a clases de ruso. Aquello, por no sé qué milagro del Más Allá, marchaba bien.

Un domingo de lluvia quise que Sasha probase mi postre preferido. Nos subimos a un taxi entre los charcos, esquivamos el tráfico y nos bajamos en las puertas de una pastelería centenaria que se esconde en una callejuela de adoquines en el Madrid del siglo XVI. Pedimos su obra maestra,
crêpes
de plátano y leche condensada bañados por chocolate caliente de almendras y piñones, y nos sentamos en una esquina para entrar en una nueva dimensión. Mientras arañábamos el placer con un tenedor, propuse un juego absurdo.

—Tenemos que escribir en una servilleta lo que más nos gusta del otro. Después guardamos el papel en un lugar seguro, y nos lo entregamos dentro de un año.

—¡Qué chorrada! —protestó.

—¿Chorrada? Más chorrada es ir de vacaciones a Brasil con el inútil de mi compañero de piso. Escribe algo bonito y cállate.

Por supuesto, incumplí las normas del juego. Esa misma noche, cuando Sasha dormía, repté por el pasillo hasta el recibidor, y tras olfatear unos segundos en todos los bolsillos de su cazadora, encontré una servilleta con retazos de tinta y chocolate. Me encerré en el baño y comencé a leer:

Me gusta tu sonrisa. Tu cara cuando duermes, tus labios entreabiertos y tus ojos cansados. Me justa que te laves los dientes tantas veces, que no salpiques la taza del váter, que cambies el rollo de papel higiénico cuando se acaba y que no dejes los pelos de tus huevos en el plato de ducha. Me gusta que te guste el picante, que adores bailar, que te rías de todo, incluso de ti mismo, que te enfades sin enfadarte, que sepas perdonar, que se te olviden tan rápido los malos momentos. Pero, sobre todo, me gusta que te guste. Me gusta gustarte y que te guste gustarme, me gusta que me gustes, que nos gustemos y que nos guste gustarnos.

Me sorprendí a mí mismo sentado sobre la taza del váter, esbozando una sonrisa diabólica y tarareando la nota en voz alta. Volví a arrugar la servilleta, la metí de nuevo en el bolsillo de la cazadora y me colé en la cama sin hacer ruido. Me sentí feliz. Atronadoramente feliz, insultantemente feliz, voluptuosamente feliz, injustamente feliz, asquerosamente feliz... Feliz, feliz, feliz y más feliz. Por primera vez en treinta años alguien me daba la mano por la calle, a la vista de cientos de miradas heterosexuales e indiscretas. Y a mí me faltaban manos para tocarle todo lo que quería. Si el paraíso existía, se escondía en el calor de nuestras palmas.

Sólo había una pequeña mancha en aquel oasis: mi compañero de piso Javier. Sasha se había fugado a Brasil por su culpa, y su sola presencia me producía espasmos de rabia. Además, desde aquel viaje ambos se habían inventado una absurda amistad que yo, por supuesto, no compartía.

—A ver si te enteras —le dije a Sasha en una ocasión—. Javier y yo somos enemigos desde hace muchísimo tiempo, y no vas a venir tú a arreglar esta situación. Es homófobo, sucio, irrespetuoso, fascista, repulsivo... Le odio, y el hecho de que se fuera a Brasil contigo no ha facilitado, precisamente, un acercamiento. Y ya sé que sois muy colegas, pero no puedo soportar ese buen rollo que os traéis entre manos a mis espaldas. Te agradecería que, de ahora en adelante, no te comportases con él como si fuese tu hermano mayor. No te estoy pidiendo que dejes de hablarle, lo cual me encantaría, sino que mantengas las distancias. Seguramente estoy siendo injusto, pero es lo que hay. O él, o yo.

—Eres un egoísta.

—Sí, y un cornudo. Soy tantas cosas...

—¿Vas a recordarme lo de Brasil toda la vida?

—Lo recuerdo bastante poco para lo que debería.

—Es que no entiendo por qué te llevas tan mal con él.

—Porque me llama maricón cada vez que me ve, por ejemplo.

—Eres demasiado sensible. Tampoco hacemos nada malo.

—¿Y de qué habláis? ¿De vaginas? ¿De tetas? Es que no puedo entender vuestra amistad. De hecho, no puedo entender la amistad de cualquier ser vivo con Javier. Se escapa a mi capacidad de raciocinio.

—Pero si casi no nos vemos.

—Y para dos ratos que habéis coincidido fíjate qué numerito montasteis. Menudo disgusto... Sasha, yo necesito marcharme tranquilo a trabajar. No me apetece estar pensando que en cualquier momento vas a organizar otras putas vacaciones con ese desgraciado.

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