Poco después de las seis, repitió Galarza su llamada telefónica insistiendo aún más en su amenaza a lo que yo contesté asimismo a tono, que yo no iba a cambiar de actitud antes de que el Cuerpo Diplomático adoptara una decisión, y que dejaría caer sobre él la responsabilidad con todas las consecuencias de una acción violenta.
El Decano se puso entonces en comunicación telefónica con el Ministro de Estado, el no menos tristemente célebre Álvarez del Vayo, que intentaba rehuir la competencia que por obligación le incumbía y procuraba traspasarla toda al Ministro de la Gobernación. Luego habló con el Presidente del Consejo de Ministros, Largo Caballero, quien con su limitación habitual consideraba anticuado el convenio (éste tenía poco más de un mes de antigüedad) y superado ya por los acontecimientos, se negaba reconocerle valor y no se recataba de dar a entender que lo consideraba como una trampa, encaminada a motivar a los diplomáticos para que se quedaran.
En resumidas cuentas, el Cuerpo Diplomático se veía frente a la realidad de que estaban expuestos, junto con sus refugiados, a la mala voluntad de una sociedad de prestidigitadores para los que un Convenio no representaba más que un medio para engañar mejor.
A las nueve, volvió a llamar Galarza. Se iba a cenar en ese momento pero quería tener la contestación antes de la medianoche. Su tono era ya más moderado; se había dado cuenta de que no podía «meter la cabeza por la pared» y procuraba ahora salvar su prestigio ante el Comité Nacional, que le utilizaba como instrumento para satisfacer sus antojos asesinos. Los colegas me pidieron que, con miras a la negativa de los demás Ministros, cediera a la citada exigencia con el fin de evitar medidas violentas que también podrían tener malas consecuencias para otras Legaciones. A las once de la noche, telefoneé a Galarza para decirle que, a petición del Cuerpo Diplomático, me había decidido a entregarle los hombres de la guardia, pero no por la noche sino a la mañana siguiente y a un oficial de la Policía y no a la gente del Comité Nacional. Pareció alegrarse mucho de que se le abriera el callejón sin salida, en el que se había metido, por cuestiones de prestigio, y añadió que a la mañana siguiente me mandaría un relevo de toda confianza. Le repliqué que renunciaba a ello y, al objetarme que, naturalmente, él tenía que proteger los edificios de las embajadas y legaciones, le dije que eso había que hacerlo en la calle, ya que yo no iba a dejar entrar en el edificio a nadie de su gente.
A la mañana siguiente, un oficial recogió a los seis hombres; inmediatamente después, vino el Presidente del Comité Nacional con un relevo y se quedó muy decepcionado al ver que había llegado tarde para echarles la garra por sí mismo. Le mandé decir que la guardia tendría que quedarse en la calle; el portal ya no volvería a abrirse para ellos. A partir de ese momento, los puestos de guardia de la Legación de Noruega estarían en la calle, delante del edificio. Ni la lluvia ni el frío ni un tiroteo les autorizaría para traspasar el umbral. Ante las observaciones que ocasionalmente me hacían, yo les contesté que su Ministro había amenazado con fusilar a cualquiera de los hombres que pisara una Legación y yo no quería ponerles en semejante peligro.
Pero la historia de los seis hombres que nos custodiaban, aún continuó. Primero, los encerraron a los seis, y a su Cabo, en régimen de incomunicación. Transcurridas varias semanas, dieron libertad a los otros cinco y les enviaron al frente desde donde algunos se pasaron pronto a los nacionales. El Cabo fue acusado de desacato, desobediencia y de calumnias al Gobierno, ante el Tribunal Popular. En el transcurso de los meses siguientes, tuve que recurrir tres veces al Presidente del Tribunal Supremo, y una de ellas, a las doce de la noche al Comité de la Guardia Nacional, porque llegué a enterarme que aquellos «hombres de bien» del Comité habían decidido «dar el paseo» al Cabo, junto con otros guardias de la antigua Guardia Civil. Querían, por encima de todo, quitarlo del medio, pero lo impedí hasta que llegó el día de acudir a juicio. Me presenté yo mismo ante el Tribunal e hice, como único testigo, mi declaración. Había conseguido que el policía rojo rectificara su falsa acusación. El Cabo quedó libre. Pero ahora, lo que ocurría era que el irritado Comité, obligado a tener que aceptar como mi voluntad terminaba imponiéndose y les arrebataba su víctima, impugnaron la sentencia y pretendieron condenar a aquel hombre con arreglo a su propia «jurisdicción» y ello, lo pude saber, ya en la siguiente noche. De nuevo tuvo que intervenir el Presidente del Tribunal Supremo, quien convocó al Presidente y al Vicepresidente del Comité y les forzó a aceptar mi solución; licenciar a aquel hombre, separándolo de la Guardia Civil y entregármelo a mí, como elemento civil; así se hizo y al fin quedó a salvo en la Legación.
Lo que ocurría en las prisiones, por entonces, puede deducirse de la descripción de las jornadas carcelarias en «Ventas», escrita por uno de los presos, que nos facilitó una visión de conjunto de sus vivencias mediante un álbum ilustrado con dibujos, que nos entregó después de salir de la misión y cuando ya estaba refugiado en la Legación de Noruega. Decía así:
Nunca se me olvidará; eran las doce del mediodía del 30 de noviembre de 1936. En nuestra celda, como en las demás, se presentó un grupo de individuos acompañados de algunos jóvenes con pistolas; y, con ellos, uno que se presentaba como jefe y que debía de ser un Comisario de la checa de Fomento 9, comunista. Con ellos, entraron en las celdas dormitorio dos vigilantes de los presos, así como un jefe de milicianos, llamado Díaz, cuya presencia en relación con este episodio nadie podía explicarse, si bien, más adelante, pude experimentar, de modo directo, cuál era la razón de su aparición entre nosotros.
Una vez hecho el recorrido, hicieron formar a los presos como para pasar lista en el centro de la galería donde, con gestos extraños, se reunió junto a nosotros el enigmático Díaz y entonces comenzó a hablar el Comisario: «¡salud a todos! (Salud es el saludo bolchevique, con el puño cerrado y en alto). La República se ve amenazada por el fascismo, que ha intentado suprimir la libertad del pueblo e imponerle su yugo. El Gobierno legítimo de la República reclama de vosotros que, en la medida de vuestras fuerzas, la defendáis con el fusil, con el pico o con la pala, llenando sacos terreros o abriendo trincheras. El que esté dispuesto ¡que dé un paso adelante!».
Se produjo un silencio impresionante, un cruce rapidísimo de miradas. Unos ochenta dieron al paso adelante, otros veinte se quedaron donde estaban; entre ellos, yo. En ese momento mi vida pendía de un hilo. Entonces, el ya mencionado Díaz, con ademanes medrosos y, procurando pasar inadvertido, se puso discretamente detrás de mí y me: susurró: «¡Da el paso, de ello depende tu vida!» yo di el paso al frente y entonces, al verlo, también lo hizo el teniente coronel B.F. y tuvo suerte, pero cuando otro quiso hacer lo mismo ya no pudo, porque le observaban. En medio del horror de todo lo ocurrido, tenía yo al menos la satisfacción de haber salvado la vida a uno que se guió por lo que yo hice.
Anotaron los nombres de aquellos que no habían dado el paso adelante y el grupo de los milicianos se trasladó a las oficinas, de la cárcel donde establecieron siete tribunales ilegales para sentenciarnos. Bajábamos, en cada ocasión, veinte para cada Tribunal. El mío, lo formaban un robusto joven que llevaba un jersey gris y una jovencita que, según dijeron algunos, se llamaba N.M. Y era mecanógrafa de la Dirección General de Seguridad. Estaba sentada frente a una máquina de escribir, pero no la usaba y el joven estaba también sentado con una mesa delante. Éste me hizo las siguientes preguntas (aún las estoy oyendo): «Siéntate» (todo ello con gran grosería). Me senté a la mesa y me apoyé en ella. «No ¡sin apoyarte!» «¿Cuánto tiempo has estado afiliado a la Falange? ¿Qué hiciste en octubre de 1934? (durante el levantamiento comunista de Asturias) ¿Cuántos periódicos vendiste entonces por la calle? (durante la huelga de la prensa de derechas). ¿Cuántos años tienes?, ¿Cuál es tu oficio? ¿Estás diciendo la verdad? ¿Qué quieres, jurar o prometer? ¿Eres cristiano? ¿Qué es lo que harías, si te dejáramos en libertad? ¿Cuándo te cogieron preso? ¿Qué harías si te dejáramos en libertad y vieras a la República amenazada por los fascistas?, ¡ah! ¿No la defenderías? ¿Quién responde por ti? ¿Tu nombre?». Finalmente, se opuso a mi intento de apoyar documentalmente una de mis respuestas, de la que el dudaba. Escribió mi nombre junto a esto: «Evacuación». Se confeccionaron tres listas, a saber: «Traslado a otra prisión» «Evacuación» (?) y «Libertad».
En la prisión de Ventas los dormitorios estaban clasificados por profesiones; uno estaba ocupado por oficiales, otro por clérigos. A los oficiales se les planteó asimismo la alternativa antes descrita, pero ni uno solo dio el paso adelante. A ellos, junto a todos los que no lo habían dado, los sacaron de la cárcel la noche siguiente, a las dos de la madrugada, sin más trámites y sin más ropa que la de dormir, en camiones y con las manos atadas a la espalda, al cercano cementerio principal de Madrid, situado al este de la ciudad, donde los fusilaron contra la tapia. En conjunto, corrieron esa suerte en aquella noche, ciento ochenta hombres, todos procedentes de esa prisión.
El relato de mi informador continúa y lo transcribo para hacer pasar a la Historia, con toda su desnudez, los hechos reales de aquélla época:
«Son las cinco y media de la mañana del dos de diciembre de 1936, en la galería reina una calma absoluta, aunque no duerme nadie. De repente se oyó un ruido de llaves y dos voces. Una de ellas llama '¡ordenanza!' y le dice al preso que desempeña ese cargo: 'abre las celdas de aquellos a quienes yo llame'. Llevaba once papeletas en la mano y las alumbraba con su linterna eléctrica. Daba muestras de tener mucha prisa por llevarse a la gente a la que había venido a buscar. Todo ello iba acompañado de palabrotas. Los desgraciados a quiénes habían llamado salieron fuera, y, con ellos, un suboficial de la Policía Militar que era el que hacía de jefe del dormitorio. Todo se portaban como valientes porque ya preveían la suerte que les esperaba. Para ocupar el puesto del suboficial, me eligieron a mí que resulté ser el más joven entre los jefes de sala de prisión y, tenía que responder de ciento un hombres, hacer por ellos lo que buenamente podía frente a los abusos de los milicianos y levantar el abatimiento de mis camaradas. ¡Y además tenía que cumplir los últimos deseos y encargos de los desgraciados que partían!
»¡Qué día aquel! y ¡qué noche, a la espera de que amaneciera! y con la inesperada responsabilidad que se me había venido encima. Eran las cinco y media de la mañana del día dos de diciembre. Llevábamos hora y media oyendo entrar a los camiones que venían a recoger más gente que el día anterior. Oigo dar vueltas a la llave en la cerradura de la verja de hierro y pasos en la galería. Una voz me llama ¡Responsable! Salgo y me veo al celador de la CNT, el peor de todos, con su linterna y la papeleta amarilla en la mano para llevarse a otros diecisiete. Cojo la papeleta y me quedo sin voz al verme obligado a llamar a mis compañeros para ir al matadero. Con el pretexto de meterles prisa, entro en las celdas de los que había llamado evitando que entrara el celador. Así pude hacerme cargo de sus últimos deseos y encargos; me entregaron cartas, fotos, anillos. De lo que más les costaba deshacerse era de las cartas de sus madres y de sus novias, etc. Sin embargo, en medio de mi dolor, tenía la satisfacción de poder hacer llegar todo ello a sus familias y de ser yo quien les comunicara la suerte corrida por los suyos.
»A uno de los llamados no podía levantarlo del colchón, porque era víctima de un ataque en el que había perdido el conocimiento. Aún me parece ver su mirada errante de un lado para otro, sin un punto en que fijarla, que parecía la de un débil mental. Sólo a mí me miraba, como si quisiera que le dijera la verdad. Yo le alcé un poquito, pero volvió a caer pesadamente sobre el colchón. El celador le puso su linterna ante los ojos, pero la impresión que daba era de que no veía la luz. El celador estaba furioso por el retraso porque tenían mucho interés en acabar con esa expedición antes del amanecer. Entretanto, bajaron los dieciséis y como el diecisiete no volvía en sí, tuve que bajar a la enfermería a llamar a un médico, también preso, que le puso debajo de la nariz no sé qué sustancia de fuerte olor. No volvió, sin embargo, en sí, pero entonces el celador todo irritado dijo que había que sacarlo, aunque fuera a rastras. Con otros tres camaradas levanté el cuerpo sin vida, lo vestí y lo llevé allí donde ya estaban reunidos los demás compañeros.
»¡Qué horror! ¡Ese momento no se me olvidará en la vida! En la sala de reunión de la cárcel, cuarenta hombres, mejor diría 'bandidos' armados con fusiles con bayonetas y uniformados con abrigos de cuero, gorros rusos y otros aditamentos de cuero, mandados por un individuo que llevaba el capote azul claro correspondiente a un Oficial de Caballería, vigilaban a los desgraciados, de los que anteriormente me había despedido. Pude ver que les habían quitado las mantas de cama, que eran propiedad privada suya, y las habían amontonado en un rincón, así como el jabón, la pasta de dientes, los peines, etc. pero lo peor era la retirada de sus documentos que juntamente con otros objetos, hubieran servido para identificarlos. Los ataron, no como otras veces, es decir de dos en dos, codo con codo, sino individualmente, juntas las manos a la espalda, con cordeles muy finos que les hacían un daño horrible. Ni el Director ni ningún Oficial de Prisiones se dejaron ver en ninguna parte.
»Al entrar con mi compañero enfermo, sin sentido, y querer llevarlo a uno de los coches, me gritó uno de aquellos camaradas '¿A dónde vas con él?' 'Lo llevo al auto'. 'No, déjalo ahí, ¿Qué le pasa?' 'Que le ha dado un ataque y está como un pelele, no se tiene de pie'. '¡Déjalo ahí!', dijo señalando el montón de mantas. Allí lo dejé tumbado, sin sentido como antes. Recuerdo las palabras llenas de crueldad, pronunciadas por uno de esos tíos, señalándolo: '¡A éste ya no le da otro ataque!'.
»Aquella mañana se llevaron en total a veintitrés. Nunca se me olvidará la despedida de esos desgraciados destinados a encararse con la muerte. De ello estaban convencidos, pero iban con paso firme, valientes como si no fuera con ellos. Me abrazaban y cuando yo caía en sus brazos, también en mí crecía un espíritu de valentía. ¡Adiós, hasta que Dios quiera! Les decía al oído. ¡Qué dolor, sentir el ruido cada vez más lejano de los motores de esos camiones, en los que unos patriotas españoles honorables iban al encuentro de la muerte por manos asesinas!».