—Llamo en relación con la explosión en Stockholm Klara —interrumpió Kjell Lindström.
—Sí, tenemos un equipo en camino…
—Lo sabemos, ahora mismo estamos hablando con ellos. La carga iba dirigida a una de sus empleadas, una reportera llamada Annika Bengtzon. Hay que ponerla inmediatamente bajo vigilancia.
Las palabras llegaron a Anders Schyman envueltas en una niebla de Distalgesic.
—¿Annika Bengtzon?
—El envío iba dirigido a ella pero explotó por error dentro de la terminal. Creemos que ha sido enviado por la misma persona que está detrás de las explosiones contra el estadio olímpico y el pabellón de atletismo de Sätra.
Anders Schyman sintió que le flaqueaban las piernas y se sentó en la mesa de la secretaria.
—¡Dios mío! —exclamó.
—¿Dónde está Annika Bengtzon ahora? ¿En la redacción?
—No, no creo. Salió por la mañana, iba a entrevistar a alguien. No la he visto regresar.
—¿Hombre o mujer?
—¿La persona a la que iba a ver? Hombre, creo. ¿Por qué?
—Es importantísimo que Annika Bengtzon tenga guardaespaldas inmediatamente. No puede quedarse ni en su casa ni en el trabajo hasta que la persona en cuestión sea detenida.
—¿Cómo saben que la bomba era para Annika?
—Era una carta certificada dirigida a ella. Ahora estamos investigando los detalles. Lo más importante es que Annika Bengtzon esté en un lugar seguro inmediatamente. Hemos enviado una patrulla al periódico y debe de estar a punto de llegar. Ellos se encargarán de llevarla rápidamente a un lugar seguro. ¿Tiene familia?
Anders Schyman cerró los ojos y se pasó la mano por la cara. «No puede ser verdad», pensó, y sintió que toda la sangre había abandonado su cerebro.
—Sí, marido y dos hijos.
—¿Están los niños en la guardería? ¿Cuál? ¿Quién lo sabe? ¿Dónde trabaja su marido? ¿Pueden localizarlo?
Anders Schyman prometió que él mismo se encargaría de que la familia de Annika fuera informada y atendida. Le dio al funcionario el número de móvil de Annika y le rogó que hicieran un buen trabajo.
Caminaron junto al canal de Sickla y pasaron un bosquecillo junto al estadio. Los pequeños pinos estaban destrozados a causa de la explosión, uno estaba caído con las raíces al descubierto, las ramas de otros se habían quebrado. La nieve tenía aproximadamente dos decímetros de profundidad. A Annika se le empaparon de nieve los zapatos.
—¿Está lejos? —preguntó.
—No mucho —respondió Beata.
Siguieron caminando pesadamente en la nieve y Annika comenzó a irritarse de verdad. La pista de entrenamiento se perfilaba por encima de ellas. Annika podía ver los últimos pisos de Lumahuset a lo lejos.
—¿Cómo subiremos? No hay ninguna escalera —dijo y miró a lo largo del muro de hormigón que sostenía el lateral de la pista. Beata la alcanzó y caminó a su lado.
—No vamos a subir ahí arriba. Sólo sigue el muro —señaló.
Annika continuó caminando a duras penas en la nieve. El estrés comenzó a fluir por sus venas, tenía que escribir el artículo sobre la identificación del Dinamitero antes de irse a casa, y todavía no había envuelto los regalos de Navidad de los niños. Bueno, eso lo haría por la noche, cuando se hubieran dormido. El descubrimiento de Beata podía ser lo que hiciera hablar a la policía.
—¿Ves que el muro desaparece ahí delante? —anunció Beata a su espalda—. Hay una entrada un par de metros bajo la pista, es ahí adonde vamos.
Annika tiritó, hacía frío a la sombra del muro. Podía oír su propia respiración y el zumbido del cinturón Sur tras ella; por lo demás el lugar era silencioso y tranquilo. Ahora por lo menos sabía adonde iba.
La patrulla policial estaba compuesta por dos policías uniformados y dos de paisano. Anders Schyman los recibió en su despacho.
—Vienen dos patrullas de Técnicos en Desactivación de Explosivos con perros —dijo uno de los policías de paisano—. Existe un serio riesgo de que haya colocado más bombas aquí, en la redacción. El edificio debe ser evacuado y registrado.
—¿Es realmente necesario? ¿Hemos sido amenazados? —preguntó Anders Schyman.
El policía le miró con seriedad.
—Hasta ahora ella nunca ha avisado.
—¿Ella?
El otro policía se adelantó.
—Sí, creemos que el Dinamitero puede ser una mujer.
Anders Schyman pasó la mirada de uno a otro.
—¿Por qué lo creen?
—Lo siento, pero eso no lo podemos comentar ahora.
—¿Pero por qué no la detienen?
—Ha desaparecido —informó el primero de los policías y cambió de conversación—. No hemos conseguido localizar a Annika Bengtzon. ¿Tiene alguna idea de dónde pueda estar?
Anders Schyman negó con la cabeza, tenía la boca completamente seca.
—No, sólo dijo que iba a entrevistar a alguien.
—¿A quién?
—No lo dijo. Me comentó que a un hombre.
—¿Tiene coche?
—No creo.
Los policías intercambiaron miradas, este hombre no sabía gran cosa.
—Okey,tenemos que saber qué vehículo utilizaba y buscarlo. Ahora abandonemos el edificio.
—Aquí los distintos participantes harán el calentamiento previo a las diferentes competiciones —explicó Beata cuando entraron bajo el estadio.
El lugar era opaco, casi oscuro bajo el techo de hormigón. Annika vio la abertura a lo lejos. Al otro lado estaba la villa olímpica, cuyas casas blancas brillaban al sol. Todos los cristales de las ventanas centelleaban y refulgían, eran completamente nuevos. Una de las tareas prioritarias había sido arreglar los cristales destrozados. Había peligro de que las cañerías de las casas se congelaran.
—Los participantes tienen que poder llegar fácilmente al estadio —informó Beata—. Esta zona está abierta al público, y para que los participantes no tengan que hacer cola en la entrada principal cuando compitan, hemos construido una entrada subterránea que va desde aquí hasta el estadio.
Annika se volvió y miró a la oscuridad.
—¿Dónde? —preguntó sorprendida.
Beata sonrió.
—No hemos puesto indicaciones —contestó—. Si no, la gente podría entrar. Aquí en la esquina, ven te lo voy a enseñar.
Annika se encontró frente a una puerta de hierro pintada de gris, que apenas se distinguía en la oscuridad. A lo ancho de la puerta había una barra de hierro, parecía llevar al cuarto de la basura o algo por el estilo. Junto a la barra de hierro había un cajetín de chapa que Beata abrió. Annika vio cómo sacaba una tarjeta del bolsillo del abrigo y la introducía en el lector.
—¿Tienes tarjeta para entrar aquí? —preguntó Annika sorprendida.
—Todos la tienen —respondió Beata y levantó la barra de hierro.
—¿Qué haces? —dijo Annika.
—Abrir —contestó Beata y abrió la puerta de hierro. Las bisagras eran totalmente silenciosas; dentro, la oscuridad era compacta.
—¿Pero se puede hacer esto? ¿No está la alarma conectada? —exclamó Annika y sintió un cosquilleo de malestar.
—No, las alarmas no están conectadas de día. Se trabaja a destajo en el estadio. Entra aquí y verás algo muy extraño. Espera, voy a encender.
Beata accionó un gran interruptor que había junto a la puerta y una serie de tubos fluorescentes se encendieron en el techo. Las paredes del pasadizo eran de hormigón y el suelo de linóleo amarillo corriente. El techo tenía una altura de dos metros y medio. Continuaba unos veinte metros, luego giraba a la izquierda y desaparecía hacia el estadio olímpico. Annika tomó aliento y entró en el pasadizo. Se dio la vuelta y vio como Beata cerraba la puerta.
—Según el reglamento no puede estar abierta —informó Beata y volvió a sonreír.
Annika también sonrió, se volvió y siguió caminando.
—¿Es por aquí? —preguntó.
—Sí, a la vuelta —contestó Beata.
Annika sintió cómo le bullía la sangre; esto era realmente emocionante. Siguió apresurada y oyó los tacones resonar en el túnel; al doblar la esquina, un poco más lejos, aparecieron un montón de cachivaches.
—¡Aquí hay algo! —exclamó y se volvió hacia Beata.
—Sí, es lo que te quería enseñar. Ya verás qué interesante.
Annika se colocó mejor la correa del bolso sobre el hombro y aceleró el paso. Había un colchón, dos sencillas sillas de jardín, una mesa de camping y una nevera portátil. Se acercó y observó los objetos.
—Alguien ha estado durmiendo aquí —dijo, y en ese mismo momento vio la caja de dinamita. Era pequeña, blanca y llevaba el texto «Minex» impreso a lo largo. Jadeó, y de repente algo le cayó alrededor del cuello. Sus manos volaron hacia la garganta pero no consiguieron sujetar la cuerda. Intentó gritar, pero el cordel ya le apretaba demasiado fuerte. Comenzó a tirar y a sacudirse, se tumbó en el suelo para poder intentar gatear, pero lo que consiguió fue que la cuerda le apretara aún más.
Lo último que vio antes de que todo se volviera negro fue a Beata flotando bajo el techo de hormigón con la cuerda en sus manos enguantadas.
El desalojo del edificio donde se encontraba el periódico
Kvällspressen
se realizó con relativa rapidez y presteza. Se conectó la alarma de incendios y en nueve minutos el edificio estaba completamente evacuado. El último en salir fue el redactor jefe Ingvar Johansson, que tenía cosas más importantes que hacer que acudir a un simulacro de incendio, como él mismo dijo. Después de que el director le gritara al teléfono, abandonó su puesto bajo protestas.
El personal estaba bastante tranquilo. No sabían que la bomba de Stockholm Klara estuviera dirigida a una de sus colegas, y ahora les invitaban a café y sándwiches en el restaurante de empleados del edifico contiguo. Mientras tanto la patrulla de Desactivación de Explosivos registraba todos los locales de la redacción. Anders Schyman descubrió de repente que su migraña había desaparecido, las venas se habían retraído y el dolor se había esfumado. Se encontraba con su secretaria y el jefe de la centralita en una oficina junto a la cocina del edificio contiguo. Localizar al marido de Annika era más difícil de lo que parecía. La centralita del sindicato había cerrado a la una de la tarde y nadie en el periódico sabía el número de Thomas. Tampoco nadie conocía su número de móvil. Ni Telia, ni Comviq ni Europolitan tenían a ningún Thomas Samuelsson como abonado. Anders Schyman tampoco sabía en qué guardería estaban los niños. Su secretaria se afanaba en llamar a todas las guarderías del distrito social 3, Kungsholmen, y preguntaba si los niños Bengtzon estaban ahí. Lo que ella no sabía era que en la guardería nunca decían nada sobre los hijos de Annika. Ni siquiera estaban en la lista de teléfono que se entregaba a los padres. Después de una serie de artículos sobre una institución llamada Paraíso, Annika había sido amenazada de muerte, y desde entonces tanto ella como Thomas tenían mucho cuidado en dar su dirección. El personal de la guardería estaba, por supuesto, informado y cuando recibieron la llamada de la secretaria de Schyman negaron tranquilamente que los hijos de Annika fueran a esa guardería. Luego la encargada llamó inmediatamente al móvil de Annika, pero no recibió ninguna respuesta.
Anders Schyman sentía el estrés como un sabor ferruginoso en la boca. Puso al jefe de la centralita a llamar a todas las posibles extensiones del sindicato. Primero al número de la centralita, luego la extensión 01, después la 02, hasta que encontrara a alguien que supiera dónde estaba Thomas. La policía ya tenía una patrulla vigilando la casa de Annika. El director no sabía qué más hacer, así que fue a ver cómo le iba a la policía.
—Hasta el momento no hemos encontrado nada. Estaremos listos en media hora —informó el inspector que estaba al frente de la operación.
Annika se dio cuenta, poco a poco, de que estaba despierta. Oyó a alguien resoplar con fuerza y comprendió, al cabo, que era ella misma. Cuando abrió los ojos le entró un pánico inmediato. Estaba ciega. Gritó como una posesa, abrió los ojos todo lo que pudo a la oscuridad penetrante. El pánico se multiplicaba, ya que el sonido era un simple graznido en falso. Entonces descubrió que el sonido roto resonaba en la oscuridad, rebotaba y volvía como pájaros asustados contra el cristal, y recordó el túnel subterráneo bajo el estadio olímpico. Dejó de gritar y escuchó aterrorizada durante algunos minutos su propia respiración. Debía de encontrarse en el túnel. Se concentró para sentir todo su cuerpo, comprobar si todos los miembros estaban bien y funcionaban. Primero levantó la cabeza, le dolía pero no estaba herida. Se dio cuenta de que estaba tumbada sobre algo relativamente mullido, seguramente el colchón que había visto antes…
—Beata —susurró.
Permaneció un rato tumbada sin moverse respirando en la oscuridad. Beata la había colocado aquí y había hecho algo con ella, estaba claro. Le había pasado una cuerda por el cuello, y ahora había desaparecido. ¿Creía Beata que estaba muerta?
A Annika le dolía un brazo, el que estaba preso bajo su cuerpo. Tenía las manos atadas a la espalda. Tumbada de lado con las manos atadas a la espalda. Intentó levantar las piernas y sintió que también estaban atadas, no sólo entre ellas sino también a la pared. Al mover las piernas notó algo más. Los músculos del intestino y la vejiga se habían aflojado mientras estuvo desmayada y habían vaciado su contenido. La orina estaba fría y los excrementos pegajosos. Comenzó a llorar. ¿Qué había hecho? ¿Por qué le ocurría esto a ella? Lloró tanto que acabó temblando; hacía frío en el túnel, su llanto manó a través del frío hacia la oscuridad. Se acunó lentamente en el colchón, de adelante a atrás, de adelante a atrás, de adelante a atrás.
«No quiero —pensó—, no quiero, no quiero…»
Anders Schyman estaba de nuevo sentado en su despacho y miraba fijamente la fachada oscura de la embajada rusa. No había ninguna bomba en los locales de la redacción. El sol se había puesto tras la vieja bandera zarista y había dejado el cielo durante algunos minutos de color rojo fuego. Los empleados estaban de nuevo en sus puestos; todavía nadie sabía que la bomba de Klara iba dirigida a Annika; sólo él, su secretaria y el jefe de la centralita. Anders Schyman había sido informado sucintamente por la policía sobre la bomba, y lo que sabían hasta ahora confirmaba que el Dinamitero era una chapucera sin escrúpulos.
El paquete bomba había llegado a la terminal de Stockholm Klara a las dieciocho horas y cincuenta minutos del miércoles. Había sido entregado como carta certificada en Estocolmo 17, es decir la oficina de Correos de Rosenlundsgatan 11 en Södermalm, a las dieciséis cincuenta y tres. Como las cartas certificadas son tratadas como valores, ésta no fue con el transporte ordinario, sino que salió en un transporte especial de valores que abandonó las oficinas de Correos algo más tarde.