Read Dune. La casa Harkonnen Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
Lo más irritante era que también habían empezado a desaparecer sirvientes, y no siempre porque el barón hubiera ordenado asesinarlos. Huían a Harko City, desaparecían en las filas de trabajadores despreciados y desatendidos. Cuando salía a las calles acompañado por Kryubi, el capitán de su guardia, el barón no dejaba de buscar con la mirada a gente que se pareciera a los criados que le habían abandonado. Allá donde iba dejaba un rastro de cadáveres. Los asesinatos le procuraban escaso placer. Habría preferido una respuesta.
De Vries acompañó al barón cuando se internó en el pasillo. Su bastón resonaba en el suelo. Pronto, pensó el hombre, tendría que llevar un mecanismo suspensor para aliviar del peso a sus articulaciones doloridas.
Un grupo de trabajadores se quedó petrificado cuando los dos se acercaron. El barón observó que estaban reparando los desperfectos que había provocado el día anterior, presa de la rabia. Todos hicieron una reverencia cuando el barón pasó, y lanzaron suspiros de alivio cuando le vieron desaparecer por una esquina.
Cuando él y De Vries llegaron a un salón de cortinas cerúleas, el barón se sentó en un sofá negro de piel.
—Siéntate a mi lado, Piter. —Los ojos negros del Mentat pasearon en derredor, como un animal atrapado, pero el barón lanzó un resoplido de impaciencia—. No es probable que te mate hoy, siempre que me des un buen consejo.
El Mentat mantuvo su comportamiento desinhibido, sin revelar sus pensamientos.
—Aconsejaros es el único propósito de mi existencia, mi barón.
No abandonó su postura arrogante, porque sabía lo mucho que le costaría a la Casa Harkonnen sustituirle, aunque las Bene Tleilax siempre podían reproducir otro Mentat de la misma partida genética. De hecho, era probable que ya tuvieran sustitutos, a la espera.
El barón tamborileó con los dedos sobre el brazo del sofá.
—Muy cierto, pero no siempre me das el consejo que necesito. —Miró con detenimiento a De Vries—. Eres un hombre muy feo, Piter. Incluso enfermo como estoy, aún soy más guapo que tú.
La lengua de salamandra del Mentat humedeció unos labios manchados de púrpura por el zumo de safo.
—Pero mi dulce barón, siempre os gustaba mirarme.
El rostro del barón se endureció, y se inclinó más hacia el hombre alto y delgado.
—Basta de confiar en aficionados. Quiero que me consigas un médico Suk.
De Vries tomó aliento, sorprendido.
—Pero habéis insistido en mantener en el más absoluto secreto vuestro estado. Un Suk ha de informar de todas sus actividades a su Círculo Interior… y enviarles una parte sustancial de sus honorarios.
Vladimir Harkonnen había convencido a miembros del Landsraad de que se había vuelto corpulento debido a los excesos, lo cual era una razón aceptable para él, pues no implicaba debilidad. Además, por mor de los gustos del barón, era una mentira fácil de creer. No deseaba convertirse en el hazmerreír de los demás nobles. Un gran barón no debía padecer una enfermedad vulgar, vergonzante.
—Encuentra una manera de hacerlo. No utilices los canales habituales. Si un Suk puede curarme, no tendré nada que ocultar.
Unos días después, Piter de Vries averiguó que un doctor Suk, provisto de talento pero bastante pretencioso, se había instalado en Richese, un aliado de los Harkonnen. La mente del Mentat se puso en funcionamiento. En el pasado, la Casa Richese había colaborado en las conspiraciones de los Harkonnen, incluyendo el asesinato del duque Atreides en la plaza de toros, pero los aliados casi nunca se ponían de acuerdo en lo tocante a las prioridades. Debido a esta divergencia, De Vries invitó al primer ministro richesiano, Ein Calimar, a visitar la fortaleza del barón en Giedi Prime, para hablar de «un asunto beneficioso para ambas partes».
Calimar, un hombre de edad avanzada, vestido de manera impecable, y que todavía conservaba la forma atlética de su juventud, tenía piel oscura y una nariz ancha sobre la cual se apoyaban unas gafas de montura metálica. Llegó al espaciopuerto de Harko City ataviado con un traje blanco de solapas doradas. Cuatro guardias Harkonnen de librea azul le acompañaron hasta los aposentos privados del barón.
En cuanto entró en los aposentos privados, el primer ministro arrugó la nariz al percibir cierto hedor, detalle que no pasó inadvertido a su anfitrión. El cuerpo desnudo de un joven colgaba en un gabinete anexo, a sólo dos metros de distancia. El barón había dejado la puerta entreabierta adrede. El hedor del cadáver se mezclaba con otros más antiguos que impregnaban los aposentos hasta tal punto que ni los perfumes más intensos podían disimularlos.
—Sentaos, por favor.
El barón indicó un sofá en el que eran visibles todavía tenues manchas de sangre. Había preparado la entrevista con amenazas y detalles desagradables subliminales, con la intención de poner nervioso al líder richesiano.
Calimar vaciló (un momento que deleitó al barón), y después aceptó la invitación, pero rechazó una copa de coñac kirana, aunque su anfitrión se sirvió un poco. El barón se derrumbó en una butaca de suspensión. Detrás de él estaba su Mentat personal, quien explicó el motivo de la reunión.
Calimar, sorprendido, meneó la cabeza.
—¿Deseáis alquilar a mi médico Suk? —Continuaba arrugando la nariz, y su mirada siguió explorando la habitación en busca del origen del olor, hasta detenerse en la puerta del gabinete. Se ajustó las gafas doradas—. Lo siento, pero no puedo complaceros. Un médico Suk personal es una responsabilidad y una obligación… por no hablar de un enorme dispendio.
El barón hizo un mohín.
—He probado con otros médicos, y preferiría que este asunto no trascendiera. No puedo poner un anuncio, solicitando los servicios de uno de esos arrogantes profesionales. Sin embargo, vuestro médico Suk estaría obligado por su juramento de confidencialidad, y nadie ha de saber que os abandonó durante un breve período de tiempo. —Oyó el tono suplicante en su voz—. Vamos, vamos, ¿es que no tenéis compasión?
Calimar apartó la vista del gabinete a oscuras.
—¿Compasión? Un comentario interesante, procediendo de vos, barón. Vuestra Casa no se ha tomado la molestia de ayudarnos con nuestro problema, pese a nuestras peticiones de los últimos cinco años.
El barón se inclinó hacia adelante. Su bastón, con el extremo lleno de dardos envenenados que apuntaban a su interlocutor, descansaba sobre su regazo. Tentador, muy tentador.
—Tal vez podríamos llegar a un acuerdo.
Miró a su Mentat, pidiendo una explicación.
—En una palabra —dijo De Vries—, quiere decir dinero, mi barón. La economía richesiana atraviesa graves dificultades.
—Tal como nuestro embajador ha explicado en repetidas ocasiones a vuestros emisarios —añadió Calimar—. Desde que mi Casa perdió el control sobre las operaciones de especia en Arrakis, sustituida por la vuestra, no lo olvidéis, hemos intentado reflotar nuestra economía. —El primer ministro alzó la barbilla, fingiendo que aún le quedaba algo de orgullo—. Al principio, la caída de Ix significó un alivio para nosotros, pues eliminaba la competencia. Sin embargo, nuestras finanzas continúan algo… colapsadas.
Los ojos negros del barón destellaron, disfrutando con la turbación de Calimar. La Casa Richese, fabricantes de armas exóticas y máquinas complejas, expertos en miniaturización y espejos richesianos, había superado en ventas a sus rivales ixianos durante la revuelta de Ix.
—Hace cinco años, los tleilaxu empezaron a exportar productos ixianos de nuevo —dijo De Vries con fría lógica—. Ya estáis perdiendo los beneficios obtenidos durante los últimos diez años. Las ventas de productos richesianos han caído en picado cuando la tecnología ixiana ha vuelto a invadir el mercado.
Calimar mantuvo la voz serena.
—Como comprenderéis, hemos de redoblar nuestros esfuerzos e invertir en nuevas instalaciones.
—Richese, Tleilax, Ix… Procuramos no intervenir en disputas entre otras Casas. —El barón suspiró—. Ojalá reinara la paz en todo el Landsraad.
La ira anegó las facciones del primer ministro.
—Estamos hablando de algo más que simples disputas, barón. Estamos hablando de supervivencia. Muchos de mis agentes han desaparecido en Ix, y los damos por muertos. Incluso pensar en lo que los ixianos pueden hacer con sus miembros me repugna. —Se ajustó las gafas, con la frente reluciente de sudor—. Además, los Bene Tleilax no pueden ser considerados una Casa. El Landsraad jamás los aceptaría.
—Un mero tecnicismo.
—En ese caso, hemos llegado a un callejón sin salida —anunció Calimar, al tiempo que hacía ademán de levantarse. Miró una vez más hacia la ominosa puerta del gabinete—. No pensaba que quisierais aceptar nuestro precio, por más eficaz que sea el médico Suk.
—Esperad, esperad… —El barón levantó una mano—. Los acuerdos comerciales y los pactos militares son una cosa. La amistad es otra. Vos y vuestra Casa habéis sido aliados leales en el pasado. Tal vez no había entendido bien la magnitud de vuestro problema.
Calimar echó la cabeza atrás y miró al barón.
—La magnitud de nuestro problema consiste en muchos ceros, sin puntos decimales.
Los ojos negros del barón, hundidos entre pliegues de grasa, adquirieron un brillo astuto.
—Si me enviáis vuestro médico Suk, primer ministro, reconsideraremos la situación. Estoy seguro de que los detalles económicos de nuestra oferta os complacerán en grado sumo. Consideradla un pago a cuenta.
Calimar se mantuvo impertérrito.
—Antes me gustaría escuchar la oferta, por favor.
Al ver la expresión inescrutable del primer ministro, el barón asintió.
—Piter, háblale de nuestra propuesta.
De Vries citó un elevado precio por el alquiler del Suk, a pagar en melange. Costara lo que costara el médico Suk, la Casa Harkonnen abonaría los gastos extraordinarios aportando parte de sus reservas ilegales de especia, o bien aumentando la producción en Arrakis.
Calimar fingió considerar la oferta, pero el barón sabía que el hombre no tenía otro remedio que aceptar.
—El Suk os será enviado de inmediato. Este médico, Wellington Yueh, ha estado trabajando en estudios sobre cyborgs, y ha desarrollado una interfaz mecanohumana con el fin de restaurar extremidades perdidas mediante técnicas artificiales, una alternativa a los sustitutos que los tleilaxu cultivan en sus tanques de axlotl.
—«No construirás una máquina a semejanza humana» —citó De Vries, el primer mandamiento de la Jihad Butleriana.
Calimar se encrespó.
—Los abogados de nuestras patentes han examinado los procedimientos con todo detalle, y no existe la menor violación.
—Bien, me da igual cuál sea su especialidad —dijo el barón, impaciente—. Todos los médicos Suk poseen inmensas reservas de conocimientos, a los cuales pueden acudir. ¿Sois consciente de que es preciso mantener este asunto en el más absoluto secreto?
—No es algo que me preocupe. El Círculo Interior Suk ha atesorado información médica comprometida sobre todas las familias del Landsraad durante generaciones. No tenéis por qué preocuparos.
—Me preocupa más que vuestra gente hable. ¿Me prometéis que no divulgaréis los detalles de nuestro trato? Podría resultar igual de problemático para vos.
Dio la impresión de que los ojos oscuros del barón se hundían todavía más en su cara abotargada.
El primer ministro asintió con tirantez.
—Me complace poder ayudaros, barón. He tenido el raro privilegio de observar muy de cerca a este tal doctor Yueh. Os puedo asegurar que es de lo más impresionante.
Las victorias militares carecen de sentido, a menos que reflejen los deseos del populacho. Un emperador sólo existe para concretar dichos deseos. Si no cumple la voluntad popular, su reinado será corto.
Principios
, Academia de Liderazgo Imperial
El emperador, protegido por una capucha negra de seguridad, estaba sentado en su compleja butaca antigravitatoria mientras recibía información del cristal riduliano. Después de entregarle el resumen codificado, Hasimir Fenring se quedó de pie a su lado, mientras un torrente de palabras inundaba la mente de Shaddam.
Al emperador no le gustaban las noticias.
Al concluir el resumen, Fenring carraspeó.
—Hidar Fen Ajidica nos oculta muchas cosas, señor. Si no fuera de vital importancia para el Proyecto Amal, le liquidaría, ¿ummm?
El emperador se quitó la capucha de seguridad y recuperó el cristal centelleante de su receptáculo. Acostumbró los ojos al sol de la mañana que se filtraba por una claraboya de sus aposentos privados, y después miró a Fenring. Este se sentó sobre el escritorio de madera de chusuk dorada, incrustada de piedras soo lechosas, como si fuera de su propiedad.
—Entiendo —musitó Shaddam—. A ese enano no le gusta recibir dos legiones Sardaukar más. El comandante Garon le presionará para que cumpla su cometido, y nota que el cerco se está estrechando a su alrededor.
Fenring se levantó y caminó hasta la ventana que dominaba una profusión de flores naranja y lavanda en un jardín del tejado. Extrajo algo alojado bajo una de sus uñas y lo arrojó al suelo.
—Como todos, ¿ummm?
Shaddam observó que la mirada del conde había vagado hasta las holofotos de las tres niñas que Anirul había montado sobre la pared, otro irritante recordatorio de que aún no tenía un heredero varón. Irulan tenía cuatro años, Chalice un año y medio, y Wensicia acababa de cumplir dos meses. Desconectó las imágenes y se volvió hacia su amigo.
—Tú eres mis ojos en el desierto, Hasimir. Me preocupa que los tleilaxu obtengan de contrabando crías de gusano de Arrakis. Pensaba que era imposible.
Fenring se encogió de hombros.
—¿Qué más da si roban una cría o dos? Los animales mueren al poco de abandonar el desierto, pese a todos los esfuerzos por conservarlos con vida.
—Tal vez no deberíamos perturbar el ecosistema. —El manto escarlata y dorado del emperador caía sobre el borde de la butaca antigravitatoria hasta el suelo. Cogió una fruta carmesí de un cuenco que tenía al lado—. En su último informe, nuestro planetólogo del desierto afirma que la reducción de determinadas especies podría tener consecuencias funestas en las cadenas alimenticias. Dice que las futuras generaciones pagarán los errores de hoy.
Fenring hizo un ademán desdeñoso.
—Esos informes no deberían preocuparos. Si me dispensarais del exilio, señor, podría borrar tales preocupaciones de vuestra mente. Pensaría por vos, ¿ummm?