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Authors: Félix Schlayer

Tags: #Histórico, otros

Diplomático en el Madrid rojo (20 page)

6. Información del frente.
Toledo.

Desde el mes de octubre de 1936, comencé, con algunos de mis colegas a visitar el frente que iba siempre retrocediendo y acercándose cada vez más. A un alemán que hubiera estado en el frente de soldado, todo aquello le hubiera resultado de lo menos marcial. Una mañana hermosa de domingo, fuimos con el Encargado de Negocios argentino al frente de Toledo. Los nacionales habían tomado la ciudad pocos días antes. El frente quedaba a algunos kilómetros de distancia, por Olías del Rey. Nos llamó la atención que, en los pueblos grandes, por los que procedentes de Madrid habíamos cruzado, no se apreciaran medidas defensivas militares ni tropas que pudieran mencionarse como suficientes. Hasta llegar al último pueblo, antes de Olías, a nadie se le hubiera podido ocurrir que aquella tierra se hallaba directamente detrás de un frente de guerra. En cuanto a los milicianos, se les veía vagando por el pueblo, aunque eran muy pocos. Ni baterías, ni trincheras, ni alambradas, nada, sólo la tierra desnuda. Opinábamos que en una ofensiva no encontrarían los nacionales ningún obstáculo para llegar hasta Madrid. En el pueblo de Olías había camiones y milicias; varios camiones salían para Madrid, cargados de milicianos, pero seguramente sin permiso de ninguna clase por parte de sus oficiales. Se barruntaba una ofensiva de los nacionales, cosa para las milicias no muy tranquilizadora; en Madrid era mucho más fácil pasar inadvertido, pero en nuestro viaje de vuelta, a duras penas nos podíamos defender de los tipos, estacionados al borde de la carretera, que nos pedían que les lleváramos. Mi colega, que ya había estado en situaciones bélicas varias veces, me contaba que siempre le había sucedido lo mismo; la gente armada que retrocedía en bandadas, a pie, aprovechaban cualquier vehículo con el que pudieran acelerar su fuga, sin tener siquiera un enemigo a la vista, ni tampoco fuego de artillería a sus espaldas. Y si aparecía un avión, se dispersaban, enloquecidos, sin que bastaran para detenerlos ni las pistolas de los oficiales.

Cuando ya estábamos a un kilómetro de Olías, vimos un buen número de Guardias de Asalto, cuerpo de Policía recientemente fundado por la República con formación y armamento militar, sentados en la cuneta. Nos detuvimos y salimos del coche. Dos de los guardias se acercaron y me saludaron con mucha alegría. Habían estado durante mucho tiempo encargados de la custodia de nuestra Legación. Les pregunté: «Pero, ¿qué hacéis aquí, tan lejos del pueblo y del enemigo?». Contestaron con cierta malicia, haciendo gestos intencionados: «Cuando se arma allí adelante nos envían a estos campos y hacemos fuego contra nuestros chicos cuando quieren empezar a retirarse». Entonces dije yo «¿De veras, son tan cobardes esos chicos?». Ellos contestaron: «Tan pronto como los otros empiezan a disparar, echan a correr, escapando». Después se quejaron de la comida; el día anterior no les habían dado absolutamente nada para comer; habían cogido sandías de los campos y con ellas había calmado, a la vez, el hambre y la sed. Mientras estábamos allí, llegaron unas raciones de un rancho de campaña lamentable. La comida consistía en una sopa ligera. Fuimos al pueblo y nos llevaron a una casa de labor donde estaban el Estado Mayor y el responsable político, que desempeñaba en todo aquello un papel importante. La línea del frente propiamente dicho, estaba todavía dos kilómetros más adelante pero el Jefe de Estado Mayor no quería que fuéramos hasta allí porque había demasiado peligro. (Probablemente para él, ya que, por vergüenza o por salvar su honor, hubiera tenido que acompañarnos). Nos enseñaron mapas y pretendían que iban a atacar enérgicamente (pocos días después retrocedieron treinta kilómetros a toda marcha y sin tiempo para respirar). Todo aquello daba una impresión de lo más lamentable en completa consonancia con la casucha del puesto de mando de adobe y nada sólida en la que se alojaban. No se veía en ninguna parte posición alguna de artillería. Los otros habían disparado ya en dirección a ella. Pero, al parecer, no habían dañado los campos. Desde la ventana, vimos a una pandilla de hombres tumbados como una piara de cerdos en una inclinación del terreno al otro lado del pueblo. Delante de ellos empezaba una zanja que tendría de profundidad como hasta las rodillas y de largo sólo unos doscientos metros. Nadie trabajaba en ella. Pregunté al Jefe del Estado Mayor si aquello constituía su posición y sus reservas. Contestó afirmativamente, y añadió que, ¿Qué iba a hacer él con esa colección de «limpiabotas» si les atacaban? Mandaría venir de la retaguardia más refuerzos. Le dije que estos debían de ser harto invisibles, pues nosotros allá atrás no nos habíamos topado con ninguno. Pues sí, pero hay algunos. ¿Y en vanguardia?, le pregunté si tenían una auténtica trinchera con recorrido conveniente. Dijo que no, que pasaba como aquí; lo que se utilizaba principalmente eran las desigualdades del terreno. Y yo pensaba, «sí claro, para desaparecer a la carrera detrás de las mismas». Después de haber estado con ellos de cumplido durante media hora, se nos brindó la gran satisfacción de la fotografía del grupo. Mi colega, que conocía el alma militar, se había traído un fotógrafo. Hasta las trincheras llegaron corriendo los componentes de las reservas para figurar en la foto con los diplomáticos. Por desgracia, no hubo aviador nacional que nos hiciera el favor de aguar la fiesta. ¡Tanto como me hubiera gustado a mí asistir a una escena de pánico! Todo se desarrolló en la paz más profunda. Seguimos viaje en coche detrás de la línea teórica del frente, hasta Aranjuez. Allí comimos los emparedados que llevábamos, con el complemento de las aportaciones gastronómicas de los amigos argentinos. Comida no había, ya entonces, en los establecimientos del ramo, ni en Aranjuez ni en Madrid.

La desbandada retirada de las milicias me la describió el compañero argentino, que la contempló con sus propios ojos. Había estado allí durante el asedio del Alcázar, poco antes de la caída de Toledo. Fue hacia el anochecer. Cada vez se intensificaban más los ataques. Esa tarde tenía que caer el Alcázar: tal era la orden de Largo Caballero, el insigne presidente del Consejo de Ministros, que se había desplazado personalmente al efecto. Allí estaban, unos tumbados, otros, de pie, amparados entre escombros, o detrás de los mismos. En éstas se dio la señal de asalto, y saliendo de sus parapetos se abalanzaron hacia adelante, los que mandaban a los milicianos, que les seguían, desconfiados. Atravesaron un sector de lo que fue jardín, en dirección a los montones de piedras, en que se habían convertido las torres del soberbio Alcázar. No se produjo acto de defensa alguno desde la fortaleza. Llegaron al portón e irrumpieron en el patio interior. No se oyó ni un solo tiro procedente del otro lado. Al parecer, la cosa estaba madura para el asalto. Con desenvoltura, irrumpieron todos, en el patio interior y los que iban en vanguardia hicieron lo propio en un segundo patio. De repente se descargó un fuego rabioso de ametralladoras que aniquiló a los intrusos. Atolondrados, todos aquellos que aún podían correr, se abalanzaron fuera del patio, más allá de la explanada, como locos cuesta abajo. Arrasaron a su paso cuanto encontraron en las posiciones que hasta entonces habían ocupado, llevándose por delante incluso a los diplomáticos que se vieron arrastrados por el torrente de fugitivos. No se detuvieron hasta pasar varios bloques de casas que quedaron entre ellos y el Alcázar.

Uno de los diplomáticos recibió un tiro preocupante en el cuello y tuvieron que operarle allí mismo. Al día siguiente los periódicos ofrecían al lector la gloriosa ofensiva al Alcázar, que por fin ya se había conquistado hasta el último rincón.

Unos días antes, el decano del Cuerpo Diplomático, a instancias de Largo Caballero, se había prestado a intentar sacar del Alcázar a las mujeres y a los niños. Se convino en Madrid, que fueran traídos a la capital con escolta segura y la participación del Cuerpo Diplomático, para quedar acogidos en un edificio del Paseo de la Castellana bajo la protección de las banderas de la totalidad de los países representados en Madrid. El embajador de Chile se trasladó a tal efecto a Toledo y presentó su petición al Comandante de la Plaza. Éste le declaró que el Gobierno de Madrid nada tenía que decir en Toledo. Ahí quien mandaba era el Comité Local con quien tendría que tratar, antes de poder él emprender lo que procediese.

En interés de la buena causa, el Embajador se prestó a ello. La mencionada autoridad suprema de Toledo estaba instalada en un convento abandonado. El Embajador fue recibido con recelo y antipatía. No querían soltar de sus garras a las víctimas del Alcázar, tan apetitosas. El Embajador se refirió a sus convenios con el Presidente del Consejo de Ministros. Se le replicó que esos convenios no tenían validez en Toledo. Precisamente no se quería, en ningún caso, dejar que las mujeres y los niños fueran a Madrid. Tenían que quedarse en Toledo en un viejo convento, bajo la «protección» del Frente popular local y del Comité soberano y ¡no de los diplomáticos y de las banderas extranjeras! Mientras el embajador discutía con ellos al respecto, oyó procedente de la sala contigua, una voz chillona, de mujer. Era la judía Margarita Nelken, que daba un mitin y decía a gritos que, por encima de todo, había que eliminar a las mujeres e hijos de esos canallas del Alcázar, sin sentimentalismo alguno. ¡Era precisamente la nidada, el engendro, la semilla, de esa canalla, lo que había que desarraigar para siempre! El público gritaba expresando su asentimiento, de forma tal que el Embajador apenas si podía oír a su interlocutor. De repente compareció personalmente en Toledo su Excelencia, el señor Presidente del Consejo de ministros, Largo Caballero. La ocasión era favorable para el Embajador; ahora disponía de un testigo de altura para sus convenios y ahora era cuando se iba a ver quién mandaba en Toledo. Largo Caballero le dio amistosamente la mano y prestó durante un momento atención a su pregunta de quién mandaba de veras en Toledo. Pero el bueno de Largo Caballero ya no podía resolverlo, tenía sin remedio que marcharse enseguida a otro sector del frente y volver, después, a Madrid; allí tampoco tenía, en verdad, nada que hacer pero por lo menos no se lo echaban en cara y, se fue.

El Embajador no tenía más remedio que contentarse con lo que pudiera conseguir en Toledo; pero quería, por lo menos, intentar hacer algo por las mujeres y los niños. A última hora de la tarde pasó, acompañado por el todopoderoso Comité al otro lado del parapeto más avanzado. Intentó hablar con el Alcázar directamente mediante un megáfono. Pero no era posible. No se les entendía. Finalmente probó a hacerlo uno de los hombres del Comité. Sus voces sí se entendieron mejor. Les dijo lo que quería el Embajador, pero «como él lo entendía». Desde el otro lado se le gritó en contestación, sin rodeos, que las mujeres y los niños estaban muy bien y que, por supuesto preferían esperar la entrada de sus amigos los nacionales, en los sótanos del Alcázar, junto a sus maridos y sus padres, que en un convento con los rojos. Cuando terminaron de dar la respuesta comenzaron los bramidos, procacidades y desplantes de los milicianos.

Por lo demás, había entrado también en el Alcázar como parlamentario, en esos últimos días el Jefe del Estado Mayor Teniente Coronel Rojo, ahora General Jefe del Gran Estado Mayor en Valencia. Al atardecer, Rojo se anunció por la megafonía. Se le contestó que podía presentarse, solo y desarmado, pasando por tal y cual puerta. Se dirigió por la mañana, solo y con las manos en alto. Le permitieron el paso y le condujeron con los ojos vendados, al sótano donde estaban reunidos sus antiguos compañeros. Trató con ellos durante tres horas, pero no consiguió nada. El Alcázar era nacional y continuaría siéndolo hasta la liberación de Toledo, tal fue la respuesta que recibió.

Rojo aseguró a sus camaradas, con lágrimas en los ojos, que pensaba como ellos, pero que tenía a su mujer y a seis hijos en manos de los rojos, en calidad de rehenes con miras a su actuación, y que no tenía más remedio que subordinar sus acciones a dicha coacción porque no tenía valor para exponer a su familia al asesinato.

Precisamente a estos vergonzosos medios de presión recurrieron también los rojos frente al Coronel Moscardó, el defensor del Alcázar. El Comandante local socialista llamó al Coronel al Alcázar por el teléfono que aún funcionaba. Le dijo que su hijo de veinte años, le iba a hablar y que si el Coronel no entregaba el Alcázar, lo ejecutarían. A continuación el padre dijo a su hijo, que el deber para con la Patria primaba sobre todo los demás, le animó a aceptar la muerte con valentía y le dio su bendición. Al joven lo ejecutaron. ¡Ni siquiera bastó, tamaña grandeza de ánimo para avergonzar a esos bolcheviques!

En cuanto a la suegra y a la cuñada del héroe Moscardó, pudimos recogerlas a tiempo en su casa de Madrid y alojarlas en nuestra Delegación, hasta que logramos hacerlas pasar a la España nacional para reunirse con la familia. La anciana señora de ochenta y siete años de edad aún pudo hacer el viaje en automóvil a pesar de tan trágicas y peligrosas circunstancias.

La mala impresión que causaban las tropas de milicianos era siempre la misma en cualquiera de los sectores del frente a donde yo acudía, al pueblo se le engañaba día a día en los periódicos, con triunfos inventados, ¡y el pueblo se lo creía! El cinismo de dichos cabecillas iba tan lejos que, cuando la caída de Málaga, y en una manifestación pública, Álvarez del Vayo llegó a decir: «Gracias a Dios, ya nos hemos librado de Málaga. ¡Un dolor de cabeza menos! ¡Esta derrota nos traerá ahora triunfo y medio!». El pueblo, engañado y enloquecido, se lo tragaba todo.

Dondequiera que se fuera, se apreciaba el desorden total, el rechazo a cualquier orden o disposición; en suma, la falta total de disciplina. Los milicianos amenazaban a sus «oficiales» con disparar contra ellos, cuando éstos querían mandarles algo.

Me garantizaron (y ello procedía de fuente segura de información), que unos milicianos, a quienes el Director General de Seguridad recibió en su pomposo despacho para reprocharles unas acciones nada honrosas, le hicieron la siguiente declaración: «Si no cierras el pico, te damos a ti el paseo». Ya no se atrevió a emprender nada contra ellos y les dejó marchar.

No ocurría, naturalmente, lo mismo en las Brigadas Internacionales, donde los oficiales extranjeros, muchos de ellos, rusos y franceses, mantenían una disciplina al estilo de la que se empleaba en las fuerzas legionarias. Esta fue la causa de que, debido a su disciplina, mando único y armamento adecuado se prolongase la guerra. Sin ellos, las milicias se hubieran dispersado ya a finales de 1936.

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