Me fui, a buscar a Negrín, Ministro de Hacienda, con el que ya había tratado, antes, de asuntos noruegos. Por su parte, en aquella ocasión, le encontré interesado en concertar un convenio de intercambio de productos agrícolas españoles contra bacalao noruego, en grandes contingentes mensuales. Aproveché esa circunstancia para poner en evidencia que el Gobierno noruego, informado por mí de la detención de nuestro abogado, no se mostraría muy inclinado a acoger con demasiado entusiasmo la propuesta. Le manifesté que había telegrafiado directamente al Ministro de Estado (Asuntos Exteriores) con el ruego de liberar a esa persona y consideraba una buena oportunidad ofrecer su influencia para facilitar la buena marcha de la «operación bacalao», obteniendo del Consejo de Ministros la devolución del abogado a la Legación, impidiendo así, por otra parte que yo me viera obligado a decir: «Sin el abogao no hay bacalao». Prometió intervenir en este sentido y me recomendó, al respecto, visitar a Álvarez del Vayo, Ministro de Estado (Asuntos Exteriores), a quien correspondía poner el asunto sobre el tapete, en Consejo de Ministros y a quien él me anunciaría por teléfono, al día siguiente.
Por cuestión de principios, me había mantenido alejado del Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) y, cuando no había más remedio que hacerlo, sólo trataba con determinados funcionarios, que aún quedaban, de otros tiempos. Al Ministro así como al Secretario General, no les había honrado todavía con mi visita. No simpatizaba con ellos, no por sus ideas sino por su carácter.
Álvarez del Vayo, hijo de un General de la Guardia Civil, se había dedicada al periodismo después de terminar su carrera de Derecho y se fue haciendo cada vez más rojo a medida que ello le reportaba ventajas personales. La política no era para él más que un medio encaminado a un fin. De convicción sincera, no es, por consiguiente, intrigante, se superestima, y su parcialidad hace que al interlocutor, normalmente sensato, le parezca escaso de luces. De los ministros que yo conocía era el único que, no sólo no lamentaba los crímenes de sus compinches, sino que en su interior, le complacían y hubiera sido capaz de cometerlos él mismo. Con su cuñado Araquistain, que era Embajador en París (ambos habían contraído matrimonio, respectivamente, con dos hermanas, dos judías rusas), debió embolsarse durante el tiempo que estuvo en ejercicio tales cantidades de dinero que la envidia de sus compinches estalló en una crisis ministerial en la que ambos quedaron eliminados.
Fui, pues, a visitarle al día siguiente, lunes. Después de una conversación previa en la que me prometió llevar al día siguiente al Consejo de Ministros la propuesta de libertad de Ricardo de La Cierva, —durante la entrevista con Álvarez del Vayo, el Ministro de Hacienda le telefoneó para recomendarle otra vez el asunto—, después pasó a tratar de la situación general, con respecto a la cual, le dije que yo estaba mejor informado, porque mientras él estaba sentado detrás de su mesa, yo andaba sin parar por las calles. Así es como había visto la víspera (un domingo) veinticinco cadáveres de hombres y mujeres en los bordillos de las aceras muy próximos a la Legación. En esa noche del sábado al domingo, se había asesinado a doscientas cincuenta personas. Se quedó un momento sin habla ante lo bien informado que yo estaba, (o ante la franqueza con que yo le hablaba a la cara en su despacho oficial). Luego me dijo que entonces también sabría yo que unos días antes se había descubierto una conjuración fascista encaminada a matar a los Ministros. Contesté que no lo sabía, pero que eso tampoco justificaba el asesinato. Si el gobierno hubiera establecido un Tribunal, con arreglo a la ley y éste hubiera condenado a muerte a quinientas personas por aquello, yo no hubiera dicho nada, pero sí alzaba mi voz contra cualquier tipo de asesinato. El entonces replicó que si nosotros los diplomáticos hubiéramos alzado la voz del mismo modo cuando los «rebeldes» asesinaron a dos mil personas tras la toma de Badajoz, hubiéramos hallado en el Gobierno oídos más atentos. A esto le dije que todavía no teníamos noticia oficial alguna de que se hubiera tomado Badajoz (tal cosa se había mantenido severamente en secreto para la prensa). Y, mucho menos, de lo que él me contaba, de semejante matanza. Bien es verdad que algo de eso había aparecido en los periódicos pero los periódicos eran tan poco de fiar que no nos bastaban para fundamentar nuestra protesta. Por lo demás juzgábamos con la misma severidad el asesinato de un trabajador que el de un duque.
Con lo dicho ya tenía él bastantes motivos para despedirme rápidamente, no sin prometerme de nuevo que haría todo lo posible, y lo mejor que pudiera, en cuanto al asunto de La Cierva.
Y ahora sólo me queda dejar, sobre todo, bien sentado que, a partir del día siguiente, ya no se tropezaba uno con asesinados en los puntos hasta entonces habituales. Todas las mañanas mandaba yo que saliera un coche para recorrer y examinar todo los lugares de «ejecución» que conocíamos. ¡Ya no se encontraban cadáveres! Así de pronto había dado sus órdenes Álvarez del Vayo y tan perfecta era la conexión entre el Gobierno y los asesinos, que toda la organización existente se transformó en pocas horas: ahora ejecutaban a las víctimas fuera de Madrid, en lugares apartados, hasta donde no alcanzaban los ojos de los diplomáticos. Incluso dejaron de existir en esos días las listas del depósito de cadáveres de Madrid de las que yo antes recibía copias.
La «conjuración» con la que especulaba Álvarez del Vayo, resultó ser una captura equivocada de la Policía que, sin embargo, muchas personas tuvieron que pagar con graves sufrimientos.
La sala de lectura de la Biblioteca Pública se había convertido en una estancia agradable para muchos que ya no tenían lugar adecuado donde permanecer o que, por miedo a las milicias, querían pasarse allí la jornada. Un día frío y húmedo de octubre, irrumpió inesperadamente la Policía y se llevó a todos los presentes, unas cuatrocientas personas, con la disculpa de que allí tenían que habérselas con conspiraciones fascistas. Las cuatrocientas personas fueron llevadas a declarar al edificio de la Dirección de la Policía, que era un aristocrático palacio, muy abandonado, sito en el Madrid antiguo. Como los calabozos, ya citados en otro lugar, estaban repletos, a los nuevos presos se les encerró en el patio central, abierto a la intemperie por la parte de arriba. Apretados unos contra otros, como «sardinas en banasta», llenaban todo el espacio disponible. Así permanecieron tres días y tres noches, hombres o mujeres, en semejante «redil», bajo una lluvia torrencial y sin comer. ¡No podían caer desmayados por falta de sitio para ello! Apenas se podían mover. Transcurridos los tres días se comprendió la inconsistencia de la sospecha y los soltaron, sin más, con excepción de media docena de ellos. Medio muertos, salieron arrastrándose a gatas del edificio, donde ni siquiera les habían tomado declaración y apenas si comprobaron sus datos personales pero donde, eso sí, tuvieron que aguantar tres días y tres noches tal suplicio.
Para mejor reflejar la perfidia política del señor Álvarez del Vayo, conviene saber que en Oslo manifestó sus quejas contra mí, como supe por otros miembros del gabinete, aduciendo como pretexto el «salvoconducto» de La Cierva a pesar de la declaración expresa del Consejo de Ministros de que no se volviera sobre el incidente y se le considerara como no ocurrido. El verdadero motivo de la queja, de la que yo todavía no tenía conocimiento alguno por parte de Oslo, era que unos indeseables habían informado a Álvarez del Vayo, tan pronto como éste regresó de Ginebra, de la petición que yo había hecho tres días antes al Cuerpo Diplomático para qué se presentara al Gobierno una enérgica protesta, así como también del discurso que pronuncié entonces. Pero Álvarez del Vayo no tuvo valor ni para negarse a mi visita propuesta por el Ministro de Hacienda, ni para aprovechar la ocasión para hacerme los reproches que hubiera considerado convenientes. No mencionó sus quejas ni me facilitó el conocimiento de la existencia de las mismas, ni yo tampoco tenía por que entrar en ello, al ser confidencial la información recibida. Álvarez del Vayo, en cambio, sí se sintió con el suficiente despecho, pasados unos días, como para quejarse ante el Encargado de Negocios de un país europeo, de que se estaba trabajando con pasaportes falsos en contra del Gobierno y se estaba queriendo favorecer a los «fascistas».
Pero el mencionado diplomático que era persona muy bien preparada y pronto a la réplica, respondió al Ministro como correspondía. Le dijo que sabía muy bien a qué caso se refería pues, precisamente, conocía todos los detalles del mismo (era el que me acompañó aquella tarde a ver al Ministro en funciones), que no se trataba de un pasaporte sino de un papel de orden secundario, sin ninguna importancia, extendido y entregado por motivos muy justificados y honrosos de simple humanidad, siendo así, en cambio, que el Gobierno español, por mediación de su Embajada en París, había expedido hacía unos días una serie de pasaportes falsos, por motivos puramente interesados, a saber para pasar de contrabando a España a unos oficiales de aviación de su nacionalidad, a los que antes habían seducido para que desertaran. Que Álvarez del Vayo era por tanto el último que podría tener derecho a hablar como lo había hecho. Esta declaración fue entregada por el mencionado diplomático, en nuestra siguiente sesión para que constara en acta. Álvarez del Vayo pretendió no saber nada de los pasaportes falsos de su cuñado, el de París.
El viernes siguiente, me llamó el Ministro del Aire, Indalecio Prieto, para comunicarme que, por desgracia, no había podido obtener la libertad de La Cierva pero sí había aprovechado la ocasión para subrayar la extraordinaria importancia de dicho preso, ya que su detención la había efectuado personalmente el Director General, en presencia del representante diplomático de una nación extranjera. También por su apellido tan conocido, y, además, por su hermano el famoso inventor. Que, por todo ello, habrían de adoptarse todas las medidas necesarias para defenderlo de incidentes imprevistos porque sería denigrante para la reputación del Gobierno que algo le ocurriera en tales circunstancias. Por todo lo dicho, él no creía que tuviéramos que temer por su vida.
Como ya quedó mencionado en páginas muy anteriores el asunto de La Cierva tuvo un final trágico: La Cierva fue asesinado con muchos centenares de otras víctimas de la cárcel Modelo. Largo Caballero y Galarza se habían opuesto a que se le pusiera en libertad y a ellos se debe que no fuera posible hacerlo. ¡Caiga su sangre sobre ellos!
Al día siguiente volví a visitar al Ministro de Hacienda para decirle que, a pesar de la negativa sufrida, yo estaba dispuesto a hacerme valedor ante mi Gobierno de su deseo de adquirir bacalao, pues sabía que había hecho todo lo posible para obtener la puesta en libertad de aquel para quien se la pedíamos. Se mostró totalmente de acuerdo y me prometió continuar ayudándome.
Dos acontecimientos ocurridos en el mes de diciembre afectaron al Cuerpo Diplomático y merecen ser mencionados. El Delegado del Comité Nacional de la Cruz Roja fue llamado a Ginebra unos días antes de que se celebrara una sesión del Consejo de la Sociedad de Naciones en la que Álvarez del Vayo pensaba desempeñar su habitual papel de salir defendiendo a «Caperucita Roja» o a la «inocencia ultrajada», y estigmatizando a los «lobos nacionales». El Delegado tenía material probatorio de peso, sobre todo en lo concerniente a los asesinatos de detenidos, del mes de noviembre. El avión del Gobierno francés que pensaba utilizar para el viaje, llegó a Madrid procedente de Toulouse sin impedimento alguno. Al día siguiente tenía que regresar el aparato con el Delegado y dos periodistas franceses (de
Havas
y del
Le Matin
). Por la tarde, otra persona que ejercía sus funciones en el Comité internacional, se encontró con un francés a quien conocía que desempeñaba un papel importante en el servicio de contraespionaje rojo en Madrid. Este le dijo que el avión no saldría al día siguiente. A la mañana siguiente, el avión tenía, en efecto, un fallo de motor que no se manifestó hasta el momento de arrancar, con lo cual de hecho no pudo salir: los viajeros tuvieron que volverse a casa y esperar veinticuatro horas. A la mañana siguiente, el avión ya reparado, emprendió el vuelo. Cerca ya de Guadalajara, ó sea a pocos kilómetros de Madrid, vino hacia él, otro avión que, al principio volaba en torno a él, trazando grandes círculos. Llevaba los distintivos del Gobierno Rojo. El francés lo saludó como de costumbre, con las alas, moviéndolas hacia arriba y hacia abajo para darse a conocer, a pesar de que, además, llevaba grandes distintivos de la Aviación francesa y la inscripción «Embajada de Francia». El avión rojo voló a su alrededor, se alejó, cambió otra vez el rumbo, volvió, voló debajo del avión francés y disparó sobre él con su ametralladora desde abajo. Y luego se alejó a toda prisa. El espantado francés, que me hizo personalmente este relato, bajó inmediatamente. Sólo la cabina había sufrido los disparos. Los tres ocupantes resultaron lesionados. Uno de los informadores murió de sus heridas, al otro hubo que amputarle una pierna, el Delegado después de permanecer en cama cuatro meses, salvó por lo menos su vida. Pero los ominosos documentos no llegaron a Ginebra a tiempo, para no poner en apuros a Álvarez del Vayo. Entonces resultó que se trataba de la «agresión criminal de un avión de los nacionales al avión diplomático francés». ¡Y tal fue lo que la indignada prensa roja anunció al mundo!
Muy semejante fue la escenificación, poco tiempo después, del bombardeo aéreo de la Embajada inglesa en Madrid. En medio de la noche vino un aviador «nacional» y buscó, entre tinieblas, única y exclusivamente el edificio de la Embajada inglesa, que se hallaba empotrado entre dos casas, para lanzarle dos bombas. Con toda delicadeza emplearon un calibre moderado para tal saludo, de forma que sólo se dañará la armadura del tejado y quedara herida una persona. Una vez hecha la fechoría se fue de allí sin dar más señales de vida. Tan refinada infracción contra los santos preceptos del derecho de gentes fue explotada a fondo al día siguiente por la prensa roja. Los ingleses subestimaron, sin embargo, la maestría de los aviadores nacionales hasta el punto de cargar sin más la «equivocación» a cuenta de los rojos.
El otro caso fue el asesinato del agregado de la Embajada belga Borchgrave. Una mañana soleada de domingo, salió éste de la Embajada para pasear un poco en coche. Iba solo, conduciendo su pequeño automóvil. Ya no volvió más y desapareció sin dejar rastro. Llevaba encima, su documentación diplomática y el coche ostentaba la bandera belga. Durante días y días, la embajada de Bélgica estuvo acosando a Miaja y a los militares y civiles que dependían de él. Nadie sabía nada, nadie le había visto. Tampoco se podía encontrar el coche. No le quedaba a la Embajada más remedio que prescindir de las llamadas autoridades y emprender investigaciones directas. Con gran esfuerzo e infinitas fatigas, y no sin correr peligros personales, pudo el Encargado de Negocios de la Embajada belga descubrir lo ocurrido al cabo de varios días. Borchgrave se había trasladado al frente de Madrid por la carretera que sube a la Sierra, para buscar a dos belgas heridos, reclutados por la Brigada Internacional. Lo detuvieron, a pesar de presentar su documentación diplomática, lo llevaron al pueblo cercano de Fuencarral para someterle a interrogatorio. No había en modo alguno puntos en que apoyar una acusación, ni siquiera para imputar un cargo correcto, ni tampoco para poner en marcha una investigación judicial o someterle al juicio de un tribunal. Lo mantuvieron preso en el pueblo desde el domingo hasta el martes temprano, en que, de madrugada lo llevaron a la carretera y allí lo fusilaron. Intentaron borrar cualquier rastro de su identidad, le robaron la documentación y la ropa, cortando hasta las iniciales de sus prendas interiores. Lo enterraron inmediatamente con otros veinte asesinados en una fosa común en el cementerio del pueblo. El juez del pueblo había hallado la fórmula exacta: la calificación de «muertos no identificados» y había descubierto de paso que a los asesinos se les había escapado que en la hebilla del pantalón figuraba escrito su nombre completo, que el juez hizo constar en el acta. A pesar de ello el cadáver se declaró «no identificado» con lo que se intentaba encubrir el asunto. El «Gobierno», es decir Miaja y sus compinches, no hicieron lo más mínimo para aclarar el asesinato. Miaja, el héroe, le tenía miedo a su departamento de «contraespionaje» y no se atrevía a meterles mano. En cuanto al coche de la Embajada de Bélgica, nunca más apareció.