Read Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal Online
Authors: Hannah Arendt
Parece que este fue el último tren que partió de Hungría, camino de Auschwitz. En agosto de 1944, el Ejército Rojo estaba ya en Rumania, y Eichmann fue enviado allá en una misión desesperada, a la caza de judíos. Cuando regresó a Hungría, el gobierno de Horthy ya había reunido el suficiente valor para solicitar la retirada del comando de Eichmann, y el propio Eichmann pidió a Berlín que le permitieran regresar, junto con su equipo, ya que su «presencia era superflua». Pero Berlín no accedió a las peticiones ni mucho menos, con lo que demostró tener una clara visión del futuro, ya que, a mediados de octubre, la situación cambió súbitamente en Hungría. Con los rusos a poco más de cien millas de Budapest, los nazis consiguieron derribar el régimen de Horthy, y nombraron jefe de Estado al líder del partido de las Cruces y Flechas, Ferenc Szálasi. No pudieron mandarse más expediciones a Auschwitz, debido a que las instalaciones de exterminio estaban a punto de ser desmanteladas, y, al mismo tiempo, la escasez de fuerza de trabajo en Alemania había aumentado terriblemente. Ahora fue Veesenmayer, el plenipotenciario del Reich, quien negoció con el Ministerio del Interior húngaro la obtención del permiso para embarcar a cincuenta mil judíos ―hombres entre los dieciséis y los sesenta años, y mujeres de menos de cuarenta años― con destino al Reich. En su informe, el plenipotenciario añadió que Eichmann pensaba poder enviar cincuenta mil judíos más. Como fuere que los servicios ferroviarios habían dejado de funcionar, fue preciso organizar las marchas a pie de noviembre de 1944, que únicamente se interrumpieron cuando Himmler dio la correspondiente orden. Los judíos que fueron obligados a emprender estas marchas eran aquellos a quienes la policía húngara había detenido, sin guiarse por criterio alguno, sin orden ni concierto, prescindiendo de las normas de excepción que, en aquellos días, eran de aplicar a muchos de ellos, y prescindiendo también de los límites de edad especificados en las primeras directrices de carácter general. Los judíos que tomaron parte en estas marchas fueron escoltados por miembros del partido de las Cruces y Flechas, quienes no solo les robaron, sino que también les trataron con la mayor brutalidad. Y así terminó la historia de los judíos húngaros. De una población judía que, en un principio, constaba de ochocientos mil individuos, probablemente quedaron unos ciento sesenta mil en el gueto de Budapest ―el campo había quedado
judenrein
―, y de estos varias decenas de miles fueron víctimas de espontáneos pogromos. El 13 de febrero de 1945, Hungría se rindió al Ejército Rojo.
Todos los húngaros culpables de la matanza fueron sometidos a juicio, condenados a muerte y ejecutados. Los alemanes que iniciaron las persecuciones pagaron sus culpas con unos años, pocos, de presidio.
Eslovaquia, al igual que Croacia, era una invención del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán. Los eslovacos acudieron a Berlín para negociar su «independencia» antes de que los alemanes ocuparan Checoslovaquia, en marzo de 1939, y, en aquel entonces, prometieron a Göring que seguirían fielmente a Alemania, en todo lo referente al trato que debía darse a los judíos. Pero esto ocurrió en el invierno de 1938-1939, cuando nadie había oído hablar todavía de la Solución Final. El pequeño país, con una población pobre y campesina, formada por dos millones y medio de ciudadanos, aproximadamente, y unos noventa mil judíos, era primitivo, atrasado y profundamente católico. A la sazón, lo gobernaba un sacerdote católico, el padre Jozef Tiso. Incluso el movimiento fascista, la Hlinka Guard, tenía rasgos católicos, y el vehemente antisemitismo de aquellos fascistas clericales o clérigos fascistas se diferenciaba mucho, tanto en su forma como en su contenido, del ultramoderno racismo de sus amos alemanes. En el gobierno eslovaco tan solo había un antisemita moderno, y este era Sano Mach, ministro del Interior y buen amigo de Eichmann. Todos los demás eran cristianos, o creían serlo, en tanto que los nazis eran por principio, desde luego, tan antisemitas como anticristianos. El que los eslovacos fueran cristianos significaba que se creían obligados a resaltar aquella distinción, considerada como «anticuada» por los nazis, entre judíos bautizados y no bautizados, y también significaba, en términos generales, que se enfrentaban con el problema desde un punto de vista enteramente medieval. Para ellos, la «solución» consistía en expulsar a los judíos y quedarse con sus bienes, pero no en su exterminio sistemático, pese a que tampoco tenían empacho en efectuar ocasionales matanzas. El más grave pecado de los judíos no radicaba en el hecho de que constituyeran una raza «extranjera», sino en que fuesen ricos. Los judíos de Eslovaquia no eran muy ricos, según los criterios occidentales, pero cuando cincuenta y dos mil de ellos tuvieron que declarar sus bienes, debido a que poseían un capital evaluado en más de doscientos dólares, y resultó que el total de sus propiedades se elevaba a cien millones de dólares, a los eslovacos les debió de parecer que cada uno de sus judíos era un Creso redivivo.
Durante su primer año y medio de «independencia», los eslovacos se ocuparon activamente de intentar resolver el problema judío según su propio ingenio. Transfirieron la propiedad de las más importantes empresas judías a manos de no judíos, promulgaron algunas medidas legislativas antijudías, las cuales, según los alemanes, tenían el «básico defecto» de declarar exentos a los judíos bautizados antes de 1918, planearon la formación de unos cuantos guetos, «siguiendo el ejemplo del Gobierno General», y reclutaron judíos para dedicarlos a trabajos forzados. A primeros de septiembre de 1940, se les asignó un asesor en cuestiones judías; el
Hauptsturmführer
Dieter Wisliceny, quien en otros tiempos fuera el muy admirado superior y amigo de Eichmann en el Servicio de Seguridad (el hijo mayor de Eichmann recibió el nombre de Dieter), y que ahora tenía el mismo rango que Eichmann, fue agregado a la legación alemana acreditada en Bratislava. Wisliceny no había contraído matrimonio y, en consecuencia, no podía ser ascendido a grados superiores al que ostentaba, por lo que un año más tarde, al ser ascendido Eichmann, pasó aquel a ser subordinado de este. Eichmann pensaba que esto posiblemente molestó a su amigo, y que explicaba el que este hubiera prestado, en Nuremberg, declaraciones tan acusatorias de su persona, ofreciéndose incluso a descubrir su escondrijo. Sin embargo, la interpretación de Eichmann resulta muy poco convincente. Lo más probable es que Wisliceny tan solo tuviera interés en salvar la piel, ya que era hombre de personalidad totalmente distinta a la de Eichmann. Wisliceny pertenecía al grupo de los hombres cultos de las SS, vivía rodeado de libros y discos, los judíos de Hungría le dieron el tratamiento de «barón», y, en términos generales, tenía más interés en ganar dinero que en hacer carrera. En consecuencia, Wisliceny fue uno de los primeros miembros de las SS en mostrar tendencias «moderadas».
Poco más ocurrió en Eslovaquia durante aquellos primeros años, hasta que en marzo de 1942 Eichmann apareció en Bratislava para negociar la evacuación de veinte mil «judíos de trabajo, fuertes y jóvenes». Cuatro semanas más tarde, el propio Heydrich visitó al primer ministro Vojtek Tuka, y le convenció de que permitiera reasentar en el Este a todos los judíos, incluso a los convertidos, quienes hasta el momento habían estado exentos de toda medida antisemita. El gobierno, presidido por un sacerdote, no tuvo ningún inconveniente en corregir el «defecto básico», consistente en distinguir a los cristianos de los judíos en virtud de criterios religiosos, cuando supo que «los alemanes no ejercitarían acción legal alguna con respecto a las propiedades de los judíos, y que tan solo reclamarían quinientos Reichsmarks por cada judío que se llevaran». El gobierno eslovaco no solo no puso objeciones a tal plan, sino que exigió que el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán le diera una adicional garantía consistente en asegurarle que «los judíos evacuados de Eslovaquia y recibidos por los alemanes permanecerían a perpetuidad en las zonas del Este, y en ningún caso se les permitiría regresar a Eslovaquia». A fin de proseguir estas negociaciones al más alto nivel, Eichmann efectuó una segunda visita a Bratislava, visita esta que coincidió con el asesinato de Heydrich, y, en junio de 1942, la policía eslovaca había deportado a cincuenta y dos mil judíos a los centros de exterminio de Polonia.
En el país todavía quedaban treinta y cinco mil judíos, pertenecientes todos a la clase en un principio exenta, es decir, los judíos conversos y sus parientes, los miembros de ciertas profesiones, los jóvenes encuadrados en los batallones de trabajo y unos cuantos hombres de negocios. En este momento, cuando la mayor parte de los judíos eslovacos había sido «reasentada», el Comité Judío de Ayuda y Rescate de Bratislava, organización hermana del grupo sionista húngaro, logró sobornar a Wisliceny, quien les prometió dar lentitud al ritmo de las deportaciones, y también les propuso el llamado Plan Europa, que más tarde debía sacar a relucir en Budapest. Es muy probable que Wislicehy jamás hiciera otra cosa que leer libros y escuchar discos, y, naturalmente, embolsarse cuanto le fuera ofrecido. Pero fue precisamente en aquellos días cuando el Vaticano informó al clero católico del verdadero significado del término «reasentamiento». Desde entonces, tal como dijo el embajador alemán, Hans Elard Ludin, en su informe dirigido al Ministerio de Asuntos Exteriores, las deportaciones se hicieron muy impopulares en el país, y el gobierno eslovaco comenzó a ejercer presiones sobre los alemanes, a fin de que les permitieran visitar los centros de «reasentamiento», lo cual, desde luego, ni Wisliceny ni Eichmann podían permitir, por cuanto los judíos «reasentados» habían dejado de estar en el mundo de los vivos. En diciembre de 1943, el doctor Edmund Veesenmayer acudió a Bratislava para entrevistarse con el propio Tiso. Hitler le había enviado y sus órdenes especificaban que debía exhortar a Tiso a «bajar de las nubes» (
Fraktur mit ihm reden
). Tiso prometió enviar un número de judíos no convertidos, que oscilaba entre los dieciséis y los dieciocho mil, a campos de concentración, y establecer un campo especial, destinado a unos diez mil judíos conversos, pero se negó a acceder a las deportaciones. En junio de 1944, Veesenmayer, a la sazón plenipotenciario del Reich en Hungría, reapareció para exigir que los restantes judíos del país fuesen incluidos en las operaciones que se llevaban a cabo en Hungría. Tiso volvió a negarse.
En agosto de 1944, cuando el Ejército Rojo se acercaba, en Eslovaquia se produjo una insurrección nacional, y los alemanes ocuparon el país. En aquel entonces, Wisliceny se encontraba ya en Hungría, y seguramente sus jefes habían dejado de confiar en él. La RSHA envió a Alois Brunner a Bratislava para que detuviera y deportara a los judíos que quedaban. Primeramente, Brunner detuvo y deportó a los jefes del Comité de Ayuda y Rescate, y después, con la ayuda de unidades de las SS alemanas, deportó a doce o catorce mil individuos más. El 4 de abril de 1945, cuando los rusos llegaron a Bratislava, quedaban unos veinte mil judíos supervivientes de la catástrofe.
Cuando los nazis se referían al Este designaban la extensa zona en que se encuentran Polonia, los Estados Bálticos y el territorio ruso por ellos ocupado. Estaba dividida en cuatro unidades administrativas: el Warthegau, formado por las regiones occidentales de Polonia anexionadas al Reich, bajo el gobierno del
Gauleiter
Artur Greiser; el Ostland, que abarcaba Lituania, Letonia y Estonia, así como una zona mal delimitada de la Rusia Blanca, en la que Riga era la sede de las autoridades de ocupación; el Gobierno General de la Polonia central, bajo el mando de Hans Frank, y Ucrania, gobernada por Alfred Rosenberg, ministro de los Territorios Orientales Ocupados. Estas fueron las tierras con respecto a las cuales el fiscal presentó primeramente sus testigos, y fueron, asimismo, las últimas de que se ocupó la sentencia.
No cabe duda de que tanto el acusador como los jueces tuvieron excelentes razones para tomar decisiones tan opuestas. El Este fue el principal escenario de los sufrimientos judíos, la siniestra terminal de todas las deportaciones, el lugar del que era casi imposible escapar, y en el que el número de supervivientes rara vez alcanzó una suma que representara más del cinco por ciento. Además, el Este había sido el centro principal en el que se asentaba, antes de la guerra, la población judía europea. En Polonia vivían más de tres millones de judíos, en los Estados Bálticos habitaban doscientos sesenta mil, y más de la mitad de los tres millones de judíos con que aproximadamente contaba Rusia se hallaban en la Rusia Blanca, en Ucrania y en Crimea. Como sea que la acusación estaba primordialmente interesada en los sufrimientos del pueblo judío y en «las dimensiones del genocidio» de que fue objeto, era lógico que empezara por dichas zonas, a fin de determinar la responsabilidad específica que cabía atribuir al acusado en la creación de aquel horrendo infierno. El problema consistía en que las pruebas referentes a Eichmann, en cuanto concernía al Este, eran un tanto «escasas», lo cual era debido, según se presumía, a que los archivos de la Gestapo, y en especial los de la sección de Eichmann, fueron destruidos por los nazis. La escasez de pruebas documentales dio a la acusación un buen pretexto, probablemente recibido con júbilo por el fiscal, para proponer una interminable lista de testigos, a fin de que declarasen acerca de los acontecimientos ocurridos en el Este, aun cuando quizá aquella no fue la única razón que le impulsó a hacerlo. Tal como se insinuó en el curso del juicio, y quedó después claramente expresado en el especial
Bulletin
publicado en el mes de abril de 1962 por el Yad Vashem, es decir, el archivo israelí dedicado a documentos del período nazi, la acusación había sido objeto de fuertes presiones por parte de los supervivientes israelitas, que constituían alrededor del veinticinco por ciento de la población del país. Estos se presentaron espontáneamente ante las autoridades encargadas del juicio, y también al Yad Vashem, que había sido oficialmente encargado de preparar parte de las pruebas documentales, para ofrecerse como testigos. Los peores casos de «poderosa imaginación», es decir, por ejemplo, los de gentes que habían «visto a Eichmann en lugares en los que nunca había estado», fueron eliminados, pero, al fin, fueron llamados al estrado cincuenta y seis «testigos de los sufrimientos del pueblo judío», como les llamaban los organizadores del juicio, en vez de los quince o veinte «testigos ambientales» que, en un principio, habían sido previstos. Veintitrés sesiones de un total de ciento veintiuna fueron enteramente dedicadas a los testigos «ambientales», es decir, a testigos que nada sabían acerca de los puntos concretos que se juzgaban. Aun cuando los testigos de la acusación rara vez fueron interrogados por la defensa o por los jueces, también es cierto que la sentencia no se amparó en pruebas testificales condenatorias de Eichmann, a no ser que fuesen corroboradas por otras pruebas. Así vemos que los juzgadores no atribuyeron a Eichmann el asesinato en Hungría de un muchacho judío. Ni tampoco el haber instigado los hechos de la
Kristallnacht
en Alemania y Austria, de la que nada sabía Eichmann al ocurrir, y de la que, incluso en Jerusalén, sabía menos de lo que sabe el peor informado entre todos los estudiosos dedicados al período en cuestión. Ni tampoco le atribuyeron culpa en el asesinato de noventa y tres niños de Lidice, que, tras el asesinato de Heydrich, fueron deportados a Lódz, ya que «no ha quedado demostrado sin lugar a dudas razonables, en virtud de las pruebas practicadas ante la sala, que dichos niños fueran asesinados». Ni la responsabilidad de las horribles operaciones de la Unidad 1.005, «uno de los aspectos más horrorosos entre todos los hechos de que la acusación ha aportado pruebas», que tuvo la misión de abrir las fosas comunes del Este, y desembarazarse de los cadáveres, a fin de borrar todo rastro de la matanza, y que estuvo al mando del
Standartenführer
Paul Blobel, quien, según sus propias declaraciones de Nuremberg, recibía las órdenes de Müller, jefe de la Sección IV de la RSHA. Ni la de las horribles condiciones en que los judíos que quedaban con vida en los campos de exterminio fueron evacuados a los campos de concentración de Alemania, especialmente a Bergen-Belsen, durante los últimos meses de la guerra. La verdad de las declaraciones de los testigos «ambientales», acerca de las condiciones imperantes en los guetos polacos, de los procedimientos empleados en los diversos campos de exterminio, de los trabajos forzados y, en general, del intento de exterminio mediante el trabajo, jamás fue discutida; al contrario, casi todo lo que dijeron se sabía ya. Si alguna que otra vez se mencionaba el nombre de Eichmann en dichas declaraciones, ello se hacía en virtud de anteriores referencias verbales, «según rumores», y, en consecuencia, la declaración carecía, en este aspecto, de pertinencia jurídica. Todas las declaraciones de los testigos que le «habían visto con sus propios ojos» se vinieron abajo tan pronto como dichos testigos fueron interrogados de nuevo, y la sentencia determinó que «el centro de gravedad de sus actividades [las de Eichmann] se hallaba en el Reich, el Protectorado, los países europeos del oeste, norte, sur y sudeste, y en el centro de Europa», es decir, en todas partes excepto el Este. Entonces cabe preguntarnos por qué razones la sala no declaró improcedentes las declaraciones de aquellos testigos, que duraron semanas y semanas, meses incluso. Al referirse a esta cuestión, la sentencia contenía frases que parecían de excusa, y, al fin, daba una explicación curiosamente incongruente: «Como fuere que el acusado se declaró inocente de todas las acusaciones contra él formuladas», los juzgadores no pudieron prescindir de las «pruebas sobre el ambiente, objetivamente considerado». Sin embargo, hay que tener en cuenta que el acusado jamás negó tales hechos, y solamente negó que fuera responsable de tales hechos, «en el sentido en que los expresa la acusación».