Read Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal Online
Authors: Hannah Arendt
En septiembre de 1941, poco después de sus primeras visitas oficiales a los campos de exterminio del Este, Eichmann organizó su primera deportación masiva de Alemania y su Protectorado, en cumplimiento del «deseo» de Hitler, quien había ordenado a Himmler que dejara al Reich
judenrein
lo antes posible. En la primera expedición fueron veinte mil judíos de Renania y cinco mil gitanos. Y en ella ocurrió algo un tanto extraño. Eichmann, quien nunca había tomado una decisión, quien siempre procuraba actuar «amparado» por las órdenes recibidas, quien ―como atestiguaron las declaraciones libremente prestadas de prácticamente todos aquellos que trabajaron a sus órdenes― ni siquiera gustaba de hacer sugerencias, y solicitaba siempre «órdenes», tomó, en la ocasión antes citada, «por primera y última vez», una iniciativa que contradecía las órdenes recibidas: en lugar de mandar a los deportados a territorio ruso, a Riga o Minsk, donde hubieran sido inmediatamente asesinados a tiros por los
Einsatzgruppen
, los mandó al gueto de Lódz, donde le constaba no se habían terminado los preparativos para proceder al exterminio; aunque ello se debiera únicamente a que el administrador de este gueto, un tal
Regierungspräsident
Uebelhör, había ingeniado abundantes métodos para sacar provecho de «sus» judíos. (En realidad, Lódz fue el primer gueto que se estableció y el último que se clausuró; los individuos de su población que no murieron de hambre o víctimas de las enfermedades sobrevivieron hasta el verano de 1944.) Esta decisión debía de causar a Eichmann graves quebraderos de cabeza. El gueto estaba atestado, y el señor Uebelhör no gozaba de humor para dar la bienvenida a los recién llegados enviados por Eichmann, ni tampoco disponía de espacio en donde acomodarlos. Tal era su mal humor que llegó incluso a quejarse a Himmler, diciéndole que Eichmann le estaba engañando, a él y a sus subordinados, con mentiras «de chalán, aprendidas de los gitanos». Himmler, al igual que Heydrich, protegió a Eichmann, y el asunto quedó pronto perdonado y olvidado.
El primero en olvidarlo fue el propio Eichmann, quien no lo mencionó a la policía en el curso de los interrogatorios, ni tampoco lo hizo constar en sus memorias. Cuando, ante el tribunal, fue interrogado por su abogado defensor, quien le mostró los documentos concernientes al incidente en cuestión, Eichmann insistió en que en aquella ocasión se le había ofrecido una alternativa, un margen para la elección: «En este caso, tuve, por primera y última vez, la posibilidad de elegir... Una alternativa era Lódz Y si Lódz ofrecía dificultades, aquella gente debía ser enviada más al este. Como sea que yo había sido testigo de los preparativos que se habían efectuado, tomé la decisión de hacer cuanto estuviera en mi mano para mandar a aquella gente a Lódz». De esta anécdota el defensor intentó inferir que el acusado había salvado cuantos judíos pudo, lo cual evidentemente no se ajustaba a la realidad. El fiscal, quien repreguntó a Eichmann con referencia a los mismos hechos, quiso demostrar que el mismo Eichmann era quien decidía el destino final de todas las expediciones, y que, en consecuencia, era quien decidía si tal o cual expedición debía ser exterminada o no, lo cual tampoco se ajustaba a la realidad. Por fin, la explicación dada por Eichmann, es decir, que él no había desobedecido orden alguna, sino que tan solo se había aprovechado de la oportunidad de elegir lo que se le ofrecía, tampoco se ajustaba a la realidad, ya que, como él bien sabía, en el gueto de Lódz había evidentes dificultades de alojamiento, por lo que su orden, a fin de cuentas, significaba: destino final, Minsk o Riga. Pese a que Eichmann había olvidado dicho incidente, este fue evidentemente el único caso en que de verdad intentó salvar de la muerte a un grupo de judíos. Sin embargo, tres semanas después de acaecidos estos hechos, se celebró en Praga una conferencia convocada por Heydrich, en el curso de la cual Eichmann declaró que «los campos utilizados para la detención de rusos comunistas [clase de individuos que debían ser liquidados sobre el terreno por los
Einsatzgruppen
], bien pueden dar cobijo a judíos», y que, a este efecto, «había llegado a un acuerdo» con los comandantes de dichos campos. En esta reunión también se discutió el asunto de las dificultades en que se encontraba el gueto de Lódz, y se resolvió mandar cincuenta mil judíos del Reich (incluyendo Austria, Bohemia y Moravia) a los centros de operaciones de los
Einsatzgruppen
en Riga y Minsk. Por eso, quizá ahora podamos contestar la pregunta del juez Landau ―la pregunta que preocupaba mayormente a cuantos siguieron de cerca el juicio―, a saber: ¿tenía o no tenía conciencia, el acusado? Sí, la tenía. Y su conciencia funcionó tal como cabía esperar, durante cuatro semanas. Después, comenzó a funcionar en sentido contrario.
Incluso durante aquellas semanas en que la conciencia de Eichmann funcionó normalmente, este funcionamiento tuvo lugar dentro de muy raros límites. Debemos recordar que semanas e incluso meses antes de que fuera informado de las órdenes dadas por el
Führer
, Eichmann estaba ya al corriente de la criminal conducta de los
Einsatzgruppen
en el Este. Sabía que inmediatamente detrás de las primeras líneas alemanas todos los funcionarios rusos («comunistas»), todos los polacos miembros de las profesiones liberales y todos los judíos nativos eran muertos a tiros, masivamente. Además, en julio del mismo año, pocas semanas antes de que Heydrich le llamara a su presencia, Eichmann había recibido un memorando firmado por un individuo de las SS con destino en el Warthegau, diciéndole que «el próximo invierno, no podremos dar de comer a los judíos», y añadiendo que quizá «la solución humanitaria consista en matar, por medios más rápidos que el hambre, a cuantos judíos no estén en disposición de trabajar. Esto sería, por lo menos, no tan desagradable como dejarlos morir de inanición». En carta adjunta a dicho memorando, el autor del mismo decía al «querido camarada Eichmann» que «estas cosas parecen un tanto fantásticas, pero son plenamente factibles». Esta observación demuestra que el corresponsal de Eichmann todavía ignoraba la mucho más «fantástica» orden del
Führer
, pero la carta también demuestra hasta qué punto dicha orden se presentía en el ambiente general. Eichmann nunca mencionó esta carta, cuyo texto probablemente no le sorprendió ni pizca. La sugerencia se refería solamente a los judíos nativos, no a los judíos del Reich, ni a los de los demás países occidentales. La conciencia de Eichmann se rebelaba ante la perspectiva de asesinar a los judíos alemanes, pero no ante la del asesinato en general. («Jamás he negado que sabía que los
Einsatzgruppen
tenían órdenes de matar, pero ignoraba que los judíos del Reich transportados al Este fueron objeto de este trato. Esto es lo que yo ignoraba.») Del mismo modo reaccionaba la conciencia de cierto Wilhem Kube, viejo miembro del partido y
Generalkommissar
en la Rusia ocupada, que se indignó al ver llegar a judíos alemanes, algunos condecorados con la Cruz de Hierro, a Minsk para ser objeto de «tratamiento especial». Como sea que Kube sabía expresarse mejor que Eichmann, sus palabras quizá nos den una idea de lo que pensaba este durante el período en que la conciencia le atormentó. En diciembre de 1944, Kube escribió a su superior: «Ciertamente, soy un hombre duro, plenamente dispuesto a colaborar en la solución del problema judío, pero los individuos que proceden de nuestro propio medio cultural son ciertamente distintos de los que constituyen las animalizadas hordas nativas». Esta clase de conciencia que, caso de rebelarse, tan solo se rebelaba ante el asesinato de hombres «procedentes de nuestro propio medio cultural» ha sobrevivido al tiempo del imperio del régimen de Hitler. Actualmente, persiste entre los alemanes una tenaz propensión a «propalar la información tendenciosa» de que «únicamente» los
Ostjuden
, los judíos de la Europa oriental, fueron víctimas de las matanzas.
También es preciso consignar que este criterio en cuya virtud se hace una distinción entre el asesinato de gentes «cultas» y el de gentes «primitivas», no es monopolio del pueblo alemán. Harry Mullisch, al leer el informe del profesor Salo W. Baron sobre los logros culturales y espirituales del pueblo judío, se formuló los siguientes interrogantes: «¿Las matanzas de judíos hubieran sido un mal menos grave, en el caso de que estos fueran un pueblo carente de cultura, cual el pueblo gitano que también se pretendió exterminar? ¿Cabe atribuir más malignidad al asesinato de seres humanos cuando con ello se destruye una cultura?». Y cuando Mullisch dirige estas preguntas al fiscal general, la respuesta es la siguiente: «Él [Hausner] cree que sí, yo creo que no». ¿Cómo podemos olvidar este interrogante, enterrar la inquietante duda en el pasado, cuando en una reciente película, titulada
Dr. Strangelove
, un raro enamorado de la bomba ―caracterizado, cierto es, como un típico nazi― propone que se seleccione a unos cientos de miles de personas, que se salvarán del inminente desastre gracias a protegerse en refugios subterráneos? ¡Y los seleccionados son los que, en los tests, demuestran un más alto coeficiente de inteligencia!
Este problema de conciencia, que tanto preocupó en Jerusalén, no fue, ni mucho menos, ignorado por el régimen nazi. Al contrario, en vista de que los participantes en la conspiración contra Hitler, de julio de 1944, rara vez mencionaron las matanzas del Este en su correspondencia o en las manifestaciones que prepararon para el caso de que el atentado contra Hitler llegara a feliz término, sentimos la tentación de concluir que los nazis daban extraordinaria importancia práctica al problema. Al considerar este problema, podemos muy bien prescindir de la primeriza oposición alemana a Hitler, de aquella oposición que todavía era antifascista y que consistía en un movimiento de la izquierda que, por principio, no concedía la menor importancia a los problemas morales, y menos aún a la persecución de los judíos, considerada como una mera maniobra para apartar la atención de la lucha de clases, lucha que, en opinión de la izquierda, determinaba absolutamente el escenario político. Además, esta oposición había desaparecido totalmente en el período a que nos referimos. Había quedado destruida por las SS en sus campos de concentración, y por la Gestapo en sus sótanos, había quedado desarticulada por la situación del pleno empleo existente gracias al rearme, desmoralizada por la táctica comunista de ingresar en el partido de Hitler a fin de formar en él un «caballo de Troya». Lo que quedaba de esta oposición al comenzar la guerra ―algunos jefes sindicales, algunos intelectuales de la «izquierda sin asiento», que ignoraban, y no tenían medio de dejar de ignorarlo, si sus creencias tenían cierto apoyo popular o no― adquirió cuanta importancia llegó a tener merced, únicamente, a la conspiración que debía culminar en los actos del 20 de julio. (Desde luego, es totalmente inaceptable medir la fuerza de la resistencia alemana por el número de alemanes que pasaron por los campos de concentración. Antes del estallido de la guerra, los recluidos en campos de concentración pertenecían a muy diversas clasificaciones, muchas de las cuales no guardaban relación alguna con la de resistentes políticos; allí había individuos totalmente «inocentes», como los judíos; gente «asocial», como delincuentes reincidentes y homosexuales nazis condenados por alguna razón u otra, etcétera, etcétera. Durante la guerra, los campos de concentración estuvieron atestados de resistentes de los «maquis» de todos los países de Europa ocupados por los alemanes.)
La mayoría de los conspiradores del mes de julio eran, en realidad, antiguos nazis o individuos que habían ocupado altos cargos en el
Tercer Reich
. Lo que les situó en la oposición no fue el problema judío, sino el hecho de que Hitler estuviera preparando una guerra. Los interminables conflictos y crisis de conciencia que los atormentaban giraban todos, casi exclusivamente, en torno al problema de la alta traición y de la violación de su juramento de fidelidad a Hitler. Además, se encontraron ante un dilema que verdaderamente era irresoluble: en los días de los triunfos de Hitler consideraron que nada podían hacer porque el pueblo no les comprendería, pero en los días de la derrota de Alemania temían dar lugar con su actitud al nacimiento de otra leyenda de «puñalada por la espalda». Todos ellos estaban principalmente preocupados por el problema de cómo podrían evitar que a sus actos sucediera el caos, y quizá la guerra civil. Y la solución consistía en pedir que los aliados fueran «razonables» y les concedieran una «moratoria» hasta que hubieran restablecido el orden, y con el orden, como es natural, se hubiera restablecido también la capacidad de resistir del ejército alemán. Los conspiradores tenían el más exacto conocimiento de lo que ocurría en el Este, pero no cabe la menor duda de que ni tan siquiera uno de ellos se hubiera atrevido a pensar que lo mejor que podía pasarle a Alemania era el estallido de la rebelión abierta, y la subsiguiente guerra civil. En Alemania, la resistencia activa tenía su fuente principalmente en los núcleos de derechas, pero si tenemos en cuenta el historial de la Democracia Social Alemana, difícilmente cabría presumir que la situación hubiera cambiado en el caso de que las izquierdas hubieran tenido una mayor intervención en la conspiración. En todo caso, la cuestión es puramente académica, ya que durante los años de guerra no hubo, prácticamente, una «resistencia socialista organizada», tal como muy justamente ha señalado el historiador alemán Gerhard Ritter.
En realidad, la situación era tan sencilla como desesperada: la abrumadora mayoría del pueblo alemán creía en Hitler, incluso después del ataque a Rusia y del establecimiento de los tan temidos dos frentes, incluso después de que Estados Unidos entrara en la guerra, incluso después de Stalingrado, de la defección de Italia y de los desembarcos aliados en Francia. Contra esta ciclópea mayoría se alzaban unos cuantos individuos aislados que eran plenamente conscientes de la catástrofe nacional y moral a que su país se dirigía. En algunos casos, estos individuos se conocían entre sí y se tenían mutua confianza, podían intercambiar opiniones, pero no habían formado un plan, ni albergaban la intención de iniciar una revuelta. Finalmente estaba el grupo de aquellos que, después, serían llamados «los conspiradores», pero estos jamás habían conseguido llegar a un acuerdo en punto alguno, ni siquiera en cuanto hacía referencia a la conspiración en sí misma. Su jefe era Carl Friederich Goerdeler, antiguo alcalde de Leipzig, que había prestado servicios al Estado, durante el régimen nazi, en el puesto de regulador de precios, por un período de tres años, pero que dimitió en tiempos relativamente tempranos, concretamente en 1936. Este proponía el establecimiento de una monarquía constitucional, proyecto al que Wilhelm Leuschner, representante de la izquierda, antiguo líder sindicalista, de ideología socialista, prestaba apoyo, asegurándole que le proporcionaría el «consenso de las masas». En el círculo de Kreisau, bajo la influencia de Helmuth von Moltke, surgían de vez en cuando quejas en el sentido de que el orden jurídico era «pisoteado por el poder político», pero la principal preocupación de este círculo era el logro de la reconciliación entre las dos iglesias, la recuperación de su «sagrada misión en el Estado secular», y junto a esto la clara y franca defensa del federalismo en Alemania. (Sobre la bancarrota política del movimiento de resistencia, considerado globalmente, a partir de 1933, hay un estudio imparcial, sólidamente basado en documentos, que es la tesis doctoral de George K. Romoser).