Read Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal Online
Authors: Hannah Arendt
La reflexión de que quizá uno se hubiera portado mal, en el caso de encontrarse en las circunstancias de quienes así se comportaron, quizá dé lugar al nacimiento de cierto espíritu de perdón, pero aquellos que en la actualidad traen a colación el concepto de caridad cristiana parecen también encontrarse un tanto confundidos. Así vemos que, en un manifiesto de posguerra emitido por la
Evangelische Kirche in Deutschland
, iglesia protestante, podemos leer lo siguiente: «Declaramos que ante Dios
Misericordioso
participamos de la culpa por las atrocidades cometidas contra los judíos, por nuestro propio pueblo, mediante la omisión y el silencio».
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En mi opinión, un cristiano será culpable ante Dios Misericordioso, cuando retribuya el mal con el mal, por lo tanto las iglesias hubieran cometido un acto de inmisericordia en el caso de que millones de judíos hubieran sido asesinados como castigo de algún mal por ellos mismos cometido. Pero si las iglesias participaban en la culpa de unas atrocidades puras y simples, tal como declaraban, entonces es preciso reconocer que su caso debía considerarse a la luz del concepto de Dios fuente de Justicia.
Esta precisión terminológica, si tal es, no tiene carácter accidental. La justicia, que no la misericordia, es la finalidad de todo juicio, y en ningún otro punto es tan felizmente unánime la pública opinión, en cualquier lugar del mundo, como en que nadie tiene derecho a juzgar al prójimo. Lo que la opinión pública nos permite juzgar, e incluso condenar, son las tendencias generales, o los grupos de seres humanos ―cuando más amplios mejor―; en resumen, nos permite juzgar algo tan general que ya no cabe efectuar distinciones ni mencionar nombres. No es necesario añadir que tal prohibición es doblemente pertinente cuando se trata de los actos o las palabras de gente famosa o de hombres situados en altos puestos. Tal creencia suele expresarse con altaneras afirmaciones, en el sentido de que es «superficial» insistir en los detalles y referirse a los individuos, en tanto que demuestra refinamiento hablar en términos generales, en cuya virtud todos los gatos son pardos, y todos nosotros igualmente culpables. Por esta razón, la acusación que Hochhuth dirigió contra un solo papa ―contra un hombre claramente identificado, con nombre propio― provocó inmediatamente la indignación de toda la cristiandad. La acusación dirigida contra la cristiandad en general, con sus dos mil años de historia, no puede ser demostrada, y si pudiera serlo los resultados podrían calificarse de horribles. Pero esto a nadie parece preocupar, siempre y cuando la acusación no afecte a una
persona
determinada, y no hay ningún riesgo en dar un paso más en esta senda, y sostener: «Indudablemente hay razones para formular graves acusaciones, pero el acusado es el
género humano
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globalmente considerado». (Eso dice Robert Weltsch en
Summa Iniuria
, antes citada.)
Otro camino para evadirse de la zona en que se encuentran los hechos demostrables y las responsabilidades personales, lo forman las innumerables teorías, basadas en premisas abstractas, inconcretas e hipotéticas ―desde el
Zeitgeist
hasta el complejo de Edipo―, de carácter tan general que sirven para explicar todos los acontecimientos y todos los actos: no podemos siquiera tomar en consideración las alternativas que el pasado ofrecía, y nadie pudo comportarse de modo distinto al que lo hizo. Entre las teorías que lo explican todo, merced a oscurecer todos los detalles, hallamos conceptos tales como el de «mentalidad de gueto» de los judíos europeos; o el de la culpabilidad colectiva del pueblo alemán, deducida de una interpretación ad hoc de su historia; o la afirmación, igualmente absurda, de una especie de inocencia colectiva del pueblo judío. Todos estos clichés tienen en común la nota de dar carácter superfluo a la emisión de juicios, así como la de poder utilizar tales clichés sin correr el menor riesgo. Y aun cuando podemos comprender muy bien la resistencia de los afectados por el desastre ―judíos y alemanes― a examinar con demasiada detención el comportamiento de grupos o de personas individuales que parecen haberse salvado, o que debieran haberse salvado, del total colapso moral ―es decir, el comportamiento de las iglesias cristianas, de los dirigentes judíos, o de quienes atentaron contra Hitler el 20 de julio de 1944―, esta comprensible resistencia no es suficiente para justificar la evidente renuncia de todos los demás a emitir juicios centrados en responsabilidades individuales.
En la actualidad, son muchos los que están dispuestos a reconocer que la culpa colectiva, o, a la inversa, la inocencia colectiva, no existe, y que si verdaderamente existieran no habría individuos culpables o inocentes. Desde luego, esto no implica negar la existencia de la responsabilidad política, la cual existe con total independencia de los actos de los individuos concretos que forman el grupo, y, en consecuencia, no puede ser juzgada mediante criterios morales, ni ser sometida a la acción de un tribunal de justicia. Todo gobierno asume la responsabilidad
política
de los actos, buenos y malos, de su antecesor, y toda nación la de los acontecimientos, buenos o malos, del pasado. Cuando Bonaparte, tras la revolución, al acceder al poder en Francia, dijo: «Asumiré la responsabilidad de todo lo que Francia ha hecho, desde los tiempos de San Luis a los del Comité de Salud Pública», se limitó a manifestar, con cierto énfasis, una de las características básicas de la vida política. Hablando en términos generales, ello significa, ni más ni menos, que toda generación, debido a haber nacido en un ámbito de continuidad histórica, asume la carga de los pecados de sus padres, y se beneficia de las glorias de sus antepasados. Pero aquí, en esta hora, no nos hemos referido a este tipo de responsabilidad que no es personal, ya que únicamente en sentido metafórico puede uno decir que se
siente culpable
, no por lo que uno ha hecho, sino por lo que ha hecho el padre o el pueblo de uno. (Moralmente hablando, casi tan malo es sentirse culpable sin haber hecho nada concreto como sentirse libre de toda culpa cuando se es realmente culpable de algo.) Cabe concebir que llegue el día en que ciertas responsabilidades políticas de las naciones sean sometidas a la autoridad de un tribunal internacional; pero es inconcebible que tal tribunal sea un tribunal de lo penal que se pronuncie sobre la culpa o inocencia de individuos determinados.
La cuestión de la culpa o la inocencia individual, el acto de hacer justicia tanto al acusado como a la víctima, es la única finalidad de un tribunal de lo criminal. El proceso de Eichmann no constituyó una excepción, incluso teniendo en cuenta que los jueces se hallaron ante un delito que no constaba en los textos jurídicos, y ante un criminal sin paralelo entre cuantos se habían sentado en el banquillo en cualquier tiempo pasado, por lo menos antes del proceso de Nuremberg. El objeto del presente informe ha sido determinar hasta qué punto el tribunal de Jerusalén consiguió satisfacer las exigencias de la Justicia.
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