Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (44 page)

La Carta acordó competencia de jurisdicción sobre tres clases de delitos: los «delitos contra la paz», que el tribunal calificó de «supremo delito internacional... por cuanto contiene en sí el mal acumulado en todos los demás»; los «delitos de guerra», y los «delitos contra la humanidad». De estos, únicamente los últimos, los delitos contra la humanidad, eran nuevos y sin precedentes. La guerra de agresión es tan vieja como la historia y, si bien había sido denunciada como guerra «criminal» infinidad de veces, jamás fue calificada de tal modo con los debidos formalismos. (Todas las actuales justificaciones de la jurisdicción del tribunal de Nuremberg sobre tal materia carecen de adecuada base. Cierto es que Guillermo II fue citado ante un tribunal formado por los aliados al término de la Primera Guerra Mundial, pero el delito de que se acusaba al káiser no era el de haber emprendido la guerra, sino el de haber incumplido los tratados por él firmados, y, especialmente, el de haber violado la neutralidad de Bélgica. También es cierto que el pacto Brian-Kellogg, de agosto de 1928, había prohibido la guerra como instrumento de política nacional, pero este pacto no contenía un criterio definitorio de la agresión, ni tampoco hacía mención de las correspondientes sanciones. Tampoco debemos olvidar que el sistema de seguridad que el pacto en cuestión pretendía amparar se había desmoronado antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial.) Además, uno de los países juzgadores, a saber, Rusia, podía muy bien ser el sujeto pasivo de la argumentación
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. ¿Acaso no habían los rusos, en 1939, atacado Finlandia y dividido Polonia, con absoluta impunidad? Por otra parte, los «crímenes de guerra», que tenían tantos precedentes como los «crímenes contra la paz», estaban previstos por las normas del Derecho Internacional de Guerra. Las convenciones de La Haya y de Ginebra habían definido ya estas «violaciones de las leyes y costumbres de guerra»,que consistían principalmente en los malos tratos dados a los prisioneros, o en la comisión de actos bélicos contra la población civil. En este aspecto, no hacía falta una nueva ley con fuerza retroactiva, y la principal dificultad surgida en Nuremberg radicaba en el hecho indiscutible de que también en este caso se podía emplear el argumento
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: Rusia, que no había firmado la Convención de La Haya (Italia no lo ratificó), había despertado fuertes sospechas, por lo menos, de infligir malos tratos a sus prisioneros, y, según recientes investigaciones, los rusos parecen también haber sido responsables del asesinato de quince mil oficiales del ejército polaco, cuyos cuerpos fueron descubiertos en el bosque de Katín, situado en las cercanías de Smoliensk (Rusia). Pero, además, el bombardeo intensivo de ciudades abiertas, y, sobre todo, el lanzamiento de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, constituyeron crímenes de guerra, según las definiciones de la Convención de La Haya. Y si bien es cierto que el bombardeo de ciudades alemanas había sido provocado por los bombardeos de Londres, Coventry y Rotterdam, también es cierto que no cabe decir lo mismo con respecto al empleo de un arma enteramente nueva y de avasalladora potencia, cuya existencia hubiera debido ser anunciada y demostrada por otros medios. Evidentemente, la más clara razón en cuya virtud las violaciones de la Convención de La Haya cometidas por los aliados no fueron ni siquiera estudiadas desde un punto de vista jurídico estribaba en que los tribunales internacionales militares solo eran internacionales en su denominación, y que, en realidad, fueron tribunales formados por los poderes vencedores. Y la autoridad de sus sentencias, siempre dudosa, no quedó precisamente reforzada cuando la coalición de los poderes que habían ganado la guerra, y que, luego, emprendieron conjuntamente la tarea de hacer justicia, se rompió, dicho sea en las palabras de Otto Kirchheimer, «antes de que se secara la tinta de la sentencia de Nuremberg». Pero esta tan clara razón no es la única, ni tampoco, quizá, la más poderosa, de que no se hablara, ni se iniciara procedimiento, acerca de crímenes de guerra de los aliados, en el sentido en que dichos quedaron delitos formulados en la Convención de La Haya. En aras de la equidad, debemos añadir que el tribunal de Nuremberg fue, por lo menos, extremadamente cauteloso en el momento de condenar a los acusados alemanes de delitos que pudieran suscitar el empleo del argumento
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. La verdad es que, al término de la Segunda Guerra Mundial, era de dominio público que los avances técnicos en materia de instrumentos de violencia habían hecho inevitable la adopción de las guerras «criminales». Las distinciones entre soldados y civiles, ejército y población civil, objetivos militares y ciudades abiertas, en las que la Convención de La Haya basaba las definiciones de crímenes de guerra, habían quedado anticuadas por causa de aquellos adelantos. En consecuencia, se consideró que, en las presentes circunstancias, crímenes de guerra eran solamente aquellos ajenos a todo género de necesidades militares, en los que cabía demostrar la existencia de un deliberado ánimo de actuación inhumana.

Este factor de gratuita brutalidad fue útil y válido criterio para determinar, vistas las circunstancias, la existencia de delitos de guerra. Desgraciadamente, y pese a no ser válido al respecto, este mismo criterio se empleó en las vacilantes definiciones del único delito totalmente nuevo, es decir, del «delito contra la humanidad», que la Carta (en su artículo 6-c) definiría como «acto inhumano», como si también este delito constituyera un exceso criminal en la lucha bélica en pos de la victoria. Sin embargo, no fue este tipo de conocido delito lo que impulsó a los aliados a declarar, por voz de Churchill, que «el castigo de los criminales de guerra fue una de las principales finalidades de nuestra guerra», sino, al contrario, el hecho de que a su conocimiento llegaran noticias de inauditas atrocidades, de aniquilamiento de pueblos enteros, de «eliminación» de la población nativa en extensas regiones, es decir, no solo de delitos que «las necesidades militares en modo alguno pueden justificar», sino de delitos materialmente independientes de la guerra, que indicaban la existencia de una política de sistemático asesinato que continuaría en tiempo de paz.

Este tipo de delito no estaba previsto por las normas internacionales ni tampoco por las leyes internas, y, además, era el único delito que no podía suscitar el empleo de la réplica
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. Pese a ello, no hubo ningún otro delito ante el que los jueces de Nuremberg se sintieran tan inseguros, y que dejaran en una mayor y más tentadora ambigüedad conceptual. Es totalmente cierto que ―en las palabras del juez francés de Nuremberg, Donnedieu de Vabres, a quien debemos uno de los mejores estudios analíticos del proceso, titulado
Le Procés de Nuremberg
(1947)― «la categoría de delitos contra la humanidad, que la Carta dejó entrar en sus disposiciones por una puerta harto estrecha, se evaporó en virtud de la sentencia dictada por el tribunal». Sin embargo, los juzgadores fueron tan poco coherentes como la propia Carta, por cuanto si bien prefirieron condenar, como dice Kirchheimer, «por la acusación de delito de guerra, que abarcaba todos los tradicionales tipos de delitos comunes, y quitaron cuanta importancia pudieron a las acusaciones de delitos contra la humanidad», también es cierto que a la hora de dictar sentencia revelaron su verdadera forma de pensar al imponer el más severo castigo, la pena de muerte, únicamente a aquellos que resultaron culpables de atrocidades absolutamente anormales que, en realidad, constituían crímenes contra la humanidad, o, como el fiscal francés, François de Menthon, los calificó, con mayor precisión, «crímenes contra la condición humana». La idea de que la guerra de agresión era «el supremo delito internacional» fue tácitamente abandonada cuando unos cuantos hombres, que no fueron declarados culpables de «conspiración contra la paz», quedaron condenados a muerte.

Para justificar el proceso de Eichmann, se ha sostenido a menudo que, pese a que el mayor delito cometido durante la guerra fue aquel del que resultaron víctimas los judíos, estos representaron simplemente el papel de espectadores en el juicio de Nuremberg, y, en cambio, en el proceso de Jerusalén, tal como decía la sentencia, la catástrofe judía, por primera vez «ocupó el lugar central de un procedimiento judicial, y este hecho es el que distingue el presente procedimiento de cuantos le han precedido», en Nuremberg o en cualquier otro lugar. Pero esto es, en el mejor de los casos, tan solo una media verdad o una verdad a medias. Fue precisamente la catástrofe judía la que impulsó a los aliados a pensar, por vez primera, en el tipo de «delito contra la humanidad», debido a que, tal como Julius Stone escribió en
Legal Controls of International Conflict
(1954), «el asesinato masivo de los judíos, caso de que fueran de nacionalidad alemana, únicamente podía ser perseguido bajo la acusación de lesa humanidad». Y lo que impidió al tribunal de Nuremberg hacer plena justicia, en referencia a dicho delito, no fue el que las víctimas pertenecieran a la raza judía, sino el que la Carta exigía que este delito, cuya comisión tan poca relación guardaba con la guerra que incluso llegó a obstaculizarla, estuviera relacionado con otros delitos. La profunda percepción que los jueces de Nuremberg tuvieron del bárbaro atentado perpetrado contra los judíos quizá pueda calibrarse del modo más justo considerando que el único acusado que fue condenado a muerte solamente bajo la acusación de delito contra la humanidad, fue Julius Streicher, especializado en las obscenidades antijudías. En este caso, los jueces prescindieron de toda otra consideración.

Lo que distinguió al proceso de Jerusalén de cuantos le precedieron no fue el hecho de que el pueblo judío ocupara en él el lugar central. Contrariamente, en este aspecto, el proceso de Jerusalén se asemejaba a los juicios de posguerra celebrados en Polonia, Hungría, Yugoslavia, Grecia, la Unión Soviética y Francia; en resumen, a los de todos los países anteriormente ocupados por los alemanes. El Tribunal Internacional Militar de Nuremberg fue constituido para juzgar a los criminales de guerra cuyos delitos no podían ser localizados en un determinado territorio, y los demás presuntos delincuentes fueron entregados a los países en que habían cometido sus delitos. Únicamente los «principales criminales de guerra» habían actuado sin delimitaciones territoriales, y Eichmann no era uno de ellos. (Esto ―y no, como se ha sostenido a menudo, su desaparición― constituyó la causa de que no fuera acusado en Nuremberg; por ejemplo, Martin Bormann fue acusado, juzgado y condenado a muerte,
in absentia
.) Si las actividades de Eichmann abarcaron la totalidad de la Europa ocupada ello no se debió a que fuese un hombre tan importante que pudiera prescindir de los límites territoriales, sino a que iba anejo a la naturaleza de su trabajo, es decir, la detención y deportación de todos los judíos, por lo que él y sus hombres se veían obligados a viajar por todo el continente. La dispersión territorial de los judíos hizo que el delito contra ellos dirigido tuviera carácter «internacional», en el sentido formalista y técnico de la Carta. Cuando los judíos tuvieron su propio territorio, el del Estado de Israel, adquirieron, a todas luces, tanto derecho a juzgar los delitos contra su pueblo cometidos, como los polacos tenían para juzgar los delitos cometidos en Polonia. Todas las objeciones al proceso de Jerusalén basadas en el principio de competencia de jurisdicción territorial fueron extremadamente legalistas, y pese a que el tribunal dedicó bastantes sesiones a estudiar estas objeciones, la verdad es que carecían de trascendencia. No cabía la menor duda de que los judíos habían sido asesinados
qua
judíos, abstracción hecha de la nacionalidad que tuvieran en el momento de decretarse su muerte, y aun cuando es cierto que los nazis mataron a muchos judíos que decidieron negar su origen étnico, y que quizá hubieran preferido ser asesinados en calidad de franceses o de alemanes, en estos casos bastaba para poder hacer justicia tomar en cuenta la intencionalidad y el ánimo de los criminales.

A mi parecer, igualmente infundado era el todavía más difundido argumento basado en la posible parcialidad de los juzgadores judíos, según el cual estos, especialmente cuando tenían la ciudadanía de Israel, eran jueces y parte al mismo tiempo. Resulta difícil advertir en qué se diferenciaban, desde este punto de vista, los juzgadores judíos de sus colegas que actuaron en los otros juicios nacionales, en que jueces polacos dictaron sentencia sobre delitos cometidos contra el pueblo polaco, o en que jueces checos juzgaron hechos delictuosos cometidos en Praga o Bratislava. (En el último de sus artículos publicados en el
Saturday Evening Post
, el fiscal Hausner echó, sin querer, más leña al fuego de este argumento; dijo que la acusación comprendió enseguida que Eichmann no podía ser defendido por un abogado israelita, porque si así fuera se produciría un conflicto entre los «deberes profesionales» y las «emociones patrióticas» del defensor. Pues bien, tal conflicto constituía la mismísima esencia de las objeciones en contra de los juzgadores judíos, y el argumento de Hausner en defensa de estos, según el cual el juzgador puede odiar el delito y, al mismo tiempo, ser justo con el delincuente, es también de aplicar al abogado defensor, ya que el jurista que defiende a un asesino no defiende el asesinato. La verdad es que ciertas presiones ejercidas en el ámbito externo a la sala de justicia no hicieron aconsejable, valga el eufemismo, que un ciudadano israelita asumiera la defensa de Eichmann.) Finalmente, el argumento basado en el hecho de que no existía un Estado judío en el momento en que el delito fue cometido es tan formalista, tan discordante con la realidad y con la exigencia de hacer justicia, que bien podemos dejar que de él se ocupen los técnicos en la materia, en el curso de eruditos debates. En interés de la justicia (que debemos distinguir del interés por ciertos procedimientos que, aun cuando importantes en sí mismos, jamás deben ser objeto de una atención tal que supere la que la justicia merece, ya que esta es el fin hacia el que la ley va dirigida), el tribunal de Jerusalén no tenía necesidad alguna, en orden a justificar la competencia de su jurisdicción, de invocar el principio de la personalidad pasiva ―es decir, que las víctimas eran judías, y que solamente Israel podía representarlas―, ni tampoco el principio de la universal competencia de jurisdicción, aplicable al caso de Eichmann por ser este
hostis generis humanis
, principio este de aplicación a los acusados de actos de piratería. Ambas teorías, extensamente discutidas dentro y fuera de la sala de justicia de Jerusalén, no sirvieron más que para oscurecer los verdaderos problemas que el juicio planteaba, y desdibujar las evidentes semejanzas existentes entre el proceso de Jerusalén y aquellos que le precedieron en otros países en los que se había promulgado igualmente una legislación de carácter especial para el castigo de los nazis y sus colaboradores.

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