Diplomático en el Madrid rojo (23 page)

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Authors: Félix Schlayer

Tags: #Histórico, otros

Se entregó, por tanto, a Miaja personalmente una carta con algunos datos precisos en cuanto a la ubicación de esos lugares y se le pidió explicaciones y listas de nombres. Pasado algún tiempo, contestó por escrito que la Sección de Fortificaciones le había declarado que no existía nada acorde con el escrito. ¡Así que no se atrevían a meter ahí sus narices!, por estar los comunistas y los anarquistas detrás de todo aquello ¡Habría que infundir valor a Miaja! Se le invitó con sus dos ayudantes a un buen yantar en la Cruz Roja. ¡Les gustó mucho! A las seis de la tarde aún estaba él sentado a la mesa. Afortunadamente, las tropas nacionales tuvieron aquel día la tarde libre. Se le hizo ver que en las averiguaciones positivas que se habían hecho, algo había que no se podía ocultar, simplemente, porque su plana mayor lo desmintiera, y era cuestión de honor establecer quien estaba de verdad secuestrado, y que se esperaba de él que encargara a un ayudante el descubrimiento y aclaración de ese proceso tan enigmático, que se estaba dando, en las líneas militares bajo su mando. Miaja lo prometió todo, pero no se vio resultado alguno. Mucho más tarde, le dijo al Delegado de la Cruz Roja, que no se había sacado nada en limpio.

¿Hace falta todavía alguna prueba más de su falta de disposición para ayudar y de su fracaso? Hela aquí, la más trágica de todas. Miaja era Ministro de la Guerra. El doce de agosto de 1936, llegaba a una pequeña estación, justo antes de Madrid, un tren de Jaén, una de las capitales de las provincias andaluzas. En ese tren llevaban a doscientos veinticinco hombres y mujeres de dicha ciudad y su provincia, en calidad de rehenes, a una cárcel próxima a Madrid. Eran personas de los mejores niveles, funcionarios, labradores importantes y religiosos. Entre ellos iba al obispo de Jaén. Varias veces durante el viaje se les había obligado a parar y se les había amenazado, pero siempre habían logrado librarlos los veinticinco guardias civiles, que los conducían. Pero desde esta pequeña estación informó el Oficial de dichos guardias, al propio Ministro de Guerra, de que las milicias no les dejaban pasar. El Ministro de la Guerra dio la orden de dejar pasar el tren, pero a los milicianos les tenía sin cuidado el Ministro de la Guerra, a pesar de que nominalmente pertenecían al «Ejército». Obligaron a los guardias a bajarlos del tren y fusilaron a las doscientas veinticinco personas allí mismo, donde quedaron muertas en una larga fila. Antes por supuesto se les había saqueado a fondo.

No puedo resistir a la tentación de intercalar aquí un párrafo de la carta del Ministro de Estado (Asuntos Exteriores) español a un ministro diplomático sudamericano, fechada en 14 de agosto, o sea con dos fechas de posterioridad con respecto al suceso arriba descrito:

«Huelga expresarle la magnitud de la indignación y el ardor de la protesta que el terrible crimen, de cuya perpetración me informa, provocó en el Gobierno de la República, en cuyo nombre expreso mi condolencia más sincera y cordial. Las palabras resultan en estos casos insuficientes para reflejar el profundo dolor en el que coinciden la representación de nuestro Estado con la de la Nación, que puede estar segura de que por grandes que sean su indignación y su dolor por tan bárbaro crimen, no serán mayores que los sentidos por España y su Gobierno.

Pongo en su conocimiento que comunicaré a las autoridades competentes los detalles que me trasmite, encareciéndoles que con la mayor rapidez posible y proponiéndose el éxito, emprendan investigaciones policiales y las diligencias judiciales necesarias para que no quede impune un crimen tan espantoso y expreso mi absoluta confianza en que la acción de las autoridades cuya misión es impedir la perpetración de tales acciones y lograr su expiación, sea tan eficaz como rápida con el fin, al menos, que los irreparables daños causados se traduzcan en consecuencias que restablezcan los principios eternos de la justicia y las sagradas leyes que protegen los derechos humanos».

El escrito que antecede no se refiere, sin embargo, al asesinato perpetrado en Madrid de los 225 rehenes, sino al de siete hermanos de San Rafael, sudamericanos. Éstos eran enfermeros de un manicomio de Madrid y habían viajado a Barcelona, amparados con un documento diplomático expedido por el Ministro de la Legación de su país, para volver a su tierra. Al llegar a Barcelona, los secuestraron y al día siguiente se les halló asesinados en el depósito de cadáveres. Al mismo tiempo las autoridades catalanas comunicaban al Cónsul de la nación correspondiente (que había estado esperando a los religiosos en la estación), que no podían garantizarle su vida y, en vista de ello, tuvo que huir.

Naturalmente, en ninguno de los dos casos se persiguió ni se castigó a nadie. Los asesinos eran, desde luego, los amos de la situación.

Esta carta destinada al extranjero, unida al encubrimiento de los grandes actos de crueldad practicados en Madrid, dan la imagen de la moralidad de un Gobierno.

El «Derecho» rojo.

Pero no sólo en el ámbito de la seguridad pública, sino simplemente en todo, el Gobierno abdicaba ante los representantes del desorden y de la inmoralidad. Ya no se podía hablar de un «concepto del derecho». En todo caso no se puede utilizar el concepto normal de «Derecho» para expresar la noción que del mismo tiene esta gente. Citemos un par de ejemplos: en septiembre de 1936 salió en la «Gaceta de la República», entre otros del mismo estilo, un Decreto del Ministro que tenía a su cargo Correos, en el que se le rehabilitaba solemnemente a un ex funcionario del cuerpo de Correos destinándole a un alto cargo para el que reunía condiciones especiales, en función del injusto proceder de la administración anterior que le expulsó de la Asociación de Funcionarios, como reparación a haber sido destituido por culpa de unas «miserables» pesetas. El motivo que obligó a la administración a condenar a este «señor», tras el proceso con arreglo al procedimiento judicial ordinario, fue por malversación de fondos públicos. Cuando el propio Estado y los que lo apoyan practican el robo y lo califican como «de derecho natural», y el único reproche que cabe hacerle es que robó sólo «unas miserables pesetillas» resulta totalmente lógico que fuera premiado por su «honorable comportamiento».

Otra «perla del Derecho». El alcalde de Torrelodones, donde yo vivía, requirió de todos los vecinos allí domiciliados, que acudieran a una junta; «caso de no acudir incurrirán en la pena de pérdida de su derecho de propiedad con respecto a sus bienes raíces y con el traspaso de tal derecho al Ayuntamiento». Dicha comunicación se la llevé yo al Ministerio de Asuntos Exteriores, dejando a su buen criterio su incorporación al futuro
Corpus Juris
de la República venidera. También se la envié a título de ejemplo al Gobierno noruego.

8. La liberación de los refugiados.
Los refugiados en la Embajada de Alemania.

A mediados de noviembre de 1936, el Reich alemán rompió sus relaciones con la España roja, y trasladó su representación a la España nacional. El personal de la Embajada ya se había trasladado unas semanas antes a Alicante y allí estaba protegido por los barcos alemanes. Pero el edificio de la Embajada alemana en Madrid continuaba utilizándose. En él se hallaban unos cuantos alemanes y un número mayor de refugiados españoles que se habían acogido a la protección de la bandera alemana. Hacia ya semanas que llevaba estacionado día y noche delante de la puerta un camión ocupado por Guardias de Asalto, que estaban al acecho de algunas personalidades refugiadas para ver la manera de hacerse con ellas.

Había asumido la protección de los refugiados de nacionalidad alemana el Embajador de Chile, en su calidad de Decano del Cuerpo Diplomático. El 23 de noviembre por la mañana temprano, recibió una nota en la que se le daba un plazo de 24 horas para entregar a los funcionarios rojos el edificio de la Embajada. El mencionado Embajador convocó una reunión para tratar de la salvación y distribución de los ocupantes del edificio. Se planeó la distribución, tanto de españoles como de alemanes, entre otras representaciones diplomáticas y, al día siguiente, acordamos ir a recogerlos. El Embajador tendría que procurarse garantías para nuestra seguridad durante la operación que, vista la «disposición» reinante, era bastante peligrosa. También tendría que fijarse de modo inequívoco, el plazo en el que ésta tenía que ejecutarse ya que la expresión «dentro de 24 horas» no resultaba lo suficientemente fiable.

El Embajador se fue a ver al General Miaja, autoridad suprema en Madrid. Éste prometió toda clase de facilidades. Entregó al Embajador una carta en la que confirmaba que el Cuerpo Diplomático podía transportar a los internados en la Embajada de Alemania y que se pondría ante la misma, la dotación policial necesaria para proteger la realización del transporte, ante cualquier riesgo. El plazo expiraría a la una de la tarde, 24 horas después del convenio concertado con Miaja.

Nosotros nos citamos para las ocho de la mañana en la Embajada, llevando nuestros coches; también el Embajador de Chile quería estar personalmente presente para hacerse cargo de su cupo de refugiados.

A las ocho en punto me personé con dos coches. Ya había toda una serie de autos de diplomáticos. El Embajador no pudo acudir porque se encontraba indispuesto. Delante de la finca, en la Castellana, había gran número de tipos armados; no se podía saber si policías o milicianos, unos y otros iban igual de desastrados en cuanto al atuendo. En la mayoría de los casos el uniforme consistía en el habitual mono azul de trabajo con correaje de cuero; del cinturón pendía la pistola; parte de ellos llevaban fusil al hombro. La mayoría eran jóvenes, su aspecto no inspiraba confianza. Cuantos pasaban por ser guardias de asalto o milicianos eran, sin duda elementos recién admitidos, sin selección alguna y aún sin formación de ninguna clase. Tampoco se veía claro, de momento quien los dirigía o qué clase de verdadera dirección llevaban, por lo menos no se nos presentó nadie que nos lo dijera. Lo que parecía es que, según una buena costumbre bolchevique, cada cual hacía lo que le venía en gana.

En el jardín había ya cierto número de refugiados dando vueltas, esperando con impaciencia que se les llevara de nuevo a lugar seguro. Se hallaban comprensiblemente excitados por la terrible proximidad de la policía hostil. Yo introduje a tres jóvenes españoles en mi coche, me marché el primero y giré a la derecha, bajando hacia la Castellana. Nuestros ángeles de la guarda contemplaban el coche asombrados, pero éste, entretanto ya se había ido. A la velocidad del rayo, me dirigí a casa, es decir a la Legación, al otro extremo de la Castellana, descargué allí a los tres nuevos, se los entregue a los antiguos y regresé enseguida a la Embajada.

La gran avenida llamada Paseo de la Castellana, al principio de la cual se hallaba situada la Embajada tiene una amplia calzada central, con dos andenes anchos y ajardinados para peatones a derecha e izquierda, respectivamente, y al otro lado de cada uno de ellos otra parte empedrada para los tranvías y el resto del tráfico rodado. Ya, desde lejos, vi que había un atasco en la parte de tráfico rodado de la derecha, frente a la Embajada. Exacto: en la esquina con la bocacalle, los policías habían mandado parar el coche mejicano que venía detrás del mío y habían pedido la documentación de los que iban en él. Otros cinco coches, cargados con refugiados que habían de ser transportados a otras Legaciones, salieron entretanto y estaban allí en fila, detrás del primero. Se estaba desarrollando un violento duelo verbal entre el funcionario mejicano del primer coche y los policías. Éstos estaban muy excitados. La atmósfera se iba haciendo cada vez más densa y la situación se iba poniendo al rojo vivo. Otro colega, de nacionalidad alemana también, estaba subido al estribo en medio de los policías y trataba de suavizar la situación. Me agregué a él y apliqué mi sistema que ya varias veces había probado con éxito, para imponer mi opinión en esa «banda sonora» de palabras fuertes. Como siempre, se encogieron ante tamaña osadía. Tuve suerte; entre ellos había por casualidad un policía de los antiguos. También él se sintió osado y gritó: «¡Este señor tiene razón, estáis locos, deteniendo coches diplomáticos, no tenemos derecho a hacerlo, lo que pasa es que estos novatos no lo saben!». Aproveché el momento y le grité al chófer mejicano «¡Adelante!». Éste arrancó y los otros cinco detrás, antes de que los demás volvieran en sí de su sorpresa. Gracias a Dios, por de pronto, ya teníamos a unos 30 refugiados fuera de peligro.

Regresamos, otra vez, a la Embajada que estaba próxima; la Policía se había situado en la esquina de la derecha. Mientras tanto salió por la puerta otro coche, el chileno; giró astutamente a la izquierda, en lugar de a la derecha y así pudo alcanzar la otra calle, sin impedimento alguno.

En el jardín de la Embajada había aún varios coches, y entre ellos, los dos míos, listos ya, con otros siete hombres dentro. La atmósfera estaba ahora ya muy cargada. Fuera la «piara» con pistolas y fusiles, ya abiertamente hostiles. Por precaución, cerramos la puerta de hierro. ¡Vaya, quizás aún salgamos adelante. Hay que intentarlo! Entonces me acordé de las hermosas pistolas y granadas que estaban allí y que en caso necesario bien podría utilizar en mi delegación. Dentro de unas horas, me dije, estarán sin más en manos de esa panda. ¡O sea que para adentro! Fui al cuarto donde estaban las cosas preparadas para su entrega o para utilizarlas, eso todavía no se sabe. Cogí cierto número de pistolas, municiones, y una caja de granadas de mano y las metí en mi coche. Así por lo menos para algo servirían, si es que se salía adelante.

Mi colega y compatriota dijo entonces «Schlayer, salga Ud. el primero»; Tenía otra vez a tres hombres en el coche, me senté en el asiento de delante, al lado del conductor. «¡Gira enseguida a la izquierda y echa a correr como un diablo!». Entonces mandé que abrieran el portón de repente y salí, rozándolo para afuera. Doblamos a la izquierda. Me esperaban a la derecha. Se levantó un gran griterío. Sonaron unos tiros. Hicieron varios agujeros en el coche, pero los disparos no alcanzaron a nadie. Sin embargo, tres de aquellos tíos se había subido ya como monos a los estribos y agitaban sus pistolas a través de las ventanillas delante de mi rostro. Uno de ellos había abierto la portezuela pero yo la sujetaba con el brazo derecho a través de la ventanilla y conseguí cerrarla. A pesar de todo, el coche tuvo que detenerse, la cosa se ponía demasiado peligrosa.

Intenté empujar hacia abajo al fulano que mantenía su pistola debajo de mis narices, porque no dejaba la puerta libre. Pero, entretanto, los del otro lado habían abierto la puerta y separado brutalmente a dos compañeros que querían sujetarla despidiendo hacia fuera a los tres hombres. Como una jauría de perros se tiraron al coche. Por suerte en mi segundo coche que iba detrás donde llevaba el cargamento que me podía comprometer seriamente pudo escapar a toda marcha a la Legación de Noruega, donde descargó.

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