Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (50 page)

En cuanto se me alcanza, la jurisprudencia tan solo dispone de dos conceptos para enfrentarse con todas las cuestiones anteriormente referidas, y ambos son conceptos, en mi opinión, insuficientes para la finalidad a que están destinados. Se trata de los conceptos de «acto de Estado» y acto en obediencia de «órdenes superiores». En realidad, estos son los dos únicos conceptos que rigen la discusión de dichos temas, en los procedimientos judiciales usuales, y es generalmente la defensa quien los alega. La teoría del acto de Estado se basa en la consideración de que ningún Estado soberano puede ser juzgado por otro Estado, porque
par in parem non habet jurisdictionem
. Desde un punto de vista práctico, este argumento quedó ya invalidado en Nuremberg, y, desde un principio, carecía de posibilidades de éxito, por cuanto, caso de ser aceptado, ni siquiera a Hitler, la única persona que fue plenamente responsable en sentido estricto, podía pedírsele cuentas, lo cual hubiera sido contrario al más elemental sentido de la justicia. Sin embargo, muchos argumentos que en la práctica carecen de valor siguen en pie en el mundo de la teoría. Las habituales evasiones a la fuerza de dicho argumento poca validez tuvieron. Por ejemplo, se dijo que en los tiempos del
Tercer Reich
, Alemania estaba dominada por una pandilla de delincuentes a quienes difícilmente se podía atribuir el concepto de soberanía y, en consecuencia, el de paridad. Por una parte, nadie ignora que la analogía de la pandilla de criminales es de tan limitada aplicación que resulta prácticamente inaplicable, y, por otra parte, es innegable que los delitos se cometieron en el marco de un ordenamiento jurídico «legal». Esto último fue su más destacada característica.

Quizá podamos comprender el problema con mayor precisión si nos fijamos en que tras el concepto de actos de Estado se alza la teoría de la
raison d'État
. Según esta, los actos del Estado, Estado que administra la vida del país, así como las leyes que la rigen, no están sujetos a las mismas normas que regulan los actos de los ciudadanos. Del mismo modo que la imposición del cumplimiento de la ley, que tiene la finalidad de eliminar la violencia y la guerra de todos contra todos, necesitará siempre de los instrumentos de violencia a fin de mantenerse, también es cierto que el gobierno puede verse obligado a cometer actos generalmente considerados delictuosos, a fin de conseguir su propia supervivencia, y la supervivencia del imperio de la ley. Las guerras han sido frecuentemente justificadas mediante dicha argumentación, pero los actos de Estado criminales no solo ocurren en el campo de las relaciones internacionales, y, además, la historia de las naciones civilizadas nos ofrece muchos ejemplos de delictuosos actos de Estado interiores, como el asesinato del duque d'Enghien por Napoleón, o el asesinato del líder socialista Matteotti, del que probablemente fue culpable Mussolini.

Justa o injustamente, la
raison d'État
se basa en una
necesidad
, y los delitos estatales cometidos en nombre de aquella (que son actos plenamente delictuosos, según el ordenamiento jurídico imperante en el Estado en que ocurren) son considerados como medidas de emergencia, como concesiones hechas a los imperativos de la
Realpolitik
, a fin de conservar el poder y, de este modo, asegurar la continuidad del ordenamiento legal existente, globalmente considerado. En un normal sistema político y jurídico, tales delitos son excepciones a la norma, y no son objeto de castigo legal (la teoría alemana dice que son
gerichtsfrei
), debido a que está en juego la misma existencia del Estado, y ningún ente político exterior tiene el derecho de denegar a un Estado su derecho a la existencia o a imponerle los medios con los que conservarla. Sin embargo, tal como es de ver en la historia de la política judía del
Tercer Reich
, en un Estado fundado en principios criminales, la situación queda invertida. En este caso, un acto no criminal (como, por ejemplo, la orden dada por Himmler, en los últimos días del verano de 1944, de suspender las deportaciones de judíos) deviene una concesión impuesta por una realidad, que, en el ejemplo dado, era la inminencia de la derrota. Y aquí surge la siguiente pregunta: ¿qué naturaleza tiene la soberanía de un Estado de este género? Y además: ¿acaso no se ha situado este Estado fuera del principio de paridad (
par in parem non habet jurisdictionem
) que le otorga el derecho internacional? ¿Acaso por
par in parem
entendemos solamente los externos atributos protocolarios anejos a la soberanía? ¿O significa también una igualdad o equivalencia sustantiva? ¿Cabe aplicar a un Estado en el que el delito es norma legalizada el mismo principio que aplicamos a aquel otro en el que la violencia y el delito son la excepción, y se dan en casos extremos únicamente?

La insuficiencia práctica de estos conceptos jurídicos en orden a solucionar los problemas planteados por los hechos delictuosos objeto de los juicios a que nos referimos queda todavía más patente en el caso del concepto de actos ejecutados en cumplimiento de órdenes superiores. El tribunal de Jerusalén se sirvió, para contrarrestar el argumento de la defensa, de largas citas de textos jurídicos, en materia de justicia penal y castrense, de diversos países civilizados, en especial de Alemania, ya que bajo el régimen de Hitler los artículos que regulaban estas materias no fueron derogados. Todos los textos coincidían en un punto: las órdenes criminales no deben ser obedecidas. Además, el tribunal de Jerusalén se refirió a un caso ocurrido en Israel algunos años atrás: unos soldados israelitas, acusados de haber dado muerte a la población civil de un pueblecito fronterizo árabe, poco después del inicio de la campaña del Sinaí, comparecieron en juicio. Las gentes del pueblo en cuestión habían permanecido fuera de sus casas, después del toque de queda, sin que al parecer se hubieran enterado de este. Desgraciadamente, al examinar más detenidamente este paralelo se advierte que en dos puntos se diferencian los términos objeto de comparación. Ante todo, debemos recordar que la relación entre norma y excepción, que es de importancia primordial a los efectos de atribuir carácter delictivo a la orden ejecutada por un subordinado, había quedado invertida en el caso de Eichmann. Así vemos que basándonos en esta realidad no cabe sino defender a Eichmann cuando no cumplió determinadas órdenes de Hitler, o cuando las cumplió de manera muy vacilante, por cuanto eran manifiestas excepciones a la norma imperante. La sentencia consideró que tal comportamiento de Eichmann tenía naturaleza altamente acusatoria, lo cual, si bien comprensible, no es demasiado coherente. Lo dicho puede apreciarse con claridad si prestamos atención a la jurisprudencia de los tribunales militares israelitas que los juzgadores de Eichmann citaron en apoyo de su tesitura. Tal jurisprudencia decía que para desobedecer una orden es necesario que esta sea «manifiestamente ilícita», la ilicitud «debe ondear como una bandera negra, como un aviso que diga
Prohibido
». En otras palabras, para que el soldado pueda calificarla de «manifiestamente ilícita», la orden debe violar, con carácter insólito, las normas del sistema jurídico a que el soldado está habituado. En esta materia, la jurisprudencia israelita coincide plenamente con la de los restantes países. No cabe duda de que al redactar estos artículos, el legislador preveía el caso de que un oficial perdiera el juicio y diera a sus subordinados la orden, por ejemplo, de dar muerte a otro oficial. En un proceso normal sobre un caso de esta naturaleza, quedaría claramente establecido desde su inicio que al soldado no se le pedía que consultara la voz de su conciencia, o la de «un sentimiento de justicia profundamente arraigado en la conciencia humana, que también oyen aquellos poco versados en leyes... siempre y cuando no sean ciegos o su corazón no se haya endurecido y corrompido». En vez de eso, el soldado debía saber distinguir entre la norma y la insólita y chocante excepción. El Código de Justicia Militar alemán, por lo menos, hace constar explícitamente que la voz de la conciencia no es suficiente. Su artículo 48 dice: «El que una persona estime que la conducta observada ha sido exigida por su conciencia o por los preceptos de su religión, no excluye la punibilidad de sus actos u omisiones». Y uno de los argumentos esgrimidos por el tribunal israelita tiene la destacada característica de afirmar que el sentido de justicia arraigado en lo más profundo de todos los seres humanos solamente sirve para suplir la falta de conocimiento de las leyes. La validez de esta afirmación se basa en la presunción de que la ley únicamente contiene lo que la conciencia de todo hombre proclama.

Si aplicamos inteligentemente la totalidad de los anteriores razonamientos a Eichmann, tendremos que concluir que este actuó, en todo momento, dentro de los límites impuestos por sus obligaciones de conciencia: se comportó en armonía con la norma general; examinó las órdenes recibidas para comprobar su «manifiesta» legalidad, o normalidad, y no tuvo que recurrir a la consulta con su «conciencia», ya que no pertenecía al grupo de quienes desconocían las leyes de su país, sino todo lo contrario.

La segunda razón por la que el argumento basado en la comparación antes citada resultaba deficiente hacía referencia a la práctica seguida por los tribunales, consistente en admitir la alegación de «órdenes superiores» como circunstancia atenuante muy calificada, práctica que la sentencia dictada contra Eichmann no mencionaba explícitamente. La sentencia citaba el caso, antes referido, de la matanza de los habitantes árabes de Kfar Kassem, como prueba de que los tribunales israelitas no exoneran a un acusado, en virtud de haber recibido «órdenes superiores». Y efectivamente así es, ya que los soldados israelitas fueron condenados por homicidio, pero el hecho de haber recibido órdenes superiores fue considerado como circunstancia atenuante de tal peso que se les impusieron penas de prisión relativamente leves. Cierto es que, en este caso, se juzgó un hecho aislado, no, como en el caso de Eichmann, unas actividades desarrolladas en el curso de varios años, en las que los delitos se sucedían constantemente. Pese a todo, era indudable que Eichmann había actuado siempre en el cumplimiento de órdenes superiores, y si hubiera sido juzgado aplicándole las normas del derecho israelita común, hubiese sido muy difícil condenarle a la pena capital. La verdad es que el derecho israelita, teórica y prácticamente, al igual que los ordenamientos jurídicos de los restantes países, no puede sino reconocer que las «órdenes superiores», incluso cuando su ilicitud es «manifiesta», afectan gravemente al normal funcionamiento de la conciencia humana.

Lo anterior es solamente un ejemplo entre los muchos que existen encaminados a demostrar la insuficiencia de los vigentes ordenamientos jurídicos y de los actuales conceptos de la jurisprudencia, en orden a hacer justicia en lo referente a las matanzas administrativas organizadas por la burocracia estatal. Si examinamos más detenidamente esta cuestión, advertiremos sin dificultad que los jueces que actuaron en todos los juicios a los que nos referimos dictaron sentencia teniendo en cuenta únicamente la monstruosidad de los hechos. En otras palabras, juzgaron libremente, sin fundar su juicio en los criterios y precedentes jurídicos alegados con mayor o menor fuerza de convicción para justificar sus decisiones. Esto fue ya evidente en Nuremberg, donde los jueces declararon, por una parte, que el «delito contra la paz» era el más grave de todos los demás delitos, pero, por otra parte, en realidad solamente impusieron la pena de muerte a aquellos acusados que habían participado en la comisión del nuevo delito de matanzas administrativas, supuestamente considerado de menor gravedad que la conspiración contra la paz. Es muy tentador dedicar cierta atención a esta y otras incoherencias ocurridas en un ámbito tan obsesionado por la coherencia. Pero, naturalmente, no podemos hacerlo aquí.

Queda un problema fundamental que estuvo implícitamente presente en todos los procesos de posguerra, y al que aquí debemos referirnos por cuanto concierne a una de las más relevantes cuestiones morales de todos los tiempos, a saber, la naturaleza y función del juicio humano. En estos procesos, en los que los acusados habían cometido delitos «legales», se exigió que los seres humanos fuesen capaces de distinguir lo justo de lo injusto, incluso cuando para su guía tan solo podían valerse de su propio juicio, el cual, además, resultaba hallarse en total oposición con la opinión, que bien podía considerarse unánime, de cuantos les rodeaban. Y este problema alcanza mayor gravedad cuando recordamos que quienes fueron lo bastante «arrogantes» para confiar tan solo en su propio juicio eran seres idénticos a aquellos otros que siguieron fieles a los viejos valores y se guiaron por sus creencias religiosas. Debido a que la sociedad respetable había sucumbido, de una manera u otra, ante el poder de Hitler, las máximas morales determinantes del comportamiento social y los mandamientos religiosos ―«no matarás»― que guían la conciencia habían desaparecido. Los pocos individuos que todavía sabían distinguir el bien del mal se guiaban solamente mediante su buen juicio, libremente ejercido, sin la ayuda de normas que pudieran aplicarse a los distintos casos particulares con que se enfrentaban. Tenían que decidir en cada ocasión de acuerdo con las específicas circunstancias del momento, porque ante los hechos sin precedentes no había normas.

Las controversias provocadas por la aparición de la presente obra, así como aquellas otras, en tantos aspectos parecidas a las primeras, suscitadas por la obra de Hochhuth,
El Vicario
, demuestran hasta qué punto los hombres de nuestro tiempo están preocupados por la cuestión del juicio humano, o, como a menudo se ha dicho, por el hecho de que haya gente capaz de «juzgar al prójimo». De estas discusiones no han surgido tendencias nihilistas o cínicas, como cabía esperar, sino una extraordinaria confusión sobre las más elementales cuestiones morales, de tal manera que parece que, en nuestros tiempos, lo último que verdaderamente cabe esperar, en estas materias, es la existencia de un cierto instinto moral. En el curso de estas controversias se han sentado muchas conclusiones curiosas que parecen especialmente reveladoras. Así vemos que algunos hombres de letras norteamericanos han proclamado la ingenua creencia de que la tentación y la coacción son una misma cosa, y que a nadie debe pedirse que resista la tentación. (Si alguien pone la boca de una pistola en nuestro pecho y nos pide que matemos a nuestro mejor amigo, debemos matarle, pura y simplemente. O bien, como se arguyó ―hace algunos años, con respecto a un escándalo, ocurrido en un concurso de preguntas y respuestas, en el que un profesor de segunda enseñanza engañó al público―, cuando una elevada suma de dinero está en juego, ¿quién es capaz de resistirse?) La argumentación según la cual aquellos que no estuvimos presentes e implicados en los acontecimientos no podemos juzgar parece convencer a la mayoría, en cualquier lugar del mundo, pese a que es evidente que si fuera justa, tanto la administración de justicia como la labor del historiador no serían posibles. Por otra parte, el reproche de irreflexiva severidad para con el prójimo, dirigido contra aquellos que osan juzgar, es muy antiguo; sin embargo, tal antigüedad no le confiere validez. Incluso el juez que condena a un asesino, puede decir cuando se dirige a su hogar: «Gracias, Señor, por la libertad de que gozo, sin tu gracia no la tendría». Todos los judíos alemanes han condenado unánimemente la oleada de coordinación del pueblo alemán, que a partir de 1931 fue convirtiendo día tras día a los judíos en parias. ¿Cabe concebir que ni siquiera un judío alemán llegara a preguntarse cuántos individuos, entre los de su clase, hubieran actuado igual que los alemanes, si se hubieran hallado en sus circunstancias? Pero ¿la condena de aquella oleada coordinadora es en nuestros días injusta, debido a la razón alegada?

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