Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (49 page)

Si bien estos problemas guardaban cierta relación con el contenido de la presente obra, pese a haber sido desproporcionadamente hinchados, también es cierto que otros temas de los que se habló carecían de todo género de relación con este libro. Por ejemplo, se inició una fogosa discusión acerca del movimiento de resistencia alemán a partir del momento en que el régimen de Hitler fue implantado, tema en el que yo no entré, como es lógico, por cuanto el problema de la conciencia de Eichmann, así como el de la situación en que este se hallaba, están únicamente relacionados con el período de la guerra y de la Solución Final. También surgieron a la superficie otros temas todavía más fantásticos. Mucha gente comenzó a discutir si acaso las víctimas de la persecución no eran «más desagradables» que los asesinos persecutores; o si aquellos que no estuvieron presentes en el curso de la persecución tenían derecho a juzgar al respecto; o si el objeto principal del proceso fue el acusado o las víctimas. Con respecto a este último problema, algunos llegaron incluso a afirmar que no solo cometí un error al prestar interés a la determinación de la personalidad humana de Eichmann, sino que a este no se le hubiera debido permitir hablar, lo cual implica que el proceso hubiera debido celebrarse sin defensa de género alguno.

Como suele ocurrir cuando las discusiones tienen lugar con grandes muestras de emoción, los intereses prácticos de ciertos grupos, cuya emoción es el resultado de intereses materiales, y que en consecuencia procuran deformar los hechos, quedan rápida e inextricablemente unidos a las inmaculadas aspiraciones de los intelectuales, quienes, por el contrario, no tienen ningún interés en la determinación de los hechos, que utilizan solamente como trampolín para exponer sus «ideas». Pero incluso en estas confusas batallas cabe apreciar cierta seriedad, cierto grado de auténtica preocupación, y ello se advierte hasta en las manifestaciones de individuos que alardeaban de no haber leído el presente libro y prometían solemnemente no leerlo jamás.

En contraste con estas discusiones que a tan remotos terrenos llegaban, el libro se centra en un triste tema muy concreto. El informe sobre un proceso solamente puede estudiar los temas tratados en el curso de dicho proceso, o aquellos que hubieran debido ser tratados para un mejor servicio a los intereses de la justicia. Si se da el caso de que la situación general del país en que se celebra el proceso tiene trascendencia en la celebración de este, debe, forzosamente, ser tenida en consideración. Este libro no se ocupa de la historia del mayor desastre sufrido por el pueblo judío, ni tampoco es una crónica del totalitarismo, ni la historia del pueblo alemán en tiempos del
Tercer Reich
, ni por último tampoco, ni mucho menos, un tratado sobre la naturaleza del mal. Todo proceso se centra en la persona del acusado, en una persona de carne y hueso, con una historia suya, individual, con sus propias formas de comportamiento, y con sus propias circunstancias. Cuanto escape a los límites de lo anterior, como la historia del pueblo judío en la Diáspora, la historia del antisemitismo, de la conducta del pueblo alemán, de las ideologías imperantes en determinada época, o de la máquina gubernamental del
Tercer Reich
, guarda relación con el proceso solamente en cuanto forma parte de los antecedentes y de las circunstancias en que el acusado realizó sus actos. Todo aquello con lo que el acusado no tuvo relación, o aquello que no ejerció influencia en él, debe ser omitido en el procedimiento judicial y, en consecuencia, en el informe sobre el mismo.

Quizá quepa argüir que todas las cuestiones generales que involuntariamente nos planteamos tan pronto comenzamos a estudiar estos temas ―¿por qué tuvieron que ser los alemanes precisamente?, ¿por qué tuvieron que ser los judíos?, ¿cuál era la naturaleza del totalitarismo?― son mucho más importantes que el problema de determinar el tipo de delito por el que el acusado es objeto de juicio y el modo de ser del hombre sobre cuya conducta se dictará sentencia, y también más importantes que determinar hasta qué punto nuestro actual sistema de administración de justicia es capaz de actuar con respecto a este especial tipo de delito y de delincuente, con los que se ha enfrentado tan repetidas veces desde el término de la Segunda Guerra Mundial. Se puede asimismo afirmar que el objeto de la actividad judicial ha dejado de ser un ser humano concreto y determinado, el individuo sentado en el banquillo, para convertirse, principalmente, en el pueblo alemán en general, en el antisemitismo bajo todas sus formas, en la historia contemporánea, en la naturaleza humana, en el pecado original, de tal modo que, en última instancia, es la humanidad quien se sienta en el banquillo junto al acusado. Todo lo anterior ha sido alegado muy a menudo, especialmente por aquellos que no descansarán hasta haber descubierto «un Adolf Eichmann en el interior de cada uno de nosotros». Si se da al acusado el carácter de símbolo, y al proceso el de pretexto para plantear problemas que son aparentemente más interesantes que el de la culpabilidad o inocencia de un individuo determinado, entonces deberemos, si es que queremos ser consecuentes, aceptar la afirmación hecha por Eichmann y su defensor: Eichmann fue llevado ante el tribunal porque se necesitaba un chivo expiatorio, y este chivo expiatorio lo necesitaba no solo la República Federal Alemana, sino también los hechos históricos ocurridos y cuanto los hizo posibles, es decir, se trataba de un chivo expiatorio del antisemitismo y del gobierno totalitario, así como del género humano y del pecado original.

No es necesario hacer constar que jamás se me hubiera ocurrido acudir a Jerusalén si hubiese sido partícipe de tales opiniones. Creía y sigo creyendo que el proceso debía celebrarse con la finalidad de administrar justicia, y nada más. También creo que los magistrados estaban en lo cierto cuando hicieron hincapié, en su sentencia, en que «el Estado de Israel fue establecido como el Estado de los judíos, y como tal ha sido reconocido», por lo que tenía competencia de jurisdicción sobre todo delito cometido contra el pueblo judío. Habida cuenta de la confusión imperante en los círculos jurídicos acerca de la naturaleza y utilidad del castigo, me alegró que la sentencia recogiera una afirmación de Grocio, quien, citando a un autor todavía más antiguo, explicó que el castigo es necesario «para defender el honor y la autoridad de aquel a quien el delito ha lesionado, para que la ausencia de castigo no le degrade mayormente».

Evidentemente, no cabe la menor duda de que la personalidad del acusado y la naturaleza de sus actos, así como el proceso en sí mismo, plantearon problemas de carácter general que superan aquellos otros considerados en Jerusalén. En el epílogo, que deja de ser pura y simplemente un informe, he intentado abordarlos. No me sorprendería que hubiera quien considerase que no los he tratado con la debida profundidad, y con gusto entraría en la discusión del significado general de los hechos globalmente considerados, que tanta mayor profundidad tendría cuanto más se ciñera a los hechos concretos. También comprendo que el subtítulo de la presente obra puede dar lugar a una auténtica controversia, ya que cuando hablo de la banalidad del mal lo hago solamente a un nivel estrictamente objetivo, y me limito a señalar un fenómeno que, en el curso del juicio, resultó evidente. Eichmann no era un Yago ni era un Macbeth, y nada pudo estar más lejos de sus intenciones que «resultar un villano», al decir de Ricardo III. Eichmann carecía de motivos, salvo aquellos demostrados por su extraordinaria diligencia en orden a su personal progreso. Y, en sí misma, tal diligencia no era criminal; Eichmann hubiera sido absolutamente incapaz de asesinar a su superior para heredar su cargo. Para expresarlo en palabras llanas, podemos decir que Eichmann,
sencillamente, no supo jamás lo que se hacía
. Y fue precisamente esta falta de imaginación lo que le permitió, en el curso de varios meses, estar frente al judío alemán encargado de efectuar el interrogatorio policial en Jerusalén, y hablarle con el corazón en la mano, explicándole una y otra vez las razones por las que tan solo pudo alcanzar el grado de teniente coronel de las SS, y que ninguna culpa tenía él de no haber sido ascendido a superiores rangos. Teóricamente, Eichmann sabía muy bien cuáles eran los problemas de fondo con que se enfrentaba, y en sus declaraciones postreras ante el tribunal habló de «la nueva escala de valores prescrita por el gobierno [nazi]». No, Eichmann no era estúpido. Únicamente la pura y simple irreflexión ―que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez― fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo. Y si bien esto merece ser clasificado como «banalidad», e incluso puede parecer cómico, y ni siquiera con la mejor voluntad cabe atribuir a Eichmann diabólica profundidad, también es cierto que tampoco podemos decir que sea algo normal o común. No es en modo alguno común que un hombre, en el instante de enfrentarse con la muerte, y, además, en el patíbulo, tan solo sea capaz de pensar en las frases oídas en los entierros y funerales a los que en el curso de su vida asistió, y que estas «palabras aladas» pudieran velar totalmente la perspectiva de su propia muerte. En realidad, una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén fue que tal alejamiento de la realidad y tal irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana. Pero fue únicamente una lección, no una explicación del fenómeno, ni una teoría sobre el mismo.

Aparentemente más complicada, pero en realidad mucho más simple que el examen de la interdependencia entre la irreflexión y la maldad, es la cuestión referente al tipo de delito cometido por Eichmann, un delito unánimemente considerado sin precedentes. El concepto de genocidio, acuñado con el explícito propósito de tipificar un delito anteriormente desconocido, aun cuando es aplicable al caso de Eichmann, no es suficiente para abarcarlo en su totalidad, debido a la simple razón de que el asesinato masivo de pueblos enteros no carece de precedentes. La expresión «matanzas administrativas» parece más conveniente. Esta expresión nació a raíz del imperialismo británico; los ingleses rechazaron este procedimiento como medio de mantener su dominio en la India. Esta expresión tiene la ventaja de deshacer el prejuicio según el cual actos tan monstruosos solamente pueden cometerse contra una nación extranjera o una raza distinta. Es notorio que Hitler comenzó sus matanzas colectivas concediendo la «muerte piadosa» a los «enfermos incurables», y que tenía la intención de continuar su programa de exterminio desembarazándose de los alemanes «genéticamente lesionados» (con enfermedades de los pulmones y el corazón). Pero prescindiendo de este hecho, resulta evidente que tal tipo de matanzas puede dirigirse contra cualquier grupo, es decir, el criterio selectivo depende únicamente de ciertos factores circunstanciales. Cabe concebir que en el sistema económico basado en la automación que puede darse en un futuro no muy distante, quizás aparezca la tentación de exterminar a aquellos cuyo cociente de inteligencia esté por debajo de cierto nivel.

En Jerusalén este problema no fue adecuadamente estudiado, debido a que es muy difícil encuadrarlo en el ámbito de lo jurídico. Allí escuchamos las afirmaciones de la defensa, en el sentido de que Eichmann tan solo era una «ruedecita» en la maquinaria de la Solución Final, así como las afirmaciones de la acusación, que creía haber hallado en Eichmann al verdadero motor de aquella máquina. Por mi parte, a ninguna de las dos teorías di mayor importancia que la que les otorgaron los jueces, por cuanto la teoría de la ruedecilla carece de trascendencia jurídica, y, en consecuencia, poco importa determinar la magnitud de la función atribuida a la rueda Eichmann. El tribunal reconoció, como es lógico, en su sentencia que el delito juzgado únicamente podía ser cometido mediante el empleo de una gigantesca organización burocrática que se sirviera de recursos gubernamentales. Pero en tanto en cuanto las actividades en cuestión constituían un delito ―lo cual, como es lógico, era la premisa indispensable a la celebración del juicio― todas las ruedas de la máquina, por insignificantes que fueran, se transformaban, desde el punto de vista del tribunal, en autores, es decir, en seres humanos. Si el acusado se ampara en el hecho de que no actuó como tal hombre, sino como un funcionario cuyas funciones hubieran podido ser llevadas a cabo por cualquier otra persona, ello equivale a la actitud del delincuente que, amparándose en las estadísticas de criminalidad ―que señalan que en tal o cual lugar se cometen tantos o cuantos delitos al día―, declarase que él tan solo hizo lo que estaba ya estadísticamente previsto, y que tenía carácter meramente accidental el que fuese él quien lo hubiese hecho, y no cualquier otro, por cuanto, a fin de cuentas, alguien tenía que hacerlo.

Desde luego, para las ciencias políticas y sociales tiene gran importancia el hecho de que sea esencial en todo gobierno totalitario, y quizá propio de la naturaleza de toda burocracia, transformar a los hombres en funcionarios y simples ruedecillas de la maquinaria administrativa, y, en consecuencia, deshumanizarles. Y se puede discutir larga y provechosamente sobre el imperio de Nadie, que es lo que realmente representa la forma de administración política conocida con el nombre de burocracia. Pero es preciso comprender con toda claridad que la administración de justicia únicamente puede prestar atención a estos factores en cuanto constituyen circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal, como, por ejemplo, en el delito de robo se toma en cuenta la situación económica del acusado, sin que por ello quede el robo, en sí mismo, justificado, y sin borrarlo, ni mucho menos, del articulado del código. Cierto es que la moderna psicología y sociología, por no hablar ya de la moderna burocracia, nos han habituado grandemente a no atribuir responsabilidad al ejecutor de determinado acto, en virtud de tal o cual determinismo. La validez de estas aparentemente más profundas explicaciones del comportamiento humano es muy discutible. Pero, en cambio, no cabe discutir que sobre su base sería imposible elaborar un procedimiento judicial, fuese de la clase que fuere, y que la administración de justicia, considerada según los criterios de estas teorías, es una institución muy poco moderna, por no decir anacrónica. Cuando Hitler dijo que amanecería el día en que, en Alemania, sería considerado como «una vergüenza» tener la profesión de jurista, quizá hablaba, harto consecuentemente, de su sueño de instaurar una perfecta burocracia.

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