Dinamita (42 page)

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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, Policiaco

Los empleados estaban apesadumbrados y destrozados, Berit y Janet Ullberg habían llorado. «Era extraño —pensó Anders Schyman—. Escribimos sobre estas cosas cada día, utilizamos el dolor como especia para agitar y revolver. No obstante no estamos preparados cuando nos afecta personalmente.» Se fue a buscar otro café.

Annika se despertó a causa de una corriente de aire en el túnel. Pronto supo lo que significaba. Se había abierto la puerta de hierro: el Dinamitero había regresado. El pánico hizo que se encogiera como una bola sobre el colchón. Yacía con la respiración entrecortada mientras los tubos fluorescentes se encendían en el techo.

El taconeo se acercaba. Annika se sentó.

—¡Vaya, qué bien que estés despierta! —dijo Beata y se dirigió a la mesa de camping.

Comenzó a vaciar el contenido de una bolsa con el rótulo de 7-Eleven y lo colocó alrededor de la pila de linterna y el temporizador. Annika vio algunas latas de Coca-Cola, agua Evian, algunos sándwiches y una tableta de chocolate.

—¿Te gusta Fazers Blå? Es mi favorita —anunció Beata.

—También la mía —contestó Annika e intentó mantener la voz tranquila. No le gustaba el chocolate y nunca había probado Fazers Blå.

Beata dobló la bolsa y se la guardó en el abrigo.

—Tenemos trabajo —informó y se sentó en una de las pequeñas sillas de tijera.

Annika intentó sonreír.

—Vaya, ¿qué vamos a hacer?

Beata la estudió un par de segundos.

—Por fin vamos a sacar la verdad.

Annika intentó seguir los pensamientos de la mujer pero fracasó. El pánico le había secado la boca.

—¿Qué verdad?

Beata caminó en torno a la mesa y cogió algo de detrás de ella. Cuando se incorporó Annika vio que la mujer tenía una cuerda, la que con anterioridad le había pasado por el cuello. Annika sintió que se le aceleraba el pulso, pero se obligó a encarar a Beata.

—No te preocupes —dijo la Dinamitera y sonrió.

Se acercó al colchón con la larga cuerda entre las manos. Annika ahora respiraba más rápido, no podía controlar el terror.

—Tranquila, sólo te voy a pasar esto por la cabeza —la sosegó Beata y soltó una carcajada—. ¡Qué nerviosa eres!

Annika esbozó una sonrisa. La cuerda estaba alrededor de su cuello, el cordel colgaba como una corbata delante de ella. Beata sujetaba el otro extremo.

—Muy bien. Ahora voy a dar la vuelta, tranquila. ¡Te estoy diciendo que te relajes!

Annika vio por el rabillo del ojo que la mujer desaparecía detrás de ella, aún con la cuerda entre las manos.

—Te voy a desatar las manos, pero no intentes nada. Al más mínimo truco, tiro de la cuerda definitivamente.

Annika respiraba y pensaba febrilmente. Reconoció que no podía hacer nada. Estaba sujeta a la pared por los pies, tenía el lazo al cuello y la bomba en la espalda. Beata desató la cuerda de las manos; tuvo que luchar casi cinco minutos para deshacer el nudo.

—¡Puf! Estaba bien atado —resopló cuando acabó. Annika inmediatamente tuvo una sensación de cosquilleo en los dedos cuando la sangre volvió a circular. Con cuidado extendió las manos y se sobresaltó al verlas. Tenía cortes en las muñecas a causa de la cuerda, de la pared o del suelo. Dos nudillos de la mano izquierda le sangraban.

—Ponte de pie —ordenó Beata.

Apoyándose en la pared, Annika hizo lo que le ordenaba.

—Dale una patada al colchón —exigió Beata y Annika obedeció. La vomitona seca desapareció debajo de la gomaespuma. Al mismo tiempo Annika vio su bolso. Estaba a unos seis o siete metros de distancia en la galería, hacia la zona de calentamiento.

De espaldas, todavía sujetando la cuerda con la mano derecha, el Dinamitero se dirigió hacia la mesa. Colocó la pila y el temporizador en el suelo sin apartar la vista de Annika. Luego cogió la mesa de camping por la tabla y la arrastró hacia Annika. Las raspaduras que las patas hacían sobre el linóleo resonaban por todo el túnel. Cuando la mesa estuvo frente a Annika, Beata volvió a retroceder para coger una silla.

—Siéntate.

Annika se acercó la silla y se sentó con cuidado. Se le encogió el estómago al ver la comida sobre la mesa.

—Come un poco —le indicó Beata.

Annika comenzó a quitarle el plástico a la botella de agua.

—¿Quieres? —preguntó a Beata.

—Luego tomaré una Coca-Cola, bebe tú —dijo ésta; y Annika bebió.

Cogió un pequeño bocadillo de jamón y queso y se obligó a masticarlo bien. Después de medio bocadillo se detuvo; no podía comer más.

—¿Has acabado? —indagó Beata y Annika sonrió.

—Sí, muchas gracias, estaba muy bueno.

—Me alegro de que te guste —contestó Beata satisfecha.

Se sentó en la otra silla de camping. A un lado tenía el paquete de Minex, al otro había una caja de cartón marrón con las tapas abiertas.

—Bueno, entonces comenzamos — dijo y sonrió.

Annika le devolvió la sonrisa.

—¿Te puedo preguntar una cosa?

—Claro —respondió Beata.

—¿Por qué estoy aquí?

La sonrisa de Beata se apagó al instante.

—¿De verdad no lo sabes?

Annika tomó aliento.

—No. Sin embargo comprendo que he debido irritarte mucho. No ha sido mi intención en absoluto. Te pido disculpas por ello.

Beata se mordió el labio superior.

—No te bastó con mentir. Escribiste en el periódico que yo estaba destrozada por la muerte del asqueroso ése. Además me denigraste en público, retorciste mis palabras sólo para que tu artículo fuera mejor. No querías escucharme y oír mi verdad, pero escuchaste a esos tíos.

—Siento haber malinterpretado tus sentimientos —contestó Annika tan tranquila como pudo—. No quería escribir sobre ti de forma que te arrepintieras más tarde. Estabas muy agitada y llorabas.

—Sí, estaba exasperada por la maldad humana, y porque un cerdo como Stefan Bjurling pudiera vivir. ¿Por qué el destino me tenía que utilizar justo a mí para acabar con la maldad? ¿Por qué siempre todo depende de mí, eh?

Annika decidió esperar y escuchar. Beata continuó mordiéndose el labio.

—Tú mentiste y divulgaste una imagen falsa del cerdo ése —dijo después de un rato—. Escribiste que era bueno, divertido y querido por sus compañeros. Les dejaste hablar, pero a mí no. ¿Por qué no escribiste lo que te dije?

El desconcierto de Annika iba en aumento, pero se esforzó por parecer tranquila y amable.

—¿Qué fue lo que dijiste que debería haber escrito?

—La verdad. Que era una pena que Christina y Stefan tuvieran que morir. Que fue culpa suya, y que estaba mal que yo tuviera que hacerlo. A mí esto no me parece divertido, por si no lo sabes.

Annika aprovechó la oportunidad para intervenir.

—No, claro que no pienso así. Sé que a veces uno tiene que hacer cosas que no quiere.

—¿A qué te refieres? —preguntó Beata.

Annika bajó la cabeza, dudó antes de continuar.

—Una vez tuve que deshacerme de una persona, sé lo que es eso. —Levantó la mirada—. Pero no vamos a hablar de mí ahora, se trata de ti y de tu verdad.

Beata la observó en silencio.

—Quizá te hayas preguntado por qué todavía no estás muerta. Primero tienes que escribir mi historia. Se publicará en el
Kvällspressen
, igual de grande que cuando Christina Furhage murió.

Annika asintió y sonrió mecánicamente.

—Ahora vas a ver lo que he encontrado —informó Beata y sacó algo de la caja de cartón marrón. Era un pequeño ordenador portátil.

—Es el de Christina —balbuceó Annika.

—Sí, le encantaba. Está cargado.

Beata se levantó y se dirigió hacia Annika con el ordenador en la mano derecha. Parecía pesado. La mano de Beata temblaba ligeramente.

—Toma. Enciéndelo.

Annika cogió el ordenador. Era un Macintosh portátil relativamente sencillo, con disquetera y conexión para el ratón. Lo abrió y encendió el aparato. Se puso en marcha y comenzó a cargar los programas. Sólo tenía unos pocos, entre otros Microsoft Word y además un documento marcado «Yo». Annika
pinchó
el símbolo de Word; la versión 6.0 comenzó a operar.

—Bueno, estoy lista —anunció Annika. Sus dedos estaban helados y le dolían, se los apretó discretamente bajo la mesa.

Beata se había acomodado en una silla un par de metros más allá. En una mano sostenía la pila, en la otra el cable verde y amarillo. Apoyó la espalda contra la pared. Cruzó las piernas; parecía encontrarse cómoda.

—Bien. Quiero que esto salga lo mejor posible.

—Okey,seguro —respondió Annika y comenzó a escribir.

—Pero tienes que hacer que quede bien, sea fácil de leer y que también tenga estilo.

Annika dejó de escribir y miró a la otra mujer.

—Beata, confía en mí. Hago esto todos los días. ¿Empezamos?

El Dinamitero se enderezó.

«La Maldad está en todas partes. Se come a las personas por dentro. Sus apóstoles en la tierra buscan el corazón de la humanidad y lo lapidan. La lucha deja desechos sangrientos en el espacio, pues el Destino lucha en su contra. A su lado la Verdad tiene un caballero, una persona de carne y hueso…»

—Perdona que te interrumpa —dijo Annika—. Esto suena un poco embrollado. El lector va a tener problemas para seguir tus pensamientos.

Beata la miró sorprendida.

—¿Por qué?

Annika recapacitó, ahora era el momento de elegir sus palabras.

—Muchas personas no han llegado tan lejos y no tienen tus conocimientos. No te van a entender, y entonces el artículo no tendrá sentido. La intención es que ellos estén más cerca de la verdad, ¿o no?

—Claro —respondió Beata, y ahora era ella la desconcertada.

—Quizá deberíamos esperar un poco con el Destino y la Maldad y en cambio contarlo todo en orden cronológico. Así será más fácil para los lectores llegar a la verdad,
¿Okey?

Beata asintió ansiosa.

—Había pensado que quizá pueda hacerte unas preguntas, para que tú respondas lo que quieras.—Okey—contestó Beata. —¿Puedes contar dónde creciste? —¿Por qué?

—Eso ayuda al lector a verte como una niña y así puede identificarse contigo.

—Vaya. ¿Qué te cuento, entonces?

—Lo que quieras —contestó Annika—. Dónde creciste, quiénes eran tus padres, si tenías hermanos, animales domésticos, juguetes especiales, cómo te fue en la escuela, todo eso…

Beata la miró un buen rato. Annika vio en los ojos de la mujer que sus pensamientos retrocedían en el tiempo. Comenzó a hablar, y Annika redactó el relato para que fuera un cuento legible.

—Crecí en Djursholm, mis padres eran médicos. Son médicos, todavía; ambos trabajan y viven en la misma casa detrás de la verja de hierro. Tengo un hermano mayor y una hermana pequeña, mi infancia fue relativamente feliz. Mi madre trabajaba a tiempo parcial como psicóloga infantil, mi padre tenía consulta privada. Teníamos niñeras que nos cuidaban y también niñeros. Eran los setenta y mis padres eran igualitarios y abiertos a las nuevas ideas.

»Yo comencé pronto a interesarme por las casas. Teníamos una cabaña en el jardín, mi hermana y sus amigas solían encerrarme ahí dentro. Durante las largas tardes en la penumbra comenzamos a hablar, mi casita y yo. Las niñeras sabían que me solían encerrar en la cabaña, así que siempre venían después de un rato y descorrían el cerrojo. A veces regañaban a mi hermana, pero a mí no me importaba.

Beata enmudeció y Annika dejó de escribir. Se sopló las manos, hacía mucho frío.

—¿Puedes hablar de tus sueños de juventud? —preguntó Annika—. ¿Qué pasó con tus hermanos?

El Dinamitero continuó.

—Mi hermano se hizo médico, igual que nuestros padres, y mi hermana pequeña estudió para profesora de gimnasia médica. Se casó con Nasse, un amigo de la infancia, y no necesita trabajar. Viven con sus hijos en una casa, en Täby.

»Yo rompí un poco la tradición familiar, pues estudié arquitectura. Mis padres no querían, pensaban que me resultaría mejor estudiar magisterio o para terapeuta. Pero no me lo impidieron, eran personas modernas. Estudié en la KTH y acabé como una de los mejores.

»¿Por qué elegí trabajar con casas? ¡Adoro los edificios! Te hablan de una manera inmediata y sincera. Me encanta viajar, sólo para poder hablar con las casas de los nuevos lugares, sus formas, sus ventanas, sus colores y sus brillos. Los patios me excitan sexualmente. Me entran escalofríos por la espalda cuando voy en tren atravesando los suburbios de las ciudades, la colada colgada junto a la vía del tren y los balcones inclinándose. Nunca miro hacia delante cuando paseo, sino hacia arriba. He chocado con las señales de tráfico y las barreras arquitectónicas de toda la ciudad por estudiar las fachadas. Los edificios son, simplemente, de gran interés para mí. Quería trabajar con lo que es mi gran pasión. Durante muchos años aprendí a dibujar casas.

»Cuando acabé comprendí que me había equivocado de elección. Las casas en el papel no hablan. Los planos de las casas son un prototipo de lo auténtico. Así que regresé a la escuela superior después de trabajar un año y estudié ingeniería. Me tomó varios años más. Cuando terminé estaban contratando a personal para la compañía municipal que se encargaría de construir el nuevo estadio olímpico de Södra Hammarbyhamnen. Conseguí un empleo ahí, y así fue cómo vi a Christina Furhage por primera vez.

Beata guardó silencio, Annika permaneció sentada un buen rato y esperó a que continuara.

—¿Quieres leerlo? —preguntó Annika al cabo, pero Beata negó con la cabeza.

—Sé que lo haces bien. Lo leeré después, cuando hayas terminado.

Suspiró y continuó.

—Por supuesto, sabía quién era. La había visto en los periódicos muchísimas veces, desde que comenzó la campaña de los Juegos Olímpicos hasta que Suecia ganó la adjudicación y a ella la nombraron directora general de todo el proyecto.

»¿Dónde viví durante este tiempo? Pues donde vivo ahora, en una maravillosa casita, arriba, en el Skinnarviksparken, en Söder. ¿Conoces la zona de alrededor de Tvärgränd? Es una casa declarada patrimonio cultural, por lo que debo tener cuidado con las reformas. Mi hogar es importante para mí, es la casa en la que respiro y vivo. Nos hablamos cada día, mi casa y yo. Intercambiamos experiencia y sabiduría. ¿Necesito contarte que yo soy la aprendiz? Mi casa ha estado en la colina desde finales de 1700, así que en nuestras conversaciones yo escucho y aprendo. Christina Furhage me visitó ahí una vez, me pareció bien que conociera mi casa. Más tarde me ayudó en mi difícil decisión.

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