Read Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal Online
Authors: Hannah Arendt
El tercer punto a considerar era la responsabilidad que incumbía a Eichmann con respecto a lo que ocurría en los campos de exterminio, en los cuales, según la acusación, había gozado de gran autoridad. El hecho de que los jueces prescindieran del cúmulo de declaraciones testificales en esta materia demuestra su alto grado de independencia y su sentido de la justicia. Sus consideraciones resultaron lógicamente invulnerables y demostraron que habían comprendido a la perfección el problema con que se enfrentaban. Los jueces comenzaron sus consideraciones explicando que en los campos había dos categorías de judíos, los llamados «judíos de transporte» (
Transportjuden
), que formaban el grueso de la población y que no habían cometido delito alguno, ni siquiera desde el punto de vista de los nazis, y los «judíos en custodia» (
Schutzhaftjuden
), que habían sido enviados a los campos de concentración alemanes por haber cometido alguna transgresión u otra, y quienes, bajo el imperio del principio totalitario de aplicar todo el peso del terror del régimen a los «inocentes», estaban considerablemente mejor que los otros, incluso cuando se les enviaba al Este, a fin de dejar
judenrein
los campos de concentración del Reich. (En palabras de la señora Raja Kagan, excelente testigo de lo ocurrido en Auschwitz, lo anterior era «la gran paradoja de Auschwitz. Aquellos a quienes se había sorprendido en la ejecución de actos de delincuencia eran tratados más consideradamente que los otros»,no fueron objeto de selecciones, y, por norma general, consiguieron sobrevivir.) Eichmann no intervenía para nada en lo referente a los
Schutzhaftjuden
, sino que se dedicaba a los
Transportjuden
, quienes, por principio, eran condenados a muerte, salvo aquel veinticinco por ciento formado por los individuos especialmente fuertes, a los que se seleccionaba para que trabajaran en algunos campos. Sin embargo, en la versión de los hechos contenida en la sentencia no se abordaba siquiera el problema planteado por lo anteriormente dicho. Como es lógico, Eichmann sabía que la inmensa mayoría de sus víctimas eran condenadas a muerte. Pero, como sea que la selección de los judíos que debían dedicarse al trabajo era efectuada por los médicos de las SS sobre el mismo terreno, y que, por otra parte, las listas de deportados eran elaboradas por los consejos judíos o por la policía de orden público, en sus países de origen, pero jamás por Eichmann o por los hombres de su oficina, la verdad era que Eichmann carecía de autoridad para determinar quiénes debían sobrevivir y quiénes debían morir. Ni siquiera podía saberlo. El problema consistía en concretar si Eichmann había mentido al decir: «Jamás he dado muerte a un judío, ni tampoco a un no judío... Nunca di orden de matar a un judío, ni de matar a un no judío». La acusación, incapaz de comprender la posibilidad de que un asesino de masas jamás hubiera dado muerte a un individuo (y en el caso particular de Eichmann, que tal asesino ni siquiera tuviera las agallas necesarias para matar), intentó constantemente probar que Eichmann había cometido asesinatos concretos, individuales.
Esto nos conduce a la cuarta y última cuestión concerniente a la autoridad general que Eichmann ejercía en los territorios del Este, a saber, la cuestión de su responsabilidad en las condiciones de vida imperantes en los guetos, en la indecible miseria allí dominante y en su liquidación final, hecho este que fue el principal objeto de muchas declaraciones testificales. De nuevo nos encontramos con que Eichmann estaba plenamente informado de la realidad, pero que no existía ninguna relación entre esta y las funciones ejercidas por el acusado. La acusación hizo ímprobos esfuerzos para demostrar que sí había tal relación, basándose en que Eichmann reconoció abiertamente que de vez en cuando tenía que tomar decisiones, siguiendo las cambiantes directrices que gobernaban estos asuntos, acerca del destino que se debía dar a los judíos extranjeros atrapados en Polonia. Eichmann dijo que esta era una cuestión de importancia «nacional», que afectaba al Ministerio de Asuntos Exteriores, y que rebasaba las atribuciones de las autoridades locales. Con respecto a dichos judíos, había en todas las oficinas gubernamentales alemanas dos tendencias: la tendencia «radical», que prescindía de todo género de distinciones ―un judío es un judío, y basta―, y la tendencia «moderada», que juzgaba más conveniente conservar en la «nevera» a estos judíos a fin de canjearlos. (La idea de canjear judíos parece que fue de Himmler. Tras la entrada de Norteamérica en la guerra, Himmler escribió a Müller, en diciembre de 1942, diciéndole que «todos los judíos con parientes influyentes en Estados Unidos deben ser enviados a un campo especial... y es preciso mantenerles vivos», y añadía que «para nosotros, estos judíos son rehenes de gran valor. Creo que, en suma, su número deberá elevarse a diez mil».) No hay que decir que Eichmann, partidario de la tendencia «radical», estaba en contra de las excepciones, tanto por razones administrativas como por motivos «idealistas». Sin embargo, en abril de 1942, Eichmann escribió al Ministerio de Asuntos Exteriores diciendo que «en el futuro, los que tengan nacionalidad extranjera se beneficiarán de las medidas observadas por la policía de seguridad en el gueto de Varsovia», en el que los judíos con pasaporte extranjero fueron cuidadosamente seleccionados. Pero, con esto, Eichmann no actuaba como hombre «encargado de tomar decisiones en representación de la RSHA» en el Este, y, evidentemente, tampoco cabe decir que allí tuviera «autoridad ejecutiva». Menos todavía se puede afirmar que gozara de tal autoridad o poderes en virtud de haber sido utilizado ocasionalmente, por Heydrich o Himmler, para transmitir ciertas órdenes a los comandantes locales de allá.
En cierto modo, la verdad era todavía peor de lo que el tribunal de Jerusalén creía. La sentencia argumentaba que Heydrich había sido investido de la autoridad central en todo lo referente a la Solución Final, sin limitaciones de carácter territorial; en consecuencia, Eichmann, que era su principal representante en este terreno, tenía tanta responsabilidad como el propio Heydrich. Lo anterior es totalmente cierto en cuanto concierne a los planes generales de la Solución Final; sin embargo, aun cuando Heydrich convocó, para una mejor coordinación, a la Conferencia de Wannsee a un representante del Gobierno General de Hans Frank, que fue el subsecretario de Estado el doctor Josef Bühler, también es cierto que la Solución Final no era de aplicar a los territorios ocupados del Este, por la sencilla razón de que el destino de los judíos de esta zona jamás se había discutido. La matanza de los judíos de Polonia no fue decidida por Hitler en mayo o junio de 1941, es decir, cuando se ordenó la Solución Final, sino que lo fue en septiembre de 1939, tal como los jueces de Jerusalén sabían en méritos del testimonio dado en Nuremberg por Erwin Lahousen, miembro del Servicio de Contraespionaje alemán, quien dijo: «Ya en septiembre de 1939, Hitler había decidido asesinar a los judíos polacos». (Por esto, en el Gobierno General se implantó el uso de la estrella judía inmediatamente después de que el territorio fuese ocupado, en noviembre de 1939, en tanto que en los territorios del Reich alemán fue implantado en 1941, coincidiendo con la Solución Final.) Los jueces también disponían de las actas de dos conferencias celebradas al principio de la guerra, una de las cuales fue convocada por Heydrich para el día 21 de septiembre de 1921, en concepto de «reunión de jefes de departamento y de comandantes de las unidades móviles de exterminio», a la que Eichmann, entonces todavía
Hauptsturmführer
, acudió en representación del Centro de Emigración Judía de Berlín; la otra tuvo lugar el día 30 de enero de 1940, y se ocupó de diversas «cuestiones referentes a evacuación y reasentamiento». En ambas conferencias se discutió el destino de toda la población nativa de los territorios ocupados, es decir, tanto de la «solución» concerniente a los polacos, como de la referente a los judíos.
Incluso en aquellos tiempos primerizos, «la solución del problema polaco» estaba ya en avanzado estado. Según los informes obrantes en poder de los reunidos, tan solo quedaba un tres por ciento del grupo de «dirigentes políticos»; y a fin de «reducir a la impotencia a este tres por ciento» era necesario «mandar a quienes lo formaban a campos de concentración». Los intelectuales polacos de nivel medio ―«maestros, clérigos, nobleza, oficiales del ejército...»― debían ser inscritos en un registro y detenidos, en tanto que los «polacos primitivos» debían pasar a engrosar la fuerza de trabajo alemana, en concepto de «trabajadores migratorios», y ser «evacuados» de sus hogares. «La finalidad es convertir a los polacos en eternos trabajadores emigrantes, de temporada, y su tierra de residencia permanente será la región de Cracovia.» Los judíos serían reunidos en los centros urbanos y «concentrados en guetos, en donde puedan ser fácilmente controlados, y, más tarde, evacuados». Estos territorios del Este que habían sido incorporados al Reich ―el llamado Warthegau, Prusia occidental, Danzig, la provincia de Posnania y la Alta Silesia― debían ser inmediatamente limpiados de judíos; los judíos, juntamente con treinta mil gitanos, fueron enviados, en vagones de carga, a los territorios del Gobierno General. Por fin, Himmler, en su calidad de «Comisario del Reich para el Fortalecimiento de la Conciencia del Pueblo Alemán», dio las órdenes oportunas para que fuese evacuada gran parte de la población polaca de estos territorios recientemente anexionados al Reich. La ejecución de esta «organizada emigración de un pueblo», como la sentencia la denominaba, fue tarea que se asignó a Eichmann, en cuanto jefe de la Subsección IV-B-4 de la RSHA, a la que incumbía la misión de dirigir las «emigraciones y evacuaciones». (Vale la pena recordar que esta «negativa política demográfica» no fue ni mucho menos una improvisación resultante de las victorias alemanas en el Este, sino que había sido ya esbozada en noviembre de 1937, en el discurso secreto que Hitler dirigió a los miembros del alto mando de las fuerzas armadas alemanas, como consta en el llamado Protocolo Hössbach. Hitler puso de relieve que rechazaba toda idea de conquistar naciones extranjeras, que lo que él quería era «espacio vacío» [
volkloser Raum
] en el Este, para que allí se asentaran los alemanes. Sus oyentes ―Blomberg, Fritsch y Räder, entre otros― sabían muy bien que tal «espacio vacío» no existía, por lo que forzosamente tuvieron que concluir que toda victoria alemana en el Este comportaría automáticamente la «evacuación» del total de la población nativa. Las medidas adoptadas contra los judíos del Este no fueron únicamente el resultado del antisemitismo, sino que formaban parte de una política demográfica global, en el curso de cuya ejecución, caso de que los alemanes hubieran ganado la guerra, los polacos hubieran sufrido el mismo destino que los judíos, es decir, el genocidio. Lo anterior no es una mera conjetura, ya que los polacos de Alemania comenzaban a ser obligados a llevar un distintivo en el que una «P» sustituía la estrella judía, y esto, tal como hemos visto, fue siempre la primera medida adoptada por la policía al iniciar el proceso de destrucción).
Entre los documentos presentados al tribunal de Jerusalén tenía especial interés una carta certificada dirigida a los comandantes de las unidades móviles de exterminio, tras la celebración de la conferencia del mes de septiembre. La carta se refiere únicamente a «la cuestión judía en los territorios ocupados», y efectúa una distinción entre la «última finalidad», que debe permanecer secreta, y las «medidas preliminares» a aquella conducentes. Entre estas últimas el documento se refiere expresamente a la concentración de los judíos en zonas cercanas a las vías férreas. De modo característico en esta clase de documentos, no se emplean las palabras «Solución Final del problema judío»; probablemente la «última finalidad» era el aniquilamiento de los judíos polacos, lo cual no constituía ninguna novedad para cuantos asistieron a la conferencia. En cambio, lo que sí merece considerarse como una novedad es que los judíos que vivían en los territorios recién anexionados al Reich debían ser evacuados a Polonia, ya que esto representaba un primer paso hacia la meta de dejar Alemania
judenrein
y, en consecuencia, un primer paso hacia la Solución Final.
En lo referente a Eichmann, estos documentos demostraban claramente que incluso en aquella etapa casi nada tenía que ver con los acontecimientos que se desarrollaban en el Este. También en este caso su función fue la de un especialista en «transporte» y «emigración». En el Este no era necesaria la presencia de un «experto en asuntos judíos», ni se precisaban «directrices» especiales, y tampoco existían categorías privilegiadas de judíos. Incluso los miembros de los consejos judíos fueron invariablemente exterminados, al procederse a la liquidación de los guetos. No hubo excepciones, ya que el destino acordado a los trabajadores en régimen de esclavitud se diferenciaba tan solo por el hecho de que su muerte era más lenta. De ahí resulta que la burocracia judía, cuya función en la organización administrativa de las matanzas se consideró tan importante que la formación de «consejos de decanos judíos» se llevaba a cabo como medida de primera urgencia, en nada intervino en la detención y concentración de los judíos de estos territorios. El episodio a que nos referimos significó el término de las primeras matanzas salvajes, a tiros, llevadas a cabo tras las primeras líneas del ejército. Parece que los jefes del ejército alemán protestaron por las matanzas de civiles que se efectuaban, y que Heydrich llegó a un acuerdo con el alto mando del ejército alemán, en el que ambas partes aceptaron el principio de una total «limpieza, de una vez para siempre» de judíos, intelectuales polacos, clero católico y nobleza, aunque dejando sentado que, debido a la magnitud de la operación, en la que sería preciso «limpiar» a dos millones de judíos, estos debían primeramente ser concentrados en guetos.
Si los jueces hubieran absuelto libremente a Eichmann de estas acusaciones, estrechamente relacionadas con los espeluznantes relatos de los innumerables testigos que ante ellos comparecieron, no por ello hubieran llegado a un fallo distinto con respecto a la culpabilidad del acusado, quien, en modo alguno, hubiera escapado a la pena capital. El resultado hubiera sido el mismo. Sin embargo, los jueces, al adoptar tal actitud, hubieran destruido totalmente, sin posible arreglo, la tesis del fiscal.