Read Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal Online
Authors: Hannah Arendt
«Has reconocido que el delito cometido contra el pueblo judío en el curso de la guerra es el más grave delito que consta en la historia, y también has reconocido tu participación en él. Pero has dicho que nunca actuaste impulsado por bajos motivos, que nunca tuviste inclinación a matar, que nunca odiaste a los judíos, y pese a esto, no pudiste comportarte de manera distinta y no te sientes culpable. Nos es muy dificil, aunque no imposible, creerte; existen pruebas, aunque escasas, que demuestran sin dejar lugar a dudas razonables lo contrario de cuanto afirmas, en lo referente a tus motivos y tu conciencia. También has dicho que tu papel en la Solución Final fue de carácter accesorio, y que cualquier otra persona hubiera podido desempeñarlo, por lo que todos los alemanes son potencialmente culpables por igual. Con esto quisiste decir que, cuando todos, o casi todos, son culpables, nadie lo es. Esta es una conclusión muy generalizada, pero nosotros no la aceptamos. Y si no comprendes las razones por las que nos negamos a aceptarla, te recomendamos que recuerdes la historia de Sodoma y Gomorra, dos vecinas ciudades bíblicas que fueron destruidas por fuego bajado del cielo porque todos sus habitantes eran culpables. Esto, dicho sea incidentalmente, ninguna relación guarda con la recién inventada teoría de la “culpabilidad colectiva”, según la cual hay gente que es culpable, o se cree culpable, de hechos realizados en su nombre, pero que dicha gente no ha realizado, es decir, de hechos en los que no participaron y de los que no se beneficiaron. En otras palabras, ante la ley, tanto la inocencia como la culpa tienen carácter objetivo, e incluso si ochenta millones de alemanes hubieran hecho lo que tú hiciste, no por eso quedarías eximido de responsabilidad.
»Afortunadamente no se llegó tan lejos. Tú mismo has hablado de una culpabilidad por igual, en potencia, no en acto, de todos aquellos que vivieron en un Estado cuya principal finalidad política fue la comisión de inauditos delitos. Poco importan las accidentales circunstancias interiores o exteriores que te impulsaron a lo largo del camino a cuyo término te convertirías en un criminal, por cuanto media un abismo entre la realidad de lo que tú hiciste y la potencialidad de lo que los otros hubiesen podido hacer. Aquí nos ocupamos únicamente de lo que hiciste, no de la posible naturaleza inocua de tu vida interior y de tus motivos, ni tampoco de la criminalidad en potencia de quienes te rodeaban. Has contado tu historia con palabras indicativas de que fuiste víctima de la mala suerte, y nosotros, conocedores de las circunstancias en que te hallaste, estamos dispuestos a reconocer, hasta cierto punto, que si estas te hubieran sido más favorables muy difícilmente habrías llegado a sentarte ante nosotros o ante cualquier otro tribunal de lo penal. Si aceptamos, a efectos dialécticos, que tan solo a la mala suerte se debió que llegaras a ser voluntario instrumento de una organización de asesinato masivo, todavía queda el hecho de haber, tú, cumplimentado y, en consecuencia, apoyado activamente, una política de asesinato masivo. El mundo de la política en nada se asemeja a los parvularios; en materia política, la obediencia y el apoyo son una misma cosa.
Y del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación ―como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar el mundo―, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado».
Este libro contiene el informe sobre un proceso, cuya principal fuente es la transcripción de las actuaciones judiciales que fue distribuida a los representantes de la prensa que se hallaban en Jerusalén. Con la salvedad del discurso inicial de la acusación, y del informe general de la defensa, las actas del proceso no han sido publicadas y es difícil tener acceso a ellas.
La lengua empleada en la sala de justicia fue la hebrea; según se hizo constar, los textos entregados a la prensa eran «transcripción no revisada ni corregida de las traducciones simultáneas», que «no cabe esperar sean estilísticamente perfectas, ni que carezcan de errores lingüísticos». Me he servido de la versión inglesa, salvo en aquellos casos en que el procedimiento siguió su curso en alemán; cuando la transcripción alemana contenía las palabras originariamente pronunciadas en alemán, yo misma he efectuado la traducción al inglés.
Ninguno de los textos a que me he referido debe considerarse absolutamente digno de confianza, con la excepción del discurso inicial de la acusación y el veredicto final, cuyas traducciones fueron efectuadas fuera de la sala de justicia, con entera independencia de las simultáneas. La única versión fidedigna es la de las actas oficiales en hebreo, que yo no he utilizado. Sin embargo, los textos por mí utilizados fueron entregados oficialmente a los informadores para que en ellos se basaran, y, en cuanto yo sé, no hay importantes discrepancias con respecto a las actas oficiales en hebreo o, por lo menos, tales discrepancias no han sido alegadas. La traducción simultánea al alemán fue muy deficiente, pero podemos dar por sentado que las traducciones al inglés y al francés fueron dignas de confianza.
Con respecto a los siguientes documentos procesales que ―con una sola excepción― también fueron entregados a la prensa por las autoridades de Jerusalén, no cabe la menor duda sobre el crédito que merecen:
1) La transcripción en alemán del interrogatorio a que la policía sometió a Eichmann, grabado en cinta magnetofónica, fue mecanografiado y presentado a Eichmann, quien corrigió el texto de propia mano. Juntamente con la transcripción de las actuaciones en la sala de justicia, este es el más importante documento.
2) Los documentos presentados por la acusación y los «textos legales» facilitados por la misma.
3) Las dieciséis declaraciones juradas prestadas por testigos que en principio fueron propuestos por la defensa, aunque algunas partes de dichas declaraciones fueron usadas por la acusación. Estos testigos fueron: Erich von dem Bach-Zelewski, Richard Baer, Kurt Becher, Horst Grell, doctor Wilhelm Höttl, Walter Huppenkothen, Hans Jüttner, Herbert Kappler, Hermann Krumey, Franz Novak, Alfred Josef Slawik, el doctor Max Merten, el profesor Alfred Six, el doctor Eberhard von Thadden, el doctor Edmund Veesenmayer, Otto Winkelmann.
4) Por último, también tuve a mi disposición un original de setenta páginas mecanografiadas, escritas por el propio Eichmann. Este texto fue propuesto como prueba por la acusación, y consiguientemente aceptado por la sala, pero no se entregó a la prensa. Su encabezamiento es el siguiente: «Ref. ― Comentarios sobre “la cuestión judía y las medidas del gobierno nacionalsocialista del Reich alemán con respecto a la solución de dicha cuestión, desde el año 1933 hasta el año 1945”». Este documento contiene las notas redactadas por Eichmann en Argentina, en vistas a la entrevista con Sassen (véase la bibliografía).
En la lista bibliográfica tan solo consta el material de que me he servido para escribir esta obra, y en ella no están los innumerables libros, artículos y relatos periodísticos que leí y conservé en el curso de los dos años que mediaron entre el rapto de Eichmann y su ejecución. Lamento esta deficiencia únicamente en lo que respecta a los reportajes de los corresponsales de la prensa alemana, suiza, inglesa, francesa y norteamericana, ya que, a menudo, eran de un nivel muy superior al de muchos libros y revistas que dieron al tema un tratamiento más ambicioso; sin embargo, cubrir dicha deficiencia hubiera significado un trabajo desproporcionadamente arduo. En consecuencia, me he contentado con añadir a la bibliografía de esta edición revisada cierto número de libros y artículos de semanarios seleccionados, aparecidos después de la primera edición del presente libro, cuando contenían algo más que una versión más o menos alterada del informe del fiscal. Entre estas adiciones a la lista bibliográfica, se cuentan dos estudios del proceso que llegan, en muchos casos, a conclusiones sorprendentemente parecidas a las mías, y un estudio de las más destacadas figuras del
Tercer Reich
, que posteriormente añadí a mis fuentes de antecedentes sobre el caso de que trata la presente obra. Las obras a que me he referido son
Mórder und Ermordete, Eichmann und die Judenpolitik des Dritten Reiches
, de Robert Pendorf, que también tiene en consideración el papel que los consejos judíos tuvieron en la Solución Final;
Strafsache
40/61, del periodista holandés Harry Mulisch (me serví de la traducción alemana), quien quizá sea el único autor que hace del acusado la figura central de su estudio, y cuyos juicios sobre Eichmann coincidían con los míos en algunos aspectos esenciales, y, por fin, los recientemente publicados, y excelentes, retratos de los más destacados dirigentes nazis, efectuados por T. C. Fest en su obra
Das Gesicht des Dritten Reiches
; Fest conoce a fondo la materia de que trata, y sus juicios son de gran altura.
Los problemas con que se enfrenta todo autor de un informe pueden muy bien compararse con aquellos que son propios de las monografías históricas. En ambos casos, la naturaleza del trabajo exige efectuar una concienzuda distinción entre fuentes primarias y fuentes secundarias. Las primarias únicamente pueden ser empleadas en el tratamiento del tema principal ―en este caso el proceso en sí mismo―, en tanto que las secundarias se emplean para cuanto constituyen antecedentes históricos. Así vemos que incluso los documentos que he citado, salvo raras excepciones, fueron propuestos como medios de prueba en el juicio (y, por ende, constituyen fuentes primarias) o proceden de obras autorizadas que tratan del período en cuestión. Tal como es de advertir por la mera lectura de esta obra, me he servido de la obra de Gerald Reitlinger,
The Final Solution
, y todavía más me he basado en la de Raul Hilberg,
The Destruction of the European Jews
, que fue publicada después del juicio, y que constituye el más exhaustivo y el más fundamentado estudio de la política judía del
Tercer Reich
.
Incluso antes de que viera la luz pública, este libro fue objeto, no solo de controversia, sino también de una campaña organizada. Como es lógico, la campaña, llevada a término con los conocidos medios de formación de imagen pública y manipulación de la opinión general, llamó la atención mucho más que la controversia, de tal manera que esta última quedó acallada por el ruido artificial de la primera. Lo anterior quedó de relieve con especial claridad cuando una rara mezcla de los argumentos de la controversia y los instrumentos de la campaña, en la que se empleaban casi textualmente las frases anteriormente utilizadas ―como si los ataques contra el libro (y, más a menudo todavía, contra la autora) hubiesen salido de una máquina copiadora (Mary McCarthy)―, fue remitida desde Estados Unidos a Inglaterra, y, luego, a Europa, donde el libro todavía no estaba en el mercado. Y ello fue posible debido a que las protestas y el clamor se centraban en la «imagen» de un libro que jamás se escribió, y tocaban temas que, no solo jamás había mencionado, sino que ni siquiera se me habían ocurrido.
El debate ―porque de un debate se trataba― no careció de interés, ni mucho menos. Los manejos de la opinión pública, en tanto en cuanto están inspirados por intereses claramente definidos, tienen finalidades muy limitadas. Sin embargo, cuando tratan de un tema que despierta verdadero interés, producen unos efectos que escapan al dominio de los propios encargados de manejar la opinión ajena, y pueden comportar consecuencias que estos no preveían ni pretendían. Y al fin resultó que la época del régimen de Hitler, con sus colosales crímenes sin precedentes, constituía un «pasado desconocido», no solo con respecto al pueblo alemán o al pueblo judío en general, sino también con respecto al resto del mundo, que tampoco había olvidado la gran catástrofe ocurrida en el corazón de Europa, pero que igualmente había sido incapaz de comprenderla. Además ―y esto quizá no fuese tan imprevisible―, de repente aparecieron en el primer plano del interés público diversas cuestiones morales de carácter general, dotadas de todas las complejidades modernas, que yo ni siquiera hubiera podido sospechar que llegaran a ocupar las mentes y a pesar en las conciencias de los hombres de nuestro tiempo.
El inicio de la controversia consistió en llamar la atención sobre el comportamiento del pueblo judío durante los años de la Solución Final, con lo que se insistía en la cuestión, abordada primeramente por el fiscal de Israel, de si el pueblo judío podía y debía haberse defendido. Yo había soslayado este asunto por considerar que investigarlo era inútil y cruel, ya que demostraba una formidable ignorancia de las circunstancias imperantes a la sazón. Ahora, este asunto ha sido exhaustivamente discutido, y se ha llegado a las más sorprendentes conclusiones. Se ha echado mano repetidas veces al conocido concepto histórico-sociológico de «mentalidad de gueto» (que, en Israel, ha sido ya incorporado a los libros de texto de historia, y que en Norteamérica ha sido adoptado principalmente por el psicólogo Bruno Bettelheim, ante la furiosa protesta del judaísmo oficial norteamericano) para aplicar a un comportamiento que no fue exclusivo de los judíos, y que, en consecuencia, no puede ser explicado en méritos de factores específicamente judíos. Pro
Life
raron las más diversas hipótesis hasta el momento en que alguien, a quien sin duda la discusión le parecía extremadamente aburrida, tuvo la brillante idea de recurrir a las teorías freudianas, y atribuir al pueblo judío, en su totalidad, un «deseo de muerte»; inconscientemente, como es natural. Esta fue la imprevista conclusión a que ciertos comentaristas quisieron llegar basándose en la «imagen» de un libro, creada por ciertos grupos unidos por comunes intereses, en el que, según decían, yo había afirmado que los judíos se habían asesinado a sí mismos. ¿Y por qué razón dije yo tan monstruosa e inverosímil mentira? Por «odio hacia mí misma», naturalmente.
Como sea que el papel de los dirigentes judíos quedó de manifiesto en el curso del proceso de Jerusalén, el cual yo reseñé y comenté, inevitablemente también aquel tenía que ser objeto de discusión. En mi opinión, la función cumplida por los dirigentes judíos plantea un importante problema, pero el debate al respecto poco ha contribuido a su clarificación. Tal como ha demostrado el reciente proceso celebrado en Israel, en el que cierto Hirsch Birnblat, ex jefe de la policía judía de una ciudad polaca y en la actualidad director de la orquesta de la Ópera de Israel, que en primera instancia fue condenado por el tribunal de distrito a cinco años de cárcel, y luego absuelto por el Tribunal Supremo de Israel, el cual unánimemente exoneró, de modo indirecto, a los consejos judíos en general, las clases dirigentes israelitas están en la actualidad amargamente divididas en lo referente al juicio que les merece la actuación, durante la guerra, de los jefes judíos. Sin embargo, en el debate a que me he referido, quienes más vehementemente se expresaron fueron aquellos que identificaron al pueblo judío con sus jefes, en marcado contraste con la clara distinción efectuada en casi todos los informes de los supervivientes, que puede quedar resumida en las palabras de un ex internado en Theresienstadt: «En general, el pueblo judío se comportó magníficamente; solamente sus jefes fallaron». También destacaron las voces de quienes justificaron a los representantes del pueblo judío, citando los encomiables servicios que habían prestado antes de la guerra, y, sobre todo, antes del inicio de la Solución Final, como si no hubiera diferencia alguna entre ayudar a los judíos a emigrar y ayudar a los nazis a deportarlos.