Diplomático en el Madrid rojo (25 page)

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Authors: Félix Schlayer

Tags: #Histórico, otros

La «pasionaria».

Transcurridos unos días, el asunto pasó a discusión en Consejo de Ministros. Irujo me comunicó que, al parecer, todo los miembros, con excepción de los comunistas, estaban de acuerdo con lo dicho; pero que sería bueno que, primero, interesara yo personalmente en el asunto a alguno más de los Ministros y, segundo, que convenciera a los ministros comunistas, ya que, en contra de sus votos, probablemente no podría imponerse nada. Yo tenía reparos en visitar a los ministros comunistas a los que no conocía y entonces, Irujo me animó a hablar con una mujer a quien llamaban la Pasionaria, que tenía mucha influencia con respecto a ellos; su verdadero nombre era Dolores Ibarruri, originaria de Bilbao y vasca por los cuatro costados. Me aseguraron que, en su juventud había pertenecido a asociaciones católicas y había ocupado puestos en sus juntas directivas.

Si eso era exacto, había cambiado mucho desde entonces. Sus actuaciones en los mítines comunistas eran extraordinariamente «sanguinarias» y fogosas. Así se había convertido en la oradora más popular de la masa comunista-socialista, aficionada a las «cosas fuertes». Por entonces, yo nunca la había visto ni la había oído. Me interesaba conocerla y esperaba, al mismo tiempo, convencerla con mis razonables argumentos y ganármela para la causa del intercambio.

Al día siguiente fui a verla. Tenía un despacho en la Central Comunista de Valencia. A la entrada había un puesto doble de milicianos, con bayoneta calada. Anunciaron mi visita por teléfono a la Pasionaria y me condujeron inmediatamente al piso de arriba. Una vez en la antesala, me recibió con naturalidad amistosa, una mujer de unos cincuenta años. Charlamos durante hora y media aproximadamente en su despacho, de todo lo que se nos iba ocurriendo; ya que lo que de verdad me preocupaba y me había llevado allí no salió a colación hasta que ya se hubo creado un cierto clima de confianza. Esa mujer hacia honor a su apodo y era, en verdad, muy apasionada en sus opiniones. La impresión general que yo sacaba era de sinceridad y franqueza cuando abogaba por la ideología comunista y, asimismo, me parecía que sus sanguinarios discursos eran precisamente fruto de dicho apasionamiento, si bien mezclado con una dosis de demagogia. No le faltaba sin embargo el espíritu maternal, innato en la mujer española, que mostraba al hablar de sus hijos combatientes, así como en el siguiente episodio que me contó: Se enteró en Madrid de que en una vivienda particular vivían juntas unas veinte monjas desalojadas de un convento, que carecían de lo más necesario para vivir. Se fue allí acompañada de dos milicianos. «No puede Ud. hacerse una idea del susto que se llevaron cuando nos vieron, y para colmo, cuando yo era una fémina tan tristemente célebre ¡La Pasionaria! Les expliqué que yo venía, como mujer, a atender a unas mujeres necesitadas de ayuda y que las ideas políticas o religiosas no tenían por que entrar en juego en modo alguno. Lo que yo quería saber era lo que yo podría hacer por ellas, y miraría por ellas como una hermana. Les instalé un taller de costura en el que podían trabajar para las necesidades del Ejército. Se ganaron la vida ampliamente y gozaron de plena seguridad. En cuanto confiaron un poco en mí, me llevé un día a tres de ellas conmigo a la calle. Iban como gallinas asustadas, apiñándose en torno a mí en cuanto veían a un miliciano. Esas pobres mujeres se habían pasado la vida entre los muros de un convento y no conocían los problemas de su pueblo. Las llevé al Palacio del Duque de Alba y les hice ver el lujo que allí reinaba. Sobre todo les enseñé el cuarto de baño de la Duquesa con una bañera tallada en un bloque de mármol, las luces indirectas de colores y el pavimento con láminas de oro incrustadas e hice que se imaginarán que, al otro lado de la verja del parque había mujeres pobres con sus niños en brazos, temblando de hambre y de frío, mientras la Duquesa tomaba su baño en aquella lujosa habitación». Las monjas dijeron: «¡Dios hace justicia!».

Discutí con ella a fondo el problema de los acogidos al derecho de asilo en las Legaciones y, a pesar de que, naturalmente, no dio muestra alguna de simpatía por el tema, ya que consideraba a los interesados como a enemigos mortales suyos, sí que comprendía las ventajas para la causa roja, que supondría intercambiarlos por personas del mismo sentir de ella, que estaban al otro lado, en lugar de sacrificarlos cuando se presentara la ocasión. Por tanto, prometió recomendar a los camaradas Ministros la aceptación de la propuesta con el resignado refrán español: «del lobo, un pelo».

Hacia el final de la conversación, le pregunté cómo se imaginaba ella que las dos mitades de España, separadas la una de la otra por un odio tan abismal, pudieran vivir otra vez como sólo un pueblo y soportarse mutuamente. Entonces estalló todo su apasionamiento: «¡Eso es simplemente imposible! ¡No cabe más solución que la de que una mitad de España extermine a la otra!». No podía, por tanto, quejarse si la parte contraria le había aceptado la receta.

Cuando abandoné el edificio ya había cambiado la guardia de entrada. De pronto uno de los soldados se desprendió del arma y se acercó amablemente a saludarme. Había sido obrero mío y me expresaba su adhesión ante sus camaradas que sonreían con simpatía. Este episodio se completó con una carta que recibí del que había sido muchos años Maestro de taller, y que ya entonces era comunista. Ahora era Secretario General de una organización provincial comunista y se ponía como tal a mi disposición y me pedía noticias de cómo me encontraba. Esa carta redactada con toda espontaneidad con ortografía regocijante y voluntariosa, terminaba con el grito de «Viva el Cónsul trabajador».

También, en la carretera, me solía ocurrir que me saludaran amablemente, milicianos que habían trabajado conmigo. Con frecuencia cuando yo les preguntaba por qué andaba perseguido Fulano o Mengano me contestaban: «Tenía obreros», a lo que yo siempre les replicaba que eso no era ningún motivo; al contrario, cuando el patrono sabe cumplir con su deber, los trabajadores le protegen. Pero ante esa opinión respondían con movimientos de cabeza provocados por el asombro. La diferencia entre el modo de concebir las cosas los nórdicos y los meridionales es demasiado profunda.

Triunfa el sano entendimiento entre los hombres.

Hacía aún poco tiempo, con ocasión de una entrevista, que le había hecho al Presidente del Consejo de Ministros, Negrín, la misma pregunta acerca de la futura convivencia de las dos mitades de España en conflicto. La conversación se desarrollaba en alemán, lengua que Negrín hablaba muy a gusto y extraordinariamente bien. Según me dijo, había trabajado durante doce años en universidades alemanas en calidad de Profesor Auxiliar de Biología. Su mujer era rusa, pero según noticias privadas y a tenor de sus propias manifestaciones, hechas a una familia amiga, que en aquel verano convivió con ellos unos días, no estaba marcada en absoluto por la impronta soviética. Tengo la impresión de que Negrín, víctima de su ambición, se hallaba en una situación que no era propiamente la adecuada para él, persona muy sociable y vivaz, con sentido del humor, (lo cual ya era suficiente para hacerle fundamentalmente incompatible con su entorno en el que el exceso de bilis anulaba dicha cualidad). Contestó a mi pregunta con su habitual vivacidad, diciendo que esperaba milagros de la juventud de ambos lados: el destino de esta era unirse e implantar una nueva España con más libertad y con un sentido de solidaridad y de asistencia mutua que hasta el momento había faltado. Desarrollaba extensamente este tema de comunidad nacional, con gran elocuencia, lo que hizo que al final yo le preguntara, sonriendo, en qué se diferenciaba su programa de lo que Adolfo Hitler había realizado en Alemania. Titubeó un poco y, luego, dijo que reconocía plenamente que Hitler había hecho mucho en Alemania, pero que no estaba de acuerdo con sus métodos, sin extenderse ya en detalles acerca de aquellos que él sí que consideraba aceptables. En todo caso, la diferencia entre la doctrina comunista de la Pasionaria y la personal del Presidente del Consejo de Ministros era como la de la noche y el día.

Entretanto, continuaban en Consejo de Ministros las negociaciones acerca del intercambio de los acogidos al derecho de asilo en las Legaciones extranjeras. Visité también al Ministro de Defensa, Indalecio Prieto y le expliqué mi propuesta. Con su claro entendimiento vio enseguida las ventajas de evitar un callejón sin salida. «No me parece mal», repetía. Aproveché la oportunidad para acabar con otra cantinela del Ministerio de Estado respecto a esta cuestión. El Ministerio venía exigiendo desde hacía mucho tiempo que las mujeres, los niños y los hombres ancianos acogidos, no pasaran a países fronterizos con España, lo que casi imposibilitaba su evacuación. El motivo que aducían era que las mencionadas personas en esos países limítrofes harían propaganda contra el Gobierno rojo. Hice ver a Indalecio Prieto (que inmediatamente lo entendió) que todas esas personas, en todos los sitios adonde llegaran, con su sola presencia ya, actuarían necesariamente de propagandistas contra la España roja y que, por tanto, el hecho de repartirlos entre una serie de países lejanos no significaría más que la creación de puntos de propaganda enemiga en todas esas naciones. Si yo fuera el Gobierno, impondría, al contrario, la condición de que no pudieran ir a ninguna parte, salvo a la otra zona nacional de España donde esa propaganda existe ya, sin necesidad de nuevos proselitistas. Esa interpretación mía se impuso y las ulteriores evacuaciones, incluso las de familias que no estaban en Legaciones, se hicieron directamente con destino a la zona «blanca», cosa que hasta entonces estaba severamente prohibida.

También traté de esta cuestión con el Presidente del Consejo de Ministros, Negrín, con ocasión de un encuentro en el Ministerio de la Guerra. En primer lugar, él exigía que los acogidos en las representaciones diplomáticas fueran entregados al Gobierno, que respondería de que no les sucediera daño alguno. Yo repliqué que para mayor garantía se comprometieran mediante acuerdo que no se iba a encarcelar a esas personas. Negrín opinaba que, naturalmente, los que tuvieran que responder por algo, tendrían que ser detenidos yo le dije entonces que si esa gente se había acogido al derecho de asilo era precisamente, porque según el concepto que de ello tenía el actual Gobierno, habían contraído una responsabilidad política y él (Negrín) no podía exigir a ningún Gobierno constitucional que entregara, con destino a la cárcel, a personas que se habían acogido confiadamente a la protección de su bandera. Eso era precisamente lo malo, opinaba él, que no se podía aceptar esa huida, al amparo de una bandera extranjera, sino que había que mantener la jurisdicción española sobre los súbditos del Estado español. Yo repliqué que no queríamos resucitar esa cuestión teórica, con frecuencia infructuosamente discutida, sino que más bien aspirábamos a intentar una solución práctica, definitiva, aceptable por ambas partes y ese era precisamente el intercambio. Entonces accedió, aceptándolo como un mal menor.

Entretanto, había vuelto yo a Madrid y no había tenido noticia de resolución alguna por parte del Consejo de Ministros. Entonces, a fines de junio, recibí en Madrid la visita del Delegado General del Comité internacional de la Cruz Roja, que me entregó la copia de una carta del Ministro de Estado, en la que se requería del Comité que presentara a los nacionales la propuesta de canje de los hombres de edades comprendidas entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años de edad, acogidos en la representaciones diplomáticas, a cambio de otros de esas edades que se hallaran en la otra zona. El Consejo de Ministros había, pues, hecho suya mi propuesta pero no me quería confiar a mí, y sí al Comité internacional, la obtención de la conformidad de la otra parte.

El Comité internacional se hizo cargo del asunto, pero, por desgracia, no se acababa de lograr la ejecución de lo propuesto. Aún por el año 1938, existían muchos miles de personas confinadas en las representaciones diplomáticas sin que se pudiera prever si se las podría liberar y cuándo.

Del Vayo torpedea por tercera vez.

El 15 de mayo de 1937 volví otra vez a Valencia para gestionar el traslado de los acogidos en la Legación. Había tratado personalmente con Negrín, Ministro de Hacienda, acerca de la liquidación de esa difícil negociación y quería hablar al día siguiente con el capitán del vapor de transporte francés que se esperaba, para fletar éste con el fin de realizar una travesía de Valencia a Marsella, exclusivamente destinada a los acogidos «noruegos». Fue entonces cuando me llamó el Encargado de Negocios de Noruega en Valencia a última hora de la tarde para que fuera a verle a su despacho y me contó que Álvarez del Vayo le había mandado llamar a las nueve de la noche, hora poco habitual en él, para que se encontraran en el Ministerio, y le reveló que ahora tenía pruebas de que yo conspiraba contra el Gobierno y que se había dictado contra mí, mandamiento de prisión. El noruego preguntó si se trataba de espionaje a lo que el ministro contestó: «no, de conspiración». El noruego quiso entonces ver las pruebas pero el Ministro dijo que no las tenía, que estaban en el Ministerio del Interior. Si fuera cosa de su Ministerio podría él tener intercambios con Noruega, pero aquello procedía del Ministerio del Interior y él no podía intervenir. Finalmente se sintió magnánimo y retrasó la detención 24 horas para darme la oportunidad de desaparecer de España, como así dijo. Con ello quería, sin duda, probar mi conciencia de culpabilidad. Unas semanas antes, el Secretario General del Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) le había declarado al noruego que el señor Schlayer no debía salir con los acogidos al derecho de asilo, sino que tendría que quedarse en España, estaba claro que como objeto de venganza roja por mi comportamiento contrario a sus métodos asesinos. El Encargado de Negocios noruego me aconsejó que me pusiera enseguida en lugar seguro porque estaba convencido de que si me cogían me matarían. Pero yo no estaba dispuesto a dejarme cazar por Álvarez del Vayo, con su mentirosa «conspiración».

Al día siguiente, me fui, sin más trabas, al vapor francés. Hice mis tratos con el capitán y regresé a tierra, a exponerme a la venganza de Álvarez del Vayo. Me fui directamente al Ministerio de la Gobernación (Interior) y solicité poder hablar con el ministro Galarza. No estaba. Hablé con el subsecretario a quien ya conocía. No sabía nada de la orden de detención que tenía que haber pasado por sus manos sin remedio; preguntó a la Policía, que tampoco sabía nada. Eso tenía que ser —me dijo el Subsecretario—, cosa del Ministro, y muy personal, de la que nadie, por lo demás, sabía nada. Le pedí que se enterara al respecto con el Ministro cuando volviera y que me procurara una cita con él ya que yo quería ver esas pretendidas pruebas. Volví a él por la tarde; el Ministro sólo había estado allí unos minutos y no había podido hablar con él. Volví, a diario, dos veces, durante tres días al Ministerio del Interior (Gobernación) y siempre recibí la misma respuesta, nadie sabía nada y al Ministro no se le podía alcanzar. Al cuarto día estalló una crisis ministerial y tanto Álvarez del Vayo como también Galarza cesaron en sus ministerios.

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