Diplomático en el Madrid rojo (22 page)

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Authors: Félix Schlayer

Tags: #Histórico, otros

La gente comía con un apetito y un entusiasmo tal que a uno se le ocurría la idea de que se daban prisa para disponer de un poco de tiempo y disfrutarlo. De cuando en cuando se veía, allí, también, a algún ministro y a otros hombres del momento, más bien «malfamados» que famosos, con sus «compañeras», ya que estaba prohibido llamarlas «esposas», aunque lo fueran en virtud de antiguos vínculos. Allí se disfrutaba de una vista soberbia frente al mar y el puerto. Verdad es que el público miliciano parecía no dedicarle atención alguna, por maravillosa que fuera dicha vista, porque se la amargaban uno o dos buques de guerra alemanes que por entonces patrullaban, allá afuera. «Ahí está el alemán». Gruñían, volviendo la vista tierra adentro.

Bombardeos de Valencia.

Durante mi estancia en Valencia se notaron seriamente los efectos bélicos del otro lado. Dos veces viví la experiencia de grandes bombardeos aéreos, uno de ellos a las ocho de la tarde cuando empezaba el crepúsculo. Justamente al girar para entrar en una plaza, en la que había dos Ministerios, oímos las primeras explosiones que se iban haciendo cada vez más cercanas a velocidad de relámpago. Mi secretario gritó al chófer que se detuviera y, mientras yo protestaba, diciendo que no tenía sentido pararse, me obligó a apearme del automóvil. En el mismo momento oí el silbido de la bomba y a dos pasos de nuestro coche se produjo la explosión, a la que inmediatamente siguieron otras dos en la misma plaza. Nuestro vehículo quedó cubierto de cascotes, trozos de revoco, fragmentos de piedra de las fachadas de las casas próximas a nosotros y el conductor ligeramente herido en la cabeza. No habían hecho blanco en ningún Ministerio, pero en las calles próximas había varias casas dañadas y una serie de personas muertas. Una bomba había caído a diez pasos de la Embajada inglesa, en la calle, matando, entre otros, a un ingeniero francés que casualmente estaba allí.

La segunda vez fue por la noche. Hacia las tres de la madrugada me despertaron unas explosiones, lejanas, pero muy numerosas. Creí que estaban bombardeando el puerto. Pero se fueron aproximando rápidamente y pronto las sentí junto a mí: tintineaban temblonas las lunas del patio de luces al que daba mi ventana, toda la casa vibraba, a continuación se produjo una explosión importante, y enseguida otra, acompañada por el griterío de mujeres y niños en todos los pisos. La casa, sin embargo, resistió; salí afuera y llamé a las mujeres de la familia donde yo vivía para decirles que ya había pasado todo y que no había que temer nada más. La casa que teníamos en la acera de enfrente, pero un poco en diagonal con respecto a donde estábamos, sí que había quedado tocada, y otra más al lado de la nuestra, tres números más abajo. Los bombardeos nocturnos son incomparablemente más lúgubres, porque se tiene la impresión de no poderse mover, de tan rápidos y próximos como se sienten las explosiones. El resultado fue, por tanto, que en los días que siguieron, Valencia se vaciaba en las horas crepusculares. Miles de personas se iban a sus huertos de naranjos a pasar la noche bajo los árboles, por temor a las repeticiones que sin embargo, de momento, no se produjeron.

Con ocasión de mi presencia en Valencia asistí también a la salida del vapor francés
Imérethie II
y del barco hospital inglés
Maine
, que transportaban refugiados a Marsella. Con ocasión de esas salidas que se efectuaban, aproximadamente una vez por semana, era interesante observar la partida de los favorecidos por la suerte. La excitación que reflejaban sus rostros al someterse a las muchas medidas de control, y ante el temor que reflejaban sus rostros de que en el último momento pudieran aún ser presa de los tentáculos de aquel monstruo devorador de seres humanos; el ansia con la que se abrían paso, hacia los botes o hacia la pasarela del vapor y, finalmente, el alivio con que respiraban al verse seguros en el mismo, y disfrutando ya de la confianza recíproca existente entre «compatriotas».

El ataque aéreo al
Deuchland
.

El día del atentado contra el
Deutschland
estaba yo en Valencia. Al día siguiente, me contaba un funcionario del Ministerio de Marina, que el Ministro estaba fuera de sí por la imputación que se le hacía de tal acción; había asegurado que no había habido allí ningún avión de la España roja. Pero unas horas más tarde se había enterado de que era una escuadrilla rusa la que había realizado el ataque, por su propia cuenta. Dicha escuadrilla tenía su base en el gran campamento ruso entre Alicante y Murcia y no dependía de las autoridades españolas.

La amplia capacidad de mando de las iniciativas rusas tuvo también en otras ocasiones, consecuencias de gran trascendencia para sus «aliados» españoles. Así, por ejemplo, durante la primavera del año 1937 y con ocasión de un ataque nocturno se intentó tomar a los «blancos» un cerro de la «Casa de Campo», muy cerca de Madrid. Dirigían la operación, de la que ya se tenía noticia desde el día anterior, dos generales rusos. Se movilizaron, sin más consideraciones, treinta mil hombres y, como la primera noche no se obtuvo resultado alguno, volvió a repetirse el ataque a la noche siguiente. El único éxito obtenido fueron ocho mil muertos y once mil heridos. Resultaba imposible enterrar semejante montón de caídos, por lo que se les roció con gasolina y se les prendió fuego. Aquel cerro, no estaba ocupado por más de dos mil quinientos hombres, según me dijo después un oficial «blanco» que participó en la operación.

7. El gobierno rojo visto entre bastidores.
En la estepa de Rusia.

Como ya referí anteriormente, y —en relación con mi visita al Ministro de Hacienda, Negrín, con motivo del acuerdo comercial con Noruega y también del caso La Cierva—, a los tres días de mi visita recibía un telegrama de Oslo, a tenor del cual Álvarez del Vayo, se había quejado al Ministerio en Oslo, por conducto del Consulado General de España en Ginebra, en el que me denunciaba por haber extendido un pasaporte noruego a un español denominado La Cierva y, además, que, según un telegrama de Moscú a la prensa londinense, se me acusaba de procurar pasaportes falsos a los fascistas españoles, con el fin de facilitarles la huida. Ante semejante acusación, contesté a Oslo en los siguientes términos: que la queja del Ministro era injustificada. Yo había expedido dos pasaportes noruegos con destino a las siguientes personas… y un salvoconducto para el abogado de la Embajada. Todo ello no era más que una intriga del Embajador de Rusia, que quería reprimir mi lucha dentro del Cuerpo Diplomático, por una acción humanitaria, que contrarrestara los crímenes denunciados y no denunciados por las bandas anárquicas del Gobierno de la República. El Cuerpo Diplomático había telegrafiado al Encargado de Negocios de Noruega a San Juan de Luz, declarando su plena solidaridad conmigo.

El Ministro de Noruega se tranquilizó con dicho telegrama y con el del Cuerpo Diplomático. Pero Álvarez del Vayo continuaba su labor subterránea aunque, de momento, sin conseguir su propósito.

Unos días antes, el Encargado de Negocios de una potencia europea hizo una visita al recién nombrado Embajador ruso, Rosenberg. Una de las primeras preguntas que éste le hizo fue la referente a mi nacionalidad; la respuesta fue evasiva pero Rosenberg con expresión marcadamente enérgica replicó: «
Ce Monsieur gêne le Gouvernement
» (este señor le resulta incómodo al Gobierno). ¡Consecuencia de ello fue el telegrama que Moscú cursó a Londres! Quería a ojos vista, hacerme saber que yo había incurrido en lo que él estimaba contravenir la «soberanía» de su arbitrariedad, y que me convenía ser más cauto. Pero no le sirvió de nada. Algún tiempo después se presentó en una de nuestras sesiones diplomáticas el propio Rosenberg. Había intentado ante Álvarez del Vayo quitarle importancia a nuestras notas de protesta y al resto de nuestros informes o comunicaciones al Gobierno, con el pretexto de que nosotros no integrábamos el Cuerpo Diplomático, porque había miembros importantes del mismo que no participaban en nuestras resoluciones. A eso, se le contestó, que nosotros, a unos señores que no se habían sometido a ninguna de las formalidades habituales, tales como comunicar su existencia al Decano, visitar al mismo y a los demás miembros, etc. no podíamos contarles como pertenecientes al Cuerpo.

Rosenberg, ante esta imputación intentó a continuación salvar tan justificado obstáculo, e hizo algunas visitas formales y asistió a una Junta. A pesar de la cortés bienvenida que le dispensó el Decano, la acogida que se le hizo, fue extremadamente fría. Se sentía visiblemente incómodo. Su figura enjuta, su fuerte joroba, sus largos dedos huesudos le daban un aspecto que hacía recordar a las arañas. Se habían traído a un intérprete, porque en las sesiones se hablaba, sobre todo, en español. Tomaba a menudo la palabra para, en un francés asombrosamente ágil, intentar reducir
ad absurdum
todas nuestras propuestas. Sin embargo, no tenía escogidos sus argumentos con la habilidad suficiente y en la discusión sufrió una derrota total. También yo tomé parte en la misma, a saber en francés, para ahorrarle el intérprete, cargando principalmente el acento en demostrar que entre el gobierno y los asesinos existía seguramente acuerdo.

Rosenberg no volvió a molestarnos con su presencia en posteriores reuniones.

Aquí merece especial mención una entrevista celebrada en los primeros días de octubre con el representante de un país centroamericano, que por su tendencia política, se hallaba muy próximo al Gobierno rojo. En una conversación entre colegas, acerca de todas las posibles cuestiones que podían afectar al Cuerpo Diplomático, dicho señor mencionó que la víspera había conseguido echar un vistazo al convenio que tenía que firmar Largo Caballero con Rusia para comprar su ayuda, y dijo lo siguiente: «Nunca me sentiría con valor para proponer a otro pueblo un tratado por el que éste tuviera que renunciar totalmente a su soberanía».

Para mayor asentimiento transcribo la descripción de un diplomático esta vez sudamericano, donde se desprende hasta qué punto tales relaciones de «esclavitud» influían incluso en las formas externas de relación. Me contó su visita oficial al Presidente del Consejo de Ministros, Largo Caballero: «Estaba yo, sentado, de conversación con el Presidente, en su despacho, de repente, se abrió la puerta, sin previo aviso, y entró un hombre con el gabán puesto y el sombrero hongo echado para atrás. Nos echó un vistazo y se sentó en un sillón sin pronunciar una palabra ni hacer el menos saludo, con el abrigo puesto y el sombrero en el cogote. Se sacó un periódico del bolsillo y se puso a leer. Yo me quedé con la boca abierta. ¡Se trataba de Rosenberg, Embajador de Rusia!».

Miaja, el héroe.

Puedo contar un caso semejante, con referencia al ya conocido General Miaja. Con frecuencia me preguntan lo que pienso de este personaje. Sí que podría referir algunos acontecimientos o incidentes que arrojarían cierta luz sobre el mismo y podrían ser sintomáticos. Vaya por delante el que la parte principal de su carrera la hizo al mando de una región militar, concretamente en Segovia donde estuvo durante años. Tuve que ver con él oficialmente en distintas ocasiones. Nunca sacamos nada limpio. Como le conocía prefería acudir directamente a sus ayudantes o jefes de su Estado Mayor.

En otro lugar de este libro se halla el informe de nuestra visita del trágico día siete de noviembre. Miaja no sabía nada y no hizo nada. Asimismo, en otro lugar, puede leerse su intervención al producirse la ocupación de la Embajada Alemana. Miaja se replegó cobardemente ante los jóvenes de la policía socialista y faltó a su palabra.

Más adelante, en enero, fui una mañana a verle con el fin de solicitar su ayuda para la salida de España del padre de Ricardo de la Cierva, Ministro que fue durante años del Partido Conservador. Entonces todavía salía diariamente el avión de Madrid a Tolouse. Se trataba de hacer llegar al anciano, con un acompañante de confianza, a Barajas, a 7 km de Madrid, para que pudiera tomar el avión. Miaja, que entonces tenía el mando de la España central y era Presidente de la Junta de Defensa de Madrid, y, por tanto, indiscutiblemente el hombre más poderoso de la ciudad, era también desde hacía mucho tiempo, amigo íntimo del hermano de La Cierva, aparte de que naturalmente, conocía también a éste como último Ministro de la Guerra que fue en tiempos de la Monarquía. Le pedí, por tanto, que diera un Pasaporte a La Cierva y le hiciera llegar al avión. Me miró a través de sus gafas y me dijo: «Me guardaré de dar un pasaporte a La Cierva. Es demasiado peligroso para mí. Si en Barajas lo reconoce un miliciano lo mata sin más. Por lo demás, no tendría nada que objetar puesto que ya no puede hacer más daño», dijo refiriéndose al miliciano. «Pero sólo le daría pasaporte falso si se afeitara y se vistiera de tal modo que no lo pudieran reconocer. Y aún en ese caso, no garantizo nada, tendrá que correr el riesgo solo. Si en el aeropuerto alguien lo reconoce, lo mata», volvió a repetir.

He de reconocer que mi concepto de la autoridad, sufrió un vuelco al oír eso. Tenía frente a mí, sentado al Capitán General de Madrid y éste sentía miedo de unos milicianos del aeropuerto. Él mismo reconocía que cualquier miliciano podía más que él. Yo ya estaba harto, sobre todo después de asistir a la escena que voy a describir, y me fui. La escena fue esta: Miaja sentado ante su mesa de trabajo a un extremo del gran despacho y yo a su lado. En ese momento empezamos a hablar. Entonces al otro extremo de la estancia, se abre una puerta, entra un hombre con uniforme ruso, un oficial, probablemente capitán, por la edad que representa, nos mira y se dirige al General, sin la menor muestra de deferencia, como se habla a un ordenanza «
Oú est un tel?
» (¿dónde está fulano de tal?). El General balbucea: «
Il est sorti par lá
» (ha salido por allí) y señala una puerta. El ruso atraviesa la sala, sale por esa puerta, sin dignarse dirigir al General, otra mirada, sin más palabras. De hecho ni siquiera dijo, ¡gracias!

Por esos mismos días se trataba de averiguar quiénes eran los jóvenes que los bolcheviques se habían llevado recogiéndolos de las calles y obligándoles a ir a las fortificaciones para hacerles trabajar. Se había secuestrado a un gran número de esos millares de hombres, desaparecidos, según documentación de mucha confianza, recogida por un mero funcionario del Ministerio del Aire, cuyo propio hijo había sido integrado con ellos en casas de labor, fábricas y establecimientos similares de los alrededores de Madrid y se los llevaban a diario a realizar trabajos de fortificación. Nos interesaba mucho conseguir para la Cruz roja una lista de nombres de sus secuestrados con el fin de poder informar a sus familias que, como puede suponerse se hallaban terriblemente angustiadas.

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