Diplomático en el Madrid rojo (14 page)

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Authors: Félix Schlayer

Tags: #Histórico, otros

Tal es, ahora como antes, el espíritu que domina en los dirigentes rojos españoles. La destrucción es, en todos los campos, parte importante de su programa y, la envidia, y el resentimiento su móvil esencial. Yo les decía a menudo: «Estáis todos mal del hígado», en efecto, no les gusta ceder lo que ellos no pueden mantener; encuentran consuelo y satisfacción, en haber inutilizado a fondo, para otro, alguna cosa, e incluso aunque ellos mismos ya no puedan sacarle utilidad. Lo mismo venía a confirmarme y ello recreándose con gusto, un comisario de Policía en Madrid: «Cuando tomen Madrid, la ciudad sólo será un montón de ruinas, todo está minado y antes de entregarlo volará por los aires». Lo cual, naturalmente, no excluye, sino al contrario, el que después, frente al resto del mundo, (cuyo horror ante hechos tan vergonzosos, desconocen), atribuyan tal destrucción al enemigo.

Lo que sí tuvo cierta gracia fue que, al separarme del Delegado de Orden Público en cuya mesa había depositado mis papeles y, sin darme cuenta, cogí la copia de una orden secreta de Largo Caballero, en la que se decía que el Gobierno «con el fin de poder seguir cumpliendo su principalísima misión en defensa de la causa republicana, había resuelto alejarse de Madrid y confiar a Miaja la defensa de la capital a cualquier precio». Para apoyarle, como ya relaté anteriormente, se constituyó un Comité de Defensa de Madrid, compuesto por todos los partidos representados en el Gobierno, bajo la presidencia del propio Miaja. Este Comité quedaba investido, por parte del Gobierno, de todos los poderes y atribuciones para procurarse los medios necesarios para la defensa de Madrid, «medios que se activarán y explotarán al máximo», y, «para el caso en que, a pesar de todos los esfuerzos, tuviera que rendirse Madrid, dicha organización quedará encargada de salvar todo el material de guerra, así como todo cuanto pueda parecer de interés para el enemigo. En tal caso las tropas se retirarán en dirección a Cuenca para establecer una línea defensiva en un lugar que señalará el General en Jefe del Ejército».

Cuando regresé a casa, hacia las nueve, me encontré con el recado procedente de otra Legación, que ésta había recibido de la cárcel con destino a mí, según la cual Ricardo de la Cierva estaba en libertad. Dado que tal mensaje no podía proceder más que muy en particular de uno de mis protegidos de la cárcel, me fui de nuevo allí, en coche, hacia las diez para enterarme con mayor exactitud. La cárcel Modelo estaba sumida en profunda oscuridad y en gran agitación. En un amplio semicírculo en torno a la misma, retumbaba el fuego de Infantería y caían granadas. Los parapetos, que yo había visto por primera vez por la mañana, estaban ahora ocupados y aquella gente hacia fuego a la buena ventura hacia dentro del parque circundante, en plena oscuridad. En el patio de la Cárcel rondaban figuras sospechosas con cara de bandidos y naturalmente, uniformados de milicianos. Las miradas que dirigían al inoportuno diplomático no eran ciertamente nada amistosas. Tardé aún en saber lo que esos tipos tenían ya sobre su conciencia y los propósitos que aún abrigaban. Me fui para adentro y pedí que me sacaran de su celda a mi protegido. Me informaron que se habían llevado a gran número de presos, en el transcurso de la noche, en dos expediciones, siempre por parejas atados el uno al otro por los codos y sin poderse llevar su equipaje. Entre ellos, iba también La Cierva, que se encontraba en otra galería distinta a la del responsable comunista a quien le comprometí para que velará por la protección de mis protegidos, como así ocurrió, pues se opuso con éxito a que fueran entregados todos los que figuraban en las listas que ocupaban su galería. El mismo fue el que, aprovechando la oportunidad que se le presentó de la presencia en la prisión de una representación diplomática, encargó a un empleado de los diplomáticos para que me comunicara que Ricardo de la Cierva ya no estaba en ella; pero, interpretando erróneamente el recado, lo que se me transmitió fue que estaba en libertad. Esta noticia despertó en mí la confianza de que de alguna manera hubiese podido eludir el transporte y me hizo concebir la esperanza de poder seguir buscándole con la consiguiente incertidumbre.

Hacía ya algún tiempo que había yo conseguido que La Cierva fuera trasladado también a la galería del responsable comunista, que ya le tenía en su lista. Pero La Cierva no quiso abandonar su galería porque en ella desempeñaba un cargo, como administrador de la caja de la farmacia de socorro, que le distraía y al mismo tiempo le permitía atender a sus compañeros de prisión lo cual fue, desgraciadamente, fatal para él.

Cuando, cerca ya de las once de la noche salía yo del interior de la cárcel otra vez al patio, me sorprendió el interminable aluvión de hombres con cascos de acero que penetraban por la puerta. Su aspecto era tan distinto del de los milicianos, que me dirigí a unos cuantos y pude comprobar que todos, sin excepción, eran extranjeros.

Se trataba de la primera «Brigada Internacional» que yo veía, llegada aquel mismo día a Madrid y que quedaron a partir de entonces en la cárcel, cuya defensa habían de asumir. De no ser por esa ayuda, repentinamente surgida, de soldados de mejor calidad militar que los milicianos (eran gentes experimentadas en múltiples servicios prestados en la Guerra mundial, franceses, polacos, checos y también nórdicos) quizás hubiera caído la cárcel en manos de las tropas nacionales en los siguientes dos o tres días, con lo que se hubieran salvado los presos que aún quedaban (de tres mil a cuatro mil).

Los detalles que llegué a conocer de cómo se efectuaban los transportes de presos me intranquilizaban, si bien por entonces solamente los consideraba como crueldad superflua, sin calar todavía en su verdadera importancia. No presentía aún los abismos de inhumanidad por parte de unos y de negligencia por parte de los otros, los miembros de las autoridades.

Para llegar al fondo del asunto, me fui a la mañana siguiente, otra vez, a ver al Director de la cárcel Modelo. De sus precavidas palabras, pude poco a poco, ir entresacando que no creía que los presos hubieran llegado a los pretendidos lugares de destino. Me enteré de que, en la noche recién trascurrida, habían salido otras dos expediciones en las mismas circunstancias sospechosas. Empezaba yo a barruntar la posibilidad de que se hubiera cometido un crimen inaudito en el que, hasta entonces no había podido ni pensar. El Director, con el fin de justificarse ante mí, me enseñó un papel, en el que el Subdirector de la Dirección General de Seguridad le ordenaba por escrito, con su firma, que entregara al portador del mismo los novecientos setenta presos que éste le indicara, a efectos de su traslado a la prisión de San Miguel de los Reyes en Valencia. Tuve conocimiento de que dicha orden se la había dado al Subdirector, verbalmente, el Director General de Seguridad, en la noche del 6 al 7 de noviembre, antes de su huida, y que tal fue el precio que ese canalla de Director General, pagó a los comunistas, que le vigilaban, para conseguir que le consintieran la huida. Supe, además, que tanto el Subdirector como el Director de la cárcel habían intentado obtener de los cabecillas un aplazamiento de esos «traslados» con el fin de ganar tiempo para negociar con ellos (con algunas botellas de vino de por medio, como de modo significativo, decía el Director), pero éstos se negaron a cualquier aplazamiento invocando la orden del Director General, y se salieron con la suya.

Los comunistas iban acompañados por policías estatales, pertenecientes a la Brigada Criminal del Comisario de Policía, García Atadell. El Director de la cárcel Modelo se sinceró conmigo en reconocer que, consciente de su impotencia para intervenir en contra de ese plan que detestaba, había preferido permanecer ausente de la cárcel todo el día. Pero lo cierto es que tampoco se había atrevido a hacernos llegar indicación previa alguna, ni a mí, ni al Encargado de Negocios de la República Argentina con el que asimismo mantenía buenas relaciones personales.

Al cabo de unos días ingresaron en mi Legación, en calidad de refugiados, dos presos liberados que habían actuado de escribientes en una de las galerías, por lo que gozaban de mayor libertad de movimientos y más posibilidades que otros presos de relacionarse con los milicianos. Me confirmaron todas las cifras y detalles obtenidos y añadieron que esos policías habían reclutado, de entre la guardia que custodiaba la cárcel, voluntarios para «disparar», diciendo: «Hay poco tiempo para acabar con tanta gente y nosotros somos pocos». Esos «voluntarios» contaban luego detalles que declaraban su desnaturalizada crueldad, tales como que, unas veces antes y otras después de disparar contra sus víctimas, les habían quitado sus pitilleras, plumas estilográficas, botas; en fin, que se les desvalijaba hasta de su propia vestimenta.

En los días que siguieron, iba tomando cuerpo la verosimilitud de un crimen de dimensiones inauditas. Recogí información en otras prisiones y pude comprobar que en San Antón y en la de Porlier se habían producido, asimismo, «sacas» sospechosas; en la primera, ciento ochenta hombres con dirección a Alcalá de Henares; en la última, doscientos para Chinchilla. Pronto pude averiguar que de los ciento ochenta con destino a Alcalá sólo llegaron ciento veinte. ¡A unos sesenta los asesinaron por el camino! Otra expedición de unos sesenta y cinco procedentes de San Antón afortunadamente se había retrasado algo y pudo salvarse en el último momento.

Ahora, se trataba de aclarar lo ocurrido con los otros mil doscientos, procedentes de la cárcel Modelo y de la de Porlier. Conseguí, a duras penas y valiéndome de determinadas relaciones, obtener comunicación con el penal de San Miguel de los Reyes en Valencia y con el de Chinchilla, a cuyos desprevenidos directores pregunté, apelando a su conciencia, cuántos presos, procedentes de las cárceles de Madrid, habían ingresado en sus establecimientos penitenciarios, durante la última quincena. En ambos casos me aseguraron, extrañados, que ni uno solo. Asimismo les pregunté si no había llegado notificación alguna en forma de lista. No, no habían recibido ni notificación ni lista. Por si acaso, telefoneé aún a la prisión principal de Valencia, de donde recibí la misma información.

Ahora estaba claro: habían asesinado a mil doscientas personas a las que había sacado de las cárceles con dicho fin, ya que ni siquiera se había cursado el usual preaviso. Lo cursaron únicamente en el caso de Alcalá de Henares, y si esto se hizo por error o distracción o porque la decisión de asesinarlos partió de los acompañantes ya por el camino, es cosa que no se pudo averiguar. La realidad fue que de San Antón salieron tres autobuses, uno por la mañana, otro a mediodía y otro por la tarde. El primero y el último llegaron intactos a Alcalá, los presos del segundo o intermedio fueron asesinados sin excepción.

Entre ellos estaban los mejores apellidos de España y, sobre todo, militares, oficiales elegidos para víctimas con arreglo al buen parecer de los comunistas. Eran hombres a los que nunca se había juzgado, ni siquiera acusado. Estaban presos desde que estallaron los disturbios y, hasta entonces, se les había considerado como rehenes. Ahora lo que importaba era seguir la pista de los hechos hasta descubrir el lugar del crimen.

Guiándome por lo que se rumoreaba, oí algo acerca de un pueblo que estaba a 20 km. de Madrid, Torrejón de Ardoz, en la carretera de Alcalá de Henares. Me fui hasta allí, me reuní con un antiguo conocido, agricultor, y me encerré en su casa con él. Muy turbado, el hombre no quería hablar. Estaba sobrecogido por el horror reinante y me dijo que a él mismo, lo habían llevado ya para matarlo y que sólo debía la vida a la intervención casual de otros; que le habían quitado todo y que apenas se atrevía a pisar la calle. Le habían asesinado a un hermano, empleado de comercio en Madrid que, para mayor seguridad, se había vuelto a su pueblo. Costándome mucho trabajo y garantizándole, por mi parte, silencio incondicional pude sonsacarle que había oído que algunos autobuses torcieron en dirección al río Henares y que otros, según contaban habían ido hacia Paracuellos del Jarama, que estaba en otra dirección. De detalles de lo ocurrido no sabía él nada. Todavía acudí a otra persona para que me concretara algo esas noticias, pero me encontré con que negaba lisa y llanamente tener el más mínimo conocimiento de aquello, de lo cual deduje que en aquel pueblo la consigna dada era «silencio o muerte».

Me fui luego a hacer una visita a la cárcel de Alcalá pensando en que quizá podría saber algo por los que allí habían llegado procedentes de San Antón. El Delegado de la Cruz Roja Internacional no me acompañó, naturalmente, a las visitas secretas, ya que no hablaba español y su presencia más bien hubiera entorpecido las cosas. En la prisión de Alcalá nos encontramos con el Encargado de Negocios de Argentina, don E. Pérez Quesada con el que yo ya había compartido con frecuencia tareas humanitarias.

Le hice partícipe de mis averiguaciones y le invité a venir conmigo, pues yo estaba decidido a desviarme en el viaje de regreso y, pasara lo que pasara, a encontrar a toda costa aquél ominoso lugar.

Se mostró dispuesto a acompañarme y fuimos un par de kilómetros por una carretera secundaria desde el pueblo de Torrejón hasta el puente sobre el Henares. Allí había, junto a la carretera, una casa solitaria, que antes había sido una modesta casa de peones camineros. La casualidad quiso que esa casa fuese precisamente aquella en la que en 1905, el anarquista Morral tomó su último alimento en su huida por los campos, después de haber arrojado la bomba contra la carroza real el día de la boda del Rey Alfonso XIII. Allí le pidió sus papeles una patrulla de la Guardia civil que iba de paso y él echó correr hasta un campo que había cerca, en el que se suicidó con su pistola.

Delante de esta casa había algunas mujeres sentadas, con unos niños jugando. Cerca de ahí, se bifurcaba un camino rural y uno de sus ramales bajaba hacia el río, en dirección a un castillo del siglo XVIII, llamado Castillo de Aldovea. El cauce del río es profundo, en aquel lugar y sus orillas están abundantemente cubiertas de árboles y de vegetación de monte bajo. Yo sospechaba de ese camino en el que, sin embargo, no se veían huellas del paso de coches que, por lo demás, hubieran tenido que apreciarse, pues hacía mucho tiempo que no llovía.

A las preguntas que, con precaución, les hicimos acerca de los autobuses que habían pasado por allí el domingo anterior, las mujeres respondieron, tímidamente, que ellas eran forasteras, recién trasladadas en esos mismos días, desde sus pueblos, y que no habían observado ni oído nada. Continuamos conduciendo río arriba hasta una casita solitaria. Afortunadamente sólo estaba en ella la mujer. Esta nos contó sin apuros que, efectivamente, el domingo por la mañana pasaron un buen número de autobuses, llenos de hombres procedentes de Madrid, que torcían para entrar en el mencionado camino rural. Al poco tiempo empezó un tiroteo que duró toda la mañana. Eso era en el lecho del río muy cerca del castillo. El lunes, temprano, aún vino otro autobús con unos pocos.

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