Diario De Martín Lobo (24 page)

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Authors: Martín Lobo

Tags: #Gay, #Fiction

Seguí soportando aquel trío insostenible una semana más. Nos escondíamos los unos de los otros, nos evitábamos, nos repartíamos la casa en facciones para no coincidir jamás. Si Javier estaba en la cocina, Sasha y yo aprovechábamos para copular en el baño; si nosotros veíamos una película en el salón, él organizaba una miniparty de pijamas sobre su cama; si dormíamos, él merendaba; si limpiábamos, él ensuciaba; si desayunábamos, él vendía drogas en la cocina; si hablábamos, él cantaba; si reíamos, él se peleaba con alguna de sus rubias de temporada. Esta
Divina comedia
tenía que llegar a su fin, así que convoqué un gabinete de crisis en el sofá.

—Javier, no podemos vivir así —le dije.

—Pues yo estoy de puta madre.

—Ya, pero yo no.

—Pues te jodes, maricón.

—Mira, veo que es imposible dialogar contigo. O te vas tú, o me voy yo, porque si no vamos a salir un día en las noticias. Esto huele a tragedia, Javier. Huele a tragedia de las gordas.

—Yo no me pienso mover de aquí.

Como un trueno caído del cielo, un golpe metálico destrozó la cerradura de la entrada. Me puse de pie, y encontré a varios policías trotando rítmicamente por el pasillo. Se acercaban hacia nosotros como un ejército furioso antes de la batalla, y el ruido de sus botas contra el suelo del pasillo me estremeció.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Javier se cubrió la cabeza con las manos y Sasha, que en ese momento estaba en la cocina, se unió a nosotros en el salón.

—Tenemos una orden de registro —respondió uno de los agentes.

—¿Y no pueden llamar a la puerta? —le dije.

—¡Vaya! Aquí tenemos a un listillo.

—Si a usted le parece normal entrar en una casa con estos modales... ¿Para qué está el timbre?

—¡Cállate, Martín! No les provoques. ¿No has oído que tienen una orden de registro? —me dijo Sasha.

—¿Y no pueden registrar sin reventar la puerta? Javier, ¿tú sabes de qué va esto?

Mientras Javier se hundía cada vez más en el sofá, los policías comenzaron a peinar la casa. Primero el salón, y después la cocina, el baño y las habitaciones. Abrían y cerraban cajones, esparcían la ropa por el suelo, cambiaban los muebles de sitio. La estructura del edificio, adormecida tras casi un siglo de inquilinos jubilados y enfermos terminales, se había despertado con aquella actividad apocalíptica: las paredes vibraban con cada golpe, los techos escupían cascarones de polvo y pintura, la madera crujía desencajada, la vajilla traqueteaba... Aquella exhibición de fuerza bruta retumbaba en nuestras conciencias como la
Quinta Sinfonía
de Beethoven. De hecho, había cierta belleza en los movimientos hercúleos de los señores agentes, en la inmensidad de los cuerpos de seguridad del Estado, en la estética de destrucción que iba empapando cada habitación. Pero el espectáculo también resultaba aterrador. ¿Qué buscaban? ¿Qué nos iban a hacer? ¿Quién iba a planchar mi ropa de nuevo? Javier, Sasha y yo observábamos el despliegue militar desde el sofá, agazapados, con el pulso hambriento y buscando respuestas que no llegaban.

Uno de los policías dio un grito desde la habitación de Javier, y sus compañeros de placa y pistola se fueron hacia allí. Intenté ponerme de pie, pero Sasha me agarró de la costura de la camiseta y me devolvió al sofá. Pasaron dos minutos, quizá alguno más, y tres de ellos regresaron al salón.

—Me temo que nos vais a tener que acompañar —dijo uno de ellos.

—¿Qué? —grité.

Cuando esposaban a Sasha, todo comenzó a girar a cámara lenta; el pulso me ardía, los ojos me lloraban, la vida me daba vueltas. Al fondo, Javier forcejeaba con dos uniformes borrosos. Noté un tirón en el brazo y el frío de las esposas en mis muñecas, y sólo entonces comprendí que nos habíamos metido en un buen lío. Para variar.

—¿Nos están deteniendo? —pregunté, aún virgen e inocente, mientras me metían con Sasha en los asientos traseros de un coche policial—. ¿Esto va a durar mucho? Es que yo tengo que trabajar mañana...

—¿Te quieres callar? —me ordenó Sasha mientras Javier era conducido a un segundo vehículo.

Rendido, apoyé la cabeza en la ventanilla y me dejé llevar. El coche aceleró sin demasiada cortesía y se abalanzó sobre todos los semáforos en rojo que se cruzaron en nuestro camino hacia la comisaría. Como si fuésemos una mercancía peligrosa, nuestros captores nos entregaron a otros cuatro policías que nos estaban esperando en el parking. Como nos habían destrozado la casa, nos habían esposado como a unos delincuentes comunes y nos habían conducido a los pies de la diosa Justicia —con balanza y todo—, ya podían continuar patrullando la ciudad. Antes de entrar en el ascensor tuve tiempo de mirar atrás y de ver la abrupta llegada del coche en el que viajaba Javier; observé su rostro a través de los reflejos de la ventanilla, y me pareció intuir el brillo de sus lágrimas. Aquella fue la última vez que le vi. Sasha y yo fuimos escoltados por una espesa arquitectura de pasillos grises hasta llegar a un minúsculo hall partido en dos por una puerta. Uno de mis acompañantes de uniforme se detuvo frente al pomo, lo giró con una delicadeza inusual en su gremio y me invitó a entrar; Sasha siguió su camino hacia quién sabe qué sala de tortura de aquel templo de la seguridad nacional, y yo atravesé el umbral entre tinieblas. Un policía judicial se frotaba las manos detrás de la maraña de papeles de su escritorio. Al fondo, una oficinista organizaba los ficheros de una estantería.

—Así que usted es Martín Lobo —me preguntó.

—Sí. ¿Puedo saber por qué estoy aquí?

—Todo a su debido tiempo, amigo —respondió—. ¿De qué conoce usted a Javier Sanlúcar?

—Compartimos piso. Por cierto, ¿no debería hablar en presencia de algún abogado?

—Esto es un mero trámite.

—¿Un mero trámite? ¿Y por un mero trámite tiran abajo la puerta de mi casa, me esposan y me traen a la comisaría como si fuese un trozo de carne? ¡Quiero un abogado! ¡Dónde están mis derechos!

—No se ponga usted nervioso.

—Que sepa que soy periodista. Y curiosamente estoy escribiendo un reportaje sobre el trato vejatorio en las comisarías...

—Le he dicho que no se ponga usted nervioso.

Me bombardeó a preguntas a lo largo y ancho de cuarenta minutos. Incluso me ofreció una lata de Coca-Cola light. Cuando ya no encontró más pistas, o pruebas, o inculpaciones o coartadas falsas con las que condenarme a cadena perpetua, me acompañó hasta una habitación con dos sofás en la que estaba Sasha. Cubiertos de esposas, nos enredamos en un abrazo imposible.

—¿Cómo estás? —me preguntó.

—¿Y tú? Estaba muy preocupado por ti —le dije—. ¿Y Javier? Me han dicho que mañana tendrá que declarar ante un juez.

—Pobrecito...

—Se ha metido en un buen lío.

—Martín, te quiero mucho —me dijo mientras nos sentábamos en el sofá—. Y creo que esta situación no tiene sentido.

—¿Me vas a volver a dejar? Eres un hijo de puta.

—¡No! Escúchame. Nuestra relación está atascada. Estoy en España con un visado de turista, y cuando caduque tendré que volver a Estados Unidos. Además, después de la detención de hoy me pondrán cientos de obstáculos en el Departamento de Inmigración. Necesito un trabajo, una estabilidad, algo que me ate aún más a Madrid. Sólo así podré pensar en construir algo contigo.

—¿Y?

—Quiero que te cases conmigo.

—¿Estás proponiéndome un matrimonio de conveniencia?

—Sí y no. Lo necesito para vivir en España y trabajar. Y quiero vivir en España y trabajar porque te he conocido a ti. Martín, a mí no se me ha perdido nada en Madrid. Salvo tú. Y te planteo algo así porque te quiero. No lo interpretes como una boda al uso, pero tampoco lo veas como un enlace por interés. Es como una mezcla: por amor y por conveniencia.

—Joder, Sasha. Estamos detenidos en una comisaría.

—¿Quieres casarte conmigo? —Agarró firmemente mis manos con las suyas, y mientras volvíamos a liarnos entre el caos de esposas, le quité una légaña del párpado y le respondí en medio de un ataque de risa:

—Sí, quiero.

—¿Estás seguro?

—No, pero puede ser divertido. Después de todo, llevo mucho tiempo dando tumbos y ésta podría ser mi primera y última oportunidad. Además, ya tendremos tiempo de arrepentimos.

Nos dejaron en libertad sin cargos a las ocho de la mañana. Al parecer, Javier era una pieza clave de una red de tráfico de drogas que operaba desde Latinoamérica. Algo así como el peón de negras. Y aunque yo sabía que las sustancias psicotrópicas eran habituales en su día a día, jamás habría imaginado que mi casa era como el cártel de Medellín. Su detención formaba parte de la Operación Colchoneta, en la que habían sido arrestadas otras 17 personas en Madrid, Vigo, Barcelona y Valencia (ni Sasha ni yo formábamos parte de ese grupo de 17 mártires del narcotráfico). Al parecer, varias mafias habían dado forma a un inmenso negocio que abarcaba la recogida de la materia prima y el establecimiento de laboratorios, el soborno a funcionarios y políticos, el lavado de dólares... Los cargamentos, generalmente de cocaína, llegaban a Galicia en contenedores a través del transporte marítimo comercial. A partir de la Costa da Morte, el negocio se extendía en ramificaciones de distribución secretas y selectivas que cubrían toda la Península. Hasta aquí, nada nuevo bajo el sol del narcotráfico. Javier había empezado a trabajar como un simple enlace entre el Chino, uno de los cabecillas de la venta de droga en Madrid, y los camellos del centro de la ciudad. Él recibía la mercancía del jefe, y se encargaba de colocársela a siete u ocho acólitos que después la vendían a pie de calle. Un día, el Chino fue detenido por un asunto de violencia común —acribilló a balazos a un vecino con la lengua demasiado larga—, y Javier no tuvo más remedio que saltarse un puesto en la cadena de mensajeros y tratar directamente con uno de los capos que operaban desde Galicia. Las leyes macroeconómicas se cumplieron, y el negocio se disparó: la cocaína se caracteriza por tener una oferta elástica, debido a su alta rentabilidad en comparación con otros cultivos y a la disponibilidad de mano de obra y tierra baratas en los países productores, que son, a su vez, países pobres. Además, la cocaína tiene una demanda inelástica, debido al carácter adictivo de la droga y al gran número de consumidores con alto poder adquisitivo. Javier amasaba tanto dinero que podría haber alquilado un edificio entero, pero siguió viviendo conmigo para no despertar sospechas. Yo era la tapadera perfecta: un periodista joven, gay y de clase media con demasiados líos de faldas como para preocuparse por el tráfico de drogas a gran escala. Pero un buen día se produjo un chivatazo; uno de los camellos a los que Javier suministraba material blanco fue detenido en una discoteca con un cargamento de 26 gramos. Bastaron un par de amenazas en la comisaría para que este individuo, todo un cobarde, destripase los secretos de la red; la Operación Colchoneta se puso en marcha, y Javier y su reino de amigos de mentira se derrumbaron como un castillo de naipes. Ahora se enfrenta a veinticinco años de cárcel, de los que cumplirá la mitad de la mitad de la mitad. Un buen pellizco para una rata de alcantarilla como él.

Tras abandonar la comisaría, Sasha y yo entramos en una cafetería cercana para celebrar nuestra libertad y nuestro compromiso. Brindamos con café con leche y ahuyentamos el sueño con las ráfagas de sangre y corruptela del informativo matinal.

—¿Le importaría bajar el volumen de la televisión? —le rogué a la camarera—. Tenemos que planear una boda y necesitamos concentración.

En una especie de ritual de brujería, la chica comenzó a sacudir el mando a distancia en el aire. Tras varios bandazos sin sentido, el cruel sonido del noticiario se disolvió en la atmósfera. En ese momento pensé en mis padres, adictos a los boletines informativos desde que la historia de España se escribía en blanco y negro. Me habían amamantado entre locutores progresistas, libros prohibidos y canciones-protesta porque querían fabricar un hijo de provecho. Y yo les respondía con una boda de conveniencia con un ruso afincado en Miami que, además, acababa de fugarse a Brasil con mi compañero de piso, un peligroso narcotraficante con acento andaluz en el hampa de Madrid. Me invadió un absurdo remordimiento de hijo nefasto, y justo cuando una gota de mermelada de fresa se derrumbó sobre mis pantalones decidí que desde ese mismo momento haría las cosas bien con papá y mamá. Debía ponerme la verdad por montera y hablarles claramente de mis planes con Sasha. Sin censura. Tenía una oportunidad para enmendar los errores del pasado; la eterna mentira con la que les salpiqué hasta salir del armario no se volvería a repetir.

En medio de mis reflexiones de hijo pródigo deslicé mi mirada hacia la barra, y no tuve más remedio que acordarme de Bastian. Me había esfumado de su vida, dejándole a solas con su cámara, con sus vistas a la cúpula de san Francisco el Grande y con mi semen untado en una de sus toallas. Me sentí culpable por estar tan ausente, culpable incluso por ser tan feliz, y decidí hacerle una visita cuando Sasha se fue a casa para reposar su resaca carcelaria. «Soy un hombre, y además un hombre casi casado, y los hombres siempre dan la cara.» Me colgué este pensamiento en la mochila y me arrastré hasta la puerta de su cafetería. Intenté reconocer su silueta a través de uno de los ventanales, pero fue imposible. Una melena azabache se imponía una y otra vez tras la barra. Entré, y me encontré a una desconocida frotando con un paño la vitrina que protegía las tortillas de patatas.

—¿Dónde está Bastian? —pregunté.

—Ya no trabaja aquí —me respondió la camarera.

—¿Qué?

—Se fue la semana pasada.

—¿Adonde?

—A Noruega.

—¿A Noruega? ¿Para siempre? ¿Y no dijo nada antes de marcharse?

—No. Bueno... Cuando se despidió dijo algo así como que la única cosa que le ataba a Madrid había desaparecido.

—¿Y qué era esa cosa? —Crucé los dedos para no ser yo.

—Creo que un chico. Alguien que vivía muy cerca de aquí y que venía a desayunar todas las mañanas.

—¿Un chico? —Mis temores se confirmaron.

—Sí. Le gustaba mucho, hablaba de él a todas horas y hasta tuvieron algunas citas. Pero de repente desapareció sin dejar rastro, y Bastian se cansó de esperar. Intentó despedirse de él, pero el muy cretino ni siquiera le respondió a los mensajes. Mi pobrecito se fue con un disgusto... Si es que no se puede uno fiar de nadie. Te crees que has encontrado al hombre de tu vida, y en cuanto te das la vuelta te clava un cuchillo por la espalda. Qué lástima...

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