Así las cosas, el «equipo de emergencia» tuvo que ver cómo se las arreglaba para sacar el mejor partido posible de la situación. Y fue mucho el bien que hicieron, a base de espíritu de sacrificio, perseverancia y amor a la humanidad. Unos pasajes de un artículo, relativo a la actividad desarrollada por el Cuerpo Diplomático, que debemos a la pluma del insigne diplomático Edgardo Pérez Quesada, a la sazón Encargado de Negocios de la República Argentina, deberían despertar el interés respecto a la acción ejercida por el Cuerpo Diplomático en aquellas circunstancias, por lo que a continuación lo transcribimos:
«El Cuerpo Diplomático se vio abrumado, a consecuencia de la trágica situación de España, con deberes que excedían, en gran medida, de los que, en tiempos normales pueden corresponder a las representaciones extranjeras, y ello con tan imperiosa urgencia, que no atenderlos hubiera significado traición. Puedo asegurar que todos los diplomáticos dieron en este sentido el máximo rendimiento que podían dar. Se produjo una auténtica competición. Y todo los deberes que con arreglo a nuestra estimación eran ineludibles, se cumplieron. Tal es nuestra mayor satisfacción.
»Las dificultades anejas a todo ello eran importantes. Teníamos que desenvolvernos en una atmósfera cargada de apasionamientos y tendencias desfavorables provocadas por la guerra civil más terrible y sangrienta que registraba la Historia. El más mínimo paso en falso, la simple apariencia de una actitud partidista, podía interpretarse como una inclinación por algo que desentonara con la absoluta neutralidad de nuestra actuación. Y ésta, sin embargo tenía que ir encaminada, obligada por las circunstancias, a proteger la vida y los intereses morales de aquellos que sufrían persecución, aunque no fuera por parte de los organismos oficiales, pero sí de aquellos que por su relación y su colaboración con dichos organismos, constituían una de las fuerzas en lucha.
»Una vacilación, un paso atrás asustadizo o el temor de ir demasiado lejos, hubiese podido tener como consecuencia en muchos casos, la pérdida de una vida. Por otra parte, una intervención excesiva o un paso demasiado audaz hacia adelante, podría provocar la desconfianza de las autoridades que, en el ejercicio de su cargo, vigilaban cada movimiento del Cuerpo Diplomático. Todo ello exigía un tacto muy especial que, si ya en tiempos normales era absolutamente inevitable para ejercer la diplomacia, era ahora tanto más indispensable cuanto que los problemas que había que resolver no eran objeto de contratos administrativos ni de visitas protocolarias.
»Se trataba, nada menos, que de evitar ejecuciones clandestinas, de obtener la libertad de aquellas gentes contra las que no existía acusación formal alguna, de ejercitar el derecho de asilo, en una medida tan amplia, como hasta entonces no hubiera podido soñar el defensor más convencido de esta humanitaria ayuda mutua entre pueblos civilizados y, con todo ello, arrancar a las víctimas de las garras de la crueldad. Juntamente con esta actividad, visitar a los heridos, ayudar a los necesitados, cooperar a la salida del país de víctimas inocentes de la guerra, y facilitar alimentos y ropa a una población que tras todos los sustos padecidos a causa de esta lucha, además había de enfrentarse con un invierno de hambre y con el riesgo de morir de frío.
»A la Diplomacia se la ha hostilizado, se la ha combatido como a algo superfluo y artificial. Sólo se ha querido ver en ella lo externo, es decir la parte festiva y protocolaria de sus funciones. La guerra civil española, que tanto ha destruido y que en gran medida ha desvelado la imperfección humana, destacó, sin embargo, también ante el mundo algo positivo, —¡que la Diplomacia sirve para algo más que para lucir bonitos uniformes y participar en fiestas de gala!—. La Diplomacia en España demostró plenamente su validez. Me siento orgulloso de pertenecer a ese grupo de hombres que ejercieron su actividad en Madrid en aquellos trágicos días».
Ante la presión de una situación tan peligrosa, el Cuerpo Diplomático con representación en Madrid se unió más estrechamente de lo que es habitual. En su decanato, la Embajada de Chile celebraba con cierta frecuencia sesiones en las que se trataba de los intereses comunes, que lo eran casi todos. Se puede decir que en dichas reuniones reinaba un tono natural de camaradería y de mutua buena voluntad con la mejor disposición para colaborar en ayuda de los perseguidos y que podría servir de modelo como una acción humanitaria ejemplar.
No había intrigas; a las cosas se las llamaba por su nombre y los consejos se daban con arreglo al leal saber y entender de cada cual. Al Gobierno le resultaba un tanto incómoda esta noble solidaridad interna del Cuerpo Diplomático; sobre todo con ocasión de aquella sesión a la que asistió Álvarez del Vayo, en su calidad de Ministro de Estado (Asuntos Exteriores), y que en su escrito al Decano del Cuerpo Diplomático, no disimuló su disgusto con respecto a la actitud de la colectividad diplomática. Si bien no es éste el lugar adecuado para comentar tales relaciones, mencionaremos solamente algunos casos especiales.
Pasadas las primeras semanas, —en que las reuniones diplomáticas se dedicaban, sobre todo, a tratar del traslado de los súbditos de estados extranjeros con residencia en España, traslado que en medio de la inseguridad reinante presentaba toda clase de dificultades en cuanto a los bienes y a la vida misma de nuestros protegidos— tuvo que empezar el Cuerpo Diplomático a preocuparse de su propia seguridad. Por parte de las milicias, acostumbradas a no tomar en consideración más autoridad que la de sus propias pistolas, hicieron toda clase de intentos de irrumpir en los locales de la representaciones diplomáticas y practicar allí, también, sus lucrativos registros como, por lo demás, hacían libremente en todas partes. Verdad, es que se hicieron incluso reclamaciones formales al Gobierno, pero éstas carecían de valor práctico, porque el Gobierno del señor Giral había hecho dejación total de su autoridad y tenía menos que decir, si es que todavía se atrevía a decir algo, que el último de los proletarios armados. Durante el mes de agosto de 1936, las cosas fueron de mal en peor, hasta caer en el caos, cada vez más insalvable. El tema de nuestras reuniones lo constituían ahora, preferentemente, los asesinatos organizados y los robos de gran estilo. Me sentí especialmente interesado en orientar al respecto a mis colegas porque con motivo de tener mi vivienda fuera de Madrid circulaba mucho más que ellos y, por tanto, tenía oportunidad de enterarme de más noticias por lo que oía y veía. Y, sobre todo, denunciaba a los representantes de los grandes Estados europeos, los lugares y las horas en que podían ver, yacentes en filas, a las víctimas de los asesinados, con lo que provoqué mediante la impresión directa y personal así adquirida, que dirigieran a sus gobiernos enérgicos informes lo cual influyó muy desfavorablemente en el juicio que les merecía el Gobierno rojo.
En los primeros días de septiembre, desprestigiado el gobierno, tomó las riendas del poder una combinación de socialistas, comunistas y anarquistas bajo la presidencia de Largo Caballero. Como esta gente era el exponente y los representantes de los partidos de donde se reclutaban los milicianos, además de otras bandas de furtivos y asesinos, podía suponerse que conseguirían hacer posible encauzar toda esa arbitrariedad y restaurar un orden estatal. El nuevo Ministro de Estado (Exteriores) visitó, al día siguiente de tomar posesión, al Decano, Embajador de Chile, y le prometió solemnemente que el Gobierno acabaría inmediatamente con los asesinatos, los robos en las casas y en la calle, así como con las detenciones arbitrarias, si se le concedía al efecto, no más de dos o tres días de tiempo.
Pero en lugar de lo dicho, las cosas fueron a peor de día en día. Una noche, en la segunda quincena de septiembre, se produjo un trágico incidente a la puerta de la misma Legación de Noruega. En este edificio se hallaba la vivienda y el garaje de un alto empleado extranjero de la Compañía Telefónica, cuyo chófer prestaba servicio también en la Policía. Al volver de regreso a su casa en el coche hacia las once de la noche, y en el momento en que pretendía entrar, se detuvo un coche del que se bajaron tres policías de uniforme. Cruzaron muy levemente unas palabras con él, sacaron sus pistolas ya preparadas y lo mataron, disparándole varios tiros, en el umbral de la Legación. ¡Y eran todos policías!
La excitación que cundió entre los refugiados de las distintas plantas, que ya pertenecían a la Legación, era comprensiblemente inaudita por cuanto sacaban de este acontecimiento conclusiones respecto a su propia seguridad.
Quisiera, ahora, informar de los acontecimientos concernientes al abogado de mi Legación, Ricardo de la Cierva.
Al día siguiente del caso que acabo de referir, se presentó en la Legación el Director de una importante sociedad extranjera con el Encargado de Negocios del país correspondiente y me propuso llevarse, en un avión, a Toulouse a los señores de la Cierva, padre e hijo. Yo veía en ello graves inconvenientes debido a la gran popularidad del padre, uno de los hombres más conocidos por sus muchos años de actividades de Gobierno, como dirigente político conservador. Lo consideramos con los dos señores y decidimos que el padre se quedara, pero que se marchara el hijo. La citada Legación se ofreció a solucionarlo todo con la confianza de que no se presentaría ningún inconveniente. Mi cometido era llevarlo a las diez de la mañana a la Legación. Así se hizo, lo dejé allí y me ocupé de los papeles necesarios para la salida de su madre con su hija que tenían que viajar por su lado. Su mujer y sus hijos ya habían emprendido viaje unos días antes. La salida del avión se efectuaría a mediodía. Pero como, por otra parte, había yo prometido ir hacia la una a la mencionada Legación, para otro asunto, me sorprendió mucho volverme a encontrar allí con Ricardo de la Cierva. Los dos señores de la tarde anterior me informaron de que por una imprevista casualidad se les había complicado la tramitación de los pasaportes necesarios para tomar el avión en Barajas. Pero el avión aún les esperaba. Me insistieron entonces para que les facilitara un pasaporte, cosa a la que me negué porque, como principio, yo no expedía pasaporte falso alguno. El joven estaba, naturalmente, inconsolable ante la perspectiva fallida de reunirse con su familia y poder escapar de los peligros que en Madrid le amenazaban y que, obsesivamente, tenía ante sus ojos la escena asesina presenciada la noche anterior. Los dos señores me insistían en que, como abogado de la Legación de Noruega, se le podía considerar adscrito al personal de la misma y, en que tampoco era necesario un verdadero pasaporte sino que bastaba con un
laissez-passer
(salvoconducto) extendido en un papel corriente de la Legación; ya que de lo que se trataba era sólo de proveer a los empleados del aeropuerto de un pretexto para dejarlo subir a bordo. Una vez dentro del avión, podría romperse el papel. No había peligro de que se descubriera, ya que en el aeropuerto todo era cuestión de dinero. Preguntaron al joven cuánto dinero tenía; contestó que trescientas pesetas y declararon que eso era suficiente. Todos estos argumentos, y especialmente la compasión que me inspiraba el desesperado joven, me condujeron finalmente a extender un simple salvoconducto en el que sólo constaba mi ruego dirigido a un funcionario, en el sentido de que dejarán paso libre a Fulano de tal, súbdito noruego. Como el avión aún estaba disponible y la madre y la hija tenían sus papeles en regla, yo les pedí que las llevaran también, en lugar de tener que efectuar el molesto viaje por mar, pasando por Alicante. Se convino en que las dos señoras se trasladarían al aeropuerto con el correspondiente Encargado de Negocios y la Cierva, en cambio, conmigo y que embarcarían como personas desconocidas entre sí.
En el aeropuerto de Barajas el asunto del control de la documentación se fue desarrollando, al principio, bien. Aquel salvoconducto tan imperfecto, se aceptó como suficiente, debido quizá más que otra cosa, a mi presencia y a mi intervención personal. Después hubo un primer tiempo de espera, muy largo, porque el funcionario de aduanas estaba comiendo, a una hora tan desacostumbrada y en el pueblo, a bastante distancia y hubo que mandar a buscarlo. La Cierva no tenía, por cierto, más que un maletín, que iba vacío, si se exceptúan un cuello y una corbata que le habían prestado. Pero otros pasajeros tenían equipaje que había que revisar. Cuando al fin acabaron con esto, se produjo la segunda espera, porque el piloto no estaba allí, y lo que era peor, porque allá fuera en la pista, cerca del avión, se encontraban todos aquellos tipos que por ahí deambulaban, de sospechosas intenciones.
Finalmente apareció el piloto, se colocó primero el equipaje y, entonces, subió Ricardo de la Cierva el primero. Cuando estaba en el último escalón, llegó corriendo un «tío» que gritaba «¡Pare, aún hay que hacer una aclaración»! La Cierva que había quedado en no entender ni una palabra de español, movido espontáneamente a la llamada cayó enseguida en la trampa, bajó del avión y se fue con aquel hombre a un despacho en el que yo entré después, para ver lo que estaba pasando. Allí nos explicó el Jefe del Aeropuerto que uno de los empleados decía que aquel señor no era el que figuraba en la documentación sino un español, y que el avión no podía salir mientras no quedara claro todo aquello; ya había llamado a la Dirección General, de donde iban a mandar a alguien. Yo protesté contra semejante suposición y exigía el reconocimiento del documento expedido por mí. Pero aquel señor alegaba no estar facultado para ello y tener que esperar la decisión de la Dirección General. Entonces intenté recordar al colega Encargado de Negocios que aún estaba junto al avión, que él nos aseguró que todo era cuestión de dinero. Pero ahora que el asunto se ponía serio, se vino abajo y, finalmente, se fue de allí. Preocupado como estaba yo, de que una nueva complicación pusiera también en peligro a la madre y a la hija, que ya se hallaban en el avión, trataba de inducir al Director Jefe a que dejara salir el avión dejando en tierra a la Cierva. Tras una espera muy larga, vi desde el despacho al propio Director General, Muñoz, hablando con un joven vestido con ropa azul de trabajo que parecía un ingeniero o un abogado. Ese debía ser el denunciante. A la vista estaba, que el asunto le debió parecerle a Muñoz lo suficientemente importante como para acudir personalmente al lugar para resolverlo a su gusto. Poco después entraba en el despacho, me saludó y preguntó «¿Quién es ese señor?». Contesté, dando el nombre que figuraba en el documento. ¿Nacionalidad?», preguntó, «Noruega», respondí. Estábamos de pie, frente a frente, mirándonos mutuamente a los ojos; él no sabía cómo continuar, ya que yo mantenía cubierto mi documento. La finalidad que yo perseguía era obligarle a reconocer la decisión adoptada por el Decano del Cuerpo Diplomático, si es que no quería dar, sin más, por válido mi citado documento. En este momento decisivo La Cierva dio un paso adelante; su fuerte sentido del honor no le permitía admitir que yo pudiera, por su causa, tener dificultades con el tristemente célebre Muñoz. Dijo: «Señor Director, quiero hacer una confesión. He abusado de la buena fe del señor Cónsul; Soy Ricardo de la Cierva». Muñoz replicó «Veo que es Ud. un hombre de honor y que pone las cosas en su sitio». Y, entonces, dirigiéndose a mi: «Ve Ud., Señor Cónsul, que este hombre ha declarado, con toda libertad, haberle engañado a Ud. Su salvoconducto carece, por tanto de validez». Indicó a Ricardo que extendiera su declaración sobre un trozo de papel y, a continuación lo detuvo. En cuanto a mí, me dijo: «Tendrá Ud. que admitir que todo se ha hecho sin coacción alguna». Ya no me quedaba más recurso que tragarme la rabia que ese rufián de Muñoz me había proporcionado, humillándome con su presuntuosa legalidad, mientras se llevaba al propio la Cierva en su coche.