Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (22 page)

Si bien la improcedencia jurídica de estas declaraciones, que tanto tiempo consumieron, fue siempre lamentablemente clara, también es cierto que las intenciones del gobierno israelita, al proponerlas como medio de prueba, no fueron menos claras. Hausner (o, digamos, Ben Gurión) probablemente quisieron demostrar que si alguna resistencia hubo, esta provino de los grupos sionistas, como si, entre todos los judíos, únicamente los sionistas supieran que, cuando no se puede evitar la muerte, siempre vale la pena luchar para salvar el honor, como dijo la señora Zuckerman; que lo peor que puede ocurrirle a un ser humano, cuando se halla en tales circunstancias, es ser y conservarse «inocente», tal como demostró con toda claridad el tenor general de las declaraciones de la señora Zuckerman. Sin embargo, estas «intenciones» políticas no surtieron el efecto pretendido, ya que los testigos dijeron la verdad y declararon ante el tribunal que todas las organizaciones y partidos judíos tuvieron su intervención en la resistencia, por lo cual la verdadera distinción no era la que separaba a los sionistas de los no sionistas, sino a los individuos organizados de los que no lo estaban, y, más importante todavía, a los jóvenes de los de media edad. Cierto es que quienes resistieron a los nazis constituían una minoría, una minúscula minoría, pero en las circunstancias en aquel entonces imperantes, «era un milagro», tal como hizo constar un testigo, «que tal minoría existiera».

Prescindiendo de consideraciones jurídicas, la comparecencia en estrados de aquellos que formaron parte de la resistencia judía fue bienvenida por todos los presentes, por cuanto contribuyó a disipar el triste espectro de cooperación universal, la sofocante y emponzoñada atmósfera que rodeó la Solución Final. El hecho, harto conocido, de que el trabajo material de matar, en los centros de exterminio, estuviera a cargo de comandos judíos quedó limpia y claramente establecido por los testigos de la acusación, quienes explicaron que estos comandos trabajaban en las cámaras de gas y en los crematorios, que arrancaban los dientes de oro y cortaban el cabello a los cadáveres, que cavaron las tumbas, y, luego, las volvieron a abrir para no dejar rastro de los asesinatos masivos, que fueron técnicos judíos quienes construyeron las cámaras de gas de Theresienstadt, centro este en el que la «autonomía» judía había alcanzado tal desarrollo que incluso el verdugo al servicio de la horca era judío. Pero todo lo anterior era tan solo horrible y no planteaba ningún problema moral. La selección y clasificación de los trabajadores en los campos de exterminio era efectuada por los hombres de las SS, quienes tenían especial predilección por los delincuentes, aunque, de todos modos, su selección tan solo podía estar inspirada en criterios perjudiciales para los judíos en general. (Esto último quedó especialmente de manifiesto en Polonia, donde los nazis exterminaron a un alto porcentaje de judíos cultos, al mismo tiempo que mataban a los intelectuales y miembros de las profesiones liberales polacos, lo cual, dicho sea incidentalmente, contrasta con la política seguida en la Europa occidental, en donde procuraron salvar a los judíos prominentes, a fin de canjearlos por civiles alemanes internados o prisioneros de guerra; en un principio BergenBelsen fue un campo destinado a «judíos de canje».) El problema moral radicaba en la parte de verdad que había en las declaraciones de Eichmann al referirse a la colaboración de los judíos, incluso teniendo en cuenta las circunstancias propias de la Solución Final. «La composición del Consejo Judío [en Theresienstadt] y la distribución del trabajo quedó a discreción del propio Consejo, excepto el nombramiento del presidente, es decir, la determinación de quién ocuparía el puesto de presidente, que reservamos a nuestra competencia, como es lógico. Sin embargo, tal nombramiento no revestía la forma de una decisión dictatorial. Los funcionarios judíos con quien estábamos en constante relación tenían que ser tratados, bueno, digamos, con guante blanco... No les dábamos órdenes tajantes por la sencilla razón de que si los altos funcionarios judíos hubieran recibido órdenes en los términos “debes hacer esto”, “mandamos aquello”, esto tan solo hubiera servido para crearnos mayores dificultades. Cuando a una persona no le gusta el trabajo que hace, los efectos se dejan sentir prontamente... Hicimos cuanto pudimos para que el trabajo de estos funcionarios resultara agradable.» No cabe duda de que así fue. El problema radica en saber cómo lo consiguieron.

Así pues, la más grave omisión en el «cuadro general» fue la de aquellas declaraciones referentes a la colaboración entre los dirigentes nazis y las autoridades judías, que hubieran dado ocasión a formular la siguiente pregunta: «¿Por qué colaboró aquella gente en la destrucción de su propio pueblo; a fin de cuentas, en labrar su propia ruina?». El único testigo que había sido miembro destacado de un
Judenrat
fue Pinchas Freudiger, ex barón Philip von Freudiger, de Budapest. En el curso de su declaración se produjeron los únicos incidentes dignos de mención ocurridos durante el juicio; el público le increpó a gritos, en yiddish y en húngaro, y el tribunal tuvo que interrumpir la sesión. Freudiger, judío ortodoxo de gran dignidad personal, quedó anonadado. Dijo: «Aquí hay gente que dice que se les advirtió que mejor sería que no intentaran huir. Pero no hay que olvidar que el cincuenta por ciento de los que escaparon fueron capturados y ejecutados» ―contra el noventa y nueve por ciento, entre los que no escaparon―. «¿Adónde podían ir? ¿Adónde podían huir?», pero el propio Freudiger huyó a Rumania porque era rico, y Wisliceny le ayudó. «¿Qué podíamos hacer en esas circunstancias? ¿Qué podíamos hacer?» La única contestación a esta pregunta fue dada por el presidente del tribunal: «No creo que sus palabras contesten la pregunta formulada». Pregunta que no formuló el tribunal, sino el público asistente.

Los magistrados se refirieron dos veces al tema de la colaboración. El juez Yitzak Raveh logró que uno de los testigos reconociera que «la policía del gueto» era «un instrumento más en manos de los asesinos», y también consiguió que el testigo en cuestión dijera que «la política del
Judenrat
consistía en cooperar con los nazis». El juez Halevi consiguió, con sus repreguntas, que Eichmann reconociera que los nazis consideraban que esta colaboración constituía la piedra angular de su política con respecto a los judíos. Sin embargo, la pregunta que el fiscal formulaba invariablemente a todos los testigos, salvo a aquellos que lucharon en las filas de la resistencia clandestina, y que tan natural parecía a quienes no conocían los antecedentes ambientales, la pregunta «¿Por qué no se rebeló usted?», cumplía en realidad la función de cortina de humo que ocultaba otra pregunta no formulada. Y por esto todas las contestaciones dadas a la incontestable pregunta del fiscal estuvieron muy lejos de ser «la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad». Cierto era que el pueblo judío, globalmente considerado, no estaba organizado, que no poseía territorio, que no disponía de un gobierno, ni de un ejército, y que, en el momento en que más lo necesitaba, tampoco tuvo un gobierno en el exilio que le representara ante los aliados (la Organización Judía para Palestina, presidida por el doctor Weizmann, era, a lo sumo, un sucedáneo), carecía de armas y de jóvenes con formación militar. Pero también era verdad que existían organizaciones comunales judías, y organizaciones de ayuda, tanto de alcance local como de alcance internacional. Allí donde había judíos había asimismo dirigentes judíos, y estos dirigentes, casi sin excepción, colaboraron con los nazis, de un modo u otro, por una u otra razón. La verdad era que si el pueblo judío hubiera carecido de toda organización y de toda jefatura, se hubiera producido el caos, y grandes males hubieran sobrevenido a los judíos, pero el número total de víctimas difícilmente se hubiera elevado a una suma que oscila entre los cuatro millones y medio y los seis millones. (Según los cálculos de Freudiger, la mitad de ellos hubieran podido salvarse si no hubieran seguido las instrucciones que les dieron los consejos judíos. Se trata desde luego de una estimación aproximada, pero este porcentaje concuerda con las cifras bastante dignas de crédito de que disponemos con referencia a lo ocurrido en Holanda, obtenidas por el doctor L. de Jong, jefe del Instituto Holandés de Documentos de Guerra. En Holanda, donde el Joodsche Raad, al igual que todas las autoridades holandesas, no tardó en convertirse en instrumento de los nazis, 103.000 judíos fueron deportados a los campos de exterminio y unos cinco mil a Theresienstadt, merced, como de costumbre, a la colaboración del Consejo Judío. Tan solo quinientos diecinueve judíos regresaron de los campos de exterminio. Por el contrario, diez mil de aquellos veinte o veinticinco mil que huyeron de los nazis ―y, en consecuencia, de la obediencia a los consejos judíos― y se ocultaron, lograron sobrevivir. De nuevo nos encontramos ante un porcentaje del cuarenta al cincuenta por ciento de supervivientes. Casi todos los judíos enviados a Theresienstadt regresaron a Holanda).

Me he detenido a considerar este capítulo de la historia de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, capítulo que el juicio de Jerusalén no puso ante los ojos del mundo en su debida perspectiva, por cuanto ofrece una sorprendente visión de la totalidad del colapso moral que los nazis produjeron en la respetable sociedad europea, no solo en Alemania, sino en casi todos los países, no solo entre los victimarios, sino también entre las víctimas. Eichmann, a diferencia de otros individuos del movimiento nazi, siempre tuvo un inmenso respeto hacia la «buena sociedad»; y los buenos modales de que hacía gala ante los funcionarios judíos de habla alemana eran, en gran medida, el resultado de reconocer que trataba con gente socialmente superior a él. Eichmann no era, ni mucho menos, como un testigo le motejó, un
Landsknechtnatur
, un mercenario, que quería huir a regiones en las que no se observaran los Diez Mandamientos y en las que un hombre pudiera hacer lo que quisiera. Hasta el último instante, Eichmann creyó fervientemente en el éxito, el criterio que mejor le servía para determinar lo que era la «buena sociedad». Características de Eichmann fueron sus últimas palabras acerca de Hitler, a quien Eichmann y su camarada Sassen decidieron «dar poca importancia» en su relato. Eichmann dijo que Hitler «quizá estuviera totalmente equivocado, pero una cosa hay que no se le puede negar: fue un hombre capaz de elevarse desde cabo del ejército alemán a
Führer
de un pueblo de ochenta millones de personas... Para mí, el éxito alcanzado por Hitler era razón suficiente para obedecerle». La conciencia de Eichmann quedó tranquilizada cuando vio el celo y el entusiasmo que la «buena sociedad» ponía en reaccionar tal como él reaccionaba. No tuvo Eichmann ninguna necesidad de «cerrar sus oídos a la voz de la conciencia», tal como se dijo en el juicio, no, no tuvo tal necesidad debido, no a que no tuviera conciencia, sino a que la conciencia hablaba con voz respetable, con la voz de la respetable sociedad que le rodeaba.

El hecho de que no hubiera voces procedentes del exterior que despertaran su conciencia fue uno de los argumentos esgrimidos por Eichmann, y la correlativa tarea de la acusación fue demostrar que no era este el caso, que realmente existían voces del exterior que bien hubiera podido escuchar, y que, de todos modos, Eichmann había llevado a cabo su tarea con un entusiasmo que superaba en mucho el exigido por el mero cumplimiento del deber. Y esto último resultó ser verdad, salvo en cuanto ―por extraño que parezca― su celo de asesino no era en modo alguno totalmente independiente de la ambigüedad de las voces de aquellos que, en alguna que otra ocasión, intentaron templar un poco su entusiasmo. Aquí será preciso que nos refiramos, aunque solo sea de pasada, a la llamada «emigración interior» de los alemanes. Nos referimos a la actitud de aquellos individuos que frecuentemente ocuparon cargos, incluso altos cargos, en el
Tercer Reich
, y que, después de la guerra, se dijeron a sí mismos, y proclamaron a los cuatro vientos, que siempre se «opusieron internamente» al régimen. El problema, en este caso, no radica en averiguar si decían la verdad o no, antes bien consiste en hallar la razón por la cual, en la Alemania de Hitler, donde tanto abundaban los secretos, no hubo jamás secreto mejor guardado que este de la «oposición interna». En el ambiente de terror imperante en la Alemania nazi, guardar tal secreto era absolutamente imprescindible. Tal como un «emigrante interior», bastante conocido, y que ciertamente creía en su propia sinceridad, me dijo en cierta ocasión, todos tenían la obligación de aparecer «exteriormente» incluso más nazis que los nazis normales, a fin de poder guardar su secreto. (Incidentalmente, esto quizá explique por qué las pocas protestas de que tenemos noticia contra el programa de exterminio no fueron formuladas por los altos jefes del ejército, sino por antiguos miembros del partido.) En consecuencia, la única posible manera de vivir en el
Tercer Reich
y de no comportarse como un nazi consistía en no dar muestras de vida. «La abstención de toda participación significativa en la vida pública» era el único criterio útil para medir la culpabilidad individual, como Otto Kirchheimer observó recientemente en
Political Justice
(1961). La denominación «emigrante interior» tan solo adquiere sentido cuando se aplica al individuo que vivía «como exiliado entre las gentes de su propio pueblo, que vivía rodeado de una masa animada por una fe ciega», tal como dijo el profesor Hermann Jahrreiss en su «Informe general de todos los defensores» ante el tribunal de Nuremberg. Y esto era así por cuanto la oposición resultaba «totalmente estéril», habida cuenta de la absoluta carencia de organización. Cierto es que hubo alemanes que vivieron doce años en este ambiente de «frialdad exterior», pero su número era insignificante, incluso entre los resistentes. En los últimos años el término «emigración interior» (que en sí mismo resulta de significado un tanto equívoco, ya que tanto puede referirse a una emigración hacia las capas más profundas del alma, como a una manera de comportarse cual si uno fuera un emigrante) se ha convertido casi en un chiste. El siniestro doctor Otto Bradfisch, antiguo miembro de uno de los
Einsatzgruppen
, y que presidió el asesinato de por lo menos quince mil individuos, afirmó ante un tribunal alemán que siempre se «opuso interiormente» a lo que hacía. Quizá necesitaba la muerte de quince mil hombres, a fin de tener una coartada con la que protegerse ante los «verdaderos nazis». (Esta misma argumentación fue empleada, aunque con menos éxito, ante un tribunal polaco por el ex
Gauleiter
del Warthegau Arthur Greiser: solamente su «alma oficial» había cometido los crímenes por los que fue ahorcado en 1946, su «alma privada» siempre los repudió.)

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